Pasé los dos días siguientes del mismo modo que los dos anteriores. Hice ejercicio, vi programas de televisión malos, fui al bar a tomar una copa y a comer algo, y no dormí. No podía dejar de pensar en ti, ni tan siquiera por un momento. Aunque tampoco lo intenté. Los días se me hacían eternos. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de ir a verte, pero me preocupaba lo que podría suceder si me atrapaban. Si me encontraban ahora, probablemente no volvería a verte jamás. Sabía que llamarte sería demasiado doloroso. Oír tu voz cuando no tenía ni idea de cuándo volvería a verte se me antojaba excesivo. No sería justo para ti. Al menos eso fue lo que me dije a mí mismo. De modo que me pasé el día mirando el reloj y deseé poder mover yo mismo las manecillas para que el tiempo pasara más rápido. Las últimas palabras que me habías dicho resonaban en mi cabeza: «Te esperaré todo el tiempo que sea necesario». Después de dos días agónicos, fui en coche hasta Boston para tomar el avión que me llevaría a Florida.
Aterricé en el aeropuerto Fort Myers, situado a las afueras de Naples, a mediodía. No había mucha gente. Unos cuantos abuelos que habían acudido a recoger a sus nietos, pero poco más. Bajé del avión con la mochila, que pesaba menos de lo habitual porque esta vez había facturado un talego, que habría podido subir al avión de no ser por su contenido. Aún no estaba listo para desprenderme de la pistola. Tal y como iban las cosas, creía que aún podría resultarme necesaria.
Me eché la mochila al hombro y me dirigí a la sala de recogida de equipajes, cuando se me acercó un hombre corpulento, con el pelo plateado y una amplia sonrisa. Me tendió la mano.
—¿Joe? —me preguntó mientras se presentaba.
Asentí y le estreché la mano. Su sonrisa se hizo aún mayor. Me estrechó la mano con firmeza, como un hombre que está muy acostumbrado a hacerlo. Pensé que tal vez había sido comercial o político. Llevaba gafas de piloto con lentes claras. Tenía un rostro agradable y serio. Parecía demasiado honesto para haber sido político.
—Me llamo Dan —dijo—. Creo que te vas a quedar en mi casa durante unos días.
—Encantado de conocerte, Dan —dije, con un tono más formal del que habría empleado en circunstancias normales, imitando a Dan sin querer—. Te agradezco que hayas venido a recogerme.
—De nada. De nada. En realidad, es un honor. Me gusta echar una mano en lo que puedo. —Asentía con la cabeza al hablar—. ¿Estás listo?
—Tengo que coger mi bolsa.
—Creía que no facturabais el equipaje, que intentabais viajar lo más ligeros posible. —Mientras hablaba se dirigió hacia la zona de recogida de equipajes.
—No acostumbro a hacerlo, pero hoy no me apetecía cargar con todo.
Dan sonrió y me puso una mano en el hombro.
—No te culpo. No te culpo. Yo no soporto tener que pelearme por un hueco en el compartimiento superior.
Llegamos a la sala de recogida de equipaje y permanecimos detrás de las mujeres y los niños.
—¿Hace mucho que has llegado? —pregunté, mientras esperábamos a que sonara el timbre que anunciaba la llegada del equipaje de mi vuelo.
—Alrededor de una hora —contestó.
—¿Una hora? ¿Se ha retrasado mi vuelo? —pregunté, aunque sabía que no era así.
—No, señor. Ha llegado a la hora en punto. Pero no quería hacer esperar a un chico trabajador como tú. Además, me gusta venir aquí, ver el trasiego de gente que viene y va.
Creo que nunca había conocido a un hombre como Dan. Lo miré fijamente. No apartaba los ojos de la cinta transportadora de equipajes a pesar de que no había salido ninguna maleta y ni tan siquiera se había puesto en marcha.
—Pues muchas gracias de nuevo.
Después de recoger mi bolsa nos dirigimos al coche, que estaba en el aparcamiento. Dan conducía el coche que esperaba, un sedán blanco y grande, y, por algún motivo, eso me hizo feliz. Mientras nos dirigíamos hacia la ciudad, acribillé a Dan a preguntas para intentar saber algo más de él. Estaba jubilado y, tras un breve paso por la marina, había dedicado gran parte de su vida a trabajar de comercial, a vender servilletas de cóctel y whisky a bares de Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania. Se alegró al saber que yo también era de Nueva Jersey. Me dijo que casi la mitad de la gente que vivía en esa parte de Florida era de Nueva York o Nueva Jersey. Cuando era joven, Dan había sido un «trabajador»; esa fue la palabra que utilizó para describir mi trabajo. En sus tiempos, me dijo, los soldados también tenían un trabajo normal. El hecho de tener que viajar a menudo como comercial le había servido de tapadera. Hacía sus rutas, sus ventas, y una o dos veces al año recibía la llamada del deber, según sus propias palabras. Le pregunté a cuánta gente había matado durante su época como «trabajador». Me respondió que no había llevado la cuenta, que no le importaban los números y que no habría estado orgulloso de ellos aunque los supiera. Lo único de lo que estaba orgulloso era de haber podido aportar su grano de arena en su momento. Ahora estaba orgulloso de poder ayudarme, de hacer algo por la causa. Por extraño que parezca, logró que me sintiera orgulloso también. Casi había olvidado lo que se sentía.
Le pregunté por su familia y me dijo que ya no tenía. Sus padres lograron llegar hasta el final y murieron por causas naturales cuando ya habían cumplido los ochenta. Había tenido mujer y una hija, pero ambas murieron asesinadas. Su mujer era civil antes de casarse con él, lo cual no supuso ningún impedimento. Fue asesinada cuando llevaban ocho años casados y su hija tenía tres. Fue un trabajo muy chapucero, me dijo. La mataron en su casa, un día en que él había salido a hacer recados. Estaba casi convencido de que lo buscaban a él. Cuando llegó a casa, había sangre por todos lados, en varias habitaciones. Debió de darles mucha guerra, dijo. Encontró el cadáver tirado sobre la mesa del comedor. Se habían quedado a verla morir antes de ponerla sobre la mesa y marcharse. Su hija estaba en casa, encerrada en el armario de su habitación. No sabía si se había escondido ella sola o si la habían metido ellos. Nunca se lo dijo. Nunca habló de lo que vio ese día, ni una sola vez. Nunca habló de lo que les vio hacerle a su madre, pero en cuanto fue mayor de edad, se involucró de pleno en la Guerra. A algunas personas tenemos que enseñarlas a odiar; otras lo aprenden por sí solas. Ella llegó a ser un oficial de Inteligencia de alto nivel, uno de los más jóvenes de la historia. Fue ascendiendo rápidamente gracias a su agresividad, la misma que la convirtió en un objetivo prioritario. La asesinaron dos semanas antes de cumplir veintiocho años.
—Mira, Joe, no me gustan y estoy orgulloso de haber contribuido en la lucha contra ellos —dijo Dan mientras conducía—, pero el odio exacerbado puede ser fatal. Mi pobre hija, no sé si tuvo más de dos días de felicidad a lo largo de su vida después de ver lo que le había sucedido a su madre. Siempre me he sentido culpable por ello.
Guardamos silencio durante un rato.
—Ya basta de hablar de mí, hijo. ¿Qué me cuentas de ti? —preguntó, dándome una palmada en la rodilla.
No creía que fuera a contarle mucho. ¿Qué podía decirle? Sin embargo, cuando empecé a hablar me costó parar. Le conté que me crié en Nueva Jersey, que varios familiares habían muerto en la Guerra. Le hablé de mi trabajo, de lo que suponía hoy en día ser un «trabajador». Le encantó que le contara historias de la Guerra. Quería saber todo tipo de detalles. Al parecer creía que mi vida era emocionantísima. Para él yo era James Bond; daba igual que el cabrón de Allen me hubiera dicho que no era más que un peón. Le conté que mis dos mejores amigos también eran «trabajadores». Me encantó poder usar esa expresión con Dan. Me hizo sentir honesto. Le conté mis aventuras en Jersey Shore y adorné algunos aspectos de la historia. Se lo tragó todo. Lo único de lo que no le hablé fue de Montreal. No le hablé de ti.
Después de una hora de trayecto, entramos en una pequeña comunidad de jubilados que había a las afueras de Naples, llamada Crystal Ponds. Recorrimos las calles despacio. Toda la gente que encontramos saludó a Dan, y Dan los saludó a ellos. Todos los jardines estaban muy bien cuidados y todos tenían un mástil en el que ondeaba una bandera estadounidense. Después de doblar un par de esquinas muy lentamente, llegamos al final de una calle sin salida y tomamos el camino de entrada de la casa de Dan. Era una casa pequeña de color blanco, situado frente a un minúsculo estanque.
—Hemos llegado a casa —me dijo Dan después de meter el coche en el garaje y apagar el motor—. Entra y sírvete un trago. Voy a buscar el correo. —Dan bajó del coche y fue caminando lentamente hasta el buzón.
Entré en la casa y recibí de inmediato el impacto de una ráfaga de aire frío procedente del aire acondicionado. Estaba en la cocina y como no quería decepcionar a Dan, decidí aceptar su ofrecimiento y busqué una bebida. Me dirigí a la nevera y la abrí. La había llenado hacía poco. Había dos paquetes de seis cervezas enteros, una barra de pan sin empezar, un cartón de zumo de naranja sin abrir, un paquete de salchichas entero, etcétera. Había ido de compras para estar bien abastecido cuando yo llegara. Sabe Dios lo que comía cuando estaba solo. Cogí una botella de cerveza, desenrosqué el tapón y lo tiré en el cubo de la basura que había bajo el fregadero. Entonces entró Dan. Me vio con la cerveza en la mano y me preguntó:
—¿Te importa que te acompañe?
—Como si estuvieras en tu casa —contesté. Me volví hacia la nevera y saqué otra botella.
Luego nos sentamos junto a la encimera de la cocina y bebimos la cerveza en un silencio cómodo.
—Bueno, Dan, creo que tienes un paquete para mí —le dije, cuando ya nos habíamos tomado media cerveza.
—Sí, señor —contestó—. Espera aquí. —Se fue a otra habitación y regresó con un sobre acolchado y sellado, que ya me resultaba familiar.
—Supongo que querrás estar a solas para abrirlo —dijo al entregármelo.
—Creo que es lo mejor —admití, mientras sopesaba el sobre. Era ligero, lo que acostumbraba a significar que el trabajo debía de ser bastante fácil.
—El despacho está al final del pasillo. —Dan señaló el lugar al que había ido a buscar el sobre—. No te molestaré mientras estés trabajando. Avísame si necesitas algo.
—Gracias, Dan. —Cogí el paquete y me dirigí al despacho.
—¿Te apuntas a una buena cena esta noche? —preguntó mientras me alejaba. Tenía ganas de compañía.
—Tú elige, que yo me apunto a lo que sea —respondí. Yo también tenía ganas de compañía. Entré en el despacho de Dan y cerré la puerta.
El despacho era una habitación pequeña con un sofá y un escritorio, sobre el que había varios estantes con unos cuantos libros y algunas fotografías. Las miré durante un rato. Saltaba a la vista que eran de la familia de Dan. En algunas, los colores empezaban a adquirir un tono sepia. Una era en blanco y negro. Ninguna tenía menos de treinta años. Era como si la vida de mi anfitrión se hubiera detenido entonces. Había una de Dan con su padre. Debía de rondar los ocho años, pero tenía el mismo aspecto que ahora. En la fotografía, Dan sujetaba un pez que acababa de pescar. Su padre estaba agachado al lado, con una gran sonrisa. Había también una fotografía de Dan y su mujer el día de su boda, de punta en blanco. La mujer era preciosa. Se parecía un poco a ti, pero era algo más alta. Por un momento me imaginé cómo estarías con un vestido de novia. Había una fotografía en blanco y negro de dos personas que, a juzgar por su aspecto, debían de ser los padres de Dan de jóvenes. Aparecían sonrientes y de pie frente a una casita que deduje que fue su primer hogar. Entonces vi la fotografía que me dejó helado. Era de Dan y su mujer, de pie, uno junto al otro. Dan tenía el brazo sobre el hombro de ella. Su mujer sostenía un bebé en brazos. En la imagen, Dan y su mujer miraban directamente a la cámara, pero la niña, que no podía tener más de seis meses, miraba hacia arriba y le sonreía a su padre. En último lugar estaba la fotografía más reciente, que aun así debía de tener más de treinta años, pero era la que conservaba mejor el color. Era de la hija de Dan, de adolescente, ataviada con un elegante vestido de noche blanco, un poco holgado, junto a un chico con acné, vestido con esmoquin. En esa fotografía la hija de Dan sonreía. Debió de ser uno de sus pocos días felices. Mientras la miraba, la voz de Dan resonó en mi cabeza, y me recordó que «un odio exacerbado puede ser fatal». «Pero si hay suficiente odio, el mundo se sumirá en el caos», susurré para mí. Me senté frente al escritorio, abrí el sobre y empecé a estudiar al hombre que debía eliminar.
Mi objetivo se llamaba Jimon Matsudo, pero todo el mundo lo conocía como Jim. Nació en Hawái, hijo de inmigrantes japoneses, y luchó por Estados Unidos en las guerras de Corea y Vietnam. Era un experto en logística que, a lo largo de su carrera, había planificado varias operaciones estratégicas y mortales para el ejército estadounidense. Al margen de ello, también había planificado varias operaciones estratégicas y mortales contra nosotros. Se retiró del ejército con el grado de general de brigada. Según lo que había podido averiguar nuestra Inteligencia, dejó de colaborar de forma activa en la planificación de operaciones contra nosotros en esa misma época. Sin embargo, a día de hoy seguía preparando a sus expertos en logística. De hecho, el señor Matsudo había adiestrado a la mayoría de los altos mandos del enemigo. Era imposible calcular de forma exacta el daño que había causado a lo largo de su vida, ya fuera de manera directa o a través de sus pupilos, pero, al parecer, la eliminación del señor Matsudo supondría un golpe muy duro para sus operaciones. De acuerdo con la documentación que me habían entregado, era una operación estratégica y clave. A pesar de ello, el señor Matsudo trataba de pasar desapercibido y no había pruebas de que tuviera protección alguna. Tenía la sensación de que iba a ser un trabajo relativamente fácil. Entonces llegué al final del informe, a la parte que contenía la información que necesitaba para encontrar a mi objetivo. Al llegar a ese punto descubrí que mi objetivo vivía en una comunidad de jubilados pequeña, tranquila y sin vigilancia, situada en Naples y llamada Crystal Ponds. El cabrón de Allen quería que matara a un vecino de mi anfitrión. Brian nunca me habría hecho esa putada. No pude evitar pensar que era una prueba.
Esa noche, después de leer el informe de mi objetivo y de guardar el sobre en uno de los cajones del escritorio de Dan, salimos a cenar. En lugar de ir a la parte elegante de Naples, tomamos la otra dirección. Fuimos a un local de mala muerte en el que servían costillas y siluro en la parte delantera, mientras que en la posterior había música country en directo. Dan me dijo que no soportaba los nuevos restaurantes pretenciosos del centro. Las costillas que comimos eran deliciosas, cubiertas con una salsa barbacoa picante. Dan y yo dimos buena cuenta de varias cervezas más durante la cena. Cuanto más bebía mi anfitrión, más interés mostraba por mi trabajo. Para él, yo era un héroe, el vengador de su esposa y su hija. Voy a ser sincero, me dejé engatusar. Después de la bronca que me había metido Allen por teléfono, era agradable que me dijeran que era alguien; que existía un buen motivo por el que no tenía vida propia. Era agradable que me dijeran que todos los sacrificios que había hecho habían servido para algo.
Después de cenar nos sentamos a la barra para tomar una copa más.
—Bueno, ¿qué más tienes que hacer antes de llevar a cabo la misión? —me preguntó entre cerveza y cerveza.
—Mañana saldré a reconocer un poco el terreno, a comprobar los patrones y hábitos de mi objetivo, a intentar averiguar cuál es el mejor momento y lugar para eliminarlo. Para ser sincero, parece un trabajo bastante fácil. No creo que tenga muchos problemas. —Tenía la esperanza de que cuanto antes hiciera el trabajo, antes podría volver a Montreal.
—Reconocimiento, ¿eh? En mi época solo nos daban un nombre. Tenías que ir, encontrar al cabrón y cargártelo. Bang, bang, dos tiros en la cabeza detrás del cobertizo y listos.
—Sí, bueno, ahora ya no podemos actuar como entonces —repliqué. No pude evitar pensar en lo bien que se habrían llevado Dan y Michael.
—No. Ahora es más complicado. Vosotros lo tenéis mucho más difícil que nosotros. Creo que hoy en día yo no duraría ni veinte minutos. Que Dios te bendiga. —Dan levantó la botella de cerveza para brindar a mi salud—. Y, bueno, ¿quién es el cabrón? —preguntó.
—¿Perdona?
—¿Quién es el cabrón que te vas a cargar? —preguntó de nuevo, más alto de lo que me habría gustado.
—Creo que no puedo decírtelo —le susurré. Vi de inmediato la decepción que empañó sus ojos—. Es demasiado peligroso.
—O sea, te invito a cenar, a cerveza, te acojo en mi casa, ¿y crees que no puedes confiar en mí? —Dan bromeaba. Conocía las reglas y, sin embargo, le habría encantado que le hubiera respondido.
—No es eso —contesté—. No es que no confíe en ti. El problema es que la información es peligrosa. Cuanta más gente la tenga, mayor es el peligro que corremos tú y yo. —Tragué saliva—. Es lo que me enseñaron.
—Lo sé. Lo sé. El puto protocolo —dijo Dan, dándome una palmada en la espalda—. Sigue las reglas, hijo. Haz que me sienta orgulloso de ti. —Dan hizo una pausa para pensar qué podía añadir, para que se le ocurriera algo importante. Se acabó la cerveza y golpeó la barra con la mano—. Camarero —gritó—, dos whiskies solos. El malta más barato que tengas.
El camarero vino y nos sirvió dos vasos medio llenos de whisky escocés. Dan levantó el suyo y brindamos. Parecía un viejo brindis, como si Dan hubiera brindado por ello en varias ocasiones.
—Por que les partas el cuello a esos cabrones antes de que ellos nos lo partan a nosotros —dijo.
Me apunté a los brindis.
—Para no olvidar por qué luchamos —añadí.
A Dan le gustaron mis palabras, algo a lo que contribuyó el alcohol que había ingerido.
Dan me tapó el vaso con la mano para asegurarse de que no bebía más hasta que hubiera acabado.
—Uno más, uno más. —Levantó su vaso al aire y me miró a los ojos—. Por los que no beben solos. —Entonces apartó la mano, ambos echamos la cabeza hacia atrás y nos bebimos el whisky de un trago.
Aquel brebaje quemaba, pero era un calorcito agradable. Después pagamos la cuenta y nos fuimos.
Ambos estábamos un poco borrachos cuando llegamos a casa. Dan no debería haber conducido de ninguna de las maneras, pero no se inmutó lo más mínimo. Yo me sentía bastante bien. Entonces recordé lo que me había dicho Jared en la playa. Me dijo que esos tipos de la vieja escuela podían pasarse horas y horas contándote batallitas, hasta que se te cayera la oreja a trozos. Supuse que Dan había alcanzado un rango muy alto cuando se retiró. Me pregunté si sabía algo.
—Creo que yo me retiro ya, muchacho —me dijo mientras entrábamos en la cocina desde el garaje.
—Espera —le pedí, sin estar muy seguro de adónde quería llegar—. Me gustaría hacerte una pregunta.
Dan me miró y entonces vi al viejo soldado reflejado en su mirada. No había muerto porque no hacía tanto que había abandonado el servicio activo.
—Dispara —me dijo.
—Participaste en la Guerra hace tiempo. —Dan asintió—. ¿Alguna vez te contaron los motivos de todo esto?
—¿De la Guerra? —preguntó.
—Sí —respondí, aunque estuve a punto de decirle que lo olvidara.
Quizá no quería saberlo. ¿Y si ello empeoraba la situación? Yo había visto morir a mi familia en nombre de esta Guerra. Había matado en nombre de esta Guerra. ¿Y si no valía la pena? Dan me miró como si de pronto hubiera recuperado la sobriedad.
—Siéntate —dijo y me señaló la mesa que había en el rincón de la cocina.
Lo obedecí, cogí una silla y me senté. En lugar de acompañarme, se dirigió a la nevera. Abrió la puerta y sacó dos botellas de cerveza. Desenroscó los tapones, me puso una delante y se sentó en la silla que había al otro lado.
Tomó un trago largo de la cerveza.
—¿Qué quieres saber? —me preguntó.
—He oído ciertas historias —respondí.
—¿A qué historias te refieres? —preguntó.
Solo quería que me dijera la verdad. Estaba harto de juegos. Carraspeé.
—La que he oído más veces es que hace cientos de años éramos esclavos y ellos nuestros amos. Nos rebelamos y después de años de guerra vencimos. De modo que nos dijeron que éramos libres y pudimos irnos. Pero entonces descubrimos que habían empezado a esclavizar a otro pueblo. Nuestros líderes se plantaron y dijeron que no podíamos permitirlo. Sabíamos cómo era la vida del esclavo y no podíamos permitir que otros pueblos corrieran la misma suerte que nosotros, sobre todo otros pueblos que iban a ocupar nuestro lugar, gente que sería libre de no ser por nosotros. Así pues, volvimos a enfrentarnos a ellos por la libertad de todo el mundo y ese fue el inicio de la Guerra. —Miré a Dan. Intenté adivinar qué le estaba pasando por la cabeza, pero estaba demasiado borracho. Fui incapaz de interpretar su reacción—. Mientras nos enfrentemos a ellos, la gente inocente seguirá siendo libre.
Dan se reclinó en la silla. Tomó otro trago de cerveza. Me fijé en que ya se había bebido casi la mitad.
—No tengo nada que añadir —afirmó, y dejó la cerveza en la mesa.
—Entonces, ¿estás diciéndome que lo que acabo de decir es del todo cierto? —pregunté.
—Por lo que yo sé, sí —respondió Dan. Sin embargo, me di cuenta de que estaba ocultando algo.
—También he oído que en el pasado había cinco grupos involucrados en la Guerra, y que ahora solo quedamos dos.
Dan parecía algo incómodo.
—Creo que, en esencia, ambas historias son ciertas.
Me la estaba pegando. Nunca habría esperado algo así de Dan.
—¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que empezáramos luchando contra ellos porque éramos esclavos y que al principio hubiera cinco grupos enfrentados entre sí? ¿Cómo es posible que ambas historias sean ciertas en esencia? ¿Sabes la verdad? Porque si no la sabes, dímelo y ya está. —Esperé su respuesta.
Permaneció sentado en silencio durante un rato y luego se levantó.
—Espera aquí —me dijo.
Entró en su despacho. Yo me quedé en la silla. Oí que hurgaba entre sus papeles, cogiendo cajas del estante superior. Al cabo de cinco minutos volvió con una fotografía en la mano.
—¿Ves esto? —me preguntó, y me dio la fotografía.
Era una imagen antigua en la que aparecía Dan estrechándole la mano a un hombre alto, de pelo oscuro y con bigote. Dan no debía de tener más de treinta años. El hombre del bigote debía de rondar los cincuenta.
—¿Lo conoces? —me preguntó.
Negué con la cabeza. Era la primera vez que lo veía.
—Es el general Corbin —me dijo—, el general William Corbin.
Lo de general no era un rango real en la Guerra, claro, pero todo el mundo lo llamaba general Corbin o simplemente el General.
—Cuando yo trabajaba era el jefe de operaciones norteamericanas. Era un genio. Muchos de los métodos y gran parte del protocolo que aún está vigente hoy en día son creación suya. Logró darle un giro a la Guerra a nuestro favor.
Miré la imagen de nuevo. Resultaba difícil imaginar que el hombre de la fotografía hubiera logrado todo eso.
—¿Y nunca has oído hablar de él?
—No —respondí.
Dan negó con la cabeza y se rio.
—¿Qué os enseñan hoy en día? Si te estoy contando todo esto es por un motivo. Cuando llegué a los veinte muertos, y por aquel entonces veinte eran muchos, tenlo en cuenta, me invitaron a cenar con el General.
Dan me había dicho que no había llevado la cuenta del número de gente que había matado. Era obvio que sabía más de lo que decía. Señaló la fotografía que había sobre la mesa.
—Esta fotografía se tomó durante la cena.
Me di cuenta de que a medida que Dan hablaba yo me iba despejando.
—Por entonces yo era un gallito, un poco como tú. —Estaba claro que lo decía como un cumplido—. De modo que durante la cena le planteé la misma pregunta al General. ¿Cuál de las dos historias era cierta? ¿Y sabes qué me dijo?
Negué con la cabeza.
—Que él tampoco lo sabía. Que no quería saberlo. Que para él no era importante. Lo que importaba era que cada soldado eligiera la que más lo estimulara y se la creyera.
No me gustó nada esa respuesta.
—¿Y te pareció bien? —pregunté.
—Claro que no —respondió, negando con la cabeza—. Pero el General también me lo dijo. —De pronto bajó el tono de voz—. Me dijo que en los últimos doscientos años habíamos alcanzado acuerdos de paz con el otro bando en tres ocasiones distintas, tras una serie de conversaciones interminables. —Dan alzó tres dedos para dar mayor énfasis a sus palabras—. Se había alcanzado un acuerdo total y absoluto. La Guerra se había acabado.
Esa historia nunca la había oído.
—¿Qué sucedió? —pregunté.
—Que las tres veces faltaron a su palabra. —Ahora Dan hablaba con voz muy seria, como si no hubiera probado una gota de alcohol en toda la noche—. Las tres veces incumplieron su promesa. Las tres veces intentaron aprovecharse del hecho de que estábamos dispuestos a negociar. Las tres veces murió gente buena. Por mucho que les demos, Joe, siempre quieren más. —Dan acabó la cerveza que tenía ante él—. Así pues, el General me dijo que no volveríamos a negociar nunca más. Y si quieres que te cuente por qué empezó la Guerra, has tenido mala suerte. Esa información solo la saben los de arriba. Pero si lo que quieres preguntarme es por qué seguimos luchando, ahí tienes la respuesta.
Permanecí sentado en absoluto silencio.
—¿Puedo irme a la cama ahora? —me preguntó tras esperar a ver añadía algo más.
—Sí —respondí. La cabeza me daba vueltas.
Se levantó y se dirigió a su dormitorio.
—Nos vemos por la mañana, hijo —se despidió antes de cerrar la puerta de la habitación.
Apenas había tocado la cerveza que me había puesto delante cuando empezó a relatarme la historia. Ahora la cogí y me la bebí de un trago. Me fui hasta la nevera y cogí otra.
Esa noche te llamé a las dos de la madrugada, borracho. Estabas medio dormida cuando respondiste. Te dije que estaba en Florida, en viaje de negocios. Parecías celosa y me dijiste que en Montreal hacía frío. Me fui a dormir después de hablar contigo. Por la mañana me esperaba Jim Matsuda.
Al día siguiente fui a investigar a Jim. Me levanté temprano y salí a correr por el barrio. Era mi rutina: levantarme temprano y correr. Por lo general, corría por calles desiertas a primera hora de la mañana. Pero en Crystal Ponds la cosa era distinta. Los habitantes de la comunidad también madrugaban mucho. En las calles ya había gente mayor, de pelo canoso, que había salido a dar su paseo matutino. Fui pasando frente a una casa tras otra, y enfrente de todas había ancianos trabajando en los garajes, arreglando cañas de pescar o pintando buzones a los que ya habían dado una mano de pintura unos meses antes. Todo el mundo se saludaba. Todo el mundo sonreía. El sol brillaba, el terreno era llano y me gustaba estar al aire libre con pantalones cortos, haciendo ejercicio y sudando. Pasé dos veces a propósito por delante de la casa de Jim. La primera, me pareció que estaba vacía. Sin embargo, cuando me acerqué por segunda vez, vi a un hombre japonés bajito, con gafas y una perilla canosa en el jardín delantero, con bata y zapatillas. Era Jim. Parecía como si hubiera salido a recoger el periódico pero se hubiera detenido al final del jardín, a un par de metros de su objetivo. Estaba de pie, con una taza en las manos y la mirada perdida en el horizonte. Llevaba la bata desatada, lo que dejaba entrever unos bóxer azul claro y una camiseta blanca. Debió de oírme correr porque volvió la cabeza hacia mí cuando me encontraba cerca de su casa. Cuando me vio, levantó la mano y me saludó. Intenté actuar con normalidad. Le devolví el saludo al igual que había hecho con los demás residentes. El señor Matsuda me siguió con la mirada. Cuando estaba a un metro del hombre al que debía matar en un futuro muy próximo, me miró a los ojos. Tuve la sensación de que me miraba de un modo extraño, como si me hubiera reconocido, como si esa mañana hubiera salido al jardín con el único objetivo de esperar a que pasara corriendo frente a él. Fue una mirada que me asustó. Empecé a pensar que tal vez Allen era más descuidado de lo que yo creía. Quizá habían alertado a Jim Matsuda de mi presencia en Crystal Ponds. Intenté no hacer caso de los pensamientos que se agolpaban en mi cabeza. Me dije a mí mismo que si Jim sabía que me habían encargado la misión de matarlo, no iba a pasearse por el jardín en bata y zapatillas. Aquí todo el mundo se saluda, pensé. Todo el mundo. Él no es distinto. Aparté los ojos. No había dejado de mirarme. Bajé la vista y pasé junto a él.
A juzgar por lo que vi esa mañana, mi trabajo iba a ser muy sencillo. El señor Matsuda no tenía medidas de seguridad. No solo eso, sino que no parecía preocuparle lo más mínimo su seguridad. Aun así decidí seguir a mi objetivo durante un día. No podía permitirme el lujo de volver a fastidiar otro trabajo. Había que tener cuidado con los objetivos fáciles; otra lección que nos habían enseñado en la fase de entrenamiento.
Dediqué el resto del día a seguir al señor Matsuda. Dan me prestó su coche. Mantuve una distancia prudencial para que mi objetivo no me viera. Temía que pudiera reconocerme. Temía que pudiera reconocer el coche de Dan. Sin embargo, me parecieron unas medidas innecesarias. El señor Matsuda se pasó el día atendiendo sus asuntos. Fue un día lleno de nada, sin peligro, sin prisas, sin miedo. La vida del señor Matsuda parecía normal, espantosa y terriblemente normal. Fuimos al supermercado. Paramos en la farmacia. Paramos a poner gasolina y salió del coche a limpiar el parabrisas. Paramos a comer en un restaurante cercano. Jim pidió un sándwich de atún. Yo una hamburguesa con queso. Regresamos a Crystal Ponds y fue a ver a varios amigos. Paramos en el banco. Había un cajero en el exterior, pero Jim no lo usó. Prefirió entrar, flirteó con las cajeras, ingresó unos cheques y sacó algo de dinero. Luego nos fuimos a casa. Podría haberlo eliminado fácilmente en cualquier momento del día. Alrededor de las seis decidí que ya había visto suficiente. No estaba aprendiendo nada nuevo. No había nada que aprender, así que regresé a casa de Dan. Fue entonces cuando se torcieron las cosas.
Cuando llegué a casa, Dan estaba sentado en una silla, de cara a la puerta principal. Tenía la mirada vacía, un rostro inexpresivo. La silla en la que estaba sentado no se encontraba en su lugar habitual. La había movido, la había puesto de cara a la puerta para sentarse a esperar hasta que yo llegara. Sabe Dios cuánto tiempo llevaba así. En el regazo, tenía el sobre acolchado que contenía los detalles de mi misión. Debía de haberlo encontrado en el escritorio. Permanecí en silencio. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Dan se quedó sentado, mirándome fijamente como si fuera un animal del zoo. Al final rompí el silencio.
—Sabes que no deberías haberlo mirado —dije, reprendiendo a un hombre mayor como si fuera un niño que había cometido una travesura. No me pareció lo más adecuado, pero es lo que hice—. No es seguro.
—Lo sé —contestó, con la voz quebrada y débil por las flemas de la garganta. Me tendió el sobre—. Toma. He visto suficiente.
Cogí el sobre y me lo puse bajo el brazo.
—¿Qué has visto? —le pregunté.
El hombre que estaba sentado en la silla ante mí era una versión desvaída del que me había recogido en el aeropuerto. Parecía más pequeño.
—No quería causar problemas. —Hablaba en voz baja, como si se dirigiera al aire.
El sol empezaba a ponerse y los colores vivos del atardecer se colaban por las ventanas.
—Es que aquí los días…, todos se confunden unos con otros. Quería volver a sentir que formaba parte de la acción. Quería recordar lo que se sentía.
—¿Qué has visto, Dan? —pregunté, mirando el sobre abierto, intentando averiguar si las hojas estaban ordenadas tal y como las había dejado—. ¿Qué hacías?
—Mataron a mi hija, Joe. Mataron a mi mujer y a mi hija. —Me miró, con los ojos hinchados pero secos. Hacía años que había agotado todas las lágrimas. Sin embargo, no dejaba de mirar el sobre por el rabillo del ojo—. Quería saber quién era. Solo quería saber quién era el pez gordo que querían eliminar y que los había obligado a tomarse la molestia de enviar a un asesino profesional. Quería ver el nombre del tipo al que ibas a matar y quería sentirme bien. Quería sentirme como si fuera una venganza —dijo las últimas frases entre dientes.
—Entonces, ¿has mirado el contenido del sobre? —pregunté, aunque no tenía ninguna duda sobre la respuesta.
Dan asintió. Abrió la boca.
—Solo quería sentirme bien de nuevo.
—Bueno, ¿qué sientes ahora que has mirado en el sobre?
Me había vuelto loco. Sabía de sobra que no tenía derecho a hacer lo que estaba haciendo.
—Sabía que no devolvería la vida a mi hija ni a mi mujer, pero pensé que me la devolvería a mí.
—¿Que te devolvería qué?
—Que me devolvería la vida, Joe. Quería que me recordara lo que era estar vivo. —Empezó a frotarse las manos en el regazo.
—¿Y de qué te ha servido? —Mi ira se desvaneció rápidamente—. Solo es un nombre. Es uno de ellos. Lo eliminaré. El mundo será un lugar mejor y tú habrás contribuido a ello. ¿No crees que eso ya es algo? ¿No me dijiste anoche que no se podía negociar con ellos?
—No lo entiendes, Joe. Me da igual contribuir a la causa.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —pregunté. Seguramente debería haberlo imaginado, pero nunca se me ha dado bien interpretar los sentimientos de la gente.
—Es mi mejor amigo, Joe. —Se quitó las gafas y se frotó los ojos—. Es uno de los pocos amigos que me queda. Y vas a matarlo.
Creo que, de quedarle alguna lágrima, habría llorado.
—¿Jim Matsuda?
Eran amigos. Maldito Allen. Maldito cabrón de mierda.
—Sí —respondió—. Empezó como una tradición militar. El ejército de tierra contra la marina. Pero cuando llegas a nuestra edad, todas esas estupideces desaparecen y ves al otro como un viejo soldado. Nuestra relación se cimentó en ese vínculo. Supongo que tenemos más en común de lo que creía. —Dan bajó la mirada—. Sinceramente, no sé qué voy a hacer sin él.
—No lo sabía —dije, aunque tampoco importaba.
—Luchó por su país en dos guerras. Dos guerras. Yo participé en una. Él y yo estuvimos en el mismo bando, luchando contra esos cabrones. —Esbozó una sonrisa mientras hablaba—. Luchamos contra los malos en el mismo equipo, defendiendo juntos a nuestras familias. Así es como arraigó nuestra amistad, gracias a las viejas historias de guerra. —Empezó a negar con la cabeza—. Creía que lo conocía.
—¿Qué quieres que haga? —No sabía qué podía hacer. No podía negarme a cumplir con la misión, y Dan lo sabía, pero si me lo hubiera pedido, lo habría intentado.
—Defendió nuestro país, Joe. Nuestro país. Juego a póquer en su casa. Él ha estado aquí, en la mía, justo donde estás tú. He compartido mi whisky escocés con él. He celebrado mi setenta cumpleaños con él. Es un buen hombre. ¿Cómo es posible que sea de los malos?
No esperaba que respondiera.
—¿Qué quieres que haga? Dime lo que quieres que haga.
—Esta Guerra me ha quitado muchas cosas. —Cerró los ojos y negó de nuevo con la cabeza. Creí que iba a arrancarse la piel de las palmas por el modo en que las retorcía.
Doblé una rodilla ante él. Le separé las manos y le agarré cada una por separado con las mías. Cuando Dan abrió los ojos y me miró, le pregunté de nuevo:
—¿Qué quieres que haga? —En ese momento habría hecho lo que me hubiera pedido, fuera lo que fuese, por muy alto que hubiera sido el coste. Solo quería que alguien en quien confiaba me dijera qué podía hacer. No quería tener que tomar decisiones—. ¿Qué quieres que haga, Dan?
—Tu trabajo. Haz tu trabajo. —No me miró cuando respondió. Mantuvo la mirada clavada en el suelo. Cuando la habitación volvió a quedar en silencio, se levantó de la silla, cogió una cerveza de la nevera, se fue a su dormitorio y cerró la puerta sin decir una palabra más.
Después de esa conversación se me pasó por la cabeza la idea de ir a casa de Jim y acabar con todo aquello de una vez, pero recapacité y cambié de idea. Tenía que seguir con el plan establecido. No podía permitirme el lujo de cometer el más mínimo error.
Dan no salió de su habitación por la mañana, al menos al principio. Yo me levanté pronto y salí a correr. Esta vez no me acerqué a la casa de Jim. Apenas aparté la mirada del suelo y limité los saludos al mínimo que exigía la cortesía. La red ya estaba lo bastante enredada. No quería arriesgarme a complicarlo todo aún más. Al llegar a casa, me duché. Cuando salí del baño, Dan estaba en la cocina.
—Buenos días, Dan —le dije.
—Buenos días, Joe. —Dan revolvía con una cucharilla la taza de café que tenía en las manos—. Anoche no saliste, ¿verdad?
—No —contesté—. Pensé en ello, pero al final decidí no hacerlo. Me pareció que sería más sensato seguir con el plan original.
—Seguramente tienes razón. —La voz de Dan no revelaba emoción alguna. Era neutra, monótona—. ¿Cuándo vas a hacer el trabajo?
—Esta noche. En cuanto oscurezca. —No volví a preguntarle qué quería que hiciera. Le había dado una oportunidad. El destino estaba escrito. Él también lo sabía.
—De acuerdo. —Asintió—. Sabe que estás aquí.
En cierto modo no me sorprendió.
—¿Cómo? —pregunté.
—O sea, no sabe quién eres ni por qué has venido, pero le dije que iba a tener visita.
—Me alegra saberlo. —Era información útil de verdad.
—Se alegró por mí. —Tomó el último sorbo de café y dejó la taza en el fregadero—. Se alegró de que tuviera visita.
Dan había envejecido diez años de la noche a la mañana. Cuando lo vi en el aeropuerto por primera vez, sabía que era mayor, pero era un hombre mayor y fuerte. Ahora parecía frágil.
—¿Tiene algún motivo para sospechar que perteneces al otro bando o que sabes quién es?
—No.
—Entonces todo debería salir bien. —Me sentí horrible al utilizar la palabra «bien». Nada iba bien. Nada iba bien nunca. Podía contar las horas de mi vida en que todo había ido bien con los dedos de una mano.
—Bueno —dijo Dan—. Estaré todo el día fuera. Probablemente no te veré hasta la noche. ¿Te las apañarás sin el coche?
—Sí, Dan, estaré bien. —Otra vez la maldita palabra.
Dan cogió las llaves del colgador de la pared y se dirigió hacia la puerta que daba al garaje. La misma puerta por la que había entrado yo dos días antes.
—Y, Dan…
Se volvió hacia mí, pero yo no sabía qué quería decirle. Lo único que me salió fue:
—Tranquilo.
Por la mañana fui a la ferretería, compré una cuerda y la pagué en efectivo. De camino a casa comí un bocadillo. Pasé el resto del día sentado en el porche de Dan, mirando el estanque que había en el jardín trasero, y que no tenía un agua cristalina, sino más bien de un color verde turbio. Cuando el sol empezó a ponerse bajo los tejados de las casas de alrededor, entré en mi habitación y me preparé. Me puse un par de pantalones largos y un camiseta fina de manga larga. Intentaba ir tan tapado como fuera posible para minimizar el riesgo de sufrir arañazos. Sin embargo, no podía abrigarme demasiado para no despertar sospechas. Preparé la mochila con la cuerda, un par de guantes y un paquete de toallitas húmedas por si necesitaba limpiar algo una vez finalizado el trabajo. Dejé todo lo demás: la ropa, el pasamontañas y la pistola. No lo iba a necesitar. Este trabajo iba a ser difícil, pero por las razones erróneas. En cuanto desapareció por completo el sol del cielo y empezó el chirrido de los grillos y el croar incesante y habitual de la noche de Florida, salí de casa y emprendí el paseo por Crystal Ponds, en dirección a la casa de Jim Matsuda.
Cuando llegué a la casa de mi objetivo, el cielo estaba oscuro. No tenía un plan muy elaborado. A decir verdad, no me parecía que lo necesitara. Me detuve en la calle, delante de la casa, en el mismo lugar donde había establecido contacto visual con mi objetivo la mañana anterior. Permanecí inmóvil y miré por las ventanas. Las luces del interior estaban encendidas y vi una sombra que se movía dentro. Si no estaba solo, tendría que regresar más tarde. Si estaba solo, imaginé que llevaría a cabo el trabajo en menos de media hora. Llevaría a cabo el trabajo, pensé, y podría volver junto a ti. Paso a paso, Joe, paso a paso.
Por desgracia, desde el lugar en el que me encontraba en la calle, me resultaba imposible saber si Jim tenía compañía o no. Al cabo de diez minutos me cansé de esperar y decidí seguir adelante con el plan. Siempre podía suspenderlo y reorganizarme si era necesario. De modo que eché a caminar por el camino de grava que conducía a la puerta delantera. El plan, si podía calificarse como tal, consistía en llamar a la puerta, contar unas cuantas mentiras, entrar y estrangularlo. Después, lo limpiaría todo y me iría a casa. Fuera un héroe de guerra o no, en lo que atañía a mis objetivos, el señor Matsuda no era más que un anciano.
Recorrí el camino a paso ligero, no porque tuviera miedo de que Jim pudiera verme, sino porque no quería llamar la atención de sus vecinos. Toda la zona estaba en silencio; el único sonido que se oía era el de los grillos y las ranas. Llegué a la puerta y llamé al timbre. Oí unos ruidos en el interior, gente que hablaba. Entonces Jim apagó el televisor y el único sonido que quedó fue el de un anciano pequeño que arrastraba los pies hacia la puerta.
Jim abrió la puerta. Llevaba unos pantalones azul claro, un polo a rayas y las mismas zapatillas que le había visto el día anterior. Abrió la puerta de par en par, sin comprobar antes quién había llamado. Me miró de pies a cabeza y preguntó:
—¿En qué puedo ayudarle?
—Espero no molestarle ni interrumpir nada —dije, intentando echar un vistazo al interior de la casa para asegurarme de que estaba solo.
—No. No. En absoluto. Solo estaba viendo la tele. ¿En qué puedo ayudarle, joven?
—Usted es Jim Matsuda, ¿verdad?
Asintió.
—Me llamo Joe. He venido a pasar unos días en casa de Dan.
—Sí, sí, me dijo que iba a tener visita. Encantado de conocerte, Joe. —Me tendió la mano para que se la estrechara.
Nunca había matado a un hombre después de estrecharle la mano. La miré unos instantes, como paralizado. Pero se la estreché enseguida puesto que no quería levantar sospechas.
—El placer es mío, señor Matsuda. ¿Le importa que entre?
—Por supuesto que no, por supuesto. ¡Qué modales! Por favor. —El señor Matsuda señaló hacia el interior del apartamento con el brazo estirado para darme la bienvenida. Una vez dentro, cerró la puerta y nos aisló del resto del mundo.
Tenía todas las ventanas cerradas y el aire acondicionado a todo trapo. A menos que hubiera alguien con la oreja pegada a la puerta, nadie oiría nada. Los modales impecables del señor Matsuda lo condenaron desde el principio.
—Bueno, ¿de qué conoces a Dan? —me preguntó mientras me acompañaba a la sala de estar.
—Es un viejo amigo de la familia —contesté. Ni tan siquiera lo consideré una mentira.
—Pues me alegra ver que Dan tiene visita. Parece que la fortuna no le ha repartido una buena mano de cartas.
No me lo recuerdes, pensé.
—Me alegra saber que aún hay gente en el mundo que se preocupa por él. A veces tengo la sensación de que aquí todos vivimos en nuestro propio mundo, flotando en el espacio. Sin embargo, cuando viene un familiar o un amigo, alguien joven como tú de visita, recordamos que aún estamos sometidos a la realidad. ¿Te apetece beber algo?
—Un poco de agua, gracias.
Jim se fue a la cocina y lo oí abrir un armario para coger un vaso. Aproveché su ausencia para examinar la sala de estar y comprobar si había algo que Jim pudiera utilizar como arma. El objeto que parecía más letal era una lámpara. No estaba preocupado. La sala tenía dos salidas, una daba a la cocina y la otra a un pasillo que debía de conducir al baño y a los dormitorios. Jim no podría huir. Había una ventana que daba al jardín trasero, pero tenía las persianas bajadas.
Al cabo de un par de minutos volvió Jim con dos vasos de agua, ambos con cubitos de hielo. Me ofreció uno.
—¿Te apetece sentarte? —preguntó, señalando uno de los sillones que había junto a la pared.
—No, gracias —respondí—. De momento prefiero estar de pie.
—¿Te importa que me siente? Las piernas ya no me aguantan como antes.
—Faltaría más —contesté.
Jim se sentó en un sillón. Mientras no tuviera una pistola escondida entre los cojines, no podía estar en peor posición.
—Antes me ha dicho que Dan no ha tenido una vida fácil. ¿Y usted? —pregunté. No sé por qué me molesté en darle conversación.
Jim se sentó y meditó antes de responder. Cuando se decidió a hacerlo, me miró a los ojos y me lanzó la misma mirada clarividente que me había dirigido la mañana anterior.
—Creo que la fortuna ha sido algo más benévola conmigo. No me he casado ni he tenido hijos, pero he llevado una vida rica en experiencias. Incluso ahora intento mantenerme ocupado.
Seguro que sí, pensé.
—Trabajo como asesor militar de vez en cuando. Sin embargo, envejecer nunca resulta fácil para nadie. He participado en tres guerras, joven, y me atrevería a decir que envejecer es lo más duro que he hecho jamás.
Jim clavó la mirada en mí, lo que me provocó un escalofrío.
—Bueno, Joe, ¿a qué debo esta visita?
—¿Tres guerras? —pregunté—. Dan me dijo que era un veterano de dos guerras.
—Bueno, supongo que hasta hace poco Dan solo conocía dos de las guerras. —Jim revolvió el hielo del vaso y tomó otro trago—. Pero son tres: Corea, Vietnam y esta maldita Guerra que estamos librando tú y yo ahora. Tres guerras, durante más de cincuenta años, y aún no tengo ni la más remota idea de los motivos que nos llevaron a involucrarnos en ellas.
Lo sabía. Sentí que el sudor empezaba a manar por los poros de mi piel. Alcé el vaso de agua delante de mi cara y le di vueltas para comprobar si había algo dentro. Jim se rio de mí.
—Tranquilo. No te he puesto nada en el agua. Aunque debo decir que no has hecho un trabajo muy cuidadoso.
Mis sentimientos pasaron rápidamente del temor a ser envenenado a la vergüenza.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Hace años que sé que Dan es uno de los vuestros, pero también sabía que no nos estaba causando ningún daño. No había actuado contra nosotros desde que matamos a su hija. Fue entonces cuando lo retiraron, sin preguntarle si quería o no. Y me cae bien. Es un buen amigo.
Había algo en sus palabras que me repugnaba. Fue un acto reflejo.
—¿Tuviste algo que ver con la muerte de su hija?
—No. Eso sucedió mucho antes de que lo conociera. Pero desde que conozco a Dan he oído muchas historias. Al parecer su hija era muy brava. Creo que no teníamos muchas más opciones.
—¿Crees que no tuvisteis más opción que matar a la hija de tu amigo?
Por primera vez el tono de Jim no fue muy agradable.
—Ya te lo he dicho, Joe, no tuve nada que ver con ello. Pero esto es la guerra, y en la guerra pasan cosas feas. Poco podemos hacer al respecto tú o yo.
—Bueno, podríais haber puesto fin a la Guerra.
—Dios mío. ¿Todavía crees que vosotros sois los buenos y nosotros los malos? Es lo que me inculcaron cuando era joven, hace más de medio siglo. Es lo que me inculcaron sobre los chinos y los norvietnamitas. Los buenos y los malos. Policías y ladrones. Indios y vaqueros. Todo eso son cuentos de niños.
No estaba de humor para sermones. Las palabras de Jared resonaron en mi cabeza. Son ellos o nosotros. O Jim es el malo o lo soy yo.
—¿Eres consciente de que voy a matarte? —Esperaba que esta pregunta pusiera fin al sermón.
—Empecé a sospechar desde el momento en que supe que Dan iba a tener un invitado. Alguien de quien nunca había oído hablar. Un hombre del que Dan desconocía su pasado. Por eso salí ayer a verte después de que pasaras por primera vez por delante de mi casa. Creía que tal vez eras el joven al que habían enviado a eliminarme.
—¿Vas a oponer resistencia?
—¿Tiene algún sentido? —Jim acabó el agua y dejó el vaso en la mesita.
El líquido era más espeso de lo que yo creía. A mí me había dado agua, pero él bebía vodka.
—No. No tiene sentido ofrecer resistencia. No estás entrenado para esto.
—No digas tonterías, Joe. Me he estado preparando para esto toda la vida.
—¿Así que piensas oponer resistencia?
Jim se rio.
—No me he preparado para luchar, Joe. Me he preparado para morir. Tres guerras, un sinfín de muertes. Algunas a manos mías, otras en mis brazos. Ya he visto suficiente.
Yo también. Me quité la mochila. La abrí, cogí los guantes y me los puse. Luego saqué la cuerda, a la que ya le había hecho un lazo que no se podía deshacer sin soltar el nudo. Era lo bastante grande para pasarlo por la cabeza de un hombre, y quedaba un poco más de espacio por si la víctima oponía resistencia. Me acerqué a Jim y me situé detrás del sillón. Le puse el lazo alrededor del cuello.
—Me preocupa cómo podría afectar esto a Dan —dijo. Esas fueron sus últimas palabras.
—Yo de ti no me preocuparía por eso —le susurré al oído mientras tensaba la cuerda.
Jim forcejeó un poco cuando empezó a notar que se le iba la vida, pero no intentó arañarme ni golpearme, sino que luchó contra su propia voluntad de sobrevivir. Los reflejos intentaban actuar y empezaba a levantar las manos hacia la cuerda que tenía alrededor del cuello, pero él mismo luchaba contra ellos y se reprimía antes de que las manos llegaran a la soga. La cara le empezó a brillar de sudor a causa del esfuerzo. Durante los momentos finales, pareció que los ojos le iban a salir de las órbitas y sufrió un espasmo tan fuerte que estuvo a punto de caer del sillón. Al final, lo abandonaron las fuerzas, los brazos cayeron inertes a ambos lados y perdió hasta la última gota de voluntad. Un momento antes de expirar, abrió la boca como si fuera a decir algo, pero puesto que el aire no le llegaba a la garganta, tampoco pudo emitir sonido alguno. A continuación un velo le cubrió los ojos y murió. En cuanto me aseguré de que estaba muerto, deshice el nudo y le quité la soga del cuello. Tuve que acercarme al cadáver, lo que me permitió ver la sangre que le había hecho la cuerda al quemarle la piel. A pesar de que él no quería, su cuerpo había opuesto mucha resistencia. Siempre sucede lo mismo.
Dejé el cuerpo inerte de Jim en el sillón. No pude evitar preguntarme cuánto tiempo pasaría antes de que alguien lo echara de menos, antes de que alguien se diera cuenta de que había muerto. Tiré el resto del agua al fregadero y limpié el vaso con las toallitas húmedas que había llevado. Guardé la cuerda con pequeñas manchas de sangre en la mochila y me dirigí a la puerta. Después de cerrarla, me quité los guantes y también los guardé en la mochila. A continuación tan solo tenía que volver a casa de Dan sin que me viera nadie. Matar a alguien no debería ser tan fácil.
No esperaba ver a Dan cuando llegué a su casa. No me habría sorprendido que me hubiera evitado hasta mi marcha. No lo habría culpado. De modo que me extrañé un poco al encontrarlo sentado junto a la encimera de la cocina, con una cerveza en las manos, cuando entré por la puerta. Me miró. Había recuperado parte de las fuerzas. No tenía una mirada tan sombría como el día anterior. Preferí no decir nada. Era él quien debía romper el silencio. Tomó un sorbo de la cerveza.
—¿Ya está?
—Sí —contesté. Pasé junto a él y me dirigí a mi habitación, donde dejé la mochila. No quería darle la más mínima oportunidad de que pudiera ver alguna de las pruebas.
—¿Te apetece una cerveza? —me preguntó cuando salí.
—Claro —respondí.
Me senté en un taburete junto a Dan, que se levantó, fue hasta la nevera y me trajo una botella de cerveza. Cuando abrió la puerta de la nevera me di cuenta de que solo quedaba una cerveza, lo que significaba que me había guardado la última. También significaba que había bebido mucho durante las últimas veinticuatro horas.
Me dio la botella y tomé un trago de inmediato a pesar de que, en realidad, no me apetecía. Beber después de una misión me parecía una falta de respeto. Pero mientras tuviera la botella en los labios, tenía una excusa para no hablar.
Así pues, permanecimos sentados uno junto al otro, en silencio. Fue el silencio más atronador que había sentido jamás. Al final ambos acabamos las cervezas. Cuando las botellas ya estaban vacías, Dan se volvió hacia mí.
—Me voy a la cama —dijo—. Ha sido un día muy largo.
Asentí y lo miré mientras se dirigía a su dormitorio. Justo antes de cerrar la puerta, por fin reuní el valor necesario para hablar.
—Jim quería morir —dije—. Estaba esperándome.
Dan me miró y asintió para que supiera que me entendía. Entonces cerró la puerta. Me alegro de haber dicho algo. Ojalá hubiera bastado.
Permanecí sentado junto a la encimera veinte minutos más antes de irme a dormir. No recuerdo qué pensé durante ese tiempo. Antes de irme a mi habitación, apagué todas las luces. Me gustaba la oscuridad. Cuando llegué a la cama, me desvestí hasta quedarme en calzoncillos. Tenía la costumbre de ducharme después de un trabajo, pero esta vez no fue necesario. Permanecí inmóvil en la oscuridad y cerré los ojos.
Me desperté al oír un estruendo. Fue un sonido muy fuerte y horrible. Recuerdo que me incorporé muy rápido, con la espalda recta, el corazón desbocado y la respiración entrecortada, antes de recordar lo que me había sobresaltado. Entonces lo recordé. El estruendo. Salté de la cama y corrí hasta el tocador. Abrí el primer cajón. Mi pistola no había desaparecido. La cogí y la llevé conmigo mientras inspeccionaba la casa. El estruendo. ¿Lo habían descubierto ya? ¿Habían venido a vengarse? Me moví por la casa sin encender la luz. Si había alguien, quería sorprenderlo. Actué con rapidez, sosteniendo la pistola a la altura de la cabeza para disparar rápido si era necesario. Empezaba a sentirme peligrosamente cómodo con la pistola en las manos. La sala de estar estaba vacía, al igual que la cocina. Vi una luz en la habitación de Dan. Me acerqué lentamente y en silencio. Giré el pomo de la puerta y la abrí. La habitación estaba vacía y la cama, deshecha. Había seis o siete botellas de cerveza vacías en la mesita de noche. La luz se filtraba por debajo de la puerta de su baño.
—¿Dan? —grité.
No hubo respuesta ni percibí ningún movimiento. Con la pistola en alto, abrí la puerta del baño.
El linóleo blanco estaba cubierto de sangre, que también había salpicado las baldosas de la pared. Había empezado a caer hacia el suelo, creando una serie de largas franjas rojas sobre la pared blanca. El cuerpo de Dan estaba apoyado en la pared, la cabeza inclinada y la mandíbula abierta. Tenía un viejo revólver en la mano y se había reventado el occipital. Miré la pistola. Aún le quedaban cinco balas. La única que faltaba era la que había entrado por la boca de Dan, había salido por la parte posterior de la cabeza y se había incrustado en la pared.
No tenía tiempo para compasión, ira ni ningún otro sentimiento que se supusiera que debía tener en ese momento, mientras observaba el cuerpo sin vida de Dan. Tenía que salir de allí. Tenía que actuar con rapidez. Cualquiera podía haber oído el disparo y llamar a la policía, que quizá ya estaba de camino. No resultaría muy difícil encubrir el suicidio de Dan, pero al final también acabarían descubriendo el cuerpo de Jim. Tenía que irme, y tenía que eliminar mi rastro. Me fui a mi habitación y cogí mi mochila y mi talego. Iba a marcharme a pie, por lo que prefería llevarme el mínimo imprescindible. Cogí los guantes y me los puse. Saqué también de la mochila la cuerda que había utilizado para estrangular a Jim. A continuación dejé la mochila y el talego cerca de la puerta trasera y regresé al baño donde yacía Dan. Me arrodillé junto al cadáver, con cuidado de no pisar la sangre que había caído al suelo. No quería dejar ninguna huella que despertara sospechas. Le quité la pistola a Dan. Le agarré ambas manos y froté con ellas la cuerda que había utilizado para matar a su mejor amigo. Paré cuando vi que empezaba a tener quemaduras.
—Siento manchar tu buen nombre, pero no me has dejado muchas opciones —dije a lo que quedaba de la cabeza de Dan.
Algunas fibras de la soga y quizá incluso algunos restos de la sangre de Jim debían de haberse transferido ya a las manos de Dan. Cuando acabé, volví a ponerle la pistola en la mano. Cogí la cuerda y la dejé en la mesita de noche, cerca de las botellas de cerveza vacías que lo incriminarían. A continuación recogí mis pertenencias y salí por la puerta trasera.
Crystal Ponds no me ofrecía una vía de escape discreta. Las palmeras y los arbustos no habrían servido de nada ni tan siquiera a un grupo de niños de diez años para jugar al escondite. Menos aún iban a servirle a un adulto. Así pues, decidí avanzar de casa en casa pegado a las paredes exteriores no iluminadas para ocultarme, intentando no pasar por delante de ninguna ventana. Al final, salí de la comunidad y llegué a la autopista, junto a la que había un gran bosque, que me permitiría ocultarme para huir de Crystal Ponds.
Esperaba llegar al centro de la ciudad antes de que empezara a salir el sol para poder confundirme entre la multitud. Quizá incluso podría encontrar un lugar donde descansar durante un par de horas. Un par de horas y luego largarme de allí. De camino al centro, pasé junto a una urbanización nueva. Solo había unas cuantas casas acabadas, pero una de ellas tenía un cartel fuera que decía «Casa piloto». Decidí comprobar si era cierto lo que anunciaba y tuve suerte ya que la puerta corredera de la parte de atrás no estaba cerrada con llave. Entré en la casa con la idea de permanecer escondido durante unas cuantas horas, hasta que pasara un poco el calor. Llamaría menos la atención caminando con mi talego durante el día que a las cuatro de la madrugada.
La casa estaba amueblada. Incluso había unas galletas y agua embotellada en la nevera. Bebí dos botellas y las tiré al cubo de la basura que había bajo el fregadero. No encendí la luz ni ningún aparato, pero programé la alarma del despertador del dormitorio para las seis y media. Necesitaba tres horas de sueño. Por desgracia, cuando me tumbé, fue como descorchar una botella. Todos los sentimientos que había reprimido al ver el cuerpo de Dan tirado en el suelo se apoderaron de mí lentamente. Sentía dolor, pero no sabía si era debido a la ira o a la pena. Quería enfurecerme con Dan por no haber esperado un día más para que pudiera marcharme con la conciencia tranquila. Pero lo que sentía era pena, pena por ese pobre viejo al que le habían arrebatado todo lo que le importaba. ¿Qué había hecho yo? Primero había estado a punto de matar a un civil en Montreal y ahora esto. Intenté pensar en ti para ver si se me despejaba un poco la cabeza, pero no podía borrar la imagen del cuerpo de Dan tirado en el suelo, con los regueros de sangre corriendo por las paredes. Pensé en las fotografías del estante de Dan, recuerdos de una vida en la que casi todo había salido mal.
—Lo siento, Dan —susurré en la oscuridad.
Esperaba que, de algún modo, pudiera oírme. Cerré los ojos pero no concilié el sueño. Me quedé ahí tumbado durante tres horas, deseando que pasara el tiempo. Pensé en el primer brindis de Dan, cuando me llevó a beber: «Por que les partas el cuello a esos cabrones antes de que ellos nos lo partan a nosotros». Supongo que el orden no importaba, ¿verdad, Dan? Un cuello roto es un cuello roto.
Me levanté a las seis, media hora antes de que sonara la alarma. No tenía sentido pasar más rato en la cama. Busqué un teléfono en la casa. Había uno en la pared, cerca de la cocina. Descolgué y me dio tono. Marqué el número de Inteligencia. Jimmy Lane, Sharon Bench, Clifford Locklear. Me pasaron con Allen.
—No me hables a menos que hayas cumplido la misión —dijo Allen en cuanto cogió el teléfono. Sin saludos de cortesía ni nada.
—He cumplido con la misión, pero ha habido complicaciones —contesté.
—Eres el puto rey de las complicaciones. —Allen tenía ganas de bronca—. ¿Está muerto?
—¿Mi objetivo? —pregunté.
—Sí.
—Sí, está muerto.
—Bueno, pues no me parece que haya habido ninguna complicación. En realidad, parece que ha sido un trabajo muy simple.
Joder, cómo lo odiaba.
—No es el único que está muerto. Mi anfitrión también. Se ha pegado un tiro en la cabeza.
—Bueno, pues le está bien empleado por confraternizar con el enemigo.
Allen lo sabía. El muy cabrón lo sabía. Que la gente supiera más que yo empezaba a convertirse en una costumbre muy desagradable.
—¿Cómo lo has solucionado? —preguntó. Era una prueba.
—Le he endosado la prueba del asesinato a mi anfitrión. He intentado que pareciera un asesinato-suicidio.
Eso es lo que dirían los periódicos y la policía, «asesinato-suicidio». En el fondo, tendrían razón, pero con las etiquetas puestas al revés.
—Buen trabajo, muchacho. Muy listo. Quizá aún podamos hacer algo contigo.
—Bueno, ahora tengo que largarme de la ciudad. He hecho el trabajo. Estoy listo para volver a Montreal.
—Te enviaré a Montreal, muchacho, pero te llevará un tiempo. Alquila un coche y dirígete hacia el norte. Tendrás que hacer unos cuantos trabajitos más a lo largo del trayecto.
Me entraron ganas de quejarme, pero recordé que la última vez no me había servido de nada. Allen me dio el siguiente código: Mary Joyce. Kevin Fitzgibbon. Richard Klinker. Luego colgó.