El jueves a mediodía me levanté y fui a correr. Durante la estancia en Montreal no había hecho ejercicio y había estado a punto de costarme muy caro. Corrí quince kilómetros. Cuando volví al motel hice abdominales y flexiones hasta que estuve a punto de perder el conocimiento por culpa del cansancio. Albergaba la esperanza de que el ejercicio me ayudaría a calmar los nervios, pero no fue así. Me sentía atrapado en aquel pequeño motel cubierto de nieve. Tenía la sensación de que estaba a punto de entrar en combustión espontánea. Aunque cogiera el coche y me pusiera a conducir, no tenía adónde ir.
Pasó el primer día y no te llamé. Quería hacerlo. Incluso llegué a coger el teléfono y empecé a marcar el número varias veces, pero no pude. No sabía qué podía decirte sin mentir. Había prometido no mentirte, de modo que no te llamé.
Pasé el resto del día viendo la televisión. Fui a comer y a cenar a una pizzería cercana. Esa noche volví a tener insomnio. No paré de dar vueltas en la cama. Decidí que tu voz era lo único que me impediría volverme loco. Te llamé a las dos de la madrugada. Intentaba mantener a raya la locura.
El teléfono sonó tres veces antes de que contestaras. Dormías. Me puse celoso porque tú podías dormir mientras yo no dejaba de pensar en ti y no podía conciliar el sueño. Hablaste en voz baja y ronca, la misma que tienes por la mañana cuando te despiertas.
—¿Diga? —preguntaste.
Estuve a punto de colgar. De repente me daba miedo hablar.
—¿Diga? —repetiste—. ¿Joseph?
Cuando pronunciaste mi nombre se rompió el hechizo y reuní el valor necesario para hablar contigo.
—Eh, Maria —dije.
—¿Qué hora es?
—Tarde. Muy tarde. Siento haberte despertado. Solo quería oír tu voz. Te dejo que vuelvas a dormir.
—No. No te vayas —dijiste—. ¿Dónde estás?
—En Estados Unidos. Atrapado en un motel durante unos cuantos días, pero espero poder regresar a Montreal dentro de muy poco.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea. No sabía si te habías quedado dormida.
—¿Crees que podrás esperarme? —pregunté.
—Yo no espero a nadie —contestaste entre risas. Poco a poco te ibas despertando—. Así que más te vale que vuelvas pronto.
Tu voz me hizo sentirme mejor, como si volviera a sentir que formaba parte del mundo.
—Iré en cuanto pueda, pero ahora voy a tener que colgar y no podré llamarte durante unos días.
—¿Por qué no puedes hablar conmigo, Joe? —preguntaste.
Noté cierto tono de decepción en tu voz.
—Cuando vuelva, si aún quieres verme, te lo contaré todo —respondí.
Tarde o temprano tendría que enseñar mis cartas. Te lo merecías.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —contesté—. Ahora vuelve a dormir.
—¿Joseph?
—¿Sí?
—Te quiero.
Esas palabras fueron como una inyección de morfina, una panacea para mi dolor.
—Yo también te quiero.
—Te esperaré todo el tiempo que sea necesario.
Luego colgaste. Y después de nuestra conversación, me quedé dormido.
Al día siguiente volví a hacer ejercicio, la misma rutina. El viernes por la tarde fui en coche al bar más cercano. Era mitad restaurante de carretera, mitad chalet suizo de esquí. Me senté solo en la barra y tomé un par de cervezas. Estaba matando el tiempo hasta esa noche, cuando podría llamar de nuevo a Inteligencia. Dejé las cervezas y pedí una hamburguesa con queso. El local empezó a llenarse cuando los primeros esquiadores de la temporada bajaron de las pistas. De pronto estaba abarrotado de gente que parecía no tener ninguna preocupación. Fue entonces cuando decidí irme. Sabía que ya no me sentía a gusto.
Regresé al motel. En cuanto llegué a la habitación, cogí el teléfono y marqué el número de Inteligencia. Tenía ganas de oír la voz de Brian aunque fuera a gritarme. Saqué el papel donde había apuntado el código de esta llamada. Me fueron pasando de una telefonista a otra. Stephen Alexander. Eleanor Pearson. Rodney Grant. Por fin iban a ponerme con una persona real. Estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario con tal de convencer a Brian para que me enviara de nuevo a Montreal, en teoría para acabar el trabajo, pero, en realidad, para poder verte de nuevo.
—Hola, Joseph —dijo una voz masculina, profunda y áspera.
Nunca la había oído.
—Soy Allen.
¿Allen? ¿Quién demonios era Allen? Miré el pedazo de papel en el que había escrito los nombres: Stephen Alexander. Eleanor Pearson, Rodney Grant. Justo lo que había dicho.
—¿Qué? —pregunté. Lo que quería decir era «¿Qué demonios está sucediendo?», pero solo fui capaz de pronunciar la primera palabra.
—Me llamo Allen.
¿Allen? ¿Qué le había pasado a Brian? Estaba confuso.
—¿Dónde está Matt? —pregunté con cautela, porque no quería que supieran que conocía el nombre real de Brian.
—Matt ha sido trasladado. Se ha decidido que ya no formabais una pareja de trabajo productiva. A partir de ahora trabajarás conmigo. —Allen utilizó el mismo tono que habría usado otra persona con un niño travieso de cinco años.
—No vayas tan rápido —repliqué. Me esforcé para aparentar firmeza, aunque nunca me había sentido tan débil—. ¿Ha pedido Matt que lo trasladarais?
—No, no lo ha pedido. De hecho, se mostró muy contrario a la idea. Al parecer, le gustaba trabajar contigo. Quizá ese era el problema. Digamos que no estábamos muy contentos con la relación que manteníais. Primero hubo el incidente de Long Beach Island, donde confraternizabas con otros soldados sin permiso. Luego has jodido la misión de Montreal. Así pues, hemos decidido que tenías que trabajar con otra persona, con alguien que tuviera un poco más de experiencia.
—¿Y mi opinión no cuenta para nada? Quiero hablar con Matt. —Me temblaba la voz. Apenas podía controlar la ira.
—Me da igual con quién quieras hablar. A partir de ahora hablarás conmigo, y solo conmigo. —Allen utilizaba un tono mesurado y monótono.
—Que te jodan —dije, sosteniendo el teléfono a un par de centímetros de la boca. Nunca me había sucedido algo parecido y quería solucionar el tema—. Solo trabajo con Matt. Ponme con él o no haré nada más.
Intentaba hacerme el duro, pero era un farol. Estaba asustado. Brian era mi única conexión con el mundo. Mi madre no tenía ni idea. No podía ponerme en contacto con Jared ni con Michael sin la ayuda de Brian. Sin él me quedaría a la deriva, solo. No sabía cómo era ese tal Allen, pero sabía que no me gustaba.
Allen respondió a mi impertinencia con un arrebato de ira más que justificado.
—¿Que me jodan? ¿Que me jodan? ¿Quién coño te crees que eres? —A pesar de las palabras malsonantes seguía hablando con voz calmada—. ¿Crees que eres alguien? No eres nadie. ¿Crees que puedes venir con exigencias? Pues no puedes pedir ni una mierda. Ahí fuera tenemos hombres de verdad que llevan varias décadas haciendo lo mismo que tú. Ahí fuera tenemos hombres que tienen docenas de asesinatos en su haber. Ahí fuera tenemos hombres que se han ganado a pulso sus galones. ¿Y tú? ¿Te enviamos a Montreal en un puto coche de alquiler y lo jodes todo porque un tipo tiene dos guardaespaldas? ¿Quién coño te crees que eres? Me gustaría que me dijeras quién coño te crees que eres porque yo ya lo sé. No eres nadie. Eres un puto peón. ¿Sabes jugar a ajedrez, Joey?
Me entraron ganas de estrangularlo.
—¿Sabes? —repitió.
—Oh, sí, claro que sé jugar —respondí. Hasta yo mismo me di cuenta de que empezaba a hablar como un niño caprichoso.
—Muy bien. Entonces ya sabrás en qué consiste tu trabajo como peón: en recibir órdenes. Eres el primero que recibe la orden de enfrentarte al peligro, y si tenemos la opción de intercambiarte por una de las piezas del enemigo, y creemos que puede ser útil para la causa, lo haremos. Tú no tomas decisiones sobre lo que te sucede. Te mueves cuando te ordenamos que te muevas. Matas cuando te ordenamos que mates. Y si sobrevives, entonces quizá, algún día, como peón miserable que eres, si logras llegar lo bastante lejos, podrás convertirte en una pieza útil. Y será entonces cuando puedas pedir cosas. Hasta entonces, pringado de mierda, cierra el pico.
La rabia que sentía estaba a punto de hacerme estallar.
—Si soy un puto peón, ¿qué coño eres tú, cabrón? Te pasas el día sentado ahí sin hacer nada, todo el día colgado al teléfono. ¿Qué coño eres? —pregunté, hecho una furia.
Allen hablaba despacio cuando respondía y pronunciaba con cuidado todas las sílabas.
—Soy el meñique de la mano del hombre que mueve el peón. —No parecía muy orgulloso de ello. Se limitaba a constatar un hecho.
No tenía nada que hacer. No sabía cómo enfrentarme a la voz sin rostro que había al otro lado de la línea telefónica. Mi vida estaba en sus manos. Esa era la cuarta regla. La que no explicábamos a los chicos. Regla número uno: Prohibido matar a transeúntes inocentes. Regla número dos: Prohibido matar a menores de dieciocho años. Regla número tres: Los bebés de padres menores de edad se entregan al otro bando. Regla número cuatro, la regla tácita: Si muerdes la mano del amo, él te devolverá el mordisco, pero el doble de fuerte.
—De acuerdo. —Al final cedí—. Lo siento. No volveré a exigir nada a lo que no tenga derecho. —Aquellas palabras me causaron un gran dolor, pero si quería regresar a Montreal, tendría que llevarme bien con él.
—Mucho mejor —dijo Allen—. ¿Ves como no es tan difícil?
—Bueno, ¿qué tenéis para mí? Porque estoy listo para regresar a Montreal y rematar el trabajo —dije, aunque no tenía muchas esperanzas de que fuera a hacerlo.
—Nadie va a rematar ese trabajo en un futuro próximo, muchacho. La has cagado demasiado. Tengo otro trabajo para ti.
—Define «futuro próximo» —dije sin pensar.
—Aún no lo entiendes, ¿verdad, muchacho? No tengo por qué definirte nada. Lo que debes hacer es ganarte el respeto, y ahora mismo tienes un gran déficit en este aspecto. Un futuro próximo será un futuro próximo. Dentro de unas semanas, tal vez meses. Enviaremos a alguien cuando se den las condiciones para realizar la misión, pero no antes. Si me impresionas en la próxima misión, quizá te enviemos a Montreal. O quizá no.
Me sentía como una marioneta, ellos tiraban de los hilos y yo bailaba. Semanas, tal vez meses. Te había prometido que volvería antes. ¿Qué podía hacer?
Acabé transigiendo.
—De acuerdo. ¿Qué tienes para mí?
—Naples, Florida. El piso franco estará listo dentro de tres días. Tu anfitrión te recogerá en el aeropuerto entonces, no antes. Coge el primer avión del día que salga de Boston. Tu anfitrión ya sabe qué aspecto tienes. Recibirás los detalles cuando llegues a tu destino.
—¿Y qué hago durante estos tres días? —pregunté, aunque imaginé que no le importaría demasiado.
—No te metas en problemas, no vuelvas a Canadá y no me molestes. —Antes de que pudiera decir algo más, Allen me dio el código: Jimmy Lane, Sharon Bench, Clifford Locklear. Entonces colgó.