Era temprano cuando aterricé en Montreal. Tal y como me habían ordenado, cogí un taxi hasta una sala de juegos de Saint Catherine Street, donde debía recoger las llaves del piso franco. El nombre de la sala, Casino Royale, parpadeaba en el cartel de neón que había sobre la puerta. Entré y me dirigí directamente a la parte posterior. Pasé de largo junto a todos los chicos con vaqueros caídos, las lucecitas intermitentes, los timbres, los silbidos y los sonidos de disparos falsos. Llegué al mostrador donde un par de empleados adolescentes daban cambio en monedas para que los otros chicos siguieran gastándose la paga en las máquinas. Le dije a la chica del mostrador que había ido a recoger las llaves de un apartamento y me las dio en silencio. El piso franco permanecería vacío durante toda mi estancia. Al parecer mi objetivo era demasiado peligroso para arriesgar una vida que no fuera la mía. Si me descubrían podía darme por muerto, pero de aquel modo la onda expansiva no afectaría a nadie más. Tuve que andar tres kilómetros por aquella calle larga y llena de tiendas para llegar al piso franco.
Era un apartamento pequeño, sin apenas muebles, con un único dormitorio y un balcón que daba a la calle. Comprobé el interior de la nevera. Tenía hambre. Había un refresco, un pedazo de queso y algunas sobras de comida china. También había una pizza en el congelador y un botellero junto a la pared, con varias botellas de vino tinto. No sabía si mi anfitrión era de gustos austeros o si había vaciado el piso antes de que yo llegara. Puse la pizza congelada en el horno y me senté en el sofá. Iba a ser una misión solitaria. En la mesa de centro que tenía delante había un sobre acolchado marrón. Lo vi en cuanto entré en el piso, pero me había esforzado para no hacerle caso mientras me situaba. Me lo quedé mirando durante un minuto o dos hasta que el aroma de la vulgar pizza empezó a llenar el apartamento. Entonces abrí el sobre.
Mi objetivo era un científico canadiense metido a hombre de negocios. Al parecer, dirigía una gran compañía farmacéutica. Estaba forrado. Utilizaba su riqueza para financiar las operaciones que nuestros enemigos llevaban a cabo en todo el mundo. África, Asia, Europa, enviaba dinero a donde fuera. También fabricaba armas químicas y biológicas que se utilizaban en la Guerra. Sin embargo, no eran armas de destrucción masiva destinadas a gasear al enemigo. Desarrollaba productos tóxicos muy precisos, para un objetivo concreto, y que no eran fáciles de rastrear. Sabíamos que lo hacía, pero no teníamos ni idea de cuántos de los nuestros habían muerto ahogados por culpa de uno de sus inventos. ¿Docenas? ¿Cientos? ¿Miles? Casi cualquier cosa era posible.
Mi objetivo acostumbraba a moverse con dos guardaespaldas. El primero estaba involucrado en la Guerra desde su nacimiento. Era uno de ellos. Era un comando del ejército de Estados Unidos. Sobre el papel, y en las fotos, parecía un cabrón de mucho cuidado. Pero se ceñía a las reglas del juego. El segundo guardaespaldas suponía un problema mayor. Era un civil. Y según todos los informes que me habían dado, no sabía de la existencia de la Guerra. Lo habían metido en el lío sin que él lo supiera. Creía que tan solo le pagaban para proteger a un hombre de negocios canadiense paranoico. Había pertenecido a la armada australiana y, como era un civil, era intocable. Muy típico de esos cabrones utilizar un escudo civil.
La pizza estaba lista. Encontré un plato donde ponerla y empecé a leer la información sobre la rutina diaria de mi objetivo. Dos días a la semana, martes y jueves, daba clases de química en la Universidad McGill como profesor adjunto. Todos los lunes comía en Chinatown con varios invitados de fuera de la ciudad. Los miércoles por la tarde iba a un club de striptease de Saint Laurent Street, también con gente de fuera de la ciudad. No eran actividades de placer, sino reuniones de negocios en las que cerraban acuerdos. Algunos estaban relacionados con nuestra Guerra, otros tenían que ver con otras guerras. Las reuniones estaban sometidas a una vigilancia férrea. Por lo general, pasaba las noches en casa.
Vivía al otro lado de Mont-Royal, en una auténtica fortaleza. De noche solo se quedaba un guardaespaldas con él, y se iban turnando a lo largo de la semana. El guardaespaldas dormía en una habitación para invitados. A la noche siguiente se quedaba el otro.
Decidí que empezaría el reconocimiento al día siguiente. Seguiría a mi objetivo durante un tiempo e intentaría encontrar algún punto flaco; debía comprobar si los guardaespaldas habían pasado algo por alto. Mi plan, el único que se me ocurrió entonces, consistía en seguirlo durante tres días y luego diseñar otro mejor. Al día siguiente era miércoles. Parecía que era el día de los clubes de striptease. No tenía ni idea de que estabas a punto de cambiarme la vida.
A la mañana siguiente me desperté antes del alba y me dirigí hacia la casa de mi objetivo. Me esperaba un día muy ocupado. Mi intención era seguirlo desde que se levantara hasta que se fuera a dormir. Metí unos prismáticos en la mochila y compré más provisiones —barras de cereales, agua, etcétera— en una tienda que encontré de camino.
El sol empezaba a despuntar cuando llegué a mi destino. Tenía un plano de la casa en la bolsa y cuando llegué lo saqué, con la esperanza de encontrar un buen lugar desde el que espiar el ajetreo matinal sin que me vieran. Era un edificio inmenso. El plano no le hacía justicia. Todas las habitaciones eran gigantescas. La fachada delantera daba a la calle, mientras que la trasera ofrecía una vista perfecta del parque. El dormitorio de mi objetivo estaba detrás, de modo que me dirigí al parque, donde me subí a un árbol que aún tenía tantas hojas que me permitieron esconderme. Me senté en la cruz de dos ramas y miré con los prismáticos hacia la ventana del dormitorio.
Había llegado un poco tarde. Logré ver algo a través de los listones de la persiana vertical de la habitación. La cama estaba vacía, deshecha pero vacía. Miré hacia las demás ventanas que daban al parque, y no vi sombras en ninguna. Dos ventanas por encima del dormitorio de mi objetivo, se encontraba la habitación del guardaespaldas. Miré fijamente y lo vi haciendo flexiones en el suelo. Dejé de contar al llegar a ochenta y cinco. Después de unos veinte minutos ininterrumpidos de flexiones, el tipo se dio la vuelta y empezó a hacer abdominales. También tardó una eternidad en acabar. Tal y como figuraba en mis notas, este guardaespaldas tenía un tatuaje en el bíceps derecho del emblema de la armada australiana, y otro en la espalda de un surfista devorado por un tiburón. Se trataba del civil. Estás muy lejos de casa, amigo, pensé para mí mismo. Saqué una libreta y tomé nota de la hora. Según el informe de Inteligencia que había recibido, los dos guardaespaldas se turnaban de noche. De modo que el civil dormía en la casa martes, jueves y sábado de esta semana, y el lunes, miércoles y viernes de la siguiente. Del resto de noches se encargaba el guardaespaldas que no era intocable. Después de los abdominales, el australiano empezó a hacer fondos con la ayuda de una silla.
Escudriñé las demás ventanas. Ahí estaba mi objetivo. Se encontraba abajo, en el gimnasio. Estaba en el StairMaster y llevaba un auricular para hablar por teléfono. Al parecer estaba manteniendo una conversación acalorada que le impedía llevar el ritmo deseado en la máquina. Un par de veces creí que se iba a caer. El tipo debía de medir algo menos de un metro ochenta de alto, tenía el pelo oscuro y una barba en la que asomaban algunas canas. No estaba en mala forma para ser un hombre de negocios, pero la barriga le sobresalía un poco por encima de los pantalones cortos. Tenía los ojos castaño oscuro, casi negros. Tuve una reacción visceral al verlo. Supe que no me asaltarían las dudas cuando llegara el momento de eliminarlo.
Observé el resto de la casa. Junto al gimnasio había un estudio con una mesa de billar con el paño de color púrpura. La cocina y una sala de estar gigante daban al jardín trasero, cercado por una valla metálica blanca. En lo alto de un poste, en cada una de las esquinas de la valla había una videocámara. Cogí un gran trozo de corteza del árbol en el que estaba sentado y lo tiré al jardín. En cuanto entró en su radio de alcance, ambas cámaras se volvieron para seguirlo hasta que cayó al suelo, inmóvil. Sensores de movimiento por láser. Miré hacia el dormitorio del guardaespaldas. Tal y como sospechaba, el movimiento hizo saltar una pequeña alarma de su habitación y el australiano se volvió hacia un ordenador que había en el escritorio. Vio lo que veían las cámaras. Enfoqué los prismáticos hacia las cámaras y tomé nota de la marca y el modelo para poder buscar información sobre ellas más tarde.
A las siete, apareció la muchacha de servicio, con el uniforme típico. Llevaba un vestido azul pastel por debajo de las rodillas y un delantal blanco con volantes en los lados. ¿Quién era capaz de obligar al servicio doméstico a vestirse aún así? Ese tipo era todo un personaje. La muchacha entró y empezó a preparar el desayuno. Mi objetivo desayunó beicon, huevos, tostadas y melón. El australiano comió huevos, patatas, melón y un bol de cereales, y se sentó solo frente a la encimera. Nadie abrió la boca. Entonces, cuando la muchacha empezó a limpiar la cocina, ambos hombres regresaron a sus respectivos baños, se ducharon y se prepararon para iniciar el día. El australiano se puso un traje azul oscuro con una corbata lisa azul oscuro, el uniforme típico de guardaespaldas. También llevaba un auricular por el que podía comunicarse con el otro guardaespaldas. Mi objetivo llevaba un traje gris marengo, con una camisa amarilla y sin corbata.
A las ocho en punto llegó el otro guardaespaldas. El australiano y él vestían idénticos. Con el uniforme de trabajo, la única forma de distinguirlos era que el americano tenía el pelo más oscuro y llevaba perilla. Ambos charlaron un rato mientras mi objetivo regresaba al dormitorio para coger su maletín. Vi cómo se turnaban, para hablar y reír. En cuanto regresó mi objetivo se convirtieron en estoicas estatuas. A las ocho y cuarto se pusieron en marcha los tres. Me dirigí hacia la parte delantera de la casa para ver cómo salían con el coche. El civil y mi objetivo iban en el asiento trasero. El otro guardaespaldas conducía. Obviamente no podía seguirlos a pie. Sin embargo, según la información que me habían proporcionado, se dirigían al despacho, donde pasarían unas cuantas horas. Paré un taxi y los seguí hasta el centro de la ciudad.
Pasé las siguientes cuatro horas en un café que había enfrente del edificio de oficinas de mi objetivo. No me atreví a entrar ya que seguramente las cámaras habrían grabado imágenes de mi cara. No estaba listo para eso. En lugar de ello me quedé en el café, leyendo el periódico y vigilando la puerta y la salida del garaje para no perder de vista a mi objetivo. Apenas descubrí algo nuevo durante esas cuatro horas.
Al final, alrededor de las doce y media, mi objetivo salió caminando por la puerta acompañado por sus guardaespaldas. Yo ya tenía la cuenta, de modo que pagué y salí a la calle. Por lo visto, iban a pie hasta el club de striptease. Supuse que eso dependía de si hacía buen tiempo, pero ya me parecía bien. Tenía ganas de estirar las piernas. El objetivo caminaba con el guardaespaldas civil a un lado y el estadounidense dos pasos por detrás. Ambos eran muy diligentes. Bien podían haber sido entrenados por el servicio secreto. El guardaespaldas que caminaba junto al objetivo miraba hacia el frente para asegurarse de que nadie les obstruía el camino, y que nadie ni nada se dirigía hacia ellos. El que iba detrás exploraba visualmente las demás áreas, la calle, las aceras, incluso el cielo. Yo iba por la otra acera, pero tuve que asegurarme de que no me sorprendía mirándolos. Caminaba con toda tranquilidad y solo echaba un vistazo de vez en cuando para comprobar si los guardaespaldas cometían algún error, si bajaban la guardia. Pero no fue así.
Seguimos por René-Lévesque hasta llegar a Saint Laurent, donde doblamos a la izquierda. Cruzaron la calle y siguieron caminando por la acera derecha. Yo me quedé en la izquierda. Al cabo de dos manzanas llegamos al club de striptease. Tenía un fachada bastante normal, con carteles de neón que anunciaban «Chicas desnudas en vivo» y «Completamente desnudas» y «24/7». Era imposible ver el interior desde la calle. No había ventanas, pero sí una puerta que daba a unas escaleras que se adentraban en el club. Junto a la puerta había un gorila enorme. Mi objetivo se acercó al gorila y le estrechó la mano. Hablaron durante unos treinta segundos. El gorila sonrió, se rio y le dio una palmada a mi objetivo en el hombro. Entonces mi objetivo le dio un billete disimuladamente y subió las escaleras, seguido del guardaespaldas estadounidense. El australiano se quedó abajo, de pie, al otro lado de la puerta que vigilaba el gorila. Ambos intercambiaron unas palabras y sonrisas antes de regresar a la tranquila misión de custodiar la puerta.
Era demasiado. No iba a quedarme ahí de pie esperando tres horas más. Sin embargo, tampoco quería entrar en el club por diversos motivos: en primer lugar, si el guardaespaldas estadounidense me veía y me reconocía de la calle, empezaría a sospechar; en segundo, un tipo en un club de striptease que se dedicaba a mirar a los otros hombres en lugar de a las chicas desentonaba muchísimo. De modo que al final decidí acercarme a la puerta para poder ver de cerca al guardaespaldas. Juro que era eso lo único que quería hacer. Sabía que aún no me había visto, por lo que no me preocupaba mucho llamar un poco la atención. Crucé la calle. Junto a la puerta del club había unas cuantas fotografías de las strippers en varias poses, todas completamente desnudas. Me quedé sorprendido. En Estados Unidos no se veían ese tipo de imágenes en la calle. Me esforcé para disimular y miré las fotografías de las chicas mientras intentaba adivinar lo que podía dar de sí el guardaespaldas. El australiano me sacaba unos diez centímetros. Tenía una cara agradable. Le pregunté al gorila qué chicas trabajaban ese día. Me dijo que las fotografías eran sobre todo de las que hacían el turno de noche, pero que las que trabajaban de día también eran guapas. Hasta entonces había interpretado mi papel a la perfección. Fue entonces cuando estuviste a punto de desenmascararme.
Te vi caminando por la calle, media manzana antes de llegar a la puerta. Recuerdo que vi cómo te acercabas, con la capucha de la sudadera puesta, ocultando tu mata de pelo oscuro y rizado. Tenías las manos hundidas en los bolsillos de la sudadera verde. Estabas muy guapa. Me estremecí más al ver cómo te ocultabas bajo aquellas capas de ropa que cuando vi las fotos de las bailarinas desnudas que había en la pared. Me pillaste mirándote. Establecimos un fugaz contacto visual. Cuando nuestras miradas se cruzaron, esbozaste una sonrisa pícara y unas arrugas surcaron el contorno de tus grandes ojos azules. Olvidé dónde estaba. Olvidé qué estaba haciendo. En ese momento lo olvidé todo.
—Yo de ti no elegiría ese —me dijiste.
—¿Perdón? —respondí. Entonces recordé que estaba frente a la puerta de un club de striptease mirando las fotografías que había en la entrada. Menuda primera impresión.
—Yo de ti no elegiría ese —repetiste—. Deberías ir a Saint Catherine’s. Es adonde van todos los turistas americanos. —Hiciste una pausa y me miraste de arriba abajo—. Aunque, claro, la mayoría no acostumbran a ir a media tarde y solos.
—Ah, vaya. No… —De repente perdí la capacidad de construir frases enteras—. No pensaba entrar —balbuceé al final, y cuando ya lo había dicho me di cuenta de que quedarme ahí de pie mirando boquiabierto las fotos no era una salida más airosa.
—Lo que tú digas. Yo no te juzgo —contestaste mientras seguías caminando. Observé cómo te alejabas y tuve que hacer un gran esfuerzo para recuperar la compostura antes de que salieras de mi vida para siempre. Tenía que decir algo, lo que fuera, con tal de captar tu atención antes de que te fueras.
—Bueno, ¿por qué no debería entrar en este? —pregunté a voz en grito mientras te alejabas; no pensaba dejarte marchar aún.
Te paraste y te volviste para mirarme.
—No lo sé por experiencia propia, pero corre el rumor de que las strippers de este club tienen mejor delantera que dentadura.
—Ah, ¿ese es el rumor que corre? —pregunté.
Te volviste de nuevo y echaste a caminar por segunda vez.
—Ese es el rumor que corre —gritaste sin mirarme.
—Pues no tenía pensado entrar —grité para asegurarme de que me oyeras—. Pero después de tu crítica, creo que podría ser un lugar interesante siempre que encuentre al menos una stripper con más de un diente.
Me oíste. Diste media vuelta sin dejar de caminar, con las manos en los bolsillos de la sudadera, y me regalaste una sonrisa arrebatadora. Levantaste una mano sin sacarla del bolsillo, a modo de despedida, y me gritaste:
—Adiós, pervertido. —Entonces te volviste por tercera vez y desapareciste.
Ya no tenía tapadera. Ahora el australiano recordaría mi cara. Tuve que dejarlo por ese día, cuando aún no había hecho mi trabajo. Pero valió la pena. Tu sonrisa hizo que valiera la pena, aunque entonces sospechaba que no volvería a verla jamás.
Antes de regresar al piso franco, me dirigí al otro lado del Mont-Royal para observar la fortaleza de mi objetivo. Pensé que, quizá ahora que no estaban los profesionales que se encargaban de la vigilancia, podría encontrar algún resquicio que aprovechar. Investigué la casa durante un par de horas, vi cómo la muchacha limpiaba una habitación tras otra, vi cómo se fue, y a continuación me marché a casa. Retomaría mi misión al día siguiente. Ahora iba a tener que ser más diligente. «Nada de ligar con desconocidas», me dije a mí mismo. Solo contigo.
Al día siguiente mi objetivo daba clase en la Universidad McGill. El aula era tan grande que imaginé que podría sentarme al fondo sin que nadie reparara en mí. Me puse una gorra de los Montreal Canadiens que había comprado, y bajé la visera de modo que me tapara la cara cuando mirase la libreta. Preparé la mochila y me dirigí hacia la universidad. Sabía que si todo salía según lo previsto, esta operación de vigilancia debía resultar sencilla. No era habitual que el hecho de tomar notas te ayudara a pasar desapercibido.
Cuando llegué al campus, este ya se había convertido en un hervidero. Había estudiantes en todas partes. Miles de alumnos, la mayoría un par o tres años más jóvenes que yo, entraban y salían de los distintos edificios, llevaban libros, iban de clase a clase. Atravesé las puertas de University Street y me sentí, una de las pocas veces en mi vida, como una persona normal que asistía a su primera clase en la universidad. Tenía la libreta, la mochila y los lápices. Era una sensación increíble. Me sentía de fábula. Lo único que me diferenciaba de los otros estudiantes era que yo pensaba matar a mi profesor.
Me dirigí hacia el aula donde iba a dar clase mi objetivo y esperé fuera mientras los estudiantes iban entrando. Conté las cabezas a medida que atravesaban la puerta. Había más de 150 alumnos matriculados y calculé que asistirían al menos 75. Esperé a que entraran 50 estudiantes más y los seguí. Elegí mi asiento con cuidado, un par de filas por delante de los estudiantes que se sentaban más atrás. Escogí un lugar centrado, esforzándome al máximo para no destacar. Escudriñé el aula con la mirada rápidamente. Tenía capacidad para unos trescientos estudiantes, y mientras me dirigía hacia un asiento vacío, se llenó rápidamente hasta la mitad de la capacidad. Al parecer, las clases de mi objetivo tenían cierta fama. El hombre ya se encontraba en el estrado, repasando sus notas y hablando con otro miembro de la facultad. Barrí el aula con la mirada en busca de los guardaespaldas. No tardé en encontrar al primero. Estaba de pie, en una de las esquinas. Hoy no llevaba traje. Si no fuera tan grande, tal vez habría pasado desapercibido entre los estudiantes. Llevaba unos pantalones caqui y una sudadera azul. Permanecía con la espalda apoyada en la pared. Tardé un poco más en encontrar al australiano. Estaba al fondo del aula. La ubicación de ambos era lógica. Desde su posición estratégica podían detectar cualquier movimiento sospechoso y detenerlo antes de que se convirtiera en peligroso. Sin embargo, me sentí aliviado al ver que el australiano se iba a pasar la próxima hora y media mirándome a la nuca. Tal vez recordaba mi cara del día antes, pero de nada le iba a servir en el lugar donde estaba.
Observé a los estudiantes que tenía a mi alrededor e imité su comportamiento. Cuando sacaron las libretas, hice lo mismo. En cuanto todos dejaron de hurgar en las bolsas y cesó el murmullo general, mi objetivo empezó la clase. Llevaba un pequeño micrófono colgado del cuello, lo que permitía oírlo sin problemas dondequiera que uno estuviese sentado. Se trataba de una asignatura de química de segundo llamada «Medicinas y enfermedad».
—La toxicología —dijo— es una materia que todos nosotros practicamos a diario. De hecho, no debería ser tan restrictivo, es una materia que todos los miembros de su familia, todos sus vecinos y casi todos los habitantes de este continente y gran parte de la población del planeta practica a diario. Sí, incluso su tío en paro y sin estudios.
Los alumnos prorrumpieron en carcajadas.
—De hecho, ese tío, según el tiempo que pase en el pub cada día, podría practicarla durante más horas que nadie.
Hubo de nuevo risas apagadas.
—Da igual qué hagamos ya que nos dedicamos a evaluar de forma continua qué introducimos en nuestro cuerpo, ya sean medicamentos, drogas, alcohol, incluso comida. ¿Por qué? Porque sabemos que la cantidad errónea, la dosis errónea, puede tener efectos tóxicos y estos pueden tener miles de consecuencias distintas. Desde la euforia hasta un dolor atroz; desde un aturdimiento absoluto pero reconfortante hasta una enfermedad que nos debilite; desde una sensación de consciencia elevada hasta la muerte.
Siguió con la clase. Mis compañeros no perdían el hilo mientras tecleaban en los portátiles y tomaban apuntes frenéticamente en las libretas. Yo no tardé mucho en desconectar. Puesto que me costaba entender lo que estaba explicando, empecé a fijarme en cómo se movía mi objetivo, cómo se manejaba, para averiguar si existía algún detalle que pudiera aprovechar en mi beneficio. Hasta entonces, había prestado más atención a los guardaespaldas que al hombre que era mi objetivo. Pero ahora, gracias a mi disfraz, podía ponerme cómodo y observar a la persona que había causado tantas muertes.
Llevaba de nuevo un traje oscuro, que le quedaba como un guante. Aunque no era alto, se desenvolvía como si fuera la persona más alta del aula. Sus movimientos eran fluidos y gráciles. Por lo general, hablaba con una mano apoyada en el costado y otra en el atril. Moderaba el tono de voz para ajustarse al tema de la clase. En ocasiones lo alzaba y levantaba también los puños para dar énfasis a sus palabras. Sin embargo, cuando de verdad quería captar la atención de los alumnos, su voz se convertía en apenas un susurro, se quedaba inmóvil y alargaba todas las sílabas. En esos momentos, los estudiantes se quedaban absortos. La gran aula se sumió en un silencio tan absoluto que, si hubiera caído un alfiler, los guardaespaldas y yo lo hubiéramos oído, pero los alumnos no se habrían dado cuenta de ello. Si las circunstancias hubieran sido distintas, ese hombre quizá habría podido ofrecer mucho al mundo. De entre todos sus estudiantes, que escuchaban con total atención cada una de sus palabras, quizá uno hubiera encontrado un remedio para el cáncer. Casi era una pena que tuviera que matarlo. Pero ese hombre entendía la Guerra y no había renunciado a ella. Entendía las ramificaciones de sus actos. Él mismo sería el único culpable de su muerte.
La clase finalizó con unos desagradables comentarios sobre un examen, y a continuación los alumnos empezaron a salir del aula. Me incorporé a la cola, agaché la cabeza, seguí a los demás y me aseguré de que el gigante australiano no me viera la cara.
El pasillo estaba abarrotado de gente, de modo que me limité a seguir a la muchedumbre. Cuando llegué a unas pequeñas escaleras me volví para echar un rápido vistazo atrás. Vi que mi objetivo salía del aula por la misma puerta que los estudiantes. Estaba enfrascado en una conversación apasionada con uno de los estudiantes. Los guardaespaldas los seguían a un par de pasos. El estadounidense no le quitaba el ojo de encima al estudiante. Estaba listo para arrancarle la cabeza al muchacho si este realizaba un movimiento mínimanente extraño. El chico no pareció darse cuenta. Menuda educación recibían los jóvenes. Quizá algún día ese muchacho llegaría a ser un científico brillante, pero no habría sobrevivido ni un día en mi trabajo.
Entonces oí tu voz. Llegaba del otro extremo del pasillo. La reconocí al instante. Estuviste a punto de desenmascararme por segundo día consecutivo. Empezaba a convertirse en una afición muy molesta.
—¡Eh, pervertido! —gritaste mientras bajabas por las escaleras y te dirigías hacia mí. Me diste un toque en la visera de la gorra.
Antes de que pudiera mirarte otra vez, mis reflejos entraron en acción. Miré al australiano para ver si te había oído. Efectivamente. Levantó la cabeza y empezó a escudriñar el pasillo, buscando algo, lo que fuera. Estaba seguro de que era a mí a quien buscaba, aunque ni él mismo lo sabía. También había reconocido tu voz. Me volví, te agarré de las axilas y casi en volandas te arrastré a un pasillo lateral. No tuve tiempo para ser delicado. No podía permitir que el guardaespaldas me reconociera.
—¡Eh! ¡Quita las manos! —gritaste, y me diste un manotazo cuando te dejé en el suelo.
Tenía que pensar en algo rápido, una mentira que justificara mi reacción.
—Oye, no puedes llamarme pervertido delante de mi profesor. Bastante manía me tiene ya.
Empezaste a mover el brazo en círculos, como si estuvieras comprobando que el hombro seguía encajado en su sitio.
—Vale, pero si me hubieras pedido que me callara también habría bastado. No hacía falta que me agarraras de ese modo.
—Lo siento. —Lo último que quería era hacerte daño—. No volverá a suceder —te prometí.
—Sí, no volverá a pasar nunca más. Me largo. —Te echaste la mochila al hombro y te pusiste en marcha.
—Espera, deja que te compense. Deja que te invite a un café o algo —te dije mientras te alejabas.
—¿De verdad? —Te volviste hacia mí—. ¿Quieres que vaya a tomar un café con un tipo que va a clubes de striptease?
—Solo estaba mirando las fotografías. No estoy acostumbrado a ver cosas así en la calle. Además, mira quién fue a hablar, la que se hace amiga de tipos que se encuentra en la calle, frente a clubes de striptease.
—¿Quién ha dicho que éramos amigos? —preguntaste, con una sonrisa. No podías evitarlo.
Me encanta esa sonrisa.
—¿Un café? —insistí.
Estabas a unos tres metros de mí. Me olvidé de mi objetivo. Me olvidé de los guardaespaldas. En ese momento eras mi mundo. Nunca me había sentido igual. Todo sucedió muy rápido.
—¿Me invitas?
—Por supuesto —respondí.
De modo que fuimos a tomar un café, a pesar de que a mí no me gustaba. Pero imaginé que eso era lo que hacía la gente normal, y yo me estaba esforzando por ser normal. Quería asegurarme de que no te asustaba. Me llevaste a una cafetería que estaba fuera del campus. Una buena idea puesto que reducía las probabilidades de que tuviera que esconderme de repente de los guardaespaldas de mi objetivo. Hablamos mientras caminábamos. Me preguntaste qué tal me había ido en el club de striptease. Sin embargo, creo que al final te convencí de que no había entrado. Me resultaba raro hablar contigo. Parecía que no sabías poner cara de póquer. Todo era a cara descubierta, algo a lo que no estaba acostumbrado. En mi mundo, todos ocultan algo. Todos mienten.
Nos sentamos para tomar el café, aunque yo pedí chocolate caliente, lo que provocó tus burlas. Seguimos hablando. Te quitaste la capucha de la sudadera y desataste un torrente de pelo oscuro. Esa masa de rizos te hizo parecer aún más viva. Llevábamos veinte minutos de conversación y te había contado más de mi vida que a ninguna otra mujer antes. Te hablé de mi infancia en Nueva Jersey. Te conté, hasta donde pude, que había perdido a mi padre y a mis abuelos. Te conté cómo vivía, que viajaba por todo el mundo por negocios.
—¿No eres estudiante? —preguntaste.
—Voy a clase cuando puedo —contesté, intentado no dejar pistas. Me di cuenta de que podía asustarte si era demasiado sincero, así que decidí ser yo quien preguntaba. ¿Cuántos años tenías?
—Estoy en segundo.
¿Qué estudiabas?
—Estoy entre psicología y estudios religiosos. Me interesa mucho aquello que mueve a la gente.
¿Qué aficiones tienes?
—Ligar con americanos frente a clubes de striptease para empezar una relación tórrida y salvaje.
Estuve a punto de atragantarme con el chocolate y te reíste de mi reacción. ¿Dónde te criaste?
—A las afueras de Toronto, en London, Ontario.
¿Familia?
—Típica, de clase media. Soy hija única.
La conversación siguió por estos derroteros y las horas fueron pasando. Me olvidé por completo de la misión que tenía entre manos. Tú también perdiste la noción del tiempo. De repente miraste el reloj.
—Mierda, llego tarde a clase. —Te pusiste en pie, te echaste la mochila al hombro y saliste corriendo hacia la puerta.
—¿Cuándo…? —empecé a preguntar levantándome. No debería haberlo hecho. Era poco profesional. Sin embargo, me hizo sentirme bien. Me hacía sentirme bien anteponer mi vida al trabajo. Estaba harto de estar solo. Quería saber qué se sentía al tener una vida de verdad. Quería enamorarme de ti. Por suerte para mí, me lo pusiste fácil.
—Quedamos mañana por la noche, a las ocho, delante del Paramount, en Saint Catherine Street.
Me lanzaste una última sonrisa y te fuiste volando. Desapareciste de nuevo. Ahora ya sabía mucho de ti, pero de repente me di cuenta de que no te había preguntado cómo te llamabas.
Pasé esa noche solo en el piso franco, calentando comida congelada y repasando las notas que había tomado durante los últimos días. Llevaba alrededor de un día y medio de retraso en mi plan de vigilancia, pero no sé si me habría servido de algo no haberme retrasado. La rutina de mi objetivo no parecía tener ningún punto débil. Más vigilancia tan solo me habría provocado más frustración. De modo que mientras intentaba concebir un plan que no acabara conmigo a dos metros bajo tierra, me distraía una y otra vez pensando en ti. A ratos intentaba recordar detalles de nuestra conversación. Tenía que intentar echarte de mi cabeza porque empezaba a volverme loco. A las ocho de la noche de mañana, me recordaba a mí mismo. Y a continuación me decía que respirara.
Tenía que trabajar un poco más antes de intentar matar al profesor si quería tener alguna posibilidad de salir con vida de aquella misión. Empecé a diseñar el único plan que creía que podía funcionar y no acabar con mi vida. Iba a necesitar un día entero de vigilancia de la casa de mi objetivo. Quería ver a qué hora llegaba la muchacha, a qué hora se iba, qué tareas hacía y en qué orden. Tenía que averiguar cuánto tiempo pasaba en cada habitación y cuándo. Tenía que saber todo lo que pudiera sobre las cámaras con sensores de movimiento que rodeaban la casa. Sabía de qué marca eran y el número de modelo. Sabía que eran de última generación y que detectaban el movimiento y el calor. Si algo se movía en el jardín, o si desprendía calor, todas las cámaras lo enfocaban. Si había diversos elementos, como dos cuerpos en movimiento o un cuerpo en movimiento y algo que desprendía calor, cada cámara enfocaba aquello que tenía más cerca. Era un sistema complejo, pero no infalible.
Tenía que concentrarme, lo cual no era fácil. Ocho de la noche. Solo faltaban veinte horas.
Tal y como había planeado, dediqué el día siguiente a realizar un reconocimiento de la casa de mi objetivo. Apunté a qué hora entraba y salía la gente. Tomé nota de las horas exactas en que la muchacha se trasladaba de una habitación a otra y cuánto tiempo pasaba en cada una. Creé una tabla en la que anoté la frecuencia con la que se movían las cámaras al detectar diversos movimientos aleatorios como ardillas u hojas que caían de los árboles. Empecé a desarrollar un plan. Necesitaría dedicar también el lunes a tareas de vigilancia para confirmar unos cuantos datos. Supuse que el fin de semana no servía para nada porque era poco probable que mi objetivo siguiera entonces una rutina. Podía aprovechar para investigar sobre las cámaras y para obtener el equipo que iba a necesitar, pero aparte de eso iba a tener que tomarme el fin de semana libre. Por lo general, no soportaba el tiempo de inactividad. Sin embargo, esta vez albergaba cierta esperanza de que no pasaría el fin de semana solo.
Tenía la sensación de que no pasaban las horas. A las siete de la tarde, mi objetivo entró en casa, acompañado únicamente por un guardaespaldas. El otro los acompañó tan solo hasta la verja. El guardaespaldas de hoy era el estadounidense, y pasaría la noche en la casa. Era viernes; estaban cumpliendo con el horario previsto. Esa fue la última nota que necesitaba. Lo apunté en mi libreta y atravesé el parque corriendo. Tenía que prepararme para verte.
Llegué al cine cinco minutos antes de la hora a la que habíamos quedado, pero tú ya estabas esperándome. El cielo se había oscurecido, teñido de un púrpura intenso, pero la calle y las aceras refulgían con las luces de las tiendas y los restaurantes. Estabas frente al cine, mirando los rostros de la gente que pasaba a tu lado. Me acerqué por detrás sin hacer ruido, hasta que mi boca quedó a pocos centímetros de tu oreja.
—¿Ponen alguna interesante? —susurré.
No te sobresaltaste. Apenas te inmutaste. Fue como si ya supieras que me iba a acercar por detrás de aquel modo. Te quedaste quieta, con los brazos cruzados, esbozando una sonrisa.
—Hola, pervertido —contestaste sin mirarme, hablando en susurros para utilizar el mismo tono de voz que yo.
—Bueno, entonces, ¿vamos a ver una película? —pregunté en voz baja, sin moverme, porque no quería apartar los labios de tu rostro, no quería alejarme de la fragancia que desprendía tu pelo.
—A eso va la gente al cine —respondiste.
—De acuerdo, y ¿qué vamos a ver?
Te volviste y miraste la marquesina. Había unas diez películas programadas en ese cine. La luz de los carteles nos iluminaba y tú resplandecías bajo aquella luz.
—Elige tú —me dijiste. Abriste los brazos de par en par y señalaste la marquesina, como si quisieras abarcar todas las posibilidades.
—¿Por qué elijo yo?
—Porque ya las he visto todas —contestaste sin apartar la mirada de la cartelera, como si acabara de hacer la pregunta más tonta del mundo.
Esa noche, después de la película, te acompañé a casa. Había refrescado y caminabas con la capucha ceñida alrededor de la cara, como las dos primeras veces que te vi. Era una sensación agradable tener recuerdos de ti. Solo habían pasado tres días y ya sabía que vivirías en mi recuerdo eternamente. El frío no te molestaba. Te burlaste de mí porque era un friolero. Hablaste de la película, de los detalles que habías visto y que te habían pasado por alto la primera vez. Dijiste que ahora te había gustado más. Casi bailabas a mi alrededor mientras caminábamos, te movías en círculos, con pies ágiles. Apenas abrí la boca porque temía el momento en que tuviera que despedirme de ti. Cuando llegamos al edificio donde estaba tu apartamento, había empezado a nevar. Entraste en el portal y metiste las manos en los bolsillos traseros de los tejanos. Te apoyaste en el marco de la puerta y me sonreíste. Intenté descifrar las señales. Entonces me incliné hacia delante para besarte por primera vez. Alargamos el beso unos instantes, sin apenas movernos, y levanté una mano para acariciarte la mejilla. Fue un beso dulce e inocente, pero sensual. Fue un beso de película antigua de Hollywood. Cuando nuestros labios por fin se separaron, te pregunté:
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
Maria. Me diste tu número de teléfono. A pesar de que decías que te gustaba bastante el apodo «Pervertido», te dije mi nombre. Luego nos despedimos, al parecer hasta el día siguiente, aunque no estoy muy seguro de que ninguno de los dos quisiera que la noche acabara ahí. Sé que yo no. Te miré mientras te dirigías hacia las escaleras y no aparté la mirada hasta que dejé de verte. Entonces inicié el solitario camino de vuelta a casa.
Cuando llegué al piso franco, me metí en cama y, como siempre, no pude dormir. Pero esta vez no eran los nervios o el sentimiento de culpa lo que me mantenía en vela. Era la soledad. Ya te echaba de menos. Unos instantes después de verte desaparecer por la puerta de tu apartamento, ya te echaba de menos. Al cabo de una o dos horas de agonía, armado con tu nombre y tu número de teléfono, cogí el aparato y marqué. Respondiste cuando aún no había sonado dos veces. Tampoco dormías.
—Maria —dije. No era una pregunta. Sabía que eras tú. Solo quería decir tu nombre.
—Joseph —contestaste, con mi nombre de pila.
—Ven —te pedí.
—¿Ahora? —preguntaste.
—Ahora.
—Es demasiado tarde. —Te reíste.
—Nunca es demasiado tarde —repliqué, con una voz que desprendía optimismo, algo a lo que no estaba acostumbrado. Repetí las palabras para poder oírlas de nuevo y para asegurarme de que las había pronunciado de verdad—. Nunca es demasiado tarde.
—Ya nos hemos despedido, Joe. No quiero arruinar una noche perfecta. —Había algo en tu voz, un deje de miedo y emoción.
—Pero no ha sido perfecta —insistí.
—¿Ah, no? —Parecías decepcionada.
—No —repetí.
—¿Por qué no? —preguntaste.
—Porque yo estoy aquí y tú ahí —respondí.
Hubo un silencio. Sin embargo, oí en él todo lo que necesitaba oír.
—Joe, me temo que esto está yendo demasiado rápido.
Debería haberte dicho que yo también tenía miedo. Tenía miedo de que si no iba lo bastante rápido perdería mi oportunidad. Pasarían los días y tendría que irme. Quería al menos ese momento, al menos esa noche. En el lugar del que yo vengo las cosas buenas no pueden suceder demasiado rápido. Solo pueden pasar demasiado lento, y si ocurre eso, se pierden.
—Bueno, pues si no vienes aquí, entonces iré yo hasta ahí.
—No puedes venir aquí. Tengo una compañera de piso.
—Entonces ven aquí. Quédate conmigo. No tengas miedo. La vida es demasiado corta para tener miedo.
Otro silencio.
—De acuerdo —accediste al final—. ¿Dónde estás? —Te di la dirección de mi apartamento—. Llego dentro de veinte minutos.
Me vestí de nuevo. Luego me senté en el sofá y esperé. A pesar del frío, abrí una ventana con la esperanza de que pudiera oírte en cuanto te acercaras al edificio. Transcurrieron quince minutos. Quince minutos que dediqué a ver pasar el tiempo en el reloj. Entonces sonó el interfono. No pregunté quién era. Tenías que ser tú. Apreté el botón para dejarte entrar. Permanecí junto a la puerta para escuchar los pasos en el hueco de la escalera mientras subías. Te movías con paso rápido hasta que llegaste a la puerta del piso. Entonces se produjo ese momento en que deseo y realidad se atraparon el uno al otro. Tuve la sensación de que era un acontecimiento cósmico. Te sentía al otro lado de la puerta. Vacilaste antes de llamar. Decidí no esperar a que lo hicieras. No pensaba permitir que te asaltaran las dudas. Abrí la puerta y ahí estabas, delante de mí. Parecías asustada pero emocionada, emocionada por no haber hecho caso de tus miedos, y asustada por lo emocionada que estabas. Esperé un momento. Entonces te agarré de la capucha de la sudadera y tiré de ti. Te besé apasionadamente en los labios. Aún recuerdo tu sabor. Era distinto al de hacía unas horas. Además del dulzor que había probado antes también sabías a almizcle. Era el aroma del whisky. Debías de haber tomado un chupito antes de armarte del valor necesario para salir de tu apartamento. Era un sabor tentador. Nos movimos juntos sin dejar de besarnos. Llevabas la iniciativa. Me guiaste hasta el dormitorio sin separar los labios. Mantuviste los ojos abiertos. Nos caímos en la cama, agarrados el uno al otro. Deslicé la mano hasta tu entrepierna y te acaricié sin andarme con rodeos. Soltaste un leve grito ahogado, en silencio. Entonces me apartaste un instante.
—Me estoy congelando —me dijiste. Hasta ese momento ni tan siquiera me había dado cuenta. Me había olvidado de cerrar la ventana.
—Espera aquí —dije. Te miré, tumbada en la cama. Tus labios, rojos, refulgían. Vi que tu pecho subía y bajaba al ritmo de la respiración entrecortada—. No te muevas.
Me fui corriendo hasta la sala de estar para cerrar la ventana. Regresé al dormitorio en un abrir y cerrar de ojos. Te habías movido. Debería haber sabido que no me esperarías pasivamente. Te habías metido bajo el edredón. Deslicé la mirada hasta el pequeño montón que había formado tu ropa junto a la cama. Me quedé en la puerta un segundo, estupefacto, viendo cómo se movía el edredón sobre tu cuerpo mientras te quitabas lentamente la última prenda. Cuando acabaste, dejaste caer unas braguitas rosa sobre el montón de ropa.
Entonces sonreíste. El miedo se había desvanecido. El whisky y la emoción lo habían matado.
—Bueno, ¿piensas meterte aquí debajo para darme calor o vas a quedarte ahí?
Di un paso a un lado y apagué la luz de la habitación. Solo quedó la iluminación de la ventana, una mezcla de la luz azul suave que provenía de la luna y de las farolas lejanas. La tenue luz hizo que todo resplandeciera. Era como un sueño. Me quité la ropa lentamente mientras tú me mirabas. Y a continuación me metí bajo el edredón contigo.
A la mañana siguiente nos despertamos abrazados el uno al otro. Estaba aturdido, como si acabara de despertar de un largo sueño, y confundido por lo que había sucedido la noche anterior. El sol brillaba y entraba con fuerza por la ventana. Tenías el pelo alborotado, los ojos soñolientos, pero estabas preciosa. Me desperté antes que tú. Mientras dormías, permanecí inmóvil, mirándote. No sabía qué pensar de lo sucedido. Abriste los ojos y me pillaste mirándote. Sonreíste. Sentí que mi vida empezaba a cambiar. Por un instante dudé. Sabía que yo no podía ser bueno para ti. Debería haberte echado de mi vida entonces. Habría sido lo adecuado. Debería haberte protegido de mí. En lugar de eso, mientras me deleitaba mirándote bajo el resplandeciente sol matinal, empecé a creer que quizá podrías salvarme…, pero no sabía de qué.
Démonos el fin de semana de plazo, pensé.
Ese día los dos teníamos cosas que hacer. Tú debías escribir un trabajo. Yo tenía que comprar una pistola. Creo que ambos nos sentimos aliviados al separarnos durante un rato, para asimilar lo sucedido, para intentar comprender lo que estaba sucediendo, pero no nos atrevimos a mantenernos alejados durante demasiado tiempo. Quedamos en que cenaríamos juntos, cerca del apartamento. Era la primera vez que me sentía como en casa en un piso franco.
Cuando te fuiste, salí a buscar una cabina. Podría haberte llamado con el fijo del piso, pero como sabía que ibas a pasar más tiempo aquí, decidí no correr más riesgos. No quería que nadie pudiera seguir ningún rastro y llegar hasta ti. Encontrar una cabina que funcionara fue una pesadilla. Yo pertenecía a ese reducido grupo de gente cuyo trabajo se veía complicado por el hecho de que todo el mundo tenía teléfono móvil. Al final, la encontré. Marqué el número. Al cabo de unos segundos respondió una mujer.
—Global Solutions. ¿En qué puedo ayudarle?
—Victor Erickson, por favor —contesté, y pasaron mi llamada. Leonard Jones, Elizabeth Weissman, y al final me pusieron con mi interlocutor.
Las primeras palabras que salieron de la boca de Brian fueron:
—Joder, ¿ya te lo has cargado?
—No. Necesito una pistola —respondí.
—¿En Canadá? Estás chalado. Creía que no ibas a llamarme hasta que estuviera muerto.
—Pues no, así es la vida. ¿Puedes echarme una mano? —No estaba de humor para discutir. Solo quería hacer lo que me había propuesto para poder estar otra vez contigo.
—Sabes que no nos gusta usar armas de fuego, ¿verdad?
Era la política habitual. Las pistolas solo se podían utilizar en los casos de extrema necesidad. Las pistolas se podían rastrear. Las pistolas levantaban sospechas. Puedes estrangular a alguien, apuñalarlo, golpearlo en la cabeza con un bate, y la gente se asusta, pero nadie cree que esté sucediendo algo importante. Se trata de un crimen por odio, pasional, pero a nadie se le pasará por la cabeza que se esté librando una guerra organizada en la que la gente se mata entre sí con cuchillos de cocina. De todos modos, fuera la política habitual o no, para esta misión necesitaba una pistola. En ese momento deseé llamar a Jared. Él sabría dónde conseguir una, pero por desgracia ya había quemado esa nave. Estaba solo.
Le dije a Brian lo que pensaba de su política.
—Sí, bueno, explícale la política a los guardaespaldas de mi objetivo, porque me parece que se la suda bastante. Además, preferiría no morir cuando me cargue a ese tío. Así que, ¿puedes ayudarme o no?
En el pasado quizá habría intentado cumplir con la misión sin recurrir a una pistola, pero la muerte me parecía una idea especialmente mala en esos momentos.
—No puedo ayudarte, pero si tanto la necesitas, puedo darte el nombre de alguien que sí podrá echarte una mano. Y yo también preferiría que no murieras. Por algún estúpido motivo, te he cogido cariño a ti y a tus estupideces.
—Sí, ese estúpido motivo se llama compasión. ¿Con quién tengo que hablar?
Brian me dijo que esperara mientras consultaba algo en el ordenador. Oí el ruido del teclado. Luego me puso en espera mientras hacía un par de llamadas. Tuve que echar unas cuantas monedas más. Al final volvió y me dio una dirección que no estaba muy lejos del piso franco. Tenía que ir y preguntar por Sam, decirle una contraseña e ir al grano.
—Brian… —dije antes de que la voz que había al otro lado de la línea me interrumpiera.
—Joe, soy Matt. Recuérdalo. Tienes que llamarme Matt.
—Lo siento. Matt. Oye, una curiosidad: por algo, ¿hay algún lugar donde no tengáis contactos? —pregunté.
—Viaja por todo el mundo —respondió Brian—, y así lo averiguarás.
—Gracias, Matt. —Intenté dejar la mente en blanco, algo que por lo general no me costaba tanto, para recordar la contraseña.
—De nada, Joe. Pero no la jodas o seré yo el que pringará. Carol Ann Hunter. Robert Mussman. Dennis Drazba. —Clic.
Fui a la dirección que me había dado Brian. Era un sexshop situado cerca de Chinatown. Sexo y armas. Era como si estuviera en Estados Unidos. Por un instante pensé que podía ser una broma de Brian. Entré en la tienda, recorrí un pasillo de vibradores, lencería de fantasía y DVD porno, y llegué al mostrador. Era sábado a mediodía y la única persona que había era la mujer del otro lado del mostrador. Me acerqué hasta ella.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó, en un tono que no se parecía en nada al de las telefonistas de Inteligencia.
Aunque era joven, tenía la voz áspera de una fumadora empedernida. Llevaba unos pantalones de cuero y una camiseta verde caqui sin mangas. Tenía ambos brazos tatuados; ángeles y demonios enzarzados en una especie de batalla. Los diablos parecían ganar en el brazo derecho, pero los ángeles se imponían en el izquierdo.
—He venido a ver a Sam —contesté, con la esperanza de que la chica estuviera al corriente.
—Soy Sam —contestó.
Le dije la contraseña y respondió que me estaba esperando. Se dirigió a la entrada de la tienda y cerró la puerta con llave. Le dio la vuelta al cartel de cerrado. Luego pasó a mi lado de nuevo y me hizo un gesto para que la siguiera. Subimos unas escaleras. Pasamos junto a unas videocabinas en las que podías meter un par de dólares y ver cinco minutos de porno.
—No me gustaría ser el tipo que tiene que fregar el suelo de las cabinas —dije bromeando.
Sam me miró. De repente me di cuenta de que tal vez ella era el tipo que se encargaba de eso. Junto a las cabinas había una puerta con un cartel que decía «Solo personal». Entramos en el almacén, que era casi tan grande como el resto del local. Enseguida comprendí que no se dedicaban únicamente a vender juguetes sexuales.
—Bueno, ¿qué necesitas? —preguntó Sam.
—¿Qué tienes? —contesté con sorna. A duras penas podía contener mi buen humor. La cabeza me daba vueltas.
A Sam no le hacía mucha gracia mi actitud.
—¿Qué necesitas? —insistió.
Al final me di por enterado de que no era un buen momento para jugar y hacerse el gracioso.
—Una pistola. A ser posible un arma potente pero silenciosa. Al menos de ocho disparos antes de recargar.
—Vale. —Sam se acercó a una estantería que estaba a tres hileras de nosotros, subió unos cuantos escalones de la escalera y abrió una caja de cartón grande. Sacó algunas cajas de lubricantes y las dejó a un lado. Luego buscó algo que estaba enterrado bajo los demás productos y sacó una pistola negra y pequeña—. Esta te valdrá. —Me la dio—. Es ligera y puede llevar silenciador. Es capaz de matar un caballo. Puedes disparar veinticinco balas antes de recargar, y con un poco de práctica llegas a cambiar el cargador en un segundo y medio.
Por primera vez desde que había entrado en la tienda, Sam parecía estar disfrutando. Cogí la pistola. La sostuve frente a mí, apuntando. Me valía.
Una vez finalizada la venta, lo guardé todo —la pistola, el silenciador y los tres cargadores— en la mochila. Tres cargadores, pero si necesitaba más de tres disparos significaba que algo había ido muy mal. Cuando bajamos de nuevo a la tienda, Sam abrió la puerta a los demás clientes. Me dirigí a la salida, pero me detuve a medio camino. Sam regresaba hacia el mostrador. Me volví hacia ella. Había una pregunta a la que no había parado de darle vueltas desde que la había visto.
—¿Sam? —Me miró—. Me estaba preguntando…, ¿estás en esto por el dinero o eres una de los nuestros? —Era una pregunta que en teoría no podíamos hacer, pero me daba igual. No pude evitarlo.
—No sé de qué hablas —respondió, con voz imperturbable y una mirada impasible. Regresó tras el mostrador.
Me volví de nuevo y me dirigí hacia la puerta. Antes de que pudiera abrirla, Sam habló de nuevo. Esta vez, con voz un poco temblorosa. Me di la vuelta y la miré.
—No sé de qué hablas —repitió—, pero os apoyo.
Antes de salir por la puerta eché un último vistazo a los tatuajes de sus brazos. Ángeles y demonios. Me pregunté en qué bando estaba yo.
Esa noche quedamos para cenar. Fue la primera vez que comíamos juntos. Te costó acabar lo que pediste. No hubo afectación, ni timidez. Compartimos una botella de vino. Luego regresamos al piso franco. Hicimos el amor en el sofá ya que nos pudo la impaciencia y no llegamos al dormitorio.
—Bueno, pues si no estudias, ¿a qué te dedicas? —preguntaste, ladeando la cabeza para apoyarla en la mano, con el codo sobre mi pecho.
—No puedo decírtelo. Ojalá pudiera —respondí. No quería mentirte.
—¿Es porque estás casado?
Intentaste fingir que bromeabas, pero me di cuenta de que lo preguntabas en serio.
—No, no tengo mujer.
Eras la relación más larga que había tenido. Antes de ti, todo habían sido rollos de una noche.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—¿Novia?
—¿Tú cuentas?
Te reíste.
—Mira, Maria. Ahora que te conozco a ti, hay dos mujeres en mi vida…, mi madre y tú.
Hiciste una pausa para meditar sobre mi comentario mientras le dabas vueltas a mi secreto. Sabía que mi secreto no corría peligro porque era demasiado increíble para que alguien lo adivinara.
—Entonces, ¿te acuestas con tu madre?
Te echaste a reír y acerqué tu cara a la mía, te agarré la cabeza con las manos y te besé de nuevo. Sabía que nunca me cansaría de besarte. Quería que dejaras de hacerme más preguntas que no podía responder. Esperaba que el beso bastara como respuesta, pero no fue así.
Proseguiste con el interrogatorio.
—O sea que no tienes novia, ni mujer. ¿Trabajas para el gobierno?
Negué con la cabeza.
—Entonces, ¿qué ocultas? Dime a qué te dedicas. Quiero conocerte. —Me diste una patada por debajo del edredón.
—Puedo explicártelo —dije al final—, pero tendría que mentirte. ¿Quieres que te mienta?
Meditaste la respuesta durante un minuto, muy seriamente. Luego me miraste a los ojos.
—No. No quiero que me mientas. No quiero que me mientas jamás.
Entonces me besaste. Y la sensación que despertó ese beso recorrió todo mi cuerpo y llegó hasta los dedos de los pies. Ahí acabaron las preguntas de momento. Sabía que un día tendría que responderlas. Pensé que cuando llegara ese día, podrías elegir si querías quedarte conmigo. Supongo que en ocasiones la vida toma decisiones por ti.
A la mañana siguiente, el domingo, me colaste en una de las bibliotecas universitarias. Tenías que buscar información para un trabajo y yo aproveché la oportunidad para utilizar uno de los ordenadores de la biblioteca para investigar también. Busqué cámaras de seguridad y apunté todo lo que encontré: ángulos de cobertura, sensores de temperatura, todo. Pasamos la tarde del domingo en el parque. Intenté mantenerte tan alejada de la casa de mi objetivo como me fue posible. Intenté no pensar en el día siguiente, en el de después ni en el otro. Cruzamos el parque para subir a la cima de Mont-Royal. Nos quedamos arriba para observar la ciudad, nuestra ciudad. Ese día, Montreal era el lugar más bonito que había visto. Por la noche te quedaste otra vez en mi piso.
El lunes por la mañana te fuiste temprano a clase. Yo también me fui pronto. No me gustaba la sensación que transmitía el apartamento cuando tú no estabas. Me pasé el día vigilando la casa de mi objetivo por última vez. Todo funcionaba como un reloj. Mi objetivo se despertó a la misma hora que los dos días anteriores, se vistió a la misma hora y se marchó a trabajar a la misma hora. El otro guardaespaldas llegó a la misma hora. La muchacha llegó a la misma hora y realizó las mismas tareas. Todos los días pasaba de una habitación a otra en el mismo orden. Primero limpiaba la cocina, luego los baños, luego quitaba el polvo y pasaba la aspiradora. Cuando las habitaciones ya estaban limpias, salía a recoger el correo. Cuando volvía, cambiaba las sábanas y hacía la colada. Parecía que el toxicólogo experto era un obseso de los gérmenes.
Nos vimos otra vez esa misma noche. Te dije que creía que me estaba enamorando de ti. Tú me dijiste que era un tonto, que era demasiado pronto para hablar así. Lo que no sabías era que, si todo salía según lo previsto, me iría de Montreal al cabo de dos días. No sabía cómo decírtelo. De modo que no lo hice. Lo único que te dije fue que el martes tenía que trabajar todo el día y que no podríamos vernos.
—Entonces el miércoles —dijiste, y me besaste en la mejilla.
El martes por la mañana me desperté temprano, preparé la mochila —una botella grande de agua, tres barritas energéticas, los prismáticos, una muda, un pasamontañas, un par de guantes negros de piel y la pistola— y me dirigí hacia la casa de mi objetivo, dispuesto a finalizar el trabajo.
El plan era sencillo. Jared siempre había intentado inculcarme que todos los planes buenos eran sencillos. Este era bueno. El hecho de que todo acabara complicándose tanto no fue culpa del plan. A veces las cosas se tuercen y ya está. El plan tenía dos fases. En primer lugar, tenía que entrar en la casa sin que me detectaran las cámaras de vigilancia. Una vez dentro, me escondería hasta que volvieran mi objetivo y el guardaespaldas estadounidense. Entonces empezaría la fase dos. Tenía que evitar que me grabaran las cámaras porque lo primero que hacían los guardaespaldas cuando volvían a casa era repasar las grabaciones de las cuatro cámaras. Las miraban a alta velocidad y las paraban cuando veían algo sospechoso. Estaba convencido de que, si las cámaras me detectaban, no solo se iría al traste todo el plan, sino que me quedaría atrapado en la casa.
A lo largo de la investigación había aprendido unas cuantas cosas sobre el sistema de vigilancia. Al principio esperaba que las cámaras tuvieran un punto ciego que pudiera aprovechar, una zona del jardín por la que pudiera moverme de forma segura sin que me grabaran, pero fue imposible encontrar uno. La persona que instaló las cámaras sabía lo que hacía. Tenía que encontrar otro punto débil en el sistema de vigilancia. Lo que descubrí fue el tiempo de reacción. Las cámaras eran fiables y precisas, pero no eran rápidas, o cuando menos no lo eran tanto, de modo que podía adelantarme a ellas. Al parecer era casi imposible encontrar una cámara que reuniera las tres características, que fuera rápida, fiable y precisa.
Durante los períodos de vigilancia, había cronometrado y analizado el movimiento de las cámaras. Cada una enfocaba su objetivo durante al menos cinco segundos. Cuando algo se movía, las cámaras que podían obtener una imagen clara del movimiento se volvían hacia el elemento en cuestión y lo enfocaban. Luego permanecían enfocadas en aquello que se encontraba en movimiento hasta que se detenía o hasta que otra cosa activaba sus sensores. Si dos elementos se movían de forma sucesiva en distintas partes del jardín, las cámaras enfocaban primero, durante al menos cinco segundos, el objeto que se había movido inicialmente, y luego, mientras una cámara no dejaba de enfocarlo, las otras buscaban el segundo elemento. A menudo tardaban hasta dos segundos en encontrar y enfocar un objeto en movimiento. Eso significaba que mientras hubiera un elemento principal de distracción, podría moverme por ciertas zonas del jardín durante ocho segundos antes de que me grabaran las cámaras. Entre semana, la rutina de la casa me proporcionaba cuatro elementos de distracción que podría aprovechar antes de que mi objetivo llegara a casa por la noche: en primer lugar estaba la llegada de la muchacha de la limpieza; luego la llegada del segundo guardaespaldas; luego la marcha de mi objetivo y los guardaespaldas al inicio de la jornada laboral; y, en último lugar, el momento en que la muchacha salía al jardín e iba hasta el buzón, situado al final del camino de entrada a la casa, para recoger el correo. Puesto que era imposible llegar desde la verja hasta la puerta de la casa en menos de ocho segundos, iba a tener que aprovechar esos cuatro momentos de distracción.
Ni tan siquiera cuando estaba sentado allí, vigilando la casa, esperando a que llegara el momento adecuado para poner mi plan en acción, podía dejar de pensar en ti. Solo quería acabar con ello. Quería acabar la misión para poder verte de nuevo. Intenté no pensar en lo que sucedería a partir de entonces. La única parte de mi futuro que me importaba en ese momento eran las próximas veinticuatro horas, e iba a malgastar catorce de ellas con ese hijo de puta, lo que no hacía sino aumentar el odio que sentía hacia él.
Me llevé los prismáticos a los ojos y seguí tomando notas mentales de los patrones que se daban en el interior de la casa. Todo parecía estar en perfecto orden. Mi objetivo hacía ejercicio en el pequeño gimnasio, subiendo escalones en el StairMaster mientras leía la sección de economía del periódico. El australiano gigante estaba en el dormitorio de los guardaespaldas haciendo sus series de ejercicios: flexiones, abdominales y luego fondos. Había llegado en el momento perfecto; tenía unos cuantos minutos para acercarme a la parte delantera de la casa antes de que llegara la muchacha. Dediqué un par de minutos a hacer estiramientos; sabía que iba a tener que permanecer inmóvil durante gran parte del día, a veces en posiciones extrañas e incómodas. Cuando acabé de estirar, me dirigí hacia la parte delantera de la casa y me escondí detrás de un arbusto que había cerca de la verja de entrada. Tuve que esperar unos cinco minutos a la muchacha.
Como siempre, llegó con su coche pequeño y plateado. Tenía un dispositivo eléctrico en el coche que abría la verja. Lo activó y tomó el camino, que subía por un montículo en dirección a la casa y luego rodeaba una gran fuente. En el centro había un ángel con las alas abiertas como si estuviera a punto de echar a volar; con un brazo señalaba al cielo y con el otro sujetaba un cetro que apuntaba a la verja de la entrada. Un chorro de agua salía del cetro, como si fuera un arma.
Cuando la muchacha apareció en el camino de la casa, las cámaras la enfocaron de inmediato. Enfocaron el coche y lo siguieron mientras subía el montículo. Esperé todo lo que pude para que las cámaras se alejaran al máximo de la verja de entrada y de mí, pero entré antes de que esta se cerrara. Una vez dentro, solo disponía de unos pocos segundos para llegar a mi primer escondite. Al igual que sucedía en muchos otros aspectos de mi vida, lo único que me importaba era ser invisible. Me agaché rápidamente detrás de unos arbustos plantados junto a la verja de entrada. Los habían puesto allí para ocultar el motor de la verja. Llevaba la mochila en las manos, me agazapé rápido y apoyé la espalda en el motor. Aún pude sentir el ronroneo del mecanismo mientras la verja se cerraba. Oí el chasquido cuando por fin se cerró. Noté el calor que desprendía el motor a mis espaldas. El calor era tan importante como los arbustos. Estos me ocultaban de la gente que estaba en la casa. El calor me ocultaba de las cámaras, que estaban programadas para no tener en cuenta el calor procedente de diversos lugares. Y el motor de la verja era uno de ellos. Las zonas que rodeaban la casa eran otras. Las habían programado de ese modo para que no enfocaran el motor de la verja cada vez que esta se abriera o cerrara. Mientras no hiciera movimientos bruscos, estaba a salvo de las cámaras, a 98,6 grados de mí. Había culminado con éxito la primera parte y la más fácil de la primera fase del plan. Estaba dentro. Me senté e intenté reducir mi ritmo respiratorio de forma consciente ya que sabía que iba a permanecer en esa postura durante un rato, preparándome para la segunda parte.
Sabía que en el interior de la casa la muchacha estaba preparando el desayuno para mi objetivo y el australiano. Dentro de una hora, más o menos, aparecería el guardaespaldas estadounidense. Al igual que la muchacha, llegaría en un coche equipado con un dispositivo eléctrico para abrir la verja. Avanzaría hasta la entrada de la casa y aparcaría antes de ir a buscar a mi objetivo y al australiano gigante. A continuación, los tres saldrían juntos en el mismo coche.
Oí el vehículo frente a la verja antes de verlo. Entonces sentí que el motor situado a mi espalda volvía a ronronear mientras la verja se abría. Miré fijamente la cámara que tenía delante de mí, y que podía ver a través de las hojas de los arbustos, pero que no me enfocó ni una vez. En cuanto me pusiera en movimiento no tendría tiempo para volver a mirar las cámaras, para comprobar que habían esperado los cincos segundos necesarios antes de perseguirme. Me limité a mirar y esperé hasta que la lente de la cámara empezó a seguir el coche del guardaespaldas por el montículo hasta la casa. Al cabo de un segundo tendría que hacer el segundo movimiento. Me quité las zapatillas y las metí en la mochila que tenía en el regazo. Había llegado el momento de moverse. Tensé los músculos, me puse en pie y esprinté hacia el centro del camino. Al correr en calcetines apenas hice ruido. Mientras me movía conté los segundos mentalmente. Un segundo. Dos segundos. Tres segundos. Me di cuenta de que no había hecho ejercicio desde que había estado en Georgia. Cuatro segundos. Cinco segundos. Esta vez iba a ir menos sobrado de lo que creía. Seis segundos. Tiré la mochila al suelo. Siete segundos. Me acercaba a la fuente del ángel vengador. Salté. Apoyé una mano en el borde de cemento de la fuente y deslicé las piernas por encima. Salpiqué un poco al entrar en el agua, pero el ruido quedó ahogado por el chorro de agua que manaba del cetro del ángel. Sin pensarlo dos veces sumergí todo el cuerpo en el agua con la excepción de la boca y la nariz, que asomaban lo justo para poder respirar.
Estaba helada. Mi ritmo cardíaco se dobló en cuanto entré en contacto con el agua. Si hubiera tenido un corazón más débil, quizá se habría detenido por completo. Me quedé lo más quieto posible e hice todo lo que pude para no entrar en estado de shock por culpa del frío. Si todo salía según lo previsto, solo tendría que estar entre cinco y diez minutos en el agua, hasta que mi objetivo y los guardaespaldas abandonaran la casa. Lo único que quería era salir antes de empezar a sufrir hipotermia. Intenté permanecer inmóvil a pesar del agua helada, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no temblar. Desde la casa no me podían ver gracias a los altos muros de cemento de la fuente. Mientras no me moviera, sabía que las cámaras no me detectarían ya que el agua anulaba mi firma térmica. A pesar de lo fría que estaba, era lo que me mantenía a salvo.
Mientras flotaba visualicé la siguiente parte del plan. Había dejado caer la mochila a la derecha de la fuente, lejos del lugar por donde pasarían con el coche mi objetivo y los guardaespaldas. Asomé una oreja por encima del agua y esperé a oír el motor del coche. Mi cuerpo empezaba a estar entumecido, lo cual disminuía el dolor provocado por la baja temperatura del agua, pero también me preocupaba. Temía que no pudiera moverme con suficiente rapidez cuando saliera de la fuente. Tenía que ser más rápido que las cámaras. Controlando el movimiento para no atraer las cámaras de vigilancia, empecé a masajearme las piernas con las manos para que la sangre siguiera circulando. Al cabo de un tiempo, que a mí me pareció una hora, oí que el motor de un coche se ponía en marcha. Levanté un poco más la cabeza para sacar las dos orejas por encima del agua y detectar mejor la ubicación del coche. Presté atención mientras el vehículo descendía el montículo y se alejaba más y más de la fuente. Oí que la verja eléctrica empezaba a abrirse y miré la única cámara que estaba en mi campo de visión. Enfocaba hacia el final del camino, al coche. Salté por encima de la pared de la fuente, me dirigí hacia la mochila, la cogí y eché a correr hacia la puerta principal de la casa.
Al principio me sentía torpe y tenía las piernas pesadas, como si llevara dos bloques de hormigón en lugar de zapatos. La cabeza me funcionaba más rápido que las piernas y estuve a punto de caer en dos ocasiones. Por suerte, no tuve que recorrer una distancia muy larga. La sangre empezó a fluir de nuevo, a bombear oxígeno a los músculos de las piernas. Me dirigí hacia las escaleras que conducían al porche delantero y me agaché rápidamente tras un sofá de dos plazas dispuesto en diagonal en un rincón. Una vez sentado, miré la cámara que podía ver desde el lugar en el que me encontraba. No me había detectado ya que aún enfocaba hacia la verja de entrada, hacia el último objeto que se encontraba en movimiento. Lentamente, para no atraer la atención de las cámaras de vigilancia, pero todo lo rápido que pude, me quité la ropa mojada y me puse la muda seca: una sudadera, pantalones de chándal y calcetines. Me calcé las zapatillas de nuevo. Me puse el pasamontañas con el fin de entrar en calor de nuevo. Luego doblé las piernas, las abracé contra el pecho y esperé. Estaba tan cerca de la casa que las cámaras no detectarían mi calor corporal. Hacía alrededor de una hora y media que había llegado. Permanecería hecho un ovillo en un rincón del porche durante dos horas y media más antes de poder moverme.
Dos horas y media. Durante ese tiempo, todos los movimientos que hice fueron lentos y conscientes, en la medida de lo posible. Tomé unos cuantos sorbos de agua, comí una barra energética y esperé. La espera siempre había supuesto un ochenta por ciento de mi trabajo —esperar aviones; esperar autobuses; esperar el momento adecuado para actuar; esperar el momento adecuado para matar—, pero en pocas ocasiones había sido tan literal. Conté los segundos. Miré los coches que pasaban por la calle. Comprobé cuánto tiempo podía aguantar la respiración. Repasé mentalmente el plan una y otra vez. Pensé en ti. Pensé en lo que pasaría cuando intentara despedirme de ti. Intenté dejar de pensar en ti. Pero no funcionó.
Pasó el tiempo. Al final oí el pomo de la puerta. La muchacha había acabado de quitar el polvo, pasar el aspirador y limpiar los baños y estaba a punto de salir a recoger el correo. Se abrió la puerta y salió. Ni tan siquiera miró hacia donde me encontraba. Tan solo se secó las manos en el delantal y echó a caminar hacia el buzón. La observé mientras avanzaba, vi cómo la seguían las cámaras de vigilancia por el montículo, y entonces, cuando llegó al otro lado de la fuente, me puse en pie con la mochila, me acerqué a la puerta, la abrí y entré en la casa. Dejé la ropa mojada en el porche. No volvería a necesitarla.
Una vez dentro, me dirigí al piso de abajo, donde se encontraba el pequeño gimnasio. La muchacha siempre lo limpiaba después del desayuno, por lo que no iba a volver a entrar en él. Ahí no había ropa de cama que cambiar. Estaría a salvo. Una vez dentro, me metí en el armario y me senté en el suelo. Saqué la pistola de la mochila, le puse el silenciador, comprobé que estuviera cargada y la dejé en el regazo. Bebí un poco más de agua y comí la segunda barrita energética. Me felicité a mí mismo. Aún tenía frío y estaba un poco cansado, pero el plan estaba saliendo a la perfección. Había llegado el momento de esperar de nuevo. Habrían de pasar nueve horas antes de poner en marcha la fase dos de mi plan.
Al final, me quedé dormido. No sé durante cuánto tiempo, pero no formaba parte del plan. Supongo que los cinco minutos que pasé sumergido en el agua helada me agotaron más de lo que esperaba. Cuando me desperté, estaba en un rincón oscuro del armario, apoyado contra las paredes. Abrí los ojos y levanté la cabeza. Tenía una mancha en el hombro de las babas que me habían caído mientras echaba la cabezadita. Hacía mucho calor. No recuerdo qué soñaba, pero tenía tortícolis y una erección. Quedarse dormido de ese modo había sido una temeridad. Podría haber roncado. Podría haber dado un respingo o un golpe contra la pared. Podría haber murmurado o gritado. Ese tipo de imprudencias, esos pequeños errores, eran los que podían acabar costándote la vida. Si me hubieran encontrado, dormido en el armario, con una pistola en el regazo, la cosa no habría acabado bien; al menos para mí.
Tuve suerte. No había pasado nada. No había gritado ni roncado. Miré la hora: eran las cinco y media de la tarde. Me había echado una siesta. Dormirse era peligroso, pero seguramente me sentó bien. Solo quería acabar con todo aquello. Comprobé de nuevo la pistola. Me detuve y escuché. Contuve la respiración un momento, intentando hacer el mínimo ruido para poder detectar cualquier otro movimiento que hubiera en la casa. Oí pasos en el piso de arriba. Muy débiles, pero los oí. La muchacha seguía trabajando. Si hubieran sido los pasos del guardaespaldas estadounidense o de mi objetivo, habrían sido más fuertes.
Repasé mentalmente el plan de nuevo. Esperaría en el armario hasta que mi objetivo y el guardaespaldas llegaran a casa. Me veía obligado a actuar en algún momento entre su llegada y el instante en que activaran el sensor nocturno, algo que acostumbraban a hacer justo antes de irse a dormir. El sensor disparaba la alarma si detectaba algún movimiento, de modo que me quedaría atrapado en el armario. Iba a tener que subir al piso de arriba antes de que el guardaespaldas lo activara. Los dormitorios estaban en el tercer piso. Era allí donde los eliminaría. La biblioteca se encontraba a la izquierda de las escaleras, y los dormitorios a la derecha. El plan era eliminar primero al guardaespaldas. Por eso necesitaba una pistola. Debía matar al guardaespaldas para no tener que preocuparme por él en la huida. Debería haber sido fácil: abrir la puerta del dormitorio del guardaespaldas antes de que sospechase algo, pegarle dos tiros y luego ir a por el verdadero objetivo.
Alrededor de las siete y media, según lo previsto, mi objetivo y el guardaespaldas llegaron a casa. Desde el armario, podía oír el sonido de las pisadas en el piso superior, pero no las voces. Sin embargo, distinguí tres tipos de pasos. Poco después de que las pisadas se convirtieran en trío, se redujeron a un dúo cuando la muchacha se fue a casa. Mientras pudiera oírlas, podría saber en qué habitación estaban los hombres, y consultando el reloj y su horario habitual, podría saber qué hacían. Mi objetivo era como un robot. No se desvió lo más mínimo del horario previsto. El del guardaespaldas era más variable. Subió al piso de arriba a comprobar el vídeo de vigilancia, pero aparte de eso pude seguir sus pasos y sentirme seguro. En caso de que las cámaras hubieran captado algo, me preparé para pasar al ataque. Me senté con la espalda erguida, apoyada en la pared posterior del armario, y apunté con la pistola a la puerta, listo para apretar el gatillo. Pero no fue necesario. Cuando mi objetivo se metió en su despacho después de cenar, el guardaespaldas se fue a la sala de estar a ver la televisión.
Al final, alrededor de las diez, oí que ambos subían por las escaleras. Había llegado el momento de poner en marcha la fase dos. Me comí la última barrita energética y acabé el agua. Saqué el pasamontañas de la mochila y me lo puse. Era imprescindible para la huida. Una vez cumplida la misión pensaba salir por la puerta principal, y al diablo con las cámaras de vigilancia.
Me eché la mochila al hombro y abrí lentamente la puerta del armario. El gimnasio estaba casi tan oscuro como el armario. Intenté recordar dónde estaban todos los aparatos para no tropezar con nada. Apenas podía orientarme en las sombras. Poco a poco me dirigí a las escaleras que llevaban al segundo piso y las subí. Al llegar arriba me volví, empuñando la pistola ante mí con ambas manos. Nunca había recibido entrenamiento formal para el manejo de armas de fuego, por lo que me movía como los actores de dramas policíacos que había visto en televisión, doblando las esquinas de la casa oscura con los brazos estirados y la pistola por delante.
Cuando llegué al rellano del segundo tramo de escaleras, vi la luz que salía por debajo de las puertas de ambos dormitorios y que se filtraba en la oscuridad. Mis objetivos aún estaban despiertos. Escuché con atención. No oí ningún sonido proveniente del dormitorio de mi objetivo, pero el guardaespaldas estaba jugando a una especie de videojuego en el ordenador porque me llegó ruido de derrapes, disparos y caos en general. En comparación, el verdadero caos iba a ser más silencioso.
Continué hacia arriba. Avanzaba con la espalda pegada a la pared y sin apartar la mirada de las puertas de los dormitorios. Estaba preparado para disparar si salía alguien. Las puertas no se movieron. Llegué arriba sin ningún problema y pude ocultarme en las sombras. No había crujido ningún escalón. Mis objetivos permanecían en sus dormitorios. Los sonidos provenientes de la habitación del guardaespaldas eran más fuertes. Al llegar a su puerta estiré el brazo y la toqué del mismo modo en que lo habría hecho para comprobar si había un incendio. Fue un acto reflejo. La puerta estaba fría.
Respiré hondo. Cogí la pistola con la mano derecha y agarré el pomo con la izquierda. Lo giré. Dos disparos, con eso en principio me bastaba. Abrí la puerta y cuando giró sobre los goznes se produjo un leve chirrido. Entré y apunté al guardaespaldas que, de algún modo, a pesar del ruido del ordenador, había oído la puerta. Reaccionó con rapidez. Primero me miró a mí y luego la pistola. El miedo le hizo abrir los ojos como platos. Saltó de la silla para intentar ponerse a salvo detrás de la cama. Disparé. Tenía buena puntería. Si no hubiera reaccionado tan rápido, le habría alcanzado en el pecho. Si no hubiera oído el chirrido de la puerta, ese único disparo a buen seguro lo habría matado. Sin embargo, en lugar de en el pecho la bala le dio en el hombro. A pesar del silenciador, el disparo hizo mucho ruido. Me puse un poco nervioso y disparé de nuevo; apunté a la parte más ancha de su cuerpo y le di en el estómago. El guardaespaldas soltó un gruñido cuando la bala impactó en él. Se cayó al suelo y empezó a sangrar abundantemente. Entonces intentó otra maniobra. Se lanzó hacia la mesita de noche, donde guardaba la pistola. Había visto a los dos guardaespaldas dejarla ahí. Apunté de nuevo. Esta vez a la cabeza. Solo quería dispararle una vez más y acabar con él. Quería disparar una vez más para poder eliminar al hombre que se suponía que debía matar. Solo me cabía esperar que no hubiera oído los disparos, que los sonidos del videojuego los hubieran disimulado. Apunté con la mirilla al pelo del guardaespaldas, pero había algo que no encajaba. Su pelo no debía tener ese aspecto. Era rubio. Debería haber sido moreno. Era el guardaespaldas equivocado. No estaba a punto de matar a un enemigo. Estaba a punto de matar a un inocente.
Quité el dedo del gatillo. Miré el reguero de sangre que el australiano había dejado en la alfombra al arrastrarse por el suelo. Me quedé paralizado durante un segundo. Me sentí como si viera sangrar a un desconocido por primera vez, como si su sangre fuera de un color distinto al de todas las personas que había matado antes que él. Se me revolvió el estómago. Empecé a sudar. El australiano intentó llegar a la mesita de nuevo. Estiró el brazo para abrir el cajón. Acercó la mano a la pistola. El instinto me hizo dar un paso hacia él y le propiné una patada en el estómago con todas mis fuerzas. Le di justo donde le había disparado. Soltó un grito de dolor y se dobló antes de poder coger el arma. Aparté el pie, que estaba cubierto de sangre. Me agaché, acerqué la pistola a su cabeza y le susurré:
—No eres tú —le dije, hecho una furia. No se movió. Me levanté y cerré la puerta de la habitación para pensar.
El guardaespaldas se me quedó mirando, desconcertado. Me lanzó una mirada de pánico. Acababa de dispararle dos veces y luego le había dicho que no era él. Debió de pensar que estaba loco. Abrió la boca y solo pronunció una palabra:
—¿Qué?
Me levanté el pasamontañas para destaparme la boca.
—No eres tú —repetí—. Pero como opongas resistencia te volaré la cabeza.
Lo entendió. Se volvió, estiró las piernas y apoyó la espalda en la cama. Miró los dos boquetes que le había abierto. La sangre manaba lentamente del orificio del hombro, caía por el pecho y le empapaba la camiseta de tirantes blanca. Pero esa hemorragia no era nada en comparación con la del estómago. Se tapó el agujero con la mano. Tenía unas manos enormes, al menos el doble de grandes que las mías, pero ni tan siquiera así podía cubrir el cerco de sangre que no paraba de crecer en su abdomen. La mancha era del tamaño de un globo. Se examinó las heridas un segundo. Luego me miró de nuevo. Yo estaba de pie y lo apuntaba con una pistola. Rompió a llorar.
—Cállate —le ordené. Me entraron ganas de darle un puñetazo por el mero hecho de estar allí—. No tenías que estar aquí —murmuré en voz baja, pero no me oyó por culpa de los sollozos.
Las ideas se me agolpaban en la cabeza. Mi objetivo se encontraba a seis metros de distancia. Podía ir hasta su habitación, descerrajarle dos disparos en la cabeza y liquidar el asunto en menos de treinta segundos. Miré otra vez al australiano. Había dejado de lloriquear. Me miró fijamente, intentando verme los ojos a través del pasamontañas. Su rostro se había convertido en una mezcla de confusión e ira. Si lo dejaba con vida, sabía que intentaría coger su pistola. Intentaría hacerse el héroe. Dejarlo con vida no era una opción. Tampoco podía matarlo. Yo no era un asesino. Era un soldado. Decidí que debía salvarlo. No podía mancharme las manos con sangre inocente. No podía. A la mierda, pensé. A la mierda con mi objetivo.
—No voy a matarte —le susurré—. Te sacaré de esta casa y te salvaré. Pero si tu jefe nos ve o nos oye, o llama a la policía, os mataré a los dos. ¿Lo entiendes?
El australiano asintió. La expresión de ira empezó a desvanecerse. Tan solo quedaba la confusión. Acababa de pegarle un tiro y ahora intentaba salvarlo. Era imposible que lo entendiera. Sin embargo, si quería lograr mi objetivo, debía actuar con rapidez.
—¿Puedes caminar? —le pregunté.
Sin decir una palabra, se agarró al poste de la esquina de la cama e intentó ponerse en pie. Hizo el primer esfuerzo utilizando el brazo izquierdo, el del orificio en el hombro, pero no lo logró. Cuando intentó levantarse, la mano ensangrentada resbaló, cayó al suelo de cara y se golpeó la nariz contra el suelo. Me acerqué y le di la vuelta.
—¿Puedo confiar en ti? —pregunté, y lo miré a los ojos.
—Sí —respondió con un deje de acento australiano.
La confusión había desaparecido de su rostro. Lo único que quedaba era miedo. Aún no confiaba en él, sino en el miedo. A lo largo de mi vida había visto suficientes casos como ese para saber que podía fiarme de ese sentimiento.
Lo agarré del brazo sano y me lo eché a los hombros. Me puse en pie, lo apoyé en mí y lo ayudé a levantarse. Con el otro brazo, el de la pistola, le rodeé la cintura para ayudarlo a mantener el equilibrio.
—Nos vamos abajo —le dije, y asintió de nuevo.
Dimos solo dos pasos pero ya le fallaban las fuerzas. Arrastraba los pies y a duras penas podía levantarlos del suelo.
—Con más ánimo —le dije al llegar a la puerta. Antes de abrirla me volví hacia él—. Los sensores de movimiento. ¿Los controlas tú o él?
Se señaló el pecho con la mano libre.
—¿Y no están activados? —pregunté.
Negó con la cabeza. Ahora ya no tenía dudas. Estábamos en el mismo equipo. Compartíamos objetivo.
Abrí la puerta y salimos al pasillo. El australiano caminaba con más confianza, se había acostumbrado a estar de pie. En ningún momento quitó la mano buena del agujero que tenía en el estómago. Se aplicaba presión para intentar reducir la hemorragia. Dimos un paso hacia las escaleras. Entonces oí algo en la habitación de mi objetivo. Un crujido y luego una voz.
—¡Cierra la maldita puerta, imbécil! —gritó el jefe desde su dormitorio.
Estiré el pie hacia atrás y cerré la puerta del australiano de golpe. Escuché con atención. Nada. El jefe no sospechaba nada.
Cuando llegamos a la escalera miré hacia abajo. El australiano no iba a llegar abajo por sí solo. Me volví para mirarlo. Nuestras narices estaban a dos centímetros. Respiraba con dificultad y empezaba a tener la mirada vidriosa.
—Voy a llevarte abajo en brazos —le dije.
Asintió. Entonces, con un movimiento rápido, doblé las rodillas y me lo eché al hombro. Pesaba mucho. Empecé a bajar los escalones, intentando no hacer ruido y no perder el equilibrio. Cuando solo íbamos por la mitad, noté que la sangre del australiano me estaba empapando la parte posterior del pasamontañas. Era cálida y pegajosa.
Cuando llegamos abajo lo apoyé en la pared junto a la puerta principal. Aún estaba consciente. Le pregunté al oído:
—La verja. ¿Cómo la abro?
Habló con voz muy débil. Ceceaba.
—Hay un botón. En la parte interior. Junto a la verja.
Claro, era fácil salir, pero no entrar.
—Espera aquí —le dije, y di media vuelta.
—No —replicó, más alto de lo que me habría gustado.
Me volví y lo miré. No me estaba pidiendo que no lo dejara solo. Lo que quería era que no matara a su jefe. Quise decirle que su jefe merecía morir. Quise decirle que su jefe lo utilizaba. Quise decirle que era un imbécil de mierda que no sabía nada. Pero no lo hice. No tenía tiempo.
—No te preocupes. No voy a matarlo. No esta noche. —Es lo único que pude decirle.
Debería haberlo matado. Habría sido rápido. Pero ya no pensaba con claridad. Si no podía salvar al australiano, mis manos se mancharían de sangre inocente. Se me revolvía el estómago. Había logrado mantener la compostura hasta que bajé las escaleras, pero ahora ya no podía controlarme. Me alejé del australiano, me sumergí en la oscuridad y entré en el baño más cercano. Me precipité hacia delante y vomité en el lavamanos. Era la primera vez que vomitaba en plena misión. Había estado a punto de hacerlo, después de mi segundo asesinato, un hombre de treinta y tres años, un instructor. Entrenaba a sus asesinos. Le rebané el cuello con un cuchillo mientras intentaba entrar en el coche. No fue un trabajo limpio. Había sangre por todos lados. Fue entonces cuando empecé a estrangular a la gente. Había más forcejeo, pero era más limpio. Me enjuagué la boca para eliminar los restos de vómito y me lavé las manos. Ya había acabado.
Salí del baño y busqué un teléfono. Lo cogí sin pensar. Por suerte el jefe no estaba hablando. Tenía línea. Marqué el 911 con la esperanza de que fuera el número de emergencias de Canadá. Me salió una operadora al instante. Me dijo algo en francés y luego añadió en inglés:
—Nueve uno uno. ¿En qué puedo ayudarle?
—Hay un hombre herido de bala. Está en la esquina de Maplewood y Spring Grove. Envíe una ambulancia.
—De acuerdo, monsieur. —La operadora utilizaba un tono muy formal—. Nos gustaría que nos proporcionara algún detalle más. ¿Puede permanecer al teléfono?
—No. —Colgué y me dirigí a la puerta.
El australiano seguía donde lo había dejado, pero le colgaba la cabeza hacia un lado. Tenía los ojos cerrados. Estaba helado. Sin embargo, veía cómo se le hinchaba el pecho al respirar. Me acerqué y le di un bofetón con todas mis fuerzas. Abrió los ojos de golpe, llenos de vida por un fugaz instante.
—Mantente despierto —le ordené.
Entonces lo agarré del brazo bueno, me lo puse sobre el hombro y nos dirigimos a la puerta de la calle.
No disponíamos de mucho tiempo. Teníamos que recorrer el camino de entrada de la casa, cruzar la verja y caminar un par de manzanas antes de llegar a la esquina que les había dicho a los de la ambulancia. Si llegábamos tarde, creerían que había sido una broma. Teníamos que ponernos en marcha. Me volví hacia el australiano.
—Rápido. Tenemos que ir rápido —le dije.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo, pero estaba atento. Asintió y aceleramos el paso. Al final recorrimos el camino de entrada a la casa, cruzamos la verja y llegamos a la calle. Dejamos un reguero detrás de nosotros. Al cabo de unos diez minutos habíamos avanzado unos ochocientos metros. Cuando doblamos la última esquina, vi las luces de la ambulancia, que no estaba sola. También había policías, algo con lo que no había contado y que significaba que aquello era el fin de trayecto para mí.
Me quité el brazo del australiano del hombro. Intenté que no perdiera el equilibrio y le puse una mano sobre el hombro sano. Me situé detrás de él.
—Camina —le dije, y le di un empujón firme con la mano libre, con la que sostenía la pistola.
Dio dos pasos vacilantes y cayó al suelo. Luego se puso de rodillas y empezó a arrastrarse hacia las luces intermitentes. Parecía la caricatura de un hombre sediento que se arrastraba por el desierto hacia el agua. Recorrió medio metro más y se derrumbó por su propio peso. Rodó por la acera y me miró, con los ojos arrasados en lágrimas. Si me iba ahora, moriría en la calle, a menos de diez metros de la ayuda.
Me acerqué al australiano, volví a agarrarlo y me lo eché al hombro. Me tapé la boca con el pasamontañas y me dirigí hacia la ambulancia, con la pistola en alto.
Los sanitarios y los policías estaban charlando tranquilamente; daban por sentado que la llamada había sido una broma. El primer sanitario me vio cuando solo estaba a poco más de cinco metros. En cuanto reparó en mi presencia lo apunté directamente. Se quedó inmóvil. No dijo nada. El miedo lo paralizó. Lo noté incluso de lejos. Yo debía de ser la personificación de la Parca, caminando por la calle de noche, vestido de negro, con la cara oculta bajo un pasamontañas, empuñando una pistola y con un cuerpo sobre el hombro. Cuando estaba a tres metros, el policía y el sanitario que estaban hablando por fin me vieron también. El poli intentó desenfundar la pistola, pero le faltaba práctica e hizo gala de unos movimientos lentos y torpes.
—Ni se te ocurra —le grité—. Como alguien saque una pistola empezará a morir gente. Mucha gente.
El poli apartó la mano del cinturón. Le grité a su compañero que permaneciera a su lado. Quería que todos los que estaban armados se quedaran en un lugar donde pudiera verlos. El compañero, que aparentaba quince años, obedeció rápidamente.
Me agaché y dejé al australiano en el suelo sin apartar la mirada de los polis. El guardaespaldas soltó un grito ahogado cuando tocó el suelo. Estaba empapado en sangre, pero no había perdido el conocimiento. Miré a los sanitarios.
—Llevadlo al hospital. Curadlo —les ordené.
No se movieron. Retrocedí dos pasos.
—¡Ahora! —grité.
Los bajé de las nubes y obedecieron. Sacaron la camilla, pusieron al australiano encima y lo metieron en la ambulancia. Se movían de forma rápida y eficaz; se dieron cuenta de que cuanto más rápidos fueran, antes perderían de vista al psicópata de la pistola. Los polis los miraron con envidia.
En cuanto se fue la ambulancia, supe que los sanitarios pedirían refuerzos. Al cabo de unos minutos, la zona estaría inundada de policías. Esa situación no figuraba en el protocolo. No me habían preparado para eso. Miré a los polis que tenía frente a mí. Estaban pálidos como fantasmas, cagados de miedo. Seguramente estaban más asustados que yo.
—Habéis visto que he salvado a ese hombre, ¿verdad? —grité. Estaba cerca de ellos. Probablemente ya no era necesario que gritara.
Asintieron al mismo tiempo.
—No quiero matar a nadie —grité de nuevo.
Negaron con la cabeza.
—Voy a huir —dije.
Asintieron de nuevo.
—Pero como oiga un solo disparo, volveré y sabréis lo que es bueno.
Asintieron una vez más. Me volví y eché a correr. Ya no tenía ningún plan. Corrí tan rápido como pude. En dirección al parque. No oí disparos. Al cabo de poco el aullido de las sirenas surcó el aire nocturno. Tiré el pasamontañas. Seguí corriendo. Tenía que volver al piso franco. Sabía que no estaría a salvo hasta que me cambiara de ropa. Nunca había corrido tan rápido, y seguramente nunca volveré a hacerlo. No aminoré la marcha. Al correr se desvaneció el miedo. Era medianoche cuando llegué al piso.
En cuanto entré en el piso me quité la ropa y me metí en la ducha. Tardé un buen rato en limpiarme la sangre de la nuca.
El resto de la noche es un recuerdo vago y confuso. Incluso ahora, cuando pienso en ello, todavía tengo muchas lagunas, solo me vienen a la cabeza momentos aislados. No recuerdo cómo fui de un lugar a otro. En mi memoria, lo que hice fue vagar como si estuviera en un sueño. Sí que recuerdo que llamé a Inteligencia y que hablé con Brian. Al principio estaba cabreado porque había echado a perder la misión. Sin embargo, su reacción cambió cuando se dio cuenta del lío en el que me había metido. Durante la llamada me comporté como si estuviera en un confesionario. Lloré y balbuceé:
—Casi mato a alguien —murmuré con voz temblorosa, repitiendo la frase una y otra vez.
Brian se quedó callado, escuchó y esperó a que acabara de vomitarlo todo. Cuando se hizo el silencio, me dijo:
—Sal de la ciudad. Sal del país, joder. Esta noche. Busca algún lugar en Vermont en el que pasar desapercibido. Pero sal de ahí. Llámame dentro de tres días. —Entonces me dio el código.
Rompí el protocolo y apunté los nombres en un papel. Tenía miedo de olvidarlos porque estaba demasiado alterado. Stephen Alexander. Eleanor Pearson. Rodney Grant.
Luego hice la única cosa que se supone que uno nunca debe hacer. Hice lo impensable. Fui al hospital a ver a mi víctima. Sabía que no podría seguir adelante, que no podría irme de la ciudad y que nunca podría mirarte de nuevo a la cara a menos que supiera que el guardaespaldas iba a sobrevivir. Yo no era un asesino. No te habrías enamorado de un asesino. Eras demasiado buena para hacer algo así.
Entrar a hurtadillas en el hospital fue tarea fácil, incluso en mitad de la noche, incluso para visitar a un hombre que acababa de recibir dos disparos. El trabajo del personal del hospital consistía en mantener a la gente con vida, no en someterlos a vigilancia. Entré en la habitación del australiano y me senté en una silla, junto a la cama. No me atreví a encender las luces. El gigante australiano dormía. Le habían puesto una vía intravenosa en el brazo y llevaba el hombro vendado. Las sábanas le tapaban el estómago, pero también debían de haberle puesto un fuerte vendaje para tapar los puntos que cerraban los orificios que yo le había abierto unas horas antes. Estaba conectado a un monitor cardíaco que emitía unos pitidos rítmicos. Era un sonido relajante. Estuve a punto de quedarme dormido en la silla. Recuerdo que me pregunté si mi corazón volvería a latir jamás con esa regularidad, pero lo dudaba. El australiano se despertó al cabo de quince minutos. Volvió la cabeza y me miró, mientras yo lo observaba repantigado en una silla, a oscuras. Me miró a los ojos y me reconoció.
—Eres tú —dijo.
Asentí. Sabía que era el tipo que le había disparado.
—¿Delante del club de striptease? —preguntó.
También lo recordaba y yo asentí de nuevo. Entonces preguntó:
—¿Por qué?
Quería responderle. Quería hablarle de la maldita Guerra en la que estaba atrapado. Quería decirle que, en realidad, él era el afortunado y yo el desgraciado, que aceptaría con mucho gusto los dos tiros para estar en su lugar. Quería explicarle que yo era una buena persona. Y no solo eso, quería que me asegurara que sabía que lo era. Pero, al parecer, nunca había tiempo para nada.
—Fue un error —le dije. No creo que hubiera entendido otra respuesta. Entonces me levanté y me fui.
Tenía que hacer otra parada antes de irme de Montreal. Eran las tres de la madrugada cuando llegué a tu apartamento. Desperté a tu compañera de piso cuando llamé al timbre, pero no te importó. Me hiciste pasar, me llevaste a tu habitación y, antes de que pudiera decir algo, me diste un beso efusivo.
—Tengo que irme —te dije cuando me dejaste hablar. Temblaba de pies a cabeza.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? —preguntaste con inquietud. Estabas preocupada por mí. Nadie había mostrado esa preocupación por mí desde que era un niño.
—Nada. Tengo que irme. Asuntos de negocios. Ha sucedido algo increíble. —No podía dejar de temblar.
Me cogiste las manos para calmar los temblores.
—¿Estás bien?
Te miré a los ojos. Tu mirada era fuerte.
—Se me pasará —respondí al final—. Pero debo irme. —Cada palabra que pronunciaba resultaba dolorosa—. Te llamaré en cuanto pueda. —Me sentí como si me dieran un puñetazo en el estómago a cada frase—. Y volveré pronto. Te lo prometo.
—Vale —contestaste—. No pasa nada. —Me frotaste las manos para tranquilizarme.
Me incliné hacia ti y nos besamos. Recé para que no fuera la última vez.
—Te quiero —susurré.
—Yo también te quiero —murmuraste.
Cogí un taxi al aeropuerto, donde alquilé un coche. Conduje mientras amanecía. Vi la salida del sol por la ventanilla del coche. Crucé la frontera en algún momento de la mañana. Durante el viaje escuché una emisora de radio que emitía en francés. No entiendo ni una palabra de ese idioma, pero por algún motivo el mero hecho de escucharlo me templaba los nervios. Al final me detuve en un pequeño motel de carretera de Vermont. El aparcamiento estaba lleno de coches con portaesquíes. Gente de vacaciones. Llegué a la habitación como buenamente pude y me dejé caer en la cama. Durante las siguientes doce horas, quizá dormí, o no, no estoy seguro, pero sé que no me moví ni una sola vez. Permanecí inmóvil, intentando olvidar toda mi vida, excepto a ti.