Después de aterrizar en Atlanta, alquilé un coche, o más bien debería decir que fue Dennis Robertson quien lo alquiló, y me dirigí hacia el oeste. Conduje sin rumbo fijo durante unas horas hasta que encontré un motel de carretera donde podría pasar desapercibido y curarme. El tipo de la recepción apenas me miró cuando me registré, a pesar de la mano vendada y el ojo morado.
Una vez en la habitación, dormí casi treinta horas seguidas. Cuando por fin abrí los ojos, era por la mañana y había pasado un día entero. Era una sensación muy rara saber que podía perderme todo un día de forma tan fácil. Cuando me desperté, oí a la pareja que estaba en la habitación de al lado, peleándose. Necesitaba un poco de tranquilidad, de modo que salí a correr. Tenía ropa de deporte y unas zapatillas nuevas que había comprado en el aeropuerto con la tarjeta de crédito de Dennis Robertson. Corrí durante casi una hora y media antes de volver al motel. Cuando llegué, me duché. Se me empezaban a acabar las excusas para retrasar lo inevitable. Cogí el teléfono. Marqué y esperé. El teléfono sonó dos veces. Respondió una mujer con voz jovial.
—Global Innovation Incorporated. ¿En qué podemos ayudarlo?
—Michael Bullock, por favor —respondí.
—Espere, por favor.
Esperé unos momentos antes de que alguien contestara al teléfono.
Sonó dos veces y respondió una mujer con una voz tan jovial como la anterior.
—Spartan Consultants. ¿En qué podemos ayudarlo?
—Dan Donovan, por favor —respondí esta vez.
—Espere, por favor.
De nuevo la espera. De nuevo dos timbrazos. De nuevo la telefonista jovial. No bastaba con que nos obligaran a arriesgar la vida, sino que tenían que imitar las peores prácticas de la cultura empresarial.
—Allies-on-Call. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Me gustaría hablar con Pamela O’Donnell.
—Espere, por favor.
No era una llamada pactada. Sin embargo, estaba seguro de que alguien respondería. Mi código les permitiría saber quién llamaba. Suponía que tendrían ganas de saber de mí después de la carnicería.
Esta vez solo sonó medio tono hasta que alguien contestó.
—Joder, Joe, ¿qué demonios ha pasado? —Era Matt, mi contacto.
—¿Te has pasado los últimos dos días pegado al teléfono esperando mi llamada?
—En pocas palabras, sí.
—¿No te dejan irte a casa?
—No después de la que habéis liado. No cuando se suponía que debías estar en Montreal. ¿Qué coño ha pasado?
—No lo sé. Nos tendieron una emboscada.
—Sí, a mí también. Mis propios jefes. Me has metido en un problema de cojones.
—Qué curioso. Creía que un problema era estar en la playa con las manos atadas a la espalda mientras un psicópata te explica que está a punto de destriparte. Estaba convencido de que eso era un problema. Supongo que me equivocaba. —No estaba de humor para chorradas.
—Lo siento, tío. Sé que lo has pasado mal, pero solo intento hacer mi trabajo. Los tipos que habéis liquidado no eran unos cualquiera. Entre los tres sumaban al menos cincuenta y cuatro asesinatos. Es lo único que ha evitado que me degradaran.
¿Tres? Aún no debían de haber encontrado el cuerpo del taxista. Había desaparecido y se habían olvidado de él, así de sencillo.
—Escucha, ¿sabes qué le ha pasado a Michael?
—No tengo detalles. No comparten ese tipo de información con nosotros, solo con su propio contacto. Lo único que sé es que logramos sacarlo de allí.
Respiré aliviado y liberé la angustia que me oprimía el pecho desde que había dejado a Michael en el hospital.
—Entonces, ¿está bien?
—Por lo que sé, sí.
—Vale. Necesito que me hagas un favor.
—Escucha, Joe, no sé si estoy para hacer muchos favores. —Matt parecía nervioso, lo cual era razonable. El último favor que le había pedido nos había metido en el lío en el que estábamos.
—Tienes que ponerme en contacto con él.
—¿Con Michael? —Hubo una pausa al otro lado de la línea telefónica. Matt enmudeció—. Es imposible. Ahora mismo todos vosotros sois radiactivos. Los de arriba no quieren que os acerquéis los unos a los otros. Creen que es demasiado peligroso.
—Mira, no quiero verlo, solo charlar con él —repliqué.
—Es imposible. No sabría dónde encontrarlo y, aunque lo supiera, si te diera esa información, mi carrera se iría al cuerno.
No estaba de humor para esas cosas. Cogí el teléfono y lo golpeé con fuerza contra el escritorio tres veces. Alguien de otra habitación me gritó para que no hiciera ruido.
—Me cago en todo, Matt, ¿cuál es tu nombre real? —Esa pregunta rompía el protocolo, pero no me importaba.
—Sabes que no puedo decírtelo, Joe.
Oí su respuesta y colgué el teléfono con un fuerte golpe. Me levanté y caminé de un lado a otro de la habitación durante cinco minutos para calmarme. Llamé de nuevo, utilizando los mismos tres nombres que antes. Estaba rompiendo más reglas del protocolo, no podía usar el mismo código en dos ocasiones, pero Matt contestó de nuevo después de pasar los trámites.
—¿Cómo coño te llamas? —exigí.
—Pedro. Rondell. Jesús. ¿Qué más da? —gritó la voz que había al otro lado de la línea telefónica. Volví a colgar el teléfono con un fuerte golpe. Esperé cinco minutos más y llamé de nuevo.
Respondió Matt.
—No puedes llamar otra vez usando ese código. Si lo haces, no pasarán tu llamada. Como vuelvas a utilizar el mismo código se activarán todas las alarmas.
Sabía que sería así. Controlaban el uso de los códigos. Si se utilizaba uno en más de una ocasión, lo comprobaban para descartar que fuera alguien del otro bando con la intención de obtener algo de información. Si ese código se utilizaba tres veces, suponían lo peor.
—Entonces dime cómo te llamas. Hace cinco años que trabajamos juntos. Me llamo Joseph. Mis padres se llamaban James y Joan. Al parecer tenían una obsesión por la jota. Mi hermana mayor se llamaba Jessica. La asesinaron delante de mí cuando tenía catorce años. Me crié en una pequeña ciudad de Nueva Jersey. Tan solo quiero saber tu nombre. —Mi voz pasó de los gritos a la súplica. No sé por qué era algo tan importante para mí.
—De acuerdo. —La voz del otro extremo de la línea telefónica empezó a susurrar—. Brian. Me llamo Brian. —Me estaba diciendo la verdad. No sé cómo lo supe, pero estaba convencido.
Estuve a punto de estallar en carcajadas.
—Te llamas Brian y te obligan a usar Matt. ¿Cuál es la diferencia?
—Matt es un rango, un agente de inteligencia de tercer nivel. Cuando me asciendan pasaré a ser Allen.
—Escucha, Brian. —Utilicé su nombre verdadero. Me sentí liberado—. Necesito hablar con Michael como sea. Me salvó la vida. De no ser por él, estaría enterrado en una tumba poco profunda y las gaviotas me estarían picoteando los ojos. ¿Y qué ha ganado él con todo esto? Un cuchillo de veinte centímetros clavado en el estómago. ¿Sabes qué hice luego? Huí. Lo dejé solo en el hospital y huí. Tengo que asegurarme de que está bien.
—Joder, Joe. Lo siento, pero no sabría ni por dónde empezar.
—¿Sabes quién es su contacto?
—Claro.
—Pues empieza por ahí.
Oí un profundo suspiro.
—Ya veré qué puedo hacer. Vuelve a llamarme mañana. A la misma hora. Pero no esperes milagros.
—Hace tiempo que dejé de creer en los milagros, Brian.
—Terry Graham. Annie Campbell. Jack Wilkins. —Colgó.
A la mañana siguiente me desperté temprano. Durante los últimos dos años las noches de sueño plácido se habían convertido en algo excepcional. Por lo general, lo atribuía a la ansiedad. Me había acostumbrado bastante a ello, a pasar el día con tres o cuatro horas de sueño intranquilo. Esa mañana sabía que la ansiedad no era la única culpable que me impedía dormir. Era una mezcla de ansiedad y culpa. Me levanté y salí a correr, con ganas, para intentar quemar la tensión. Cuando llegué al motel aún faltaban veinte minutos para llamar a Brian. Cogí una tarjeta telefónica y marqué un número.
Respondió una voz femenina que no era menos jovial que la del día anterior.
—¿Diga?
—Hola, mamá, soy yo —respondí.
—¡Joey! Ya iba siendo hora de que llamaras. Hacía semanas que no sabía nada de ti.
Tenía una imagen clara de mi madre trasteando en la diminuta cocina de la casa a la que nos habíamos trasladado cuando murió mi padre, poniéndose la bata, preparando café. Sabía que estaría despierta. Se levantaba a las cinco como muy tarde.
—Lo sé, mamá. Lo siento. Pero ya sabes que no puedo llamar desde los pisos francos, y a veces cuesta mucho encontrar un lugar seguro con teléfono.
—Lo sé, lo sé. Ahora que todo el mundo tiene móvil es más difícil encontrar un teléfono de los antiguos.
Me alegré de que fuera ella misma quien me encontrara las excusas. Esa nunca se me habría ocurrido. A ella debía de haberle venido a la cabeza después de varias horas racionalizando por qué su hijo no la llamaba más a menudo.
—¿Qué tal va todo, Joey?
—Bien. Como siempre, como siempre. ¿Y tú? ¿Qué tal va todo?
—Va bien. Jeffrey se ha muerto.
Genial, más muertos. Jeffrey era nuestro gato. Debía de tener al menos diecisiete años.
—¿Qué ha pasado? —No es que me importara mucho, solo quería darle conversación. Después de todos los muertos que había visto, no iba a llorar por un gato, aunque fuera el mío. Sin embargo, seguramente mi madre estaba más afectada. Ahora la casa se había quedado vacía del todo.
—No lo sé. Un día salió y cuando volvió parecía que le habían dado una paliza. Le faltaba parte de una oreja, tenía arañazos en el hocico y estaba ensangrentado. Ya sabes cómo era, le gustaba meterse en peleas. La cuestión es que llegó a casa y, a su edad, aquello fue demasiado. Se me quedó dormido en el regazo y no volvió a despertar. —Noté que se le entrecortaba la voz.
—Bueno, al menos llegó a casa. Conociendo a Jeffrey, seguro que la pelea no acabó muy bien.
—Oh, pobre Jeffrey —dijo con un suspiro que apenas oí. Entonces hizo una pausa, cambió de marcha y preguntó con voz alegre—: ¿Qué tal va el trabajo?
—Bien —mentí—. Más de lo mismo. —Mi madre sabía cómo me ganaba la vida, pero nunca le daba detalles. No porque creyera que pudiera suponer un peligro para ella, sino porque no quería explicarle los pormenores.
—Eres demasiado modesto, Joey. «Más de lo mismo». Cuando resulta que te dedicas a salvar el mundo.
—Yo no diría que salvo el mundo, mamá.
—Pues yo sí —replicó ella con severidad, reprendiéndome por mi modestia—. Pero espero que encuentres tiempo para ti mismo y que no trabajes demasiado.
—De hecho, acabo de volver de unos días de vacaciones.
—¿De verdad? ¿Adónde has ido?
—A San Martín con Jared y Michael —contesté. Era la respuesta segura. Ojalá hubiera sido la verdad.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo están los chicos?
—Están bien, mamá. —Miré el reloj para ver cuánto tiempo me quedaba antes de llamar a Brian y averiguar si estaba mintiendo.
—Jared es un chico extraordinario. Acabará triunfando. No te apartes de él y llegarás lejos. —Mi madre adoraba a Jared, pero siempre había creído que Michael era una mala influencia.
—Bueno, mamá, debo irme. Tengo ciertos asuntos pendientes.
—De acuerdo —dijo, con otro suspiro—. Sé que eres un hombre importante.
—No me hagas sentir más culpable. De verdad que tengo que irme.
—Lo sé, lo sé. Pero no tardes tanto en llamar.
—Vale.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—De acuerdo. Te quiero, Joey. Y te echo de menos.
—Yo también te quiero, mamá.
—Ten la cabeza en su sitio.
—Lo intentaré.
—Y nunca te olvides de lo orgullosa que estoy de ti. Y tu padre también. Estaría orgullosísimo.
Ahora fui yo quien me desmoroné. Me sorprendió mi propia reacción. Iba a decir algo, pero se me hizo un nudo en la garganta. Tan solo logré emitir un gruñido. Respiré profundamente e hice un esfuerzo para contener las lágrimas.
—¿Estás bien, Joey?
—Sí, mamá —logré decir al final—. Tengo que irme. Te quiero. —Entonces colgué y miré el reloj. Aún faltaban cuatro minutos hasta que llegara el momento de hacer la siguiente llamada. De modo que durante cuatro minutos permanecí sentado en el borde de la cama, mirándome las manos, vacías. Me estaban temblando.
Cuando llegó la hora, cogí el teléfono y marqué. Terry Graham. Annie Campbell. Jack Wilkins. Pasé de nuevo por todo el proceso, todas las recepcionistas joviales y esperé a que alguien contestara el teléfono por cuarta vez. Sonó; cada tono parecía eterno. Al final, al sexto, alguien respondió.
—Me debes una. —Era Brian.
—Supongo que eso significa que lo has encontrado.
—Sí. Pero tienes que prometerme que pagarás tus deudas antes de que te deje hablar con él.
—De acuerdo, ¿qué te debo?
—Tu siguiente trabajo. Es el de Montreal. Necesito que sigas desaparecido durante dos semanas más. Quédate donde estás.
—¿Aquí? —pregunté, y miré a mi alrededor, la fría y húmeda habitación de motel.
Brian no hizo caso de mi pregunta.
—Te reservaré un billete dentro de dos semanas. Aprovecha el tiempo para serenarte un poco. El trabajo es en Montreal y es importante. Es delicado. Tienes que hacerlo bien. Sin errores, sin nada que pueda llamar la atención. Llegas, analizas la misión, la llevas a cabo y te vas.
—Así es como trabajo.
—Sí. Así es como trabajabas antes de atacar a una mujer en público y dejar tres cadáveres en la playa.
—¿Han encontrado al taxista?
—Sí, lo que quedaba de él. Los tiburones habían dado buena cuenta de la mejor parte. Al parecer un tipo que se dedica a la pesca de altura lo encontró ayer. Seguro que no se lo esperaba —dijo Brian con una risa—. Bueno, me debes un trabajo limpio. Es lo único que pido.
—Dalo por hecho. Lo que más deseo en estos momentos es que todo regrese a la normalidad.
Brian se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia? —pregunté.
—Tu «normalidad» es bastante jodida. Lo sabes, ¿no?
—Me había dado cuenta —contesté.
A continuación Brian me dio los detalles del trabajo de Montreal. Era una misión difícil. El tipo era un pez gordo. Tenía protección. Su casa estaba llena de medidas de seguridad para impedir que se acercara la gente, que me acercara yo. No pregunté quién era o qué hacía. Después de lo que había pasado, no necesitaba más motivación. Tenía que ir a Montreal y analizar la situación durante seis días. Luego tenía dos más para llevar a cabo la misión. No debía llamar hasta al cabo de diez días a menos que necesitara algo.
—Intenta no llamarme hasta que estés junto a un cadáver —dijo Brian.
—De acuerdo —contesté, esforzándome para parecer convincente—. Bueno, ¿cómo me pongo en contacto con Michael?
—No cuelgues. Te paso con él.
—Gracias, Brian.
—Escucha, Joe, no me llames Brian. Soy Matt. Tengo que ser Matt. Victor Erickson. Leonard Jones. Elizabeth Weissman.
Se oyó un clic y luego silencio. Esperé unos segundos hasta que se oyó otro clic.
—¿Diga? —Era la voz de Michael. Parecía confundido.
—¿Michael? Soy Joseph.
—¡Joe! —Parecía emocionado de verdad. No había ningún deje de amargura o ira en su voz—. Míralo, rompiendo las reglas. ¿Cómo demonios lo has conseguido?
—Tengo amigos en las altas instancias —respondí—. ¿No te han dicho que quería ponerme en contacto contigo?
—No, mi contacto solo me dijo que no colgara, y obedecí. ¿Cómo estás? ¿Dónde estás?
—En Georgia —contesté.
—No jodas. Atlanta. Un buen lugar para pasarlo bien.
Yo no tenía muchas ganas de juerga.
—¿Qué pasa, Joe? —Fue como si lo de Beach Haven no hubiera sucedido nunca.
—Solo quería asegurarme de que estabas bien. Me sentía mal por el modo en que te dejé.
—Es un detalle por tu parte que te preocupes por mí.
Podía aguantar que me tomara el pelo. Michael hizo una pausa y valoró el estado en que se encontraba.
—Estoy bien. Hubo un par de momentos en los que pasé miedo, pero ahora me servirán para contar una buena batallita. Después de que me cosieran, llegaron un par de polis, me sacaron de la cama, me metieron en su coche patrulla y me dijeron que me detenían. Eran polis de verdad. En un coche patrulla de verdad. Algo demencial. Al final resultó que eran de los nuestros. Imagínate. ¿Quién lo habría dicho? ¿Polis de verdad? En fin, la cuestión es que me dijeron que habían recibido una llamada de un jefazo de Inteligencia que les había ordenado que me llevaran a algún sitio seguro donde pudieran acabar de coserme. ¿Utilizaste los mismos contactos para salvarme que los que has utilizado para poder hablar conmigo?
—No —contesté. Ojalá la respuesta hubiera podido ser otra—. Fue Jared quien te sacó del agujero en el que te dejé.
Sentí que Michael asentía al otro lado de la línea.
—Sabe lo que se hace. Formamos un buen equipo los tres. Yo aporto el entusiasmo. Jared sabe planificar.
—Sí —contesté, preguntándome qué aportaba yo. Me pregunté por qué eran amigos míos aún. Aunque no formulé la pregunta en voz alta, Michael percibió mis dudas.
—Tú pones el corazón, Joe. Hasta me has llamado para ver qué tal estaba.
—Siento haberte abandonado en el hospital, Michael. —Tenía que pedirle perdón. Tenía que expulsar el sentimiento de culpa. Era un veneno que me había corroído durante días. Ojalá pudiera decir que aquello me hizo sentirme mejor.
—No te preocupes. ¿Qué otra opción tenías? Si te hubieras quedado, se habría jodido todo. Los polis, los que me ayudaron a huir, pudieron «perderme» porque estaba solo. Les habría resultado mucho más difícil hacerlo si hubiéramos estado los dos. Tenías que irte. Jared te hubiera dicho lo mismo.
No me importaba lo que hubiera dicho Jared.
—No lo sabe todo. —Quería preguntarle por qué era mucho más valiente que yo, pero en lugar de ello lo único que pregunté fue—: ¿Por qué volviste a por mí?
—Porque soy un estúpido. Soy un estúpido que disfruta con una buena pelea. —La risa de Michael retumbó en el teléfono.
—En serio. ¿Por qué volviste a por mí?
—Todos tenemos nuestros motivos, Joe. —Hizo una pausa antes de contestar para asegurarse de que yo no bromeaba.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Todos tenemos nuestros motivos para luchar. Yo lucho por vosotros. Lucho por mis amigos.
—Pero ¿nunca has intentado tener una visión más amplia del asunto?
—Claro, me lo he planteado muchas veces, pero mientras vosotros sigáis luchando a mi lado, todo es secundario. Jared y tú me salvasteis cuando era un niño. Estoy en deuda con los dos.
—Bueno, si me debías algo, la deuda está saldada.
—No, es una deuda que nunca se extinguirá, colega. No te sientas mal, Joe. Hiciste lo correcto.
—Empiezo a pensar que solo los imbéciles hacen «lo correcto».
Hubo una pausa incómoda. Michael permaneció callado, pero aquella pausa me dijo todo lo que necesitaba saber. Estaba de acuerdo conmigo.
—Entonces, ¿estás bien? —pregunté para romper el silencio.
—Sí. Mejor que bien. Ya estoy casi al cien por cien. Me quedará una buena cicatriz, pero ¿qué es lo que dicen? «El dolor pasa. A las chicas les gustan las cicatrices. La gloria dura eternamente».
Sacudí la cabeza con incredulidad.
—No lo dice la gente. Lo dijo Keanu Reeves en Equipo a la fuerza. Y esa película era una mierda. Sabes que te ganas la vida matando a gente, ¿verdad, Michael?
—Sí, ¿y?
—Quizá deberías tener tus propias citas.
Michael rio.
—Pensaré en ello. La próxima vez sí que iremos a San Martín —dijo Michael—. Conoceremos a mujeres bonitas y nos los pasaremos en grande.
—Me apunto —dije—. Solo quiero que sepas que si alguna vez vuelvo a encontrarme en esa situación, no te abandonaré.
Me prometí a mí mismo entonces que nunca volvería a abandonar a nadie que me importara. Es una promesa, Maria.
—Lo sé —dijo Michael, que habló con voz muy seria durante un segundo—. Pero Jared se cabreará porque ahora tendrá que tratar con dos idiotas, en lugar de solo conmigo. Bueno, tengo que irme. Ya hablaremos. No te metas en líos.
—Tú tampoco —dije, y colgué el teléfono.
Al cabo de dos semanas tomé un avión a Montreal. Nunca volvimos a reunirnos en San Martín. No he visto ni he vuelto a hablar con Michael desde entonces. Empiezo a dudar que vuelva a hacerlo algún día.