5

San Martín no era San Martín. San Martín era una quimera. Era un lugar que Martin había descubierto en una revista. No teníamos el dinero ni la iniciativa para ir a un lugar como ese. Un día, quizá. Un día, cuando las fuerzas que estaban por encima de nosotros nos consideraran dignos de ello, quizá nos recompensarían con una suma lo bastante elevada para un viaje como ese. De momento, para nosotros, San Martín se había convertido tan solo en un nombre en clave. Era una especie de apodo. Cuando Michael nos dijo que nos reuniríamos en San Martín, sabíamos adónde teníamos que ir. Era el mismo lugar al que habíamos ido desde que éramos adolescentes. Nuestro San Martín era New Jersey Shore.

Las últimas veces que habíamos tenido unos días de descanso en el trabajo habíamos ido allí. Cuando los tres teníamos unos días libres, hacíamos todo lo posible para reunirnos en una isla pequeña y estrecha frente a la costa de Jersey llamada Long Beach Island. Era nuestro remedo del paraíso. No resultaba fácil encontrar el momento. Más difícil era aún ponernos en contacto entre nosotros. Las oportunidades de vernos eran cada vez menos frecuentes, por eso teníamos que aprovecharlas cuando se nos presentaban. Sin embargo, sabíamos que era peligroso hacer un viaje como este tan poco tiempo después de los trabajos que habíamos llevado a cabo unas horas antes en Nueva York. A veces se te quitaban las ganas de seguir corriendo.

No era fácil llegar a Long Beach Island sin coche. Tuve que tomar un avión hasta Filadelfia, luego un tren a Atlantic City y después un taxi dispuesto a hacer un viaje de una hora. Me ofrecí a pagarle el doble por la carrera porque sabía que era imposible que encontrara otro cliente para el viaje de vuelta. Era mediodía. No había una larga cola de gente esperando taxi, de modo que accedió a regañadientes. Mi taxista era un hombre negro y grande, con barba y el pelo muy corto. En Atlantic City no escaseaban los negros. En Long Beach Island se podían contar con los dedos de una mano. Destacaban entre la multitud. Por eso lo reconocí enseguida cuando volví a verlo.

Lo único que llevaba encima era una mochila con un bañador, una toalla de playa y un par de mudas. Eso y unos quinientos dólares en metálico. Eran los últimos días de temporada alta, por lo que la isla empezaba a quedarse vacía. Jersey Shore funciona como un grifo. El día de los Caídos en la Guerra se abre y las playas quedan abarrotadas de gente durante todo el verano. El día del Trabajador se cierra y el chorro se convierte en un pequeño reguero, y luego pasa a ser un goteo hasta que el lugar se vacía. Estábamos a mediados de septiembre, que siempre había sido mi época favorita para la playa. El agua estaba caliente. El aire era cálido, y el lugar, un remanso de paz.

El taxista y yo no hablamos mucho durante el viaje. Me alegro de que así fuera ya que eso habría de facilitarme mucho lo que tuve que hacer luego. Cuando llegamos al puente que conduce a la isla, se limitó a preguntar:

—¿Adónde? —Tenía un leve acento caribeño, huella de una juventud vivida en algún lugar más exótico que Jersey. No había estado en contacto con Jared ni Michael desde que me habían dejado en el aeropuerto de Filadelfia la primera vez. Sin embargo, sabía adónde tenía que ir.

—Beach Haven —le contesté.

Siempre íbamos al mismo lugar. Era el favorito de Michael ya que había más bares que en los otros municipios. Más mujeres ebrias.

—Sí, señor —dijo el taxista.

Entonces abrí la mochila y saqué el bañador. Me quité los vaqueros sucios y me puse el bañador en el asiento trasero. El taxista me miró por el espejo retrovisor y negó con la cabeza. ¿Qué creía que iba a hacer yo solo en la parte posterior del taxi?

—Tan solo estoy poniéndome el bañador —dije, y apartó la mirada.

El sol brillaba con fuerza y abarcaba toda la isla. Atravesamos el puente y tomamos un desvío a la derecha, en dirección a Beach Haven. Una vez allí le dije por qué calle debía seguir y le pedí que me dejara en la playa.

—Gracias, amigo —le dije cuando salí del coche.

—No soy tu amigo —contestó, mientras me cogía el dinero y lo contaba.

Una forma genial de empezar las vacaciones, pensé. Por entonces no sabía lo que me esperaba. Salí al asfalto abrasador, pero solo tuve que dar dos pasos para llegar a la arena blanca de la playa. Al cabo de unos instantes, los dedos de mis pies se habían hundido en una arena fina como el polvo. Era incluso más suave que cuando éramos niños, antes de que empezaran a echar arena de otras partes en el vano intento de impedir que la isla fuera devorada por el mar. Recorrí el pequeño camino que llevaba a la playa, por las dunas. El taxista me miró hasta que llegué a la cima del montículo. Hasta entonces no lo oí alejarse.

Al llegar al montículo observé el paisaje que tenía ante mí. Ahí estaba el océano. Dios, era precioso. Siempre que lo veía me sentía pequeño de nuevo. Me encantaba esa sensación. El sol caía a plomo sobre el agua y se reflejaba en las olas que avanzaban hacia la playa. Me sentía como en casa. Era uno de los dos o tres sitios del mundo que me transmitía esa sensación.

Después de mirar el agua durante unos instantes, barrí la playa con la mirada para encontrar a mis amigos. Era aquí donde quedábamos siempre, en esta playa. Lo que sucedía era que los veía o, en caso contrario, me tumbaba en la arena y esperaba a que aparecieran. Al principio no los vi. Aún había bastante gente, una toalla cada dos metros. La imagen parecía sacada de una postal de 1950. Saqué la toalla de la mochila y me dirigí hacia el agua. Cuando estaba a unos cinco o seis metros del mar estiré la toalla y me tumbé. El aire era cálido. Creo que me dormí. Si lo hice, soñé con otras playas de arena fina porque no recuerdo nada más. Hasta que apareció Michael y me tiró arena en la cara.

—Cabrón —le dije, sin abrir los ojos, feliz en mi ignorancia de la presencia de niños a nuestro alrededor.

Me puse en pie de un salto y eché a correr. No logré atrapar a Michael y derribarlo hasta la mitad de la playa. Intentó esquivarme corriendo en zigzag, pero sabía que tenía más aguante que él. Al final, me tiré a sus piernas y lo derribé. Luego me senté en su espalda y le hundí la cara en la arena.

—Estaba disfrutando de un día perfecto hasta que has llegado —le dije.

—Sal de encima, culo gordo —logró mascullar a pesar de la arena que tenía en la boca.

Entonces dejé que se levantara e intentó sacudirse toda la arena. El proceso fue eterno. Cada vez que se pasaba la mano le quedaba un churretón.

—Tú sí que sabes saludar a la gente —se quejó, mientras intentaba limpiarse la arena de la espalda.

—Has empezado tú. —Me sentía como si volviera a tener doce años.

—Vale, de acuerdo —admitió—. Venga, no seas tan duro. —Y me dio un gran abrazo. Su bronceador desprendía un olor a coco—. Me alegro de que hayas llegado, Joey. Desde hace tres días venimos aquí a diario a buscarte.

—Sí, siento no haber podido llegar antes —me disculpé—. Supongo que no estáis en esta playa.

—No. He encontrado un lugar fantástico en la playa que hay a unas quince manzanas de aquí.

—¿Dónde está Jared?

—En casa, preparando las bebidas y esperando a que aparecieras de una puñetera vez. —Michael me miró fijamente y yo a él.

Vi a un amigo de diecisiete años, aunque había pasado casi una década desde que teníamos esa edad. Fue como mirar a través de una máquina del tiempo. Cuando miraba a Michael, lo único que veía era a un chico inocente y feliz, a pesar de que ya no era inocente para nada.

—Bueno, ¿qué quieres hacer? —me preguntó al final.

—Solo quiero irme a casa —contesté.

Recorrimos las quince manzanas por la playa. No teníamos prisa. Eso era lo único que esperaba de la semana, no tener prisa. Caminamos por la orilla, y cada vez que rompía una ola sentía que el agua fría me engullía los tobillos. Michael devoraba con la mirada a las mujeres mientras paseábamos. Miró a todas y cada una de las chicas que había en la playa. No se reprimía por cuestiones de edad ni de peso.

—¿Es que no tienes principios? —le pregunté mientras miraba a una cincuentona que se estaba quitando los pantalones cortos y se disponía a tumbarse sobre la toalla.

Michael se acercó hacia mí y me echó el brazo a los hombros mientras caminábamos.

—Veo belleza en todas partes —me dijo con una sonrisa.

—Claro —contesté.

—Venga, tío. Relájate un poco. ¿Para qué crees que sirven las playas? Para mirar y ser mirado, en eso consiste el juego.

—Eso es, ¿no?

—Eso es —Michael se rió—. Y vete preparando cuando vayamos a San Martín. Esas playas son una revista porno en tres dimensiones.

Esta vez me reí yo.

—El paraíso —añadió—. Es como el Jardín del Edén, pero la diferencia es que no te echan si se te pone dura. —Asintió mientras hablaba.

Todo parecía idílico.

Llegamos a la casa después de un paseo de cuarenta y cinco minutos. Yo notaba que estaba empezando a chamuscarme por culpa del sol y me apetecía ponerme un rato a la sombra. Michael había conseguido una casa justo en primera línea de mar. Era el piso superior de un dúplex. Cuando empezamos a subir la colina en dirección a la casa, apenas distinguía a Jared sentado en una silla, en el porche, con los pies apoyados en la mesa que tenía delante.

—Mira qué he encontrado —gritó Michael cuando nos acercamos lo suficiente para que pudiera oírnos Jared, que nos saludó agitando el brazo.

Le devolví el saludo y lo observé mientras dejaba el libro y entraba en la casa.

—Tiene muy buena pinta —le dije a Michael.

—Me alegro de que te guste —respondió Michael— porque me debes setecientos pavos por el alquiler de la semana.

Cuando llegamos a la casa, Jared había vuelto a salir a la terraza. Había ido a buscar una licuadora y unas cocteleras para preparar las bebidas. La terraza era muy agradable. Desde ella se veían las dunas y las olas que rompían en la orilla. Y esas olas eran el único ruido que llegaba de la playa. El romper de las olas. Luego el silencio. Y de nuevo el rumor que aumentaba lentamente hasta que rompía otra ola.

Cuando llegamos, Michael se fue corriendo al baño y nos dejó en la terraza a Jared y a mí. Hacía tiempo que no estaba a solas con él, que era el amigo que tenía desde hacía más años.

—¿Qué plan tenemos? —le pregunté.

—¿Ahora mismo? Tomar un trago. Sentarnos. Mirar el mar. —Sonrió y cogió una coctelera. Tenía un gran surtido de licores y zumos ante él.

—¿Y esta noche? —pregunté.

—¿Bromeas? Michael lleva esperándote toda la semana para poder ir de bares juntos. Más te vale no dejarlo tirado. —Por entonces era una frase sin importancia. Era imposible que Jared y yo supiéramos lo mal que podía acabar Michael si lo dejaba tirado.

—Bueno, pues es mejor que elijamos un local tranquilo —contesté—. No me vendría mal tomarme las cosas con calma antes de que empecemos a desfasar.

—Creo que eso se puede solucionar —dijo Jared.

El sol empezaba a descender hacia la bahía que había al otro lado de la isla y creaba un resplandor, que no me impidió ver la sonrisa que se dibujó en la cara de mi amigo.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté, mientras observaba cómo medía, vertía y agitaba el combinado.

—Llevo dos días preparándolos. Si no podemos llevar a Michael a las islas, supuse que lo menos que podíamos hacer era traer un poco de las islas a Michael.

—¿Qué lleva?

—Un chorro de ron, zumo de piña, zumo de naranja y un poco de crema de coco. Es una bebida muy famosa en las islas. ¿Quieres una? —Jared empezó a verter el líquido espumoso en una copa.

—Parece una bebida de tías. ¿Cómo se llama?

—Es el painkiller.

—Venga, va. Pero el mío que sea doble.

Esa noche bebimos painkillers e hicimos hamburguesas a la parrilla en la terraza mientras el cielo se oscurecía sobre nosotros. Michael accedió a que la primera noche fuera tranquilita después de que yo le prometiera que a la siguiente tendría carta blanca para decidir adónde íbamos. De modo que elegimos un bar pequeño que había en la bahía y que sabíamos que no se llenaría. Cuando llegamos, estaba casi vacío. Sonaba una canción de Jimmy Buffet para que la gente olvidara que estaba en un bar triste y pequeño de Nueva Jersey. Entramos y nos dirigimos a la barra directamente. Michael intentó pedir un painkiller, pero el camarero lo miró como si fuera de otro planeta y acabó conformándose con una cerveza.

Cogí un taburete y me senté. No pensaba levantarme hasta que nos marcháramos. Michael y Jared decidieron explorar el local antes de tomar asiento. No regresaron. Descubrieron un antiguo juego escondido en la parte posterior. Conocía de sobra a mis amigos y sabía que en cuanto lo encontraran no pararían hasta que uno de ellos se declarara campeón del bar. El juego parecía sencillo. Había un pequeño aro dorado que colgaba del techo con un cordel. Estaba a la altura del pecho. A un metro y medio había un gancho atornillado en un poste. El objetivo del juego era coger el aro, situar los pies detrás de la cinta adhesiva que había en el suelo e intentar colgar el aro en el gancho. Parecía fácil hasta que veías cómo lo hacía la gente. Me quedé sentado, con la cerveza en la mano, y observé a mis amigos, que se iban turnando. Resultaba de lo más frustrante y yo ni tan siquiera jugaba. Si apuntabas directamente al gancho, el aro salía rebotado. Tenías que hacer oscilar el aro hacia un lado para que pasara junto al gancho y quedara colgado al volver hacia atrás.

Mis amigos nunca han sabido gestionar la frustración de forma silenciosa. La competición entre Jared y Michael empezó de forma discreta, pero no tardaron mucho en empezar a gritar, hasta que se los oía más a ellos que la música que sonaba en los altavoces. Yo dividía mi atención entre ellos y las burbujas que subían en la cerveza. Era enormemente feliz ahí sentado, avanzando por un camino que me llevaba a un estado de embriaguez debilitador. Solo quería dejar atrás las preocupaciones y bajé la guardia. Cuando ya llevaba tres o cuatro cervezas, una mujer se sentó a mi lado en la barra. Parecía que estaba sola. Miró a Michael y a Jared. Resultaba difícil ignorarlos. Siempre había resultado difícil. Los miró, se rio y se volvió hacia mí.

—¿Son amigos tuyos? —me preguntó.

Tardé unos instantes en darme cuenta de me hablaba a mí. Cuando por fin reaccioné, intenté mantener la calma.

—¿Qué te hace pensar eso? —pregunté. La mujer llevaba una camiseta de tirantes fina y blanca y una falda larga con un estampado floreado. Era asiática y aún no había cumplido los treinta años. Estaba en muy buena forma. No parecía la típica chica de Jersey. De hecho, no parecía una chica típica en ningún aspecto.

—Tranquilo, creo que son graciosos —me dijo, observando a mis amigos, que discutían entre sí—. Espero que no acaben matándose. —Miré a Jared y a Michael. No sucedía nada que yo no hubiera visto antes. Supuse que la mejor estrategia que podía adoptar era no hacerles caso ya que la había aplicado en varias ocasiones en los últimos diez años.

—¿Estás sola? —pregunté, pero era el alcohol el que hablaba, el que me infundía un valor del que por lo general carecía.

—Quizá —respondió. Tenía un acento extraño—. ¿Qué pensarías de una mujer que va sola a un bar?

—¿Si tuviera tu aspecto? Pensaría que es misteriosa. Que da un poco de pena, pero misteriosa, sin duda.

—Genial. Misteriosa y doy pena. —Se rio.

—Bueno, unas veces se gana y otras se pierde.

Permanecimos en silencio durante unos instantes, observando cómo discutían Jared y Michael.

—Así que… —al final fue ella quien acabó rompiendo el silencio—, ¿vienes por aquí a menudo?

Dejé la botella de cerveza en la barra.

—¿Intentas ligar conmigo?

—Aún no —respondió, con una sonrisa. Hizo una pausa y se mordió la comisura del labio—. Sería más prudente que te conociera un poco antes.

—¿Y luego intentarás ligar conmigo?

—Quizá, si me gusta lo que oigo. —Me puso la mano en el codo mientras pasaba al taburete que había junto al mío. Tenía la piel más áspera de lo que esperaba, pero aun así estaba caliente, y me puse a mil cuando noté su tacto—. ¿Cómo te llamas?

—Joseph —contesté, y le tendí la mano. Era la primera vez desde hacía muchos años que utilizaba mi nombre real con una mujer, quizá desde la época del instituto, lo cual me hizo sentirme bien.

—Catherine —dijo ella y me estrechó la mano.

—¿De dónde eres, Catherine? Tienes un acento curioso.

—Sí, sí, mi acento. Vaya a donde vaya todo el mundo cree que tengo acento. —Me miró fijamente a la cara, como si buscara algo. En ese momento me pareció una buena señal—. Crecí en Vietnam, pero fui a la universidad en Londres.

—No es habitual ver a gente con ese currículum en Jersey Shore —dije, y ella se rio. Me gustaba su risa.

—¿Y tú? ¿De dónde eres?

—De aquí mismo —contesté; sus preguntas aún no me incomodaban.

—¿De verdad? ¿Eres de Nueva Jersey?

—Bueno, no de Nueva Jersey. Vivo en las afueras de Filadelfia —mentí. Era más fácil mentir que decir la verdad.

—¿Y vienes muy a menudo por aquí? —preguntó Catherine, que se inclinó levemente hacia mí, y clavó los codos en ambos costados, en una maniobra que estuvo a punto de provocar que sus pechos sobresaliesen de la camiseta. Acto seguido noté el pulso en la cabeza—. Es que no conozco muy bien la zona —añadió—. Acabo de llegar de Nueva York. ¿Vas a menudo por allí?

—De vez en cuando —contesté—. A veces tengo que ir por negocios. —Sabía que me estaba acercando de un modo peligroso a la verdad.

—¿En serio? ¿A qué te dedicas? —preguntó Catherine, que continuó usando el escote con maestría para hipnotizarme.

—Soy un mandado —contesté, intentando eludir el tema—. ¿Y tú?

Catherine se rio.

—No, en serio. ¿Qué haces? Si voy a ligar contigo, debo asegurarme de que tienes una carrera estable. —Me sonrió y deseé que no dejara de hacerlo nunca.

—No te preocupes por eso. —Me incliné hacia ella. Estaba borracho, cachondo y no me sentía muy bien.

—Eso prefiero decidirlo yo —replicó.

Imaginé que si quería llevármela a la cama, tenía que inventarme un trabajo con el que me ganara bien la vida.

—De acuerdo. Soy asesor financiero —mentí. Durante la fase de entrenamiento nos enseñaron que debíamos elegir profesiones que no provocaran el interés de la gente. Nos sugirieron trabajos como director de producción de empresas que fabricaban perchas, o comerciales de topes de plástico para puertas. En resumen, teníamos que elegir trabajos que sirvieran para zanjar una conversación. Aunque, claro, nunca nos enseñaron cómo se podía hacer eso y ligar al mismo tiempo. Era un fallo importante del currículum.

La sonrisa que le iluminaba el rostro se hizo mayor.

—¿Hay mucho trabajo para asesores financieros en Filadelfia?

—Soy el pez gordo de un estanque pequeño —respondí.

—¿No te iría mejor si trabajaras en Nueva York? Es donde se hacen los grandes negocios, ¿no? —replicó.

El hecho de que no dejara de hablar de Nueva York empezaba a incomodarme.

—Es decir, podrías trabajar en el centro y vivir en Brooklyn. Me encanta Brooklyn. —Hizo una breve pausa antes de pronunciar «Brooklyn»—. ¿Has estado allí alguna vez?

Fue entonces cuando se dispararon las alarmas. Mi memoria rebobinó a los últimos momentos que había pasado en Brooklyn. Había sido una semana antes. Vi la cara de la mujer a la que había estrangulado. Oí las voces de sus hijos. Todo aquello que pretendía olvidar y que me había empujado hasta Jersey Shore regresó de forma precipitada. Catherine seguía sentada en su sitio, mirándome fijamente, observando cómo me iba poniendo pálido.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, con una voz fría, sin el menor deje de preocupación.

Estaba mareado. Tenía que cambiar de tema. Tomé un gran trago de cerveza de la botella que tenía ante mí. Intenté respirar hondo para recuperar la compostura. Tenía el pulso acelerado. Si no hubiera estado borracho o tan cachondo, o si no me hubiera pasado el día en la playa intentando olvidar toda mi vida, quizá habría podido mantener la calma.

¿He estado en Brooklyn?

—No —respondí, intentando ganar un poco de tiempo para aclarar las ideas de una vez—. Quizá una vez o dos. —Me di cuenta de que hablaba muy rápido y con poca naturalidad—. En realidad, no lo recuerdo. —Miré a Catherine para intentar interpretar su reacción. Buscaba indicios de confusión.

Una persona normal se habría sentido confundida por mi reacción. Sin embargo, ella seguía sentada en el taburete, con esa leve sonrisa que esbozaban sus labios. Quería que dejara de sonreír. Ha llegado el momento de que te calmes de una puta vez, me dije a mí mismo. Intenté convencerme de que debía olvidar todo lo que me habían enseñado sobre la paranoia, que era nuestra mejor amiga. Mis mejores amigos estaban jugando a colgar un aro de un gancho en el otro lado de la sala. Yo solo quería mirar a esta mujer y olvidar todo lo demás. Dejé que mis ojos se recrearan en el cuerpo bien tonificado de Catherine. Estaba apoyada en el respaldo del asiento, me miraba fijamente y tomaba sorbos de su copa con la pajita.

—¿Quieres probar suerte con el juego del aro? —le pregunté, consciente de que tenía que ponerme en pie para no caer del taburete.

Antes de que Catherine tuviera tiempo de responder, me levanté y me dirigí hacia la parte trasera del bar, al lugar donde se encontraban mis amigos escandalosos y pesados. Albergaba la vana esperanza de que me seguiría, de que jugaríamos a ese juego estúpido y de que la llevaría a casa y al día siguiente me despertaría con su cuerpo desnudo y tonificado junto al mío, pero en el fondo sabía que eso no iba a suceder.

Cuando había recorrido la mitad de la distancia entre la barra y mis amigos me detuve y miré hacia atrás. Catherine no estaba. Se había esfumado. Treinta segundos antes estaba ahí y ahora no quedaba ni rastro de ella. Se me hizo un nudo en el estómago. Intenté convencerme de que lo que sentía era consecuencia del arrepentimiento, pero me mentía a mí mismo y lo sabía. No era arrepentimiento. La sensación que se había apoderado de mi estómago me estaba diciendo que algo iba mal. Por desgracia, no me hice caso.

—Venga, Joe —dijo Jared mientras me acercaba a mis dos viejos amigos—, a ver de qué eres capaz. —Me dio una palmada en la espalda.

—Creo que el cordel es muy corto —gritó Michael—. Eh, camarero, ¿qué pasa con el cordel?

El camarero no respondió, tan solo negó con la cabeza y desvió la mirada. Di un paso adelante y situé los pies detrás de la cinta adhesiva del suelo.

—¿Quién era esa belleza de la barra? —preguntó Michael.

Cogí el aro con la mano derecha y moví el pie izquierdo hacia atrás, como si estuviera a punto de lanzar un dardo.

—Y ¿adónde ha ido? —exclamó entre risas; creía que lo había echado todo a perder. No sabía ni la mitad de lo que había pasado.

Cerré un ojo e intenté alinear el aro a la altura del gancho. La sala daba vueltas, en parte debido al alcohol que había ingerido, y en parte porque no lograba reducir el ritmo cardíaco.

—Una chica —contesté.

Solté el aro y lo desvié ligeramente hacia un lado. Trazó un arco hacia mi izquierda y se acercó al gancho a medida que se aproximaba al poste. El aro dorado refulgió a la luz del bar cuando empezó el recorrido de vuelta hacia nosotros. Entonces, se oyó un tintineo y se colgó del gancho. Michael lanzó un grito incomprensible. El cordel se aflojó. El aro quedó colgado del gancho atornillado al poste. Diana.

A la mañana siguiente me desperté pronto. No hice caso del dolor de cabeza y decidí salir a ver el alba. De niño, me levantaba a ver el amanecer al menos una vez cada verano. Me gustaba ver cómo despertaba el mundo. La terraza de la casa de la playa estaba para eso. Podías sentarte en ella por la mañana y ver cómo se iluminaba el cielo, oír cómo cobraban vida las gaviotas, sentir el sol en la piel cuando se alzaba por encima de la línea de horizonte, y todo ello a unos cinco metros de la cama. Mi plan era volver a dormir en cuanto hubiera acabado el espectáculo. Tenía que recuperar varias horas de sueño.

Por la mañana, Catherine y el pequeño ataque de pánico que había tenido no eran sino vagos recuerdos. Me convencí a mí mismo de que solo necesitaba un poco más de tiempo para relajarme. Ver el amanecer. Regresar a la cama. Dormir hasta mediodía. Imaginé que mi proceso de cura consistía solo en eso.

El cielo aún estaba teñido de un púrpura oscuro cuando salí a la terraza. El viento azotaba el océano. Hacía frío. Tal vez ese momento previo al amanecer no era el más oscuro, pero sí el más frío. Entré en la habitación y cogí una sábana de la cama para envolverme en ella mientras observaba el horizonte. Entonces empezó mi vigilia, envuelto en una sábana, sentado en la terraza de esa vieja casa de alquiler, esperando a que saliera el sol.

El cielo apenas se había iluminado un poco cuando me llegó compañía.

—Como en los viejos tiempos —dijo una voz detrás de mí. Volví la mirada y vi a Jared detrás de la mosquitera—. Creía que tal vez habrías salido.

Me encogí de hombros.

—¿De qué sirve tener una casa en primera línea de mar si no te levantas a ver el amanecer?

—¿Te apetece tener compañía? —preguntó.

—Como en los viejos tiempos —contesté, y le hice un gesto con la cabeza para que saliera.

—¿Qué te pasa con los amaneceres? —preguntó Jared mientras se sentaba a mi lado.

Me reí. No recordaba cuántos amaneceres había visto conmigo. Parecía que siempre lo hacía a regañadientes, pero no se perdía ni uno.

—No lo sé, tienen algo especial —contesté. Si hubiera tenido una respuesta mejor se la habría dado.

—Algún día lograremos que Michael se levante y nos acompañe —dijo.

—Sí, seguro. Eso nunca lo veremos.

Ambos nos reímos. Creo que Michael nunca se había levantado tan pronto; cuando no estaba en misión, al menos. Jared y yo permanecimos en silencio durante unos minutos. No apartábamos la mirada del agua, como si estuviéramos esperando que algo nos sorprendiera. Sin embargo, con los amaneceres nunca había sorpresas, por muchos problemas que tuvieras. El cielo se iluminó un poco más, pasó del púrpura oscuro al rojo intenso. Oía el graznido de las gaviotas por encima de nuestras cabezas. Nunca me pregunté adónde iban de noche. Estaba acostumbrado a que las cosas desaparecieran y aparecieran de nuevo.

Al final Jared rompió el silencio.

—¿Qué tal te va todo? Hace tiempo que no hablamos.

Lo sabía.

—Sí, cuesta encontrar el momento —respondí.

—Es verdad. —Negó con la cabeza—. Pero, venga, dime, ¿estás bien? No pareces el de siempre. —Había un deje sincero de preocupación en su voz.

—Solo es un poco de cansancio —mentí. No sabía por qué lo hacía. No es que tuviera mucha gente en la que confiar. Pero mentir era muy fácil—. Necesitaba un descanso, eso es todo.

—Estás envejeciendo antes de tiempo —se burló.

—Quizá. —Miré a mi amigo y comprobé que su cara reflejaba el mismo cansancio que la mía, pero él lo llevaba de un modo diferente. No parecía abatido como yo. Jared era una máquina—. ¿No te afecta toda esta rutina de matar y huir, huir y matar? ¿No te cansa?

—Tengo mis altibajos —contestó. También me mentía. Él no se cansaba, tan solo quería hacerme sentir mejor. Y funcionaba. Puso un pie sobre la barandilla y se reclinó en la silla—. A veces todo parece muy surrealista. —Cruzó los brazos sobre el pecho para soportar mejor el aire frío—. Cuando teníamos catorce años, ¿creías que estaríamos aquí algún día?

—¿En Jersey Shore? A los catorce estábamos precisamente aquí —bromeé.

Jared hizo como si no hubiera oído mi broma y siguió con su discurso.

—No, me refiero a aquí, a este punto de nuestras vidas. Haciendo lo que hacemos.

—No. —Negué con la cabeza. No tenía ninguna duda de ello—. Puedo afirmar con toda sinceridad que cuando teníamos catorce años no me imaginaba que acabaríamos dedicándonos a esto. Y si me lo hubiera imaginado, no creo que me hubiera emocionado mucho la idea. —Miré hacia la playa. Los raqueros más madrugadores recorrían la orilla. También habían llegado unos cuantos pescadores con largas cañas que lanzaban el anzuelo al mar.

—Te mientes a ti mismo, Joe. Lo sé y tú también lo sabes. Te habrías vuelto loco de la emoción. Sé que a mí me habría pasado lo mismo. Cuando teníamos catorce años y jugábamos a baloncesto frente a la entrada de tu casa, estaba convencido de que acabaríamos teniendo unos trabajos de mierda, como los demás pringados del instituto. Eso si seguíamos con vida, viendo cómo moría la gente de nuestra familia a nuestro alrededor y que nadie nos decía por qué. No olvides por qué nos hicimos amigos.

—Lo recuerdo.

Fue la superstición lo que nos unió, pero no la nuestra, sino la de los otros niños. Estaban convencidos de que traíamos mala suerte. Ni tan siquiera nos hablaban porque creían que echábamos mal de ojo y que las personas más cercanas a nosotros acababan muriendo.

—Mi madre, mi hermano, mi tío, tu tío, tus abuelos, tu padre, tu hermana. Estaba seguro de que todas las personas que me importaban habrían muerto cuando yo cumpliera los veinte. —Jared se puso en pie—. ¿Una cerveza? Voy a coger una para mí.

Daba igual que fueran las cinco de la mañana. Era una buena idea. Asentí. Jared fue a la cocina y regresó con dos botellas. Desenroscó la chapa de una y me la dio. Luego abrió la otra y tomó un buen trago. Quería oír el resto de su discurso. Quería que me convenciera.

—En lugar de eso, míranos ahora. Nuestras vidas tienen un significado, Joe. ¿Te imaginas qué sería capaz de hacer la mayoría de la gente del mundo para que sus vidas tuvieran un poco de significado? —Bebió otro trago largo.

—¿Sabes esas clases que doy? —pregunté.

Jared asintió. Ya le había hablado antes de ellas. No todos los soldados daban clase. Solo nos elegían a unos cuantos, y ninguno de mis dos amigos había hecho nunca de profesor.

—Cuando esos chicos preguntan por qué luchamos, suavizamos la respuesta. Les decimos lo que sabemos que funciona. No nos piden nada más.

—¿Para qué quieren motivos? La única razón que necesitan ya arde en su interior. Cuando tienes pasión, no te hace falta la razón. Hasta que no te haces mayor, como nosotros, no empiezas a plantearte preguntas. A medida que vas cumpliendo años, la pasión mengua y aumenta la necesidad de encontrar un motivo para todo aquello que haces. —Tomó otro sorbo de la cerveza—. ¿Alguna vez le has preguntado a uno de esos hombres que te acogen en su casa cuando estás en una misión a qué se debe la Guerra?

Negué con la cabeza. Nunca se me había ocurrido preguntarles eso. Sin embargo, había oído varias historias al respecto. Como todo el mundo. Jared se rio.

—Pues empiezan a contarte historias y no paran hasta que se te caen las orejas.

—¿Tú te las crees… las historias que te cuentan?

Jared meditó la respuesta durante unos instantes.

—Sí —respondió—. Supongo que no puedes llegar a esa edad sin saber algo.

—Entonces, ¿somos los salvadores del mundo? —solté, mitad pregunta en serio, mitad pregunta retórica—. ¿Somos los únicos que podemos detenerlos?

—No veo que nadie más lo esté intentando. Mira, Joe, no digo que conozca todos los detalles, pero sé que los asesinatos y la muerte son necesarios. Y tú también lo sabes. —¿Lo sabía?—. Cuando venzamos, el mundo será un lugar mejor. Tenemos una responsabilidad. —Jared se creía todo lo que decía. Yo, solo una parte.

—No sé —respondí—, quizá se me empieza a acabar el odio. —Tomé un buen trago de la cerveza.

—No es odio, Joe. Lo que pasa es que te has hecho un puto lío. —Se tocó la frente con la boca de la botella de cerveza—. Así son las cosas. Odio es lo que sentí cuando oí que uno de esos cabrones había matado a mi hermano pequeño tres semanas después de cumplir dieciocho años. Eso era odio. Odio fue lo que sentiste cuando descubriste que tu padre no había muerto en un accidente de coche. Lo recuerdo. Yo estaba allí. Dejé de sentir odio hace mucho tiempo. El odio no tiene disciplina. —Si algo tenía Jared, era disciplina.

—Entonces, ¿qué es? —pregunté—. ¿Qué es lo que te mueve ahora? —Creí que lo que funcionaba para él quizá también serviría para mí.

Jared reflexionó un instante antes de responder.

—No lo sé. El conocimiento. Un propósito. Saber que tengo una causa. Algún día ganaremos esta Guerra y mis nietos podrán crecer sin miedo y será gracias a ti y a mí.

—Entonces, ¿los matamos porque son malos, tal y como nos enseñaron cuando éramos niños? ¿Es eso lo que pretendes decirme?

—Joder, tío. ¿Acaso lo dudas? —Jared me hizo la pregunta y luego me miró fijamente. Si hubiera encontrado el menor atisbo de duda en mi interior, me lo habría arrancado y lo habría estrangulado hasta dejarlo sin vida.

—No lo sé —respondí—. ¿De verdad crees que son malos?

Jared miró hacia las olas que rompían en la playa.

—Bueno, o lo son ellos, o lo somos nosotros.

Estaba harto de oír eso, Maria. Estaba harto de oír que eran ellos o nosotros. Estaba harto de oír que o los matábamos o nos mataban. Incluso entonces, antes de conocerte, ese tipo de justificaciones ya no tenían sentido para mí. Sin embargo, no era eso lo que decía Jared. Yo tenía que creer en lo que decía mi amigo.

—Así pues, ¿es eso? ¿Ese es tu propósito? ¿Ellos o nosotros? ¿El primero que mata es el último que sobrevive? No le encuentro el sentido.

—Eso no es lo que he dicho, Joe. —Jared entornó los ojos—. No tergiverses lo que digo. Me has preguntado si aún creía que nuestro enemigo era malvado. Sí. Sí, aún lo creo. No tengo la menor duda y no la tengo porque hay demasiadas muertes como para permitir que todo el mundo se salve de ser juzgado. De modo que son ellos o nosotros. No digo que o los matamos o nos matan. Digo que o bien son ellos los malos, o bien lo somos nosotros, porque es imposible que todos seamos inocentes. Y estoy convencido de que yo no soy malo, Joe. Y también sé que tú no lo eres. —Me señaló con la cerveza—. Te conozco. Te conozco desde antes de que supieras de la existencia de esta Guerra. Estoy convencido de que son malos porque sé que tú no lo eres.

Tenía que creerlo, Maria. No me quedaba más remedio. Tenía que tener razón. Si se equivocaba, yo estaba perdido.

No habrá paz hasta que ganemos.

—O hasta que ganen —añadí.

—O hasta que ganen —repitió Jared, que asintió.

Entonces permanecimos sentados en silencio durante un buen rato. Observamos cómo el cielo pasó del rojo al rosa. Observamos cómo la luz del sol empezaba a reflejarse en las nubes bajas antes de poder ver el sol. Observamos cómo la playa empezaba a llenarse de gente cuya única intención era ver el amanecer, tal y como sucedía a diario. Entonces observamos los primeros rayos de sol que asomaron por el horizonte y que fueron surcando el cielo lentamente. Siempre me maravillaba lo rápido que parecía moverse el sol cuando apenas descollaba en el horizonte. Jared y yo permanecimos sentados y observamos cómo cambió el mundo. Lo miré y me di cuenta de que, en realidad, fingía que solo lo hacía por mí. Le gustaba ver el alba tanto como a mí. Cuando acabó, cuando el amanecer dio paso oficialmente a la mañana, se puso en pie.

—Vuelvo a la cama y te sugiero que hagas lo mismo —dijo—. De lo contrario, Michael acabará con nosotros esta noche.

—Sí —contesté—. Enseguida voy. —Necesitaba un par de minutos más para aclarar las ideas—. Me alegro de haber tenido esta conversación, Jared —le dije, mientras sujetaba la mosquitera—. Lo necesitaba. Gracias.

—Cuando quieras, ya sabes —dijo Jared, con voz fuerte—. A veces uno solo necesita que le recuerden las cosas. Estamos haciendo un buen trabajo, Joe. Lo sé. Y tú también. Sé que lo sabes. No dejes que las dudas te asalten. Cuando afloren, entiérralas. Cuando te dedicas a lo que nos dedicamos, las dudas pueden matarte. —Jared hablaba muy en serio; nunca lo había oído expresarse de ese modo.

—Lo sé.

Tenía razón. El problema residía en que enterrar las dudas no era tan fácil como lo pintaba Jared.

Tal y como habíamos acordado el día anterior, Jared y yo dejamos que Michael planeara la segunda salida nocturna. Se pasó la mitad del día hablando de ello mientras lo único que yo intentaba hacer era matar el rato en el porche, viendo cómo pasaba el día. Salí una vez de casa, a mediodía, para darme un baño en el océano y refrescarme un poco. Era una sensación agradable bañarse en el mar. Me hacía sentir bien recordar lo pequeño que era.

Así pues, esa noche fuimos a cenar al sur de Beach Haven. No habíamos reservado, pero Michael creía que podría conseguirnos una mesa en uno de los restaurantes lujosos de la bahía si untaba a la maître. Además, le gustaba utilizar el intento de soborno como táctica para conseguir el número de la jefa de sala. El plan empezaba con una cena exquisita, seguida de unas copas en un bar de Beach Haven lleno a rebosar, con música en directo y chicas borrachas. «Universitarias», repetía Michael, como si fuera una palabra mágica. Michael eligió su ropa de verano más elegante. Se puso una camisa hawaiana de color rojo chillón con motivos florales y unos pantalones de lino. Se puso suficiente colonia para amansar a un elefante. Michael no se había criado con Jared y conmigo. No lo conocí hasta dos semanas después de cumplir los dieciséis, el día de mi iniciación. Fue el día en que Michael y yo nos sentamos juntos mientras un desconocido nos decía que había gente que quería matarnos y que, si no queríamos morir, íbamos a tener que matarlos antes. Entramos como dos chicos inocentes y salimos convertidos en dos personas muy distintas: sin experiencia, pero también sin inocencia. Cuando se acabó la clase, nos dijeron de forma expresa que no nos pusiéramos en contacto ni buscáramos a ninguno de los otros alumnos. Es peligroso, nos aseguraron. Podía provocar la muerte de varias personas. A Michael le dio igual. Me buscó. No soportaba la idea de cargar él solo con el peso de lo que acababa de descubrir. Apenas le quedaba familia. No tenía a nadie que pudiera ayudarlo a prepararse para lo que le esperaba. Necesitaba amigos. Y ninguna regla iba a impedirle hacerlos. Me eligió, sin importarle mi opinión. Al cabo de unas semanas Michael me encontró, y descubrí que Jared también era uno de los nuestros.

—¿Estáis listos para una noche loca? —Michael dio una palmada y empezó a frotarse las manos como si intentara entrar en calor.

—A juzgar por mi sentido del olfato, tú ya lo estás —respondí, entre risas.

Jared se acercó a Michael, lo olió y lo miró.

—No te acerques a menos de tres metros de mí en toda la noche.

—Es mi colonia de la suerte —dijo Michael—. Ya veréis, en cuanto empiece a fluir el alcohol y a sonar la música, las mujeres se sentirán atraídas por esta fragancia.

—Como las moscas a la mierda —replicó Jared—. ¿Podemos cenar antes de que me llegue otra vaharada del perfume de Michael y se me quite el hambre?

Podíamos ir a pie hasta la calle donde estaban todos los restaurantes. Teníamos que cruzar la isla de un extremo al otro, pero no nos llevaría demasiado porque la isla solo abarcaba tres manzanas a lo ancho. Llegamos a la bahía y recorrimos diez manzanas más hacia el sur para llegar al restaurante que Michael quería probar. Pasamos frente al parque de atracciones, los toboganes de agua y al menos tres campos de minigolf. Beach Haven era un hervidero de familias, niños, destellos de luces y timbres. La música del tiovivo se oía a varias manzanas de distancia. Pasamos frente al menos diez niños que jugaban con máquinas recreativas. El restaurante no estaba en la calle principal, de modo que cuando llegamos el ambiente se había calmado un poco. Aún veíamos las luces de la noria si mirábamos hacia atrás, pero la calle por la que caminábamos estaba en silencio. Era una callejuela con tres o cuatro marisquerías que daban a la bahía. Michael nos obligó a entrar en todas antes de elegir una. Al final, el criterio que primó en la decisión fue la belleza de la maître. El lugar que eligió era caro y estaba lleno, pero pudo conseguirnos una mesa. A veces, lograba salirse con la suya.

—¿También tienes su número de teléfono? —le pregunté cuando la chica nos hubo acompañado a la mesa y ya se alejaba. Michael no respondió, pero una gran sonrisa tontorrona le iluminó el rostro.

—No pienso sentarme al lado de Michael —dijo Jared antes de que tomáramos asiento—. No podré oler la comida.

No creo que bromeara. Nos habían dado una mesa en un rincón, a pocos metros de la barandilla que separaba el restaurante de la bahía. Desde donde estábamos podíamos cenar y ver el reflejo de las estrellas que rielaba en el agua. Por suerte, cuando el viento cambiaba de dirección, el olor de la colonia de Michael era sustituido por el olor salado de la bahía. Empezaba a oscurecer cuando pedimos las bebidas. Yo estaba sentado de espaldas a la pared. Michael estaba a mi izquierda, de espaldas al agua y de cara a la entrada del restaurante. Jared estaba a mi derecha, de espaldas a la puerta y de cara al mar. Yo tenía una vista directa de casi toda la marisquería. Debía estirarme para ver la entrada, pero tenía visión directa de todas las mesas y la mitad de la barra. Reinaba un ambiente de gran animación y se oía el tintineo de las copas, el entrechocar de los cubiertos con los platos y las charlas insustanciales sobre las vacaciones. La luz de fuera empezaba a apagarse rápidamente. Pedimos la cena: pescado, almejas y patas de cangrejo. Decidimos no mirar los precios y nos dejamos llevar. Me alegro de que lo hiciéramos ya que fue la última cena que habríamos de compartir los tres. Además, no llegamos a pagar la cuenta.

Cuando llegó el vino, Michael levantó la copa y dijo:

—Bueno, chicos, ¿por qué brindamos?

—Por la paz mundial —dije, y los tres nos reímos.

Era un viejo chiste, más viejo que nosotros. Se lo había oído contar a mis padres. Intentábamos evitar el tema de la Guerra, pero la conversación acaba regresando a ella de forma inevitable. Siempre sucedía lo mismo. Cada uno contaba los rumores que había oído: victorias recientes, derrotas recientes, gente a la que conocíamos y que había sido ascendida, gente a la que conocíamos y que había sido asesinada. No hablábamos de por qué luchábamos. Esa conversación ya la habíamos mantenido demasiadas veces y nunca nos llevaba a ninguna parte. Todos habíamos oído las teorías, algunas más que otras. Según una de ellas, al principio había cinco grupos que luchaban entre sí. Ahora solo quedaban dos. Según otra, en el pasado habíamos sido un pueblo esclavo sometido por nuestros enemigos. Cuando nos rebelamos, obtuvimos la libertad. El problema fue que en cuanto los abandonamos no tardaron en esclavizar a otro pueblo, de modo que volvimos para enfrentarnos a ellos y poner fin de una vez por todas a su reino para que el mundo fuera un lugar libre. Esa era la versión que más circulaba, seguramente porque era la que transmitía una imagen más heroica de nosotros. Todos creíamos que un día nos contarían la historia entera. Corría el rumor de que si lograbas ascender lo suficiente, te contaban toda la verdad. A veces ese era el único motivo por el que mostraba interés por ascender.

Llegó la comida, pero seguimos hablando. La conversación pasó de la Guerra a los recuerdos de los buenos tiempos, cuando éramos jóvenes y no teníamos preocupaciones. A pesar de que la Guerra ya se cernía sobre nosotros, a los diecisiete años teníamos la sensación de que no íbamos a crecer. Esos fueron los mejores días de mi vida. Entonces, de uno en uno, cumplimos los dieciocho.

A media comida, entró ella. Michael había estado supervisando la gente que entraba y salía del restaurante desde el minuto en que nos sentamos, con la esperanza de conseguir el número de dos chicas antes incluso de que fuéramos al bar. La vio al instante. Era difícil de olvidar.

—Eh, tu amiguita está aquí —me dijo.

—¿De qué hablas? —pregunté.

Tardé unos segundos en darme cuenta. Michael estaba levantando la mano para saludarla y pedirle que se acercara a nuestra mesa cuando mis reflejos lo evitaron. Le agarré la mano antes de que pudiera levantarla por encima del hombro y lo obligué a bajarla a la mesa. Se oyó un fuerte golpe y unas cuantas personas de las mesas de nuestro alrededor se volvieron y nos miraron.

—Joder, ¿a qué coño viene eso? —preguntó Michael, que se frotó la muñeca para comprobar que no le había roto ningún hueso.

—Nada de saludar con la mano —le ordené—. Responde a la pregunta. ¿Quién es mi amiguita? —No me atreví a mirar.

—Esa chica asiática tan guapa que conociste anoche en el bar —contestó Michael—. ¿Qué cojones te pasa? ¿Tanto la cagaste que no quieres que te vea?

—¿Nos ha visto? —pregunté en voz baja. Mis instintos volvían a hablarme, y esta vez pensaba prestarles atención. Algo iba mal. En nuestra profesión no existían las coincidencias.

—No lo sé —respondió Michael, también con un susurro, para imitarme—. No puedo afirmarlo con seguridad. Si nos ha visto, finge que no es así.

—Compórtate como si no la hubieras visto —dije sin alzar la voz—. Mejor aún, compórtate como si no la reconocieras. —Fue otra orden. No fingí que no lo era.

—En serio, Joe, ¿qué está pasando? —preguntó Jared.

Empecé a negar con la cabeza, intentando descifrar lo que podía significar todo esto.

—Tengo un mal presentimiento —contesté—. Esa chica me transmite malas vibraciones, eso es todo. Me hizo muchas preguntas.

—¿Preguntas sobre qué? —inquirió Jared, que no tardó en ponerse muy serio. Siempre reaccionaba con rapidez.

—Sobre Brooklyn —contesté, y la palabra hizo reaccionar a mis dos amigos.

—¿Qué te preguntó de Brooklyn? —insistió Jared. Se reclinó en el respaldo y puso una sonrisa falsa por si alguien nos estaba mirando. Los tres empezamos a actuar con la mayor normalidad posible, a pesar de que el pánico se había apoderado de nuestras palabras. Solo podíamos esperar que no nos estuviera escuchando nadie.

—Nada en concreto. Tenía mucha labia. Es lo que me preocupa. Me preguntó varias veces cuánto tiempo pasaba en Nueva York, y luego dejó caer lo mucho que le gustaba Brooklyn y quiso saber si alguna vez había estado allí.

—Bueno, no es algo muy revelador —dijo Michael—. Me suena a conversación de lo más normal.

—Sí, a mí también. Pero había algo que no encajaba. —Miré de nuevo a Michael—. ¿Qué hace ahora? —Era el único que podía mirarla sin que resultara obvio que la estábamos observando.

—Está sentada en la barra. Ha pedido algo de beber.

—¿Qué? —Era una pregunta importante. Si bebía alcohol, entonces sabríamos que yo había reaccionado de forma exagerada. Si estaba trabajando, tendría que mantenerse sobria.

—Es algo claro. En una vaso normal. Lima —contestó Michael—. Podría ser ginebra o vodka. O soda. —Él también conocía el procedimiento habitual.

—¿Por qué no dijiste nada anoche? —preguntó Jared.

—Porque solo me pareció un poco extraño. Esta noche, y van dos seguidas, me parece peligroso. ¿Qué hace, Michael?

—Nada del otro mundo: está sentada, con el vaso en la mano. Sin embargo, ha establecido contacto visual un par de veces con el tipo negro y grande del rincón.

—¿Lo habías visto antes? —le pregunté a Michael.

—No, es la primera vez. ¿Lo ves?

Cogí la cerveza, fingí que tomaba un sorbo y me recliné en el asiento para intentar ver bien al hombre del rincón. Cuando lo vi lo reconocí de inmediato.

—Nos han descubierto —dije.

—¿A qué te refieres? —preguntó Michael—. ¿Conoces a ese tipo?

—Sí, es el taxista. Me trajo aquí desde Atlantic City. Nos han descubierto, no hay duda. —Estuve a punto de tomar un lingotazo de cerveza. Fue un acto reflejo. Sin embargo, me llevé la botella a los labios y no dejé que pasara ni una gota. A continuación dejé de nuevo la cerveza en la mesa. No sabía qué nos esperaba esa noche, pero sabía que debía estar en plenas facultades—. Bueno, ¿qué plan tenemos? —pregunté.

Michael y yo miramos a Jared. Así funcionábamos. Michael era el juerguista. Jared se encargaba de la planificación. Aún no sé qué hacía yo.

—¿Sabe de nuestra existencia? —preguntó Jared, en referencia a Michael y a él.

—Bueno, si no os conocía antes, seguro que ahora ya se imagina que somos amigos porque estamos sentados a la misma puta mesa —le espeté—. Pero, sí, anoche le dije que éramos colegas.

—Vamos a tener que separarnos —dijo Jared sin pensarlo dos veces.

—Hay otro tipo en el otro extremo del bar —lo interrumpió Michael—. También está con ella, seguro. Treinta y muchos, blanco, con canas pero en bastante buena forma y tiene una cicatriz pequeña bajo el ojo izquierdo.

Fingí de nuevo que tomaba un sorbo de cerveza, pero no pude ver bien al tipo. Sin embargo, por lo que logré atisbar, no lo reconocía.

—Lo de separarnos me parece una idea de lo más estúpida —dijo Michael. Su rostro delató sus sentimientos por primera vez desde que empezamos la función.

—Es fácil, Michael —dije—. Pero no adelantemos nuestros movimientos. ¿Por qué crees que deberíamos separarnos, Jared?

—Es la única posibilidad que tenemos. No podemos enfrentarnos a ellos. Tenemos que huir. Si lo hacemos juntos, nos atraparán a todos.

—No entiendo por qué no podemos enfrentarnos a ellos —replicó Michael—. Si nos separamos, las probabilidades de que nos salvemos los tres son escasas. —Michael me miró cuando pronunció estas últimas palabras. Todos pensábamos lo mismo. Catherine, o comoquiera que se llamase, me buscaba a mí. Yo era el objetivo principal.

—No podemos enfrentarnos a ellos, Michael —insistió Jared—. Son tres, que sepamos. Quizá haya más. Y nosotros solo somos tres. Además, han venido aquí a buscarnos, de modo que sabemos que están armados. ¿Tú tienes algún arma, Michael? —Jared se limitaba a describir los hechos.

—Tengo mi cuchillo de submarinismo —respondió Michael, con un deje de resignación. Un cuchillo con una hoja de cinco centímetros para los tres no bastaba.

Jared negó con la cabeza.

—Bueno, pues te garantizo que ellos tienen algo más que un cuchillo de submarinismo. Han salido de caza, y cuando vas a cazar elefantes, llevas un fusil para elefantes.

—Jared tiene razón —accedí al final, aunque no era lo que me habría gustado decir. Si iba a caer, no quería hacerlo solo, pero Jared estaba en lo cierto. Lo más sensato era que nos separásemos y huyésemos. Salir del restaurante, de la isla e irnos lo más lejos posible. Cada vez tenía más claro que organizar unas vacaciones poco tiempo después de nuestra última misión había sido un error. No había ningún motivo para cometer otro.

—De acuerdo, pero elijamos un punto de encuentro —dijo Michael—. Tenemos que ponernos en contacto cuando hayamos logrado huir.

—Nos reuniremos en el Borgata de Atlantic City —dijo Jared—. Si podemos salir de la isla deberíamos poder llegar a Atlantic City. Nos encontraremos en las mesas de blackjack de cien dólares a las tres de la madrugada. Si alguien no llega, tendremos que dejarlo atrás. La isla solo tiene una salida. Si no hemos logrado escapar entonces, seguramente significa que no lo conseguiremos.

—De acuerdo —dije—. Jared se va el primero. Vete al baño y escapa. No creo que sospechen hasta que se vaya el segundo de nosotros. Así tendrás tiempo para idear un plan que nos permita salir de Jersey y llegar lo más lejos posible. —Jared asintió con un gesto apenas perceptible.

—Nos vemos a las tres de la madrugada —dijo, y sin pronunciar una palabra más, se puso en pie, me miró a los ojos un segundo y se dirigió hacia el baño de hombres. Tenía una mirada de acero. Sus ojos no reflejaban el menor atisbo de duda. Al cabo de dos minutos, un chico joven con el pelo oscuro se levantó de la barra y se fue al lavabo.

—Ahí está —dijo Michael—. El tipo del pelo oscuro es el cuarto. Va a echar un vistazo a Jared. Creo que no hay más. —Me miró—. Y ahora ¿qué? —Sabía a qué se refería. Ahora que Jared se había ido, ¿cuál era el plan? Echar a correr no era su estilo. No iba a hacerlo a menos que yo se lo ordenara.

—No lo sé —dije, intentando pergeñar un plan. Jared era el responsable de esas cuestiones, pero no estaba—. Tenemos que ponernos en marcha antes de que el tipo del pelo oscuro vuelva del baño y les diga a los demás que Jared se ha esfumado. Tenemos que irnos los dos porque si no el último que quede será una presa fácil. Pero no podemos salir por la puerta del restaurante como si nada.

—Esto es como el final de Dos hombres y un destino. —Michael sonrió. No sé cómo era capaz de hacerlo. Tenía algo que yo nunca he tenido—. Ya sé lo que podemos hacer. Cuando salgamos a la calle, tú te vas hacia la derecha y yo hacia la izquierda. Pero hasta que no lleguemos a la puerta, sígueme.

Asentí, aliviado de que mi amigo hubiera tomado las riendas de la situación. Se puso en pie y se dirigió hacia Catherine. No tenía ni idea de qué planeaba, pero lo seguí.

—Eh —le dijo a Catherine antes incluso de llegar a la barra—. ¿No eres tú la que dejó tirado a mi amigo anoche? —Llegó hasta ella y le rodeó la cintura con el brazo izquierdo—. Mi colega lleva todo el día cabreado.

Los cogimos desprevenidos. Catherine lanzó una mirada de pánico al hombre canoso que había en el otro extremo de la barra. Yo no apartaba la mirada del baño para ver cuándo regresaba el agente del pelo oscuro.

Catherine intentó mantener la calma. Quería ganar un par o tres de segundos para decidir qué debía hacer.

—Creo que tu amigo no tenía las cosas muy claras anoche. Me parece que se enfadó por algo. Tal vez tú tengas ganas de un poco de diversión. —Su acento era aún más fuerte que la noche anterior.

—¿Mi amigo? —preguntó Michael.

Entonces vi que el tipo del pelo oscuro salía del baño a grandes pasos. Nuestra débil tapadera estaba a punto de venirse abajo. Avisé a Michael con un gesto rápido de asentimiento.

—Creo que te equivocas, nena —le dijo a Catherine—. Mi amigo es uno de los tipos más impasibles que conozco.

Entonces Michael cogió una botella de cerveza que había en la barra y se la partió a Catherine en la cara con todas sus fuerzas. El movimiento de Michael fue rápido e inesperado. Oí un crujido cuando la nariz de la chica se partió y vi que empezaba a manar sangre por debajo de la botella. Las botellas de cerveza no se rompen tan fácilmente como en las películas cuando impactan en la cabeza de alguien. En la vida real son más duras que el cráneo de la mayoría de la gente. Prácticamente era como golpear a alguien con un bate de béisbol. Catherine cayó al suelo de inmediato, y Michael y yo huimos. Al cabo de unos segundos estábamos en la calle, corriendo. Yo me dirigí hacia la derecha; Michael, a la izquierda.

Su plan había funcionado a la perfección. La agresión había logrado dos objetivos. En primer lugar, sirvió como maniobra de distracción. Se desató tal caos en el restaurante que nos permitió empezar con cierta distancia de ventaja. En segundo, redujo el número de nuestros adversarios de cuatro a tres. Miré atrás una sola vez cuando ya había empezado a correr para comprobar si alguien había logrado salir del local. La única persona a la que reconocí fue a Michael, que huía en la otra dirección y no miró atrás en ningún momento. Uno de los camareros del restaurante se precipitó a la calle y gritó: «¡Deténganlos!», pero su grito se desvaneció en el caos. Toda esa gente, la gente normal, estaba de vacaciones. No estaban preparados para hacerse los héroes. Uno menos, pensé, mientras corría. Michael había logrado aumentar nuestras probabilidades de salir de aquella con vida.

Sabía que el alboroto del restaurante solo duraría un minuto o dos. Los que nos buscaban eran profesionales y llevaban a cabo movimientos coordinados. Sabían lo que hacíamos. Yo solo quería alejarme tanto como fuera posible del restaurante, de modo que corrí tan rápido como pude. La isla se estrechaba en los extremos y yo estaba tan cerca de la punta sur que la carretera por la que corría acababa en la bahía. Tuve que doblar hacia la izquierda y tomar la carretera central de la isla para poder seguir avanzando hacia el sur. Cuando lo hice, miré de nuevo hacia el restaurante. Había recorrido algo menos de un kilómetro. Había caído la noche. No se veía la luna y la zona en la que me encontraba se había quedado casi a oscuras excepto por las luces de la noria. Al mirar atrás, la luz del restaurante iluminaba la calle y vi un grupo de gente que se arremolinaba en el exterior. Reinaba la confusión total. No aminoré el ritmo al doblar la esquina y solo dediqué una fracción de segundo a observar el caos, pero me bastó para ver al agente del pelo oscuro, frente a un gentío, que me perseguía corriendo a toda velocidad. Estaba a unos cuatrocientos metros de mí y me ganaba terreno.

En cuanto doblé la esquina quedé fuera de su campo de visión y empecé a buscar algo que pudiera ayudarme en mi huida. Si el agente del pelo oscuro sabía dónde estaba, sus amigos no tardarían en saberlo también. Un poco más adelante vi una bicicleta roja y pequeña con un cesto en el manillar, apoyada en una de las casitas que bordeaban la carretera. La agarré, la arrastré a la calzada, me monté en ella y empecé a pedalear con fuerza. Era imposible que pudiera alcanzarme a pie. Sin embargo, estaba seguro de que sus amigos tenían coche, de modo que necesitaba un escondite, y rápido.

A medida que avanzaba, un manto de oscuridad cada vez más denso cubría las calles, solo roto por alguna que otra luz de los porches. Y cuanto más oscura era la isla, mayor era el silencio. Me acercaba al final, al punto en el que la carretera se detenía bruscamente. Frente a mí se extendía el cabo sur de la isla. A un lado estaba el océano; al otro, la bahía. En medio solo había arena. A medida que avanzaba, más estrecha era la playa, hasta llegar a un punto en el que ya no quedaba arena y la bahía y el océano se convertían en uno. No tenía tiempo para mirar atrás porque me podía costar la vida. Seguí pedaleando. No pensaba. Habría sido más seguro esconderme en una de las casas, en un lugar donde hubiera más gente, pero no pensaba. Solo intentaba avanzar y me dirigía hacia un callejón sin salida donde no habría ningún sitio para esconderme. De repente, en la oscuridad, empecé a oír el acelerón de un coche que avanzaba rápidamente. Era el único sonido que se oía aparte de las olas. Oí que el coche derrapaba al girar y supe que no tardarían en verme. Seguí pedaleando. Había una valla al final de la carretera y unos carteles de «Prohibido el paso». Tiré la bicicleta, salté por encima de la valla y eché a correr de nuevo.

Al cabo de unos segundos, estaba rodeado de arena blanca. Veía la bahía a la derecha y oía las olas del océano a la izquierda. Me volví y empecé a correr hacia el océano. Se me ocurrió que el sonido de las olas podría disimular el ruido de mi respiración. El océano era negro como el petróleo; reflejaba el cielo sin luna. Miré hacia el agua y solo vi las lucecitas de las barcas de pescadores que se mecían en el mar abierto. A medida que me acercaba, el rugido de las olas se hizo más fuerte. La marea estaba alta y las olas de esa zona eran más fuertes que en ningún otro lugar de la isla. Empezaba a estar cansado, pero sabía que me atraparían si aflojaba el paso o si no encontraba un lugar donde esconderme. Al cabo de unos segundos oí el rugido del motor del coche, que frenó en seco al llegar al final de la carretera. Me estaban pisando los talones. Tenía que esconderme de inmediato, de lo contrario podía darme por muerto. Barrí la playa con la mirada, pero estaba vacía. Había unas cuantas dunas y alguna zona de hierba, pero ningún escondite. Miré de nuevo hacia el agua oscura. El océano era mi única oportunidad. Eché a correr hacia el agua. No tuve tiempo de quitarme la camisa ni las sandalias. Simplemente me tiré de cabeza en cuanto noté el agua en los pies, contra una ola que intentó empujarme hacia la orilla, pero a pesar de todo logré avanzar. Y empecé a nadar. Perdí las sandalias antes de dar cuatro brazadas. Sabía que no iba a poder dar muchas más antes de que los amigos de Catherine llegaran a la playa. Iba a tener que dejar de nadar, porque de lo contrario me verían. De modo que mi única esperanza era quedarme quieto y dejarme llevar por la corriente.

Di unas doce brazadas y logré alejarme unos buenos cien metros de la orilla. Entonces me detuve. Me quedé flotando en un mar agitado, zarandeado por las olas. Me había adentrado bastante, de modo que las olas rompían entre la orilla y yo. Me volví para comprobar si ya habían llegado a la playa. ¿Quién era esa gente? Me sumergí en el agua, solo sobresalían la nariz y los ojos, lo suficiente para ver y respirar. El agua era profunda. Estiré la pierna izquierda y no pude tocar el fondo.

Había dejado de nadar justo a tiempo. Cuando me di la vuelta, vi al primer hombre que salía de la oscuridad. Era el agente del pelo oscuro, seguido por el taxista y el tipo canoso. Habían dejado sola a Catherine. Nadie perseguía a Michael. Me alegré por él. Todos llevaban linternas y gracias a los haces de luz pude identificarlos a pesar de que se encontraban en la playa, a oscuras. Se dispersaron y barrieron todas las dunas con las linternas para comprobar si me escondía tras alguna. Tardaron pocos segundos en darse cuenta de que no estaba en la playa. Intenté permanecer inmóvil en el agua. Sus movimientos me permitieron deducir que el tipo del pelo entrecano era el jefe. Los otros dos recorrían distintas partes de la playa y luego lo informaban de que no habían encontrado nada. Observé los haces de luz de las linternas que se deslizaban por la arena. El tipo del pelo gris se quedó quieto, intentando evaluar la situación.

Entonces vi que el taxista se acercaba a la orilla y se agachaba para observar algo con mayor detenimiento. Estaba demasiado sumergido en el agua para ver qué había encontrado. Al cabo de unos instantes se fue corriendo hasta su jefe. No podía oír nada por culpa de las olas; lo único que podía hacer era observarlos e imaginar lo que estaban diciendo.

El taxista sostenía algo con las manos y sujetaba la linterna con la axila. El jefe enfocó el objeto con su linterna. Habían encontrado mis sandalias, que habían regresado a la orilla. El jefe no perdió ni un segundo.

—Está en el agua. —A pesar del ruido de las olas oí sus gritos. Quería que lo oyera. Quería que supiera que no me iban a dejar escapar. Enfocó la linterna hacia el agua. Me sumergí cuando ya se acercaba a mí. Debía de estar en una zona de unos cinco metros de profundidad porque ni tan siquiera cuando me sumergí pude tocar el fondo. No cerré los ojos. La sal me escocía, pero tenía que ver. No me atreví a cerrarlos. Sabía que el agua estaría oscura, pero no me imaginaba que estaría como boca de lobo. Tenía la sensación de que flotaba en el espacio, rodeado por la nada. Lo único que veía a mi alrededor era oscuridad. Cuando miré hacia arriba, me pareció distinguir el reflejo de la luz de las linternas que barrían la superficie del agua, pero no estaba seguro. Tenía que salir a respirar, pero no podía permitir que me vieran. Esperé a que pasara una ola para que me sirviera de escudo. Saldría a respirar detrás de ella. Sentí que la ola me rodeó como un fantasma y entonces subí rápidamente a la superficie, tomé aire y me sumergí de nuevo.

Me quedé flotando ahí, inmóvil en la oscuridad. No veía nada pero oía sonidos extraños que provenían del agua negra. Me pitaban los oídos y deduje que se estaban adaptando a la presión del agua. Sin embargo, a pesar de los pitidos oía el sonido de la arena que la corriente arrastraba por el lecho marino. Parecía el ruido que se producía al frotar madera con papel de lija. Oía las olas que rompían en la playa, como truenos a lo lejos. Había también otros sonidos que no reconocía, golpes fuertes y ruidos secos no muy lejos de mí. Me sentí como si estuviera atrapado en una pesadilla. Intenté no hacer caso de los sonidos. Intenté fijar la mirada en la luz que se deslizaba por la superficie del agua para calcular el mejor momento para salir a respirar. No quería llegar al límite de la asfixia, entre jadeos, por miedo a que me oyeran. Esperé a que pasara otra ola que pudiera protegerme. Sentí de nuevo el embate del agua. Asomé únicamente la boca, cogí aire y me sumergí otra vez en el abismo.

La situación se prolongó durante cinco minutos más antes de que las luces dejaran de moverse bruscamente. Asomé la cabeza con cuidado y me pregunté qué debía hacer a continuación. No albergaba esperanza alguna de que fueran a desistir de su búsqueda. Habían llegado demasiado lejos. Me pregunté cómo nos habían encontrado. Supongo que el taxista fue quien alertó a los demás cuando me recogió. Si eso era cierto, significaba que alguien me buscaba. Asomé la cabeza de nuevo lentamente. Empezaba a cansarme de estar en el agua. Los tres hombres se reunieron en la arena para planear el siguiente paso. Lo único que oía era el romper de las olas.

Al cabo de unos minutos, el tipo del pelo oscuro y el taxista se descalzaron y se dirigieron hacia el agua. Venían a por mí. El jefe se quedó en la arena y siguió barriendo la superficie del agua con la linterna. Mientras sus subordinados se adentraban en el mar, vi que el jefe sacaba una pistola de la parte trasera de los pantalones. Ahora era cuestión de esperar.

Cuando el taxista y el agente del pelo oscuro entraron en el agua, supe que tenía ventaja con respecto a ellos. Sabía dónde estaban. Para ellos, yo seguía siendo un fantasma. Mientras no los perdiera de vista en la oscuridad, lo único que debía hacer era desplazarme en silencio por el agua y mantenerme fuera del alcance de su vista. Estaría a salvo siempre que no hiciera ruido y no me vieran. Fue un error estratégico por su parte. Deberían haberse quedado en la playa. Deberían haberse sentado en la arena hasta el amanecer y esperar que no me pusiera a nadar de noche. A plena luz del día me convertiría en un blanco fácil.

El agente del pelo oscuro echó a nadar hacia la derecha, estilo crol y sin meter la cabeza en el agua. Se detenía cada pocas brazadas para mirar alrededor. Vi el cuchillo que llevaba en la mano derecha. El taxista iba directo hacia mí. Tuve suerte. No parecía ni por asomo un nadador tan fuerte como su compañero. Sin embargo, él estaba fresco y yo ya llevaba un buen rato en el agua. A medida que se alejaba de la playa resultaba más difícil verlo. Su piel oscura le servía de camuflaje en el agua negra. Me esforcé para seguir sus movimientos entre las olas, para ver destellos del blanco de sus ojos. Si lo perdía de vista, me resultaría difícil recuperar el contacto a menos que hiciera algún ruido. No veía si llevaba un arma, pero estaba convencido de que así era. De lo contrario, no se habría atrevido a entrar en el agua.

Evitar a los dos tipos habría sido fácil si su jefe no hubiera seguido enfocando al mar con las linternas. Utilizaba las tres. Sostenía dos con la mano izquierda y la otra con la derecha. De modo que yo tenía que estar quieto, evitar los haces de luz y no perder de vista al taxista, todo a la vez. Cada tanto, cuando un rayo de luz se aproximaba a mí, me sumergía en el agua y en la oscuridad sin hacer ruido. Intentaba no permanecer sumergido mucho tiempo porque no quería perder de vista los ojos del taxista, que daba tres brazadas, se detenía y miraba a su alrededor. Tampoco quería moverme muy rápido por miedo a que me oyera. Me limitaba a flotar y me movía lo imprescindible para permanecer fuera de su línea de visión.

Al cabo de poco el taxista ya estaba a seis metros de mí. A medida que se aproximaba me apartaba a un lado. No tardé en darme cuenta de que me estaba acercando a la playa. De pronto vi que un rayo de luz se dirigía hacia mí y me sumergí en silencio. Cuando asomé la cabeza, al cabo de unos segundos, estaba a solo tres metros del taxista, flotando justo detrás de él. Quería abrir distancia y empecé a nadar lentamente y sin hacer ruido para alejarme de aquel hombre corpulento. Acercarme a la orilla fue un error. Me aproximaba al lugar donde rompían las olas. Por culpa de los esfuerzos para no perder de vista al taxista y las linternas, descuidé el elemento más poderoso de todos, el océano. De repente surgió una ola del agua negra. Me volteó y me arrastró a las profundidades de la oscuridad. Me desorienté por completo. La ola me hizo dar al menos una vuelta. Durante unos segundos, no supe hacia dónde tenía que ir para regresar a la superficie. Tuve que luchar contra las corrientes. Al final, descubrí dónde estaba la superficie y saqué la cabeza al aire de la noche. Jadeé al asomar a la superficie y el taxista me oyó. Se volvió hacia mí rápidamente. Creo que no estaba seguro de lo que había oído. Tan solo sabía que había oído algo. Vi fugazmente el blanco de sus ojos. Estaba confundido. Volví a sumergirme bajo el agua y nadé hacia un lado para perderlo de vista. Di dos o tres brazadas con fuerza y asomé la cabeza para tomar aire. Fue entonces cuando apareció otra ola de entre la oscuridad.

Esta vez logré mantener la cabeza por encima, pero era imposible hacerlo y al mismo tiempo mantenerme escondido. Me estaba delatando a mí mismo. El corazón me latía desbocado. No veía las olas hasta que ya las tenía casi encima. Intenté meter la cabeza bajo el agua para esconderme, pero no me quedaba aire en los pulmones. Tenía que salir a la superficie. Tenía que respirar. Saqué la cabeza de nuevo y di un grito ahogado.

El taxista me oyó de nuevo y esta vez no tuvo ninguna duda. Se volvió hacia mí. Estaba a menos de cinco metros.

—¡Lo tengo! —gritó con todas sus fuerzas.

Su voz delataba la emoción del cazador. Al cabo de unos segundos uno de los rayos de las linternas iluminaba al taxista mientras que otro se deslizaba a su alrededor, buscándome. El hombre abrió los ojos cuando levantó los brazos para nadar hacia mí. La hoja del cuchillo que sostenía en la mano refulgió bajo la luz de la linterna. No podía volver a sumergirme porque me faltaba el aliento. Tenía la respiración entrecortada, pero mientras intentaba que el aire regresara a mis pulmones me engulló otra ola. El taxista siguió avanzando hacia mí, nadando guiado por el rayo de luz. Justo entonces se oyó otro estruendo. Provenía de algún lugar detrás del taxista. Él también se encontraba en la zona donde rompían las olas. Esta vez, gracias a la luz que lo iluminaba, pude ver la ola, que avanzaba rápidamente hacia nosotros. El taxista la oyó y se volvió. Sin embargo, la ola lo embistió y lo arrastró hacia abajo. Yo pude esquivarla y me sumergí gracias a que la había visto venir. Fue entonces cuando vi mi oportunidad. Tenía una y no pensaba desaprovecharla. Esperé a que el taxista sacara la cabeza del agua. Sabía que estaría desorientado y sin respiración. Di tres brazadas hacia él y me adentré en el haz de luz de la linterna durante unos instantes. Luego lo agarré del cuello por detrás con el brazo derecho y lo hundí bajo el agua.

Era algo extraño, la sensación de ingravidez y de estar luchando en la oscuridad. Los sonidos que había oído antes habían desaparecido, y fueron sustituidos por los del forcejeo. Hice fuerza con el brazo para estrangularlo antes de que nos ahogáramos los dos. Borré los demás pensamientos que se arremolinaban en mi cabeza. Me olvidé de dónde estaba. Me olvidé de que estaba flotando en la oscuridad. Me olvidé de las olas que pasaban por encima de nosotros. Concentré todas mis energías en quitarle la vida al hombre que había venido a cazarme. «O ellos, o nosotros», recordé que decía de Jared; pero esta vez no era una lucha entre el bien y el mal. No tenía tiempo para ese tipo de consideraciones. Esta vez era una cuestión de supervivencia, de instinto. En ese momento estaba convencido de que quería seguir con vida, aunque no se me ocurría ni un solo motivo que justificara por qué. El taxista intentaba zafarse de mí, por lo que me agarré el brazo con la mano libre y apreté aún con más fuerza. Estaba seguro de que tenía más aire en los pulmones que él. Estaba seguro de que si lo mantenía bajo el agua podría vencerlo. Notaba que cada vez estaba más débil. Cogió el cuchillo y empezó a clavármelo en el antebrazo derecho. Sentí que la punta del arma me atravesaba la piel del brazo. Sin embargo, el agua le impedía hacerme mucho daño. No tardó en darse cuenta de que no servía de nada intentar clavarme el cuchillo, por lo que empezó a serrarme el dorso de la mano. El dolor era intenso y la herida enseguida se puso roja a causa del agua salada. Al cabo de unos instantes noté que el cuchillo había llegado al hueso. Por desgracia para el taxista, el dolor me ayudó a mantener la concentración. A medida que este aumentaba, yo apretaba más con el brazo, consciente como era de que, cuanto antes muriera mi enemigo, antes cesaría el dolor. Cerré los ojos con todas mis fuerzas y me mordí el interior de las mejillas. El taxista apenas podía seguir cortando. De repente paró. El cuerpo que sostenía en los brazos quedó inerte. El taxista había muerto.

Solté el cadáver, que se alejó de mí flotando en la oscuridad. Al cabo de unos instantes desapareció en la noche negra, como si nunca hubiera existido. Entonces recuperé la conciencia y recordé dónde estaba. Bajo el agua. Llevaba sumergido varios minutos y tenía que coger aire. En la superficie aún había dos personas que querían matarme. Yo sangraba y estaba cansado.

Durante el forcejeo, las olas nos habían acercado aún más a la orilla. Cuando intenté impulsarme con los pies para salir a la superficie, toqué la arena del fondo marino. De modo que me di impulso y me dirigí hacia la superficie del agua. Cuando asomé la cabeza, inspiré con fuerza el aire frío nocturno. Estaba agotado. Tomé aire, y a continuación me estiré y permanecí flotando en el agua durante un rato. Me encontraba a unos cinco metros de la playa, a unos cinco metros del hombre que tenía una pistola y quería matarme. No podía moverme. Tras un segundo de descanso, sentí que una mano me agarraba del pelo. Empezó a tirar de mí hacia la orilla. Me alegré de alejarme del agua oscura, de las olas. En comparación, morir en la playa me parecía un final agradable.

El agente del pelo oscuro dejó de nadar al cabo de unos minutos y empezó a caminar por el agua poco profunda. Yo estaba demasiado cansado para moverme. Me limité a flotar de espaldas mientras aquel tipo me arrastraba por el agua tirándome del pelo. No me dolió hasta que llegamos a la orilla ya que siguió arrastrándome por la arena, sin soltar el mechón de pelo que agarraba con las manos. Ahora sí que sentía el dolor, lo que me ayudó a recuperar el conocimiento. Sin embargo, no opuse resistencia. No tenía sentido. Intentaba no malgastar energía. Tenía la esperanza de que se me presentase una última oportunidad que me permitiera seguir con vida. Solo necesitaba una.

Al final, el agente del pelo oscuro me soltó el pelo y me tiró en la arena. Al cabo de un instante, el jefe canoso me iluminaba la cara con la linterna que sostenía en una mano, mientras que con la otra me apuntaba con una pistola. La luz de la linterna era cegadora. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad.

—¿Dónde está Trevor? —oí que me preguntaba una voz detrás de la luz. Supuse que se refería al taxista.

—Pasto de los tiburones —murmuré.

—¿Ah, sí? —dijo el jefe, sin apenas inmutarse por el hecho de que su amigo estuviera muerto—. Pues tú eres el siguiente.

A continuación vi una sombra que se movía con rapidez. Era el talón de un zapato. Antes de que tuviera tiempo de asimilar la información, me golpeó en la nariz. Me quedé aturdido durante unos instantes. Me dieron la vuelta. Alguien me hundió la cara en la arena, me puso las manos a la espalda y me ató las muñecas con unas esposas de plástico. Lo hicieron todo con una única maniobra, en apenas cinco segundos. Tenían práctica.

Cuando me hubieron atado las manos a la espalda, el hombre canoso me dio la vuelta de nuevo. Escupí la arena e intenté fijarme bien en él. No lo había visto antes, al menos en persona. Quizá había visto una fotografía. No lo recuerdo. Me miró fijamente como si intentara descifrar algo.

—Mataste a mi mujer, hijo de puta.

Había visto una fotografía suya en el informe de mi última misión. Recordé lo que me había dicho Jared: había matado a la mujer de Brooklyn para enviarle un mensaje a su marido, que era uno de los mejores soldados del enemigo. Solo en el último año había matado a ocho hombres nuestros; ocho de los que tuviéramos constancia. Mi nombre estaba a punto de ser añadido a esa distinguida lista.

Empecé a recuperar el aliento y parte de la compostura.

—¿A cuánta gente has matado? —le pregunté.

Pensó la respuesta unos instantes.

—A más que tú. —Me miró fijamente; su rostro reflejaba toda la ira que sentía—. Eso lo sé seguro. —Miró la pistola que tenía en la mano—. No recuerdo exactamente a cuántas personas he matado.

Me fijé en cómo se le hinchaba el pecho al respirar. La adrenalina corría por sus venas.

—Al final, todos los cadáveres acaban confundiéndose. Aunque a algunos sí que los recuerdo.

Vi un destello demente en su mirada.

—Y sin duda te recordaré a ti. —Entonces se volvió hacia el agente de pelo oscuro, que se encontraba a su lado, empapado—. Steve, dame tu cuchillo.

El hombre obedeció y le tendió el arma. Su jefe la cogió y a cambio le dio la pistola. Entonces se volvió hacia mí.

—Te aconsejaría que rezaras las últimas oraciones, pero cuando hayan pasado cinco minutos no será necesario que te lo recuerde. Ponte en pie —me ordenó.

Me levanté no sin cierto esfuerzo. El hombre dio un paso y se me acercó. Cerré los ojos para prepararme para el dolor. No sabía qué había planeado. Lo único de lo que estaba seguro era de que me iba a doler y que no iba a ser rápido. Respiré profundamente por última vez, consciente de que quizá no volvería a hacerlo sin sentir dolor. No pensé en la muerte, solo en el dolor. Sentí la brisa del océano que me acariciaba la cara. Percibí el olor del agua salada que llegaba del mar. Entonces, procedente de algún lado, transportado por el aire, distinguí otro olor, el de una colonia barata.

Con los ojos aún cerrados, oí un grito a lo lejos, el chillido de un loco, de un maníaco. Se aproximaba a cada segundo. Abrí los ojos justo a tiempo de ver a Michael volando por los aires, con los brazos estirados delante de él como Superman. Había vuelto a rescatarme. Yo ya sabía que no le gustaba huir. Embistió al agente del pelo oscuro y lo tiró al suelo. Michael tenía su cuchillo de submarinista en la mano. El hombre canoso desvió la mirada hacia ellos durante un segundo, momento que aproveché para hundir los pies en la arena. Cuando se volvió hacia mí de nuevo, vi en sus ojos que aún pensaba matarme, aunque fuera lo último que hiciera. Se suponía que yo le había enviado un mensaje cuando asesiné a su mujer. Al parecer, lo había recibido. Se precipitó hacia mí con el cuchillo. Justo en ese instante, levanté un pie y le tiré arena a la cara. Se detuvo cuando la arena le entró en los ojos. Entonces, antes de que pudiera abrirlos de nuevo, le di una patada con todas mis fuerzas en la entrepierna y cayó al suelo a cuatro patas, dolorido. Sin embargo, como tenía las manos atadas a la espalda no pude mantener el equilibrio y me caí.

De repente se disparó una pistola y un estruendo resonó en la plácida noche de la isla. Alcé la vista y vi a Michael de pie, junto al cuerpo sin vida del agente del pelo oscuro. Mi amigo había ganado. Justo entonces, el único enemigo que quedaba, el jefe del grupo, me saltó encima, impulsado por la rabia. Con las manos atadas a la espalda solo podía defenderme con los pies. De algún modo logré tirarlo por encima de mí con las piernas. Al cabo de unos segundos, volvía a tenerlo sobre mí, amenazándome con el cuchillo. Michael tenía la pistola, pero no podía apretar el gatillo sin correr el riesgo de darme. En lugar de eso, se acercó corriendo hasta nosotros, agarró al hombre del pelo gris del hombro y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, me lo quitó de encima sin soltar la pistola. El hombre se retorció cuando Michael tiró de él, pero realizó un gesto rápido con el brazo derecho y le clavó el cuchillo a Michael en el abdomen. Mientras se alejaba de mí, aproveché para darle una patada en las costillas y el hombre cayó en la arena. Ahora que nos habíamos separado, Michael levantó la pistola, apuntó y luego disparó. El estruendo surcó el aire, y una bala impactó en la cabeza del hombre de las canas.

Ahí estábamos, ensangrentados, metidos en un buen lío, con dos cadáveres en la playa y un tercero flotando en el agua, no muy lejos. Sin embargo, nuestro problema más inmediato estaba clavado en el estómago de Michael. Me acerqué rodando hasta el cuerpo del agente de pelo oscuro, encontré el cuchillo de submarinista de Michael y logré utilizarlo para cortar el plástico con el que me habían atado las muñecas.

Una vez libre, examiné a Michael para analizar la herida. Seguía en pie, con el brazo estirado y la pistola en la mano. El cuchillo subía y bajaba al compás de la respiración entrecortada de mi amigo. Le había atravesado la camisa hawaiana, se la había prendido al costado, y la sangre empezaba a crear un círculo oscuro alrededor de las palmeras y las flores rojas. Miré a Michael a la cara y él me sonrió.

—Y Jared creía que no podríamos con ellos.

—Tenemos que llevarte a un hospital.

—Creo que es una buena idea.

—¿Aún tenían el coche aparcado junto a la carretera?

—Sí.

—¿Era un taxi?

—No. —Me puse de pie rápidamente y me acerqué al cuerpo del hombre canoso. Sabía que Steve no tendría las llaves porque me había perseguido por la calle a pie. Confiaba en que las tuviera el hombre del pelo entrecano, porque si las tenía el taxista, se nos planteaba un buen problema. Le registré los bolsillos de los pantalones cortos y oí un tintineo en el derecho. Bingo. Ya teníamos coche.

Tuve que ayudar a Michael para que llegara al coche. Se estaba desangrando. Lo eché en el asiento trasero y nos pusimos en marcha.

—¿Sabes dónde está el hospital? —le pregunté a Michael, y lo miré por el retrovisor.

El lado izquierdo de su camisa se había teñido de un rojo oscuro.

—Te dije que podíamos con ellos —balbuceó.

Parecía borracho.

—Me lo tomaré como un no.

Mientras miraba a la carretera, me vi un instante en el espejo retrovisor. El ojo se me estaba empezando a poner morado y tenía unos hilos de sangre seca bajo la nariz. Me miré el brazo derecho. Vi las marcas rojas en el antebrazo, en el lugar donde me había apuñalado el taxista. Entonces me miré el dorso de la mano. Casi no tenía piel. Solo veía una mezcla de sangre y huesos. Menuda pinta teníamos los dos, pero yo al menos sabía que mis heridas se curarían.

Pisé el acelerador y recorrimos a toda velocidad la estrecha carretera. Nos dirigíamos hacia el único puente que permitía salir de la isla. Tenía que encontrar un hospital.

—Jared es un puto inútil —murmuró Michael desde el asiento trasero—. Creía que no podríamos vencerlos, pero nos hemos cargado a los cuatro sin él.

—Relájate. No malgastes las fuerzas. Estás perdiendo mucha sangre.

Pisé a fondo el acelerador y no tardamos en encontrar tráfico. Adelanté a los demás coches como una exhalación, por la izquierda y la derecha. Me detuve al llegar a un semáforo en rojo. Bajé la ventanilla y le grité al del coche de al lado:

—¡Hospital!

Vieron mi cara ensangrentada y me dijeron el nombre de una población relativamente próxima a la isla: Manahawkin. En cuanto oí el nombre aceleré de nuevo y me salté el semáforo. Estaba a unos veinte minutos, pero no sabía si disponía de tanto tiempo. Cuando llegué al pueblo vi los carteles que indicaban la ruta al hospital y los seguí hasta detenerme en la entrada de urgencias.

—Venga, entremos —me volví y le dije a Michael.

—No —replicó. Sus ojos volvían a tener cierto brillo—. Tú no puedes entrar.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Si entras conmigo, no nos dejarán salir a ninguno de los dos. Déjame en la puerta y lárgate.

—No puedo dejarte. Te detendrán, en el mejor de los casos. Tengo que quedarme contigo. En estos momentos no estás en condiciones de protegerte a ti mismo. Tú regresaste a por mí. No puedo abandonarte.

—No regresé a por ti. —Logró forzar una sonrisa.

Me pareció ver un poco de sangre en sus labios.

—No intentaba ayudarte. —Hablaba con voz débil. Cada palabra suponía un esfuerzo—. Ya sabes que disfruto con este tipo de historias. Vete. Vete e intenta ponerte en contacto con la gente que puede sacarme de aquí. Es lo que Jared nos diría que hiciéramos.

Tenía razón, pero si le hubiera hecho caso a Jared, yo estaría muerto.

Sin embargo, lo que decía tenía sentido. Me convencí a mí mismo de que podría serle más útil a Michael si me iba que si me quedaba. Así que eso fue lo que hice. Dejé a mi amigo, que acababa de arriesgar la vida para salvarme, en la entrada de urgencias del hospital con un cuchillo clavado en el abdomen y me fui. Me dirigí a la carretera y tomé dirección sur, a Atlantic City. Por un momento se me pasó por la cabeza la idea de detenerme y llamar a los chicos de Inteligencia para avisarlos de la situación de Michael, pero sabía que no serviría de nada. Se suponía que ni tan siquiera debíamos estar ahí. No tenía suficiente influencia para lograr que hicieran algo. Llegué veinte minutos tarde al casino. Durante el trayecto había parado en un área de descanso de la autopista para adecentarme un poco y que al menos me dejaran entrar en el casino. Me limpié la sangre de la cara y me vendé la mano como pude. Esperaba que Jared no se hubiera ido aún. Cuando llegué a las mesas de blackjack lo vi sentado, con una pila de unos mil dólares en fichas frente a él. Tenía un aspecto casi impoluto. En cuanto me vio, cambió las fichas y le dio una propina de cien dólares al crupier.

—Estás hecho un puto desastre —me dijo.

Iba a necesitar más de una parada en boxes para volver a estar presentable.

—Hay que sacarte de aquí. Llamas mucho la atención. —Me acompañó rápidamente hacia la salida—. ¿Has visto a Michael? —me preguntó.

Empecé a contarle todo lo que nos había sucedido.

—La versión breve —me pidió.

Me salté toda la historia y le dije que Michael se encontraba en un hospital con un cuchillo en el estómago y que si no lo sacábamos de ahí lo encontraría la policía y nuestros enemigos.

—No le pasará nada, ya me encargo yo de eso —me tranquilizó Jared, mientras apoyaba una mano en mi hombro y me dirigía hacia la salida.

—¿Qué significa eso? ¿Qué vas a hacer?

—Voy a hacer un par de llamadas. Mientras vosotros dos jugabais a policías y ladrones, yo estaba buscando una forma para que pudiéramos salir de aquí. A veces dependes de que nuestros chicos sean mejores que los suyos. Es lo que tiene pertenecer al bando de los buenos. Aquí tiene, señor Robertson. —Jared me dio unos papeles que se había sacado del bolsillo. Era un billete de avión de Atlantic City a Atlanta, a nombre de Dennis Robertson. Solo Dios y Jared sabían lo que le había pasado al verdadero Dennis Robertson—. Ahora intenta pasar desapercibido hasta mañana. Llega al aeropuerto con tiempo suficiente. Lávate. Yo me ocuparé de ayudar a nuestro amigo para que salga del problema en que se ha metido.

—Me ha salvado la vida. —Miré a Jared para que supiera lo importante que era que ayudásemos a Michael.

—Lo sé. Pero hagas lo que hagas, no regreses al hospital. —Negó con la cabeza—. Putos héroes. Un día lograréis que nos maten a todos. Ya me encargo yo. Confía en mí.

Albergaba la esperanza de ver a Jared o a Michael en el aeropuerto, de que Jared hubiera logrado organizarlo todo de tal modo que todos tomáramos nuestro avión, cada uno con destino distinto, a la misma hora. Sin embargo, era demasiado inteligente para hacer algo así. Cuando embarqué en el avión con destino a Atlanta, lo hice solo. Cuando embarqué, aún no sabía qué les había sucedido a mis amigos.