En Chicago debía echar una mano en una charla a unos chicos. Sabía qué me esperaba. Era un rito iniciático más que una charla. Los chicos rondarían los dieciséis años. Aún serían inocentes. Aún les quedarían dos años antes de que sus mundos empezaran a derrumbarse. Tendrían dos años para acostumbrarse a la idea de que había gente ahí fuera que quería matarlos. Me invitaban a este tipo de actos porque yo representaba a la muerte. Ellos aún no lo sabían, pero yo era su futuro. Uno de nuestros hombres de Inteligencia llevaría la voz cantante del acto. Me presentaría hacia el final. Mi misión consistía en contarles a esos chicos cómo me ganaba la vida, mostrarles en qué podrían llegar a convertirse un día. Era una especie de jornadas de orientación profesional para criminales psicópatas.
El acto tuvo lugar en la sala de estar de una casa situada en un barrio residencial de las afueras de Chicago. Los chicos estaban sentados en sofás y sillas de comedor tapizadas que los adultos habían traído a la sala para la charla. Todo estaba dispuesto para que los chicos centraran la atención en una pared vacía que acostumbraba a ocupar la televisión. El hombre que ejercía de anfitrión tenía tres hijos, dos chicos y una chica. El mayor, uno de los chicos, iba a cumplir dieciséis años dentro de dos meses. El padre se había llevado a los otros dos hermanos a la ciudad a pasar el día. Tarde o temprano acabarían asistiendo a una charla como esa, pero hoy no era el día. La mayoría de los padres intentaban proteger a sus hijos de la Guerra tanto tiempo como podían.
En total, había ocho chavales, todos de Chicago, a todos les faltaban menos de tres meses para cumplir los dieciséis. Había tres chicas y cinco chicos. Los padres los habían traído en coche, les habían dado un beso, les habían prometido que volverían a recogerlos al cabo de cuatro horas y se habían ido, probablemente con los ojos arrasados en lágrimas. No era un Bar Mitzvá judío ni una primera comunión. No era una ceremonia. Era el final de la inocencia de esos muchachos. Ninguno de ellos sabía de qué iba a tratar la charla, pero ninguno de ellos ignoraba por completo el asunto. Cuando creces en familias como estas, al igual que yo, es inevitable que sepas ciertas cosas.
Me senté al fondo de la sala, en una de las sillas. Iba a mantenerme al margen durante gran parte de la charla ya que mi intervención se limitaba a la parte final. Cuando hubiéramos acabado, el tipo encargado de la charla y yo responderíamos a sus preguntas. Siempre había muchas. Contestábamos las que podíamos, pero varias se quedaban sin respuesta. El hombre encargado de la charla de hoy se llamaba Matt y era de Inteligencia. Nunca lo había visto antes. Seguramente no volvería a verlo. El hecho de que nos hubieran emparejado no obedecía a ningún motivo justificado. Siempre era así. Matt llevaba un traje azul marino de rayas, el pelo corto y unas gafas plateadas redondas de montura metálica. Tenía pinta de banquero. Estos chicos eran nuestra inversión.
Empezó la charla.
—Hola a todos. Me llamo Matt. He venido aquí para hablaros un poco del mundo y del papel que vais a desempeñar en él. No voy a sermonearos. Va a ser una charla. Podéis interrumpirme para preguntar cuando queráis. Supongo que será un poco como las clases de educación sexual del instituto, pero en este caso voy a hablaros de cosas que no conocéis.
Así se hace, dales coba, pensé. Los chicos soltaron una risa nerviosa. Intercambiaron miradas fugaces para intentar decidir si podían reírse o no. Reíd, chicos, pensé. Más vale que lo hagáis ahora que podéis. Matt prosiguió:
—Antes de empezar, creo que sería útil que os presentarais todos, solo con el nombre de pila, y que nos contarais algo de vosotros, a qué asociaciones pertenecéis, qué deportes practicáis, cuáles son vuestras aficiones, grupos favoritos, lo que sea.
Hacían esto en todas las charlas a las que había asistido. Siempre me había parecido raro porque a partir de ahora gran parte de su mundo iba a quedar cubierto bajo un manto de secretismo. Si metes a diez de los nuestros en una habitación, la idea es que compartamos el mínimo de información posible entre nosotros. El silencio es seguridad. Sin embargo, esta situación era distinta. Era la primera vez que estos chicos pasaban por algo así. Era importante que supieran que no estaban solos. Era importante que supieran que había más gente ahí fuera, gente que estaba de su bando, gente que se enfrentaba a los mismos problemas que ellos, gente que llevaba vidas regidas por el miedo y el odio.
Matt miró al chico que vivía en la casa donde estábamos.
—Ryan —dijo, como si fuera un viejo amigo de la familia—, ¿por qué no empiezas tú?
Ryan se puso en pie. Era un chico grande. Parecía un atleta. Sin embargo, estaba nervioso. Se metió una mano en el bolsillo de los vaqueros para intentar que dejara de temblar.
—Hola, me llamo Ryan. Tengo quince años, voy a cumplir dieciséis dentro de dos meses. Esta es mi casa y juego a fútbol americano.
Fútbol americano. Si Matt no estuviera a punto de trastocarlo, Ryan podría haber sido un chico popular. Quizá podría haber sido el rey del baile del instituto. Quizá podría haber salido con una animadora. Quizá… A continuación habló la chica que estaba a su izquierda.
—Hola, me llamo Charlotte. Acabo de cumplir dieciséis años y toco el violín. —Charlotte observó la cara de los otros chicos mientras hablaba. Cuando acabó, volvió a clavar la mirada en su regazo.
La presentación se alargó durante quince minutos: Rob, el jugador de hockey; Steve, el presidente del club científico; Joanne, miembro del club de teatro. No se conocían entre sí. Habían sido elegidos con sumo cuidado por ese mismo motivo. Aunque tuvieran amigos que estaban de nuestra parte, en teoría no debían saberlo. En teoría, Jared y yo no debíamos saber que ambos formábamos parte de la Guerra. El hecho de que lo hubiéramos averiguado era pura coincidencia.
Cuando acabó el turno de presentaciones, Matt prosiguió con la charla.
—Bueno, sé que estáis nerviosos. Y lo estáis por dos motivos: ante todo, porque no sabéis el motivo por el que estáis aquí; en segundo lugar, tenéis una idea aproximada de por qué estáis aquí y este simple hecho os pone nerviosos. Sabéis que sois diferentes. Sabéis que vuestras vidas son diferentes de las de vuestros amigos. Lo sentís. Sé que a lo largo de estos años habéis hecho muchas preguntas a vuestros padres y que ellos se han negado a contestarlas. Bueno, en primer lugar os aseguro que se negaron a hacerlo porque intentaban protegeros. —Matt hizo una pausa dramática—. Estoy aquí porque dentro de poco todo va a cambiar para vosotros. La ignorancia dejará de protegeros. Estoy aquí para contaros la verdad.
¿La verdad? La palabra rebotó en mi cabeza. Resonó durante unos instantes y se desvaneció antes de que tuviera tiempo de darle muchas vueltas. Matt prosiguió con su intervención.
—¿Cuántos de vosotros tenéis un familiar que ha muerto asesinado?
Seis de los ocho chicos levantaron la mano. Matt también lo hizo. Yo podría haberlos imitado, pero preferí no hacerlo.
—¿A cuántos de vosotros os han matado a uno de vuestros padres?
Tres de los ocho. Cuando levantaron la mano, miraron a su alrededor; la expresión de sus rostros era una mezcla de miedo y sorpresa. Los nombres, los clubes, los deportes, nada de eso les permitía establecer vínculos. La muerte, eso era lo que los unía, lo que nos une a todos.
—Es extraño, ¿no os parece? —Matt asintió—. Bueno, mi trabajo consiste en deciros quién mató a vuestros padres —miró a los ojos a los tres chicos que habían perdido a uno de sus padres— y a vuestros familiares. —Levantó la cabeza y miró hacia el otro extremo de la sala. En ese momento, encendió el proyector que había conectado a su portátil, y que reprodujo una imagen en la pared blanca y lisa.
Todos los chicos se quedaron absortos, con la mirada fija en la imagen que tenían delante. Era algo que no esperaban, que jamás se les habría ocurrido ni en sus sueños más descabellados. Cuando yo estaba en su lugar, no fue lo que yo esperaba. Recuerdo la fuerte impresión que me causó. La imagen resplandecía en la pared. Era la fotografía de un hombre blanco, de unos treinta años, con el pelo rubio y la raya al lado. Parecía una estrella de televisión, era atractivo y fuerte. La siguiente fotografía era de un hombre negro, de poco más de cincuenta años, con barba blanca y gafas. Matt pulsó una tecla. La siguiente fotografía era de una mujer de pelo oscuro con los ojos hundidos y una sonrisa levemente torcida. Otra fotografía, esta de un hombre hindú que llevaba turbante, luego otra de un hombre blanco y gordinflón con el pelo rapado, luego una de una mujer negra y joven con el pelo recogido en una cola, una mujer hispana, un hombre coreano, otro hombre blanco, otra mujer blanca, una mujer que llevaba un pañuelo musulmán, un hombre con una barba larga, una mujer china, y así durante un buen rato. Este pequeño pase de diapositivas duró casi veinte minutos. Teníamos vídeos. Teníamos vídeos de sobra, pero habían hecho pruebas y las fotografías siempre surtían más efecto porque los chicos tenían tiempo para pensar en las caras. Yo ya había visto la mayoría de las diapositivas en otras ocasiones. Solo había unas cuantas nuevas. Todas esas personas eran nuestros enemigos. Lo sabíamos. Y ya habíamos eliminado a alrededor de la mitad. Los demás seguían en la lista.
Cuando finalizó el pase de diapositivas, Matt permaneció en pie, en silencio. No iba a decir nada. Se iba a quedar ahí hasta que uno de los chicos decidiera hablar, aunque tardara una hora en hacerlo. Pero nunca había llegado a ese extremo. Rob, el jugador de hockey, levantó la mano.
—¿Sí, Rob? —preguntó Matt.
—¿Quién lo hizo?
—¿Quién hizo qué? —preguntó Matt. Sabía a qué se refería el chico, pero quería que lo dijera. Quería que todos los presentes lo oyeran pronunciar las palabras.
—¿Quién mató a mi madre? —preguntó Rob, que tuvo que hacer fuerza para tragar saliva, tanta… que lo oí desde el fondo de la sala.
—Fueron todos. —Matt encendió las luces y se dirigió lentamente a la parte delantera de la sala.
En realidad, sabíamos quién había matado a la madre de Rob. Aún estaba vivo, en Saint Louis. Habían preferido no utilizar las fotografías de la gente que había matado a los familiares de los chicos. No querían limitarse a mostrarles la fotografía de un asesino. Querían que estos chicos los odiaran a todos.
—Todos son cómplices. ¿Sabéis qué significa esa palabra?
Todos asintieron. Eran un grupo inteligente. Matt monopolizaba su atención.
—Todos los mataron. Trabajaban juntos. Lo que da miedo es que los que habéis visto solo constituyen una pequeña parte. Y no han acabado. Nunca acabarán. Solo se detendrán cuando logremos detenerlos. Son unos asesinos sanguinarios. Son malvados. Son el enemigo. Esto es una guerra que empezó hace varias generaciones. Si tenéis suerte, será vuestra generación la que le ponga fin.
Había oído esta parte del discurso en tantas ocasiones que empezaba a revolverme el estómago. La propaganda no iba conmigo. Siempre había creído que no era necesaria. Dirigí la mirada a Rob, que observaba fijamente a Matt. Tenía un pequeño tic en el ojo izquierdo y no paraba de abrir y cerrar el puño derecho. Pensé, sin poder evitarlo: «Dile de una vez al pobre muchacho quién mató a su madre y deja que sea vaya. No tendrás que decirle cuál es el bando bueno y el malo. Ya lo sabe». Matt prosiguió:
—Dentro de dos años, cuando todos cumpláis los dieciocho, vosotros también formaréis parte de esta Guerra. No se puede escapar de ella, no hay salida. Esta gente —Matt pronunciaba la palabra «gente» con asco, como si no debiera aplicarse a esas personas, y luego proseguía con más seguridad, alzando la voz a cada palabra— también irá a por vosotros. Quieren mataros. Debéis tenerlo claro, todos habéis nacido con un destino especial. Todos podéis contribuir para hacer de este mundo un lugar mejor. En cuanto cumpláis los dieciocho años, os convertiréis en un objetivo. Os pueden matar, tal y como mataron a vuestros padres o tíos. Podéis ser asesinados, a sangre fría, por el enemigo. Tal y como Joseph… —Matt se dirigió a mí por primera vez.
Todos los chicos se volvieron para mirarme. Me limité a permanecer sentado y asentí con un gesto de la cabeza. Matt prosiguió:
—Tal y como Joseph os explicará más tarde, podéis hacer diversas cosas al respecto. En cuanto cumpláis dieciocho años, os pueden matar, pero también podéis intervenir para detener la matanza. Podéis poner fin a la violencia. Podéis vengaros.
Ahora yo resultaba interesante. Los chicos se volvieron para mirarme. Matt prosiguió, sin inmutarse:
—Podéis ayudarnos a derrotar al enemigo de diversas maneras, pero de eso hablaremos más tarde.
»De momento merecéis saber más sobre nuestro enemigo. Quieren mataros por ser quienes son vuestros padres. Quieren mataros, a vosotros y a vuestra familia. No se detendrán ante nada para lograr su objetivo. Son unos seres corruptos, implacables e inmorales. —Hizo una pausa de nuevo—. Y debemos derrotarlos.
»A lo largo de la historia abundan los ejemplos de situaciones en las que la gente ha tardado en reconocer que el mal existe y se ha mostrado pasiva. En todas esas ocasiones se ha quedado sentada mientras otros morían y no ha actuado hasta que ya casi era demasiado tarde. —En este momento la voz de Matt adquirió cierta cadencia—. Pues yo quiero que todos reconozcáis que el mal existe y que debéis combatirlo. Sabemos quiénes son. Tenemos que enfrentarnos a nuestro enemigo sin rodeos. —Matt señaló a los chicos, que aún tenían la cara llena de espinillas—. Vosotros os enfrentaréis a ellos sin rodeos. Los atacaremos y los derrotaremos antes de que el mal sea tan grande que resulte imposible vencerlo. Ya han matado a varios miembros de vuestras familias. Y volverán a matar. No se detendrán ante nada a menos que les paremos los pies. Los guía el odio. Pero no es necesario que los odiéis con la misma intensidad. Tan solo tenéis que ser conscientes de qué son capaces.
A continuación, Matt apagó las luces y volvió a encender el ordenador. Esta vez proyectó en la pared la fotografía de dos cuerpos ensangrentados, tapados con sábanas blancas. Parecía la imagen de The New York Post que había visto el día anterior, la fotografía de las víctimas de Jared. Matt apretó la tecla de su ordenador. Apareció la imagen de un coche ardiendo, envuelto en unas llamas que se alzaban hacia el cielo. A duras penas se podía distinguir la forma de dos cuerpos carbonizados en el interior. Matt apretó de nuevo la tecla. La siguiente fotografía era de un hombre mayor, de unos sesenta años, tirado en un sillón. Tenía la mirada vidriosa y la boca abierta. Estaba muerto. Otra atrocidad. Matt fue pasando imágenes. Un hombre asesinado, una mujer asesinada. Y así durante un rato. Recuerdo la primera vez que vi el pase de diapositivas. Me recordó el vídeo que me mostraron en el instituto con todas aquellas imágenes gráficas de víctimas de accidentes de coche por culpa del alcohol. Se suponía que debía darnos miedo. Las diapositivas de Matt tenían un objetivo distinto. Tenían que provocar esa otra emoción primaria: el odio. Por mucho que dijera Matt, yo sabía que solo podríamos derrotar a nuestros enemigos si los odiábamos. Por mucho que toda esa propaganda me revolviera el estómago, sabía que era cierto. Y ahí, sentado al fondo de la sala de estar, observando a esos chicos, sabía que tenían miedo. También sabía que empezaban a odiar. Voy a ser honesto, Maria: por entonces su odio me daba esperanzas.
—Sé que cuesta asimilarlo —dijo Matt, mientras pasaba unas cuantas imágenes más de cuerpos inertes.
De nuevo podríamos haberles mostrado vídeos, pero debíamos actuar con cuidado. Avasallar a esos chicos con demasiada información en una etapa muy temprana no ayudaría a convertirlos en guerreros. Teníamos que hacerlo de forma paulatina. Disponíamos de dos años.
—Pero quiero enseñaros unas cuantas diapositivas más. Ya habéis visto a nuestros enemigos. Ahora… —dijo Matt con voz más jovial. Les dedicó una sonrisa y continuó—: Permitidme que os muestre las fotografías de vuestros amigos.
Pulsó una tecla del ordenador y apareció una nueva imagen. Esta era más alegre que las anteriores. La sala de estar se iluminó. La primera fotografía era de un hombre blanco de complexión atlética. Estaba en un campo de hierba. Sonreía. Matt pasó a la siguiente diapositiva, que mostraba a una mujer rubia. Se encontraba en la calle, frente a un rascacielos. La siguiente diapositiva era de un hombre negro vestido de médico, luego una mujer hindú trabajando con un ordenador, luego un hispano con traje, etcétera. Cada diapositiva mostraba otra cara, otra pose, otra raza, religión, etnia. Cada diapositiva mostraba a una persona nueva, todas ellas atractivas, atentas, serias y, sin embargo, sonrientes. Estas fotografías eran las mismas en todas las charlas a las que había asistido. Debían representar esperanza. Esperanza de que estos chicos pudieran enfrentarse a la vida, esperanza de que pudieran sobrevivir. Esperanza porque no estaban solos. No he olvidado lo mucho que significaron para mí.
Recuerdo el momento en que, de niño, entré en una sala llena de adultos, que callaron de inmediato al verme. Sabía que habían hablado de algo, de algo importante, pero me dejaron al margen. Matt había sumido a esos chicos en un torbellino de emociones, del miedo a la ira, de la ira al odio, del odio a la esperanza. Hasta cierto punto era una versión aséptica, artificiosa y manipulada, pero era una obra maestra del marketing. Yo sabía matar a la gente. Matt sabía convencerla para que quisiera matar. Estoy seguro de que sus manos están más manchadas de sangre que las mías. Recuerdo que, al salir de la reunión cuando tenía dieciséis años, ya echaba espuma por la boca, estaba listo para empezar a matar. La reunión me dio un objetivo. Tenía dieciséis años. Lo único que quería era un objetivo. Ahora estaba sentado viendo la presentación de Matt y no sentía nada. Tenía mis propios motivos para odiar al enemigo. No necesitaba el pase de diapositivas. Son los efectos de la Guerra.
—¿Alguna pregunta? —inquirió Matt mientras encendía las luces de nuevo. Lo dijo con toda naturalidad, como si acabara de enseñar a los chicos cómo funciona una lavadora secadora.
A partir de ese momento, la situación podía tomar dos direcciones, según quién planteara la primera pregunta. Ryan levantó la mano. Estaba en su casa. Yo sabía qué iba a preguntar antes de que lo hiciera. Había oído a chicos como él empezar con la misma pregunta en docenas de ocasiones. Quería ser valiente.
—¿Sí, Ryan?
—¿Cuándo empezamos? —Hasta que pronunció las palabras no se dio cuenta de lo mucho que lo asustaban.
Esas palabras hicieron que todos se cagaran de miedo. Fuera cual fuese la respuesta de Matt, sería demasiado pronto. Sin embargo, esa era la pregunta que acostumbraban a plantear, y que sepultaba la otra pregunta, la que necesitábamos responder, bajo una bravuconería desatada por la presión de los demás chicos.
Supongo que «cuándo» es la pregunta que se acostumbra a hacer porque cuando alguien te parte la nariz de un puñetazo tu primer instinto no es preguntarte por qué, sino que sientes dolor e ira y te entran ganas de vengarte. Al final, te preguntarás por qué. El «porqué» siempre llega. Es inevitable. Por eso intentamos responder a la pregunta aquí, en la primera clase, porque si les das un «porqué» a estos chicos, quizá no intenten encontrar el suyo. Sin embargo, nos manejábamos con prudencia. Intentábamos no forzar la situación porque todo funcionaba mejor si preguntaban primero. De ese modo, los chicos tenían la sensación de que salía de ellos. Así pues, no sacábamos el tema hasta el final, y solo si nadie hacía la pregunta.
—¿Joseph? —Matt me miró.
No estaba preparado. Nunca lo estaba.
—Quizá tú puedas responder a esa pregunta.
Preparado o no, me había levantado. Tenía una única tarea: hablarles a estos chicos de las reglas del compromiso. Una vez explicadas, solo me quedaba responder a sus preguntas. Me dirigí a la parte delantera de la sala.
—Empezaréis pronto, Ryan —le respondí—. De hecho, voy a explicaros cuáles son las reglas de esta Guerra y con ello también debería responder a tu pregunta. —Tenía la sensación de que la voz que oía no era la mía. Cuando hablaba ante un grupo de chicos como ese, siempre me parecía que era otro el que lo hacía—. Las reglas son simples. Simples pero inflexibles, y las penas por infringirlas también son duras. Así que escuchad con atención.
Una de las chicas levantó la mano. Le hice un gesto para que hablara.
—¿Cómo puede tener reglas una guerra? —preguntó.
Todos parecían mostrar cierto escepticismo, lo cual era lógico. Acababan de pasar dos horas en las que no habían hecho más que repetirles que su enemigo era malvado, que había que derrotarlo a toda costa. Ahora resultaba que yo iba a decirles que había reglas.
Estaba preparado para la pregunta. Yo mismo la había oído cuando tenía dieciséis años. Desde entonces, me había encargado de dar la respuesta en varias ocasiones.
—Todas las guerras tienen reglas —dije—. Sé que parece ilógico. ¿Por qué íbamos a obedecer una serie de reglas cuando nos estamos enfrentando a la gente que ha asesinado a nuestras familias?
Los chicos asintieron.
—La cuestión es que, sin reglas, hay caos. Y en el caos, nadie puede vencer. Seguimos las reglas porque nos ayudarán a ganar.
—Entonces, ¿por qué las siguen ellos? —preguntó uno de los chicos.
—Por el mismo motivo —respondí—. Porque creen que las reglas los ayudarán a ganar, pero nosotros somos más inteligentes. —No les expliqué el verdadero motivo por el que yo seguía las reglas. Lo hacía porque eran lo único que me permitía mantener la cordura. Aunque no tuvieran sentido, al menos había reglas. Existían, eran islas de cordura en este océano absurdo. Proseguí con mi explicación—. Regla número uno: Prohibido matar a transeúntes inocentes. La gran mayoría de la gente ignora que se está librando una guerra cruenta delante de ellos mismos. Y hay que proteger a esas personas a toda costa. No puede haber daños colaterales. La pena por matar a un transeúnte inocente es la muerte, y puede ser ejecutada por alguien de nuestro bando o del otro. No hay excusas que valgan. No hay circunstancias atenuantes.
—¿Y si es un accidente? —preguntó uno de los chicos.
—No hay accidentes —me apresuré a responder, y seguí con las reglas—. Regla número dos: Prohibido matar a nadie menor de dieciocho años, da igual a qué bando pertenezca. Hasta que no cumpláis los dieciocho se os considera transeúntes inocentes. Por lo tanto, la pena por matar a alguien menor de edad, aunque sea del enemigo, es la muerte. El corolario de esta regla es que nadie, sea del bando que sea, puede participar de ningún modo en la Guerra hasta que haya cumplido los dieciocho años. Así que, Ryan —me dirigí directamente a él un momento—, querías saber cuándo podíais empezar. Bueno, pues el día que cumpláis dieciocho años. —Hice una breve pausa para decidir si continuaba o no, si seguía ahondando en el tema o no. Al final opté por continuar; debían oírlo, de modo que añadí—: Empezaréis cuando cumpláis los dieciocho, tanto si queréis como si no. Hasta entonces, durante los próximos dos años, recibiréis entrenamiento. Os prepararán para la transición. Apenas os queda tiempo para disfrutar de vuestro salvoconducto.
Los dieciocho años era una edad muy temprana. Cualquier edad lo era. Esos chicos iban a vivir un infierno durante los próximos dos años. Iban a enseñarles a matar y a defenderse para que no los mataran. Iban a ver cosas que no imaginaban, cosas que desearían no haber visto. Aún no estaban listos para ello, pero no tardaría en llegar el momento.
—Esas son las dos reglas principales. Cualquier otra se deriva de esas dos. Hay una tercera que es importante y debéis conocer. —La tercera regla. Nunca había pensado demasiado en ella. Nunca me había detenido a considerar la cruel utilidad de su castigo. Un error—. La tercera regla es necesaria debido a la influencia de las otras dos en la Guerra. En realidad, es bastante simple. No podéis tener hijos hasta cumplir los dieciocho. ¿Alguien entiende por qué es necesaria esta regla?
Una de las chicas levantó la mano y le hice un gesto para que hablara.
—Porque si se pudieran tener hijos antes de los dieciocho, nadie ganaría la Guerra.
Qué perspicaz.
—¿Por qué? —pregunté.
—Bueno, si no puedes matar a nadie hasta que cumpla los dieciocho, pero resulta que se pueden tener hijos antes de esa edad, ¿cómo vas a poder vencer? El otro bando no dejaría de crecer.
—Exacto. Por eso es necesaria la tercera regla. Así que, si alguien tiene un hijo antes de cumplir los dieciocho, debe entregarlo al otro bando.
—¿Lo matan? —preguntó la chica perspicaz.
—No, no lo matan. No matamos a los bebés. Tan sólo son adoptados por la gente del otro bando. Los educan como si fueran uno de los suyos. Así que, al violar esta regla, en lugar de aumentar la población de nuestro bando, aumentáis la suya. En lugar de hacernos más fuertes, hacéis más fuerte al otro bando. Con el tiempo, el bebé crecerá. Crecerá y se involucrará en esta Guerra y luchará. Crecerá y se enfrentará a sus propios padres, a sus hermanos, a sus hermanas. —Miré los rostros horrorizados que llenaban la sala. Estaba claro que consideraban este castigo algo más cruel que la muerte. Dejé que lo asimilaran antes de proseguir—. Así que esas son las reglas. Ya está. Tres reglas que no podéis pasar por alto. Tres reglas que no podéis olvidar. Tres reglas que debéis obedecer. Lo demás que os voy a contar no son más que procedimientos. Bueno, ¿quién de vosotros ha adivinado cómo me gano la vida?
Se levantaron unas cuantas manos y elegí una al azar.
—Matas a gente.
—Así es —admití—. Soy un soldado. —Un soldado. Así era como nos llamaban. Michael, Jared y yo éramos soldados. Se suponía que debíamos sentirnos orgullosos del rango.
A continuación les expliqué los diferentes papeles que podrían llegar a desempeñar un día. No tenían por qué seguir mis pasos. Nuestro bando se organizaba en tres categorías básicas. Podías elegir de acuerdo con tus deseos y tu aptitud para el papel concreto. A menudo, a medida que la gente envejecía, podía cambiar de una categoría a otra. La primera era la de soldado. Yo había expresado el deseo de convertirme en soldado poco después de asistir a la sesión informativa cuando tenía dieciséis años. Creía que sería guay. Los soldados son la línea de frente de la Guerra. Los soldados constituyen el ataque. Los soldados se enfrentan al enemigo de forma directa y son los responsables de vencerlo. Como había dicho el chico, matábamos a gente.
El asesinato en sí, por supuesto, nunca es tan fácil como parece. Mi trabajo no consistía simplemente en salir, encontrar al enemigo y matarlo. Se necesitaba una estrategia. En primer lugar tienes que saber, de entre la masa, quién forma parte del enemigo. Averiguarlo no es una tarea sencilla. Hay personas de todas las complexiones y tamaños, de todos los grupos étnicos, todas las religiones. El único modo de descubrir que eran familiares era investigar su árbol genealógico. En cierto momento de la historia de esta Guerra, ambos bandos pusieron en práctica la misma estrategia, intentar ocultar a sus miembros mediante la diversificación de los acervos génicos. Así pues, ¿qué tienen en común? Unos cuantos genes y un enemigo… Yo, mis amigos, mi familia, estos chicos. ¿Cómo los encontramos? Ese es el trabajo del segundo grupo: Inteligencia. Está formado por chicos como Matt. Dentro de Inteligencia se pueden desempeñar diversos trabajos: genetistas, traductores, expertos en educación, gurús de marketing, planificadores militares, expertos en informática. La lista sigue. El grupo de Inteligencia es el más grande. Son los que nos dicen a Michael, a Jared y a mí a quién debemos matar. En ocasiones nos dicen el motivo; en otras es secreto. También se dedican al entrenamiento y la educación. Nos enseñan a matar y luego nos dicen con quién podemos practicar.
El tercer grupo era el encubierto. Nos referimos a ellos como reproductores. Su trabajo consiste en integrarse por completo en la vida cotidiana, no llamar la atención y esforzarse al máximo para sacar adelante una familia normal. Son los que impiden que nuestras tropas se vean diezmadas. El principal peligro que corren es que acostumbran a bajar la guardia, que después de varios años llevando una vida clandestina se descuidan y los acaban descubriendo. Y cuando eso sucede, los matan. Tienen unas defensas limitadas. La mayoría de los reproductores pasan al menos una temporada desempeñando otra función. A veces empiezan trabajando como soldados o en Inteligencia. Luego acaban quemados o conocen a alguien con quien quieren establecerse y sentar la cabeza, y es cuando pasan a quedar encubiertos.
—Entonces, ¿cómo sabéis a quién debéis matar? —preguntó uno de los chicos.
—Recibo un mensaje de Inteligencia. Me dicen quién es mi objetivo, dónde se encuentra y cualquier otra información especial que deba saber. También me dan un margen de tiempo para realizar la misión, por lo general un par de días. En ocasiones, si el trabajo es más complicado tengo hasta una semana. Luego viajo hasta mi destino, donde ya tengo asignado un piso franco, que siempre es propiedad de alguien de nuestro bando, sin hijos, y que me proporcionará alojamiento hasta que lleve a cabo mi misión.
—¿Saben cuál es tu objetivo?
—Sí, pero no puedo darles ningún detalle. Enseguida entenderéis que el conocimiento puede ser muy peligroso.
—¿Qué se siente al matar a alguien?
No me pareció bien decirles la verdad: que asesinar a una persona era mucho más fácil de lo que creían.
—No los considero personas. Tan solo son el enemigo. Nosotros somos los buenos. Ellos, los malos.
Nos acercábamos al final de la sesión. Los padres no tardarían en volver a recogerlos.
—Un par de preguntas más —dije.
—Pero ¿cómo puedes estar seguro de que la persona a la que debes matar es uno de ellos?
—En primer lugar, porque confío en nuestra Inteligencia. Estos tipos son muy buenos en lo suyo —dije, y señalé a Matt—. Pero no es solo eso. Hay algo más, algo que no puedo describir. Lo sabes porque ellos lo saben. Cuando encuentras a tu objetivo, lo notas, y ellos también. Lo sientes. Como he dicho, es difícil de explicar. Algún día, si tenéis suerte, entenderéis a qué me refiero.
—¿Y si no tenemos suerte? —preguntó uno de los chicos.
—Entonces ya será demasiado tarde. —Hice una pausa porque tenía miedo de haberme ido de la lengua.
Se levantó otra mano. Era una chica del fondo que no había abierto la boca hasta entonces. Ya pensaba que nadie iba a hacer la pregunta que Matt y yo esperábamos, pero sabía que si alguien había de preguntarla, era ella. Parecía la más asustada, sin embargo yo sabía que se debía a que era la única que tenía el valor suficiente de no ocultar su miedo. La señalé.
—¿Por qué? —preguntó, con voz suave pero firme.
Sabía a qué se refería, pero eso no importaba porque eran los demás quienes debían saberlo.
—¿Por qué qué? —la espoleé.
Miró a los demás antes de continuar, como si tuviera miedo de plantear la pregunta.
—¿Por qué quieren matarnos? ¿Por qué nos odian? ¿Por qué tenemos que matarlos? ¿Por qué? —Se le fue apagando la voz. Podría haber seguido. Podría haber seguido preguntando por qué esto y lo otro hasta el infinito, pero decidió parar. La sala enmudeció. Todas las miradas se posaron en mí. Todo dependía de mi respuesta.
—Matt os ha contado que son malvados, pero ¿qué es el mal? —Me encogí de hombros—. Unas veces estoy convencido de que lo sé, otras, tengo mis dudas. —Miré a Matt, que me observaba con nerviosismo ya que no sabía adónde pretendía llegar con mi respuesta. No había ningún motivo para que se preocupara. Era algo que ya había hecho antes—. Esto es lo que sí sé: han matado a vuestros padres y a vuestros hermanos. Si aún no lo han hecho, lo intentarán. —Hice una pausa para darle dramatismo a la situación—. Matarán a todos vuestros seres queridos, y luego os matarán a vosotros. —Miré fijamente a la chica aunque no me dirigía solo a ella, sino a todo el mundo—. A menos que los detengamos.
Podría haber seguido, podría haberles preguntado si les parecía un motivo suficiente, pero no fue necesario. Lo veía en sus ojos, incluso en los de la chica que había formulado la pregunta. En realidad no había respondido a su pregunta. Había hecho algo mejor. La había invalidado.
—¿No os parece suficiente?
—Quiero mostraros dos imágenes más, chicos.
Teníamos que ir paso a paso, sin precipitarnos, pero también debíamos darles una muestra de lo que podían esperar. Le hice un gesto a Matt, que pulsó un botón del ordenador. Un primer plano de la cara de un hombre iluminó la pared. La imagen no tenía nada extraordinario. Era un hombre blanco, de unos treinta y cinco años. Era un tipo fornido, con entradas. Sonreía, pero no era una sonrisa agradable, sino llena de maldad. Los de Inteligencia habían elegido una buena fotografía para su cometido.
—Este hombre se llama Robert Gardner.
Los chicos miraban el rostro fijamente.
—Cuando yo tenía doce años, mató a mi tío. Yo estaba con él cuando sucedió. Mi tío me había llevado al centro comercial a comprar un guante de béisbol nuevo. Estábamos caminando y me volví para mirar los perros del escaparate de la tienda de mascotas. Cuando me volví de nuevo, mi tío había desaparecido. Llegaron y se lo llevaron cuando yo no miraba. Tuvieron que venir a recogerme mis padres después de que me pasara varias horas buscando a mi tío por todo el centro comercial. Por aquel entonces nadie me dijo que incluso antes de que me cansara de buscarlo, ya habían encontrado el cadáver en el contenedor que había detrás del restaurante. Los hombres que lo secuestraron le rajaron el cuello de oreja a oreja.
Reinaba un silencio sepulcral. Era mi tío favorito. Lo quería. Estaba conmigo y, de repente, desapareció y me quedé solo. No volví a verlo jamás. No sabes lo que se siente, Maria. Sin embargo, esos chicos sí.
—Cuando cumplí dieciocho años me contaron lo sucedido. Me dijeron quién lo había hecho. —Miré de nuevo la foto de la pared. Entonces me volví hacia Matt y asentí.
Apretó una tecla del ordenador y apareció otra imagen. Era del mismo tipo. Pero esta vez tenía un ojo cerrado e hinchado. Tenía la mandíbula desencajada y la lengua azul. En la mejilla derecha se podía ver un corte profundo. El ojo abierto estaba muy dilatado pero sin vida.
—Este hombre se llama Robert Gardner. Asesinó a mi tío favorito. Cuanto cumplí dieciocho años me dijeron quién era y dónde vivía. —Señalé la imagen grotesca de la pared—. Ese es el estado en que quedó cuando acabé con él. Tenía dieciocho años y era el primer hombre al que mataba. No volvió a tener la oportunidad de asesinar a uno de los nuestros. —Barrí con la mirada la sala de estar llena de chicos.
Todos miraban fijamente la fotografía del rostro magullado y sin vida de Robert Gardner. Había un par de chicos que parecían a punto de vomitar. Era normal. Habían visto muchas cosas en un día, más de lo que podía asimilar la mayoría de la gente. Pero solo eran dos. Los demás parecían motivados.
Miré a Matt, que observaba en silencio la reacción de cada chico. Los motivados estaban un paso más cerca de convertirse en asesinos.