Chris:

Deseo con toda el alma que nunca tengas que leer esto, espero, a fin de cuentas, que pueda protegerte. Si estás leyendo esto, es que ha ido mal parte de mi plan y te he fallado por segunda vez. Si te ocurre algo, si te he fallado otra vez, entonces creo que es importante que sepas quién eres en realidad y quién era tu padre. Tu nombre, el nombre que te puso tu padre, es Christopher Jude. Tu apellido no es importante. A buen seguro es mejor que no lo conozcas. Yo me llamo Maria. Soy tu madre. Tu padre se llamaba Joseph. Te tuvimos cuando éramos muy jóvenes, sobre todo yo. Sé lo peligroso que es el mundo al que te he traído. Confía en mí, he visto el peligro de cerca. Necesito saber que estoy haciendo todo lo posible para protegerte. Puede que no siempre tome las decisiones correctas, pero lo intento. Tu padre también lo intentó. Deseábamos más que nada poder darte una vida normal. Durante un tiempo tuvimos la ilusión de que lo conseguiríamos.

Naciste en Nuevo México. Después de huir durante casi nueve meses, tu padre y yo nos instalamos en una casita blanca, en los desiertos de arena roja. Pensamos que por fin habíamos encontrado un lugar seguro, un oasis. Tratamos de aislarnos. Tratamos de no molestar a nadie. Estoy segura de que no lo recuerdas, pero durante un tiempo fuimos una pequeña familia normal y feliz. Recuerdo momentos hermosos en los que de verdad olvidaba que estábamos huyendo. Creo que a veces incluso tu padre se permitía creer que se habían olvidado de nosotros. Éramos muy ingenuos, perdidos en nuestro pequeño mundo de ensueño, creyendo que el hecho de anhelar algo podía hacerlo realidad, esperando que ya hubiéramos realizado suficientes sacrificios. Renunciamos a todo, a todo menos el uno al otro y a ti. Fuiste una bendición, un regalo que va más allá de las metáforas. Luego vinieron a por ti. Tuvimos cuatro semanas, las cuatro semanas más maravillosas de mi vida. En esas cuatro semanas, me diste más de lo que nunca podré devolverte.

Ojalá hubiera alguna manera de poder mostrarte lo mucho que cambiaste a tu padre. Recuerdo que observaba cómo te tenía en brazos. Te envolvía con las manos y te cogía con cuidado. A veces llorabas y lo único que tenía que hacer para que pararas era cogerte en brazos. Solía ponerte sobre su pecho mientras estaba tumbado en ese horrible sofá verde que teníamos en nuestra sala de estar y te quedabas dormido como un angelito. Tu cuerpo subía y bajaba al ritmo de la respiración de tu padre. Hicimos planes para que nuestra pequeña casa fuera más bonita y pudieras crecer aquí y ser un niño normal. Teníamos un viejo árbol en el patio, el último árbol antes de la inmensidad del desierto. Tu padre hablaba continuamente de atar un neumático a una de las ramas y hacer un columpio para cuando te hicieras mayor. Ojalá pudiera haberte dado eso. Ojalá tuviera recuerdos reales de tu padre empujándote en el columpio de neumático, en lugar de estos sueños de recuerdos que nunca existieron.

En ocasiones, yo trataba de fingir que éramos una familia normal de verdad. No hablábamos de la Guerra durante días enteros. Sin embargo, por mucho que lo fingiéramos, por mucho tu padre actuara como si todo fuese normal, él nunca olvidaba quiénes éramos ni qué hacíamos solos, escondidos en el fin del mundo. Siempre pensaba en eso. Lo sabía porque solía hablar consigo mismo en sueños. Murmuraba y gritaba. Pero durante el día, actuaba con normalidad, por mí y por ti. Nuestro mayor deseo era pasar la vida contigo, olvidar y ser olvidados. Solo queríamos que nos dejaran en paz. Pero no había terminado. No nos olvidaron, Chris. Si solo has de recordar una cosa de lo que intento enseñarte, recuerda que nunca olvidan.

Vinieron a por ti un domingo por la tarde. En ocasiones siento que no tengo recuerdos más que los de ese día, como si los cinco hombres armados con pistolas hubieran borrado cualquier otro recuerdo. Parecía un domingo normal y pacífico hasta que llamaron a la puerta. En los meses que habíamos vivido en aquella casita ni una sola persona había llamado a la puerta hasta ese día. ¿Quién llamaría? Apenas tratábamos con nadie más que con el doctor que te ayudó a nacer y con los tipos con los que trabajaba tu padre, que nos exigía que mantuviéramos la discreción por tu propio bien. Fue todo en balde. Sabían dónde estábamos desde el primer momento.

El recuerdo de los golpes en la puerta todavía me asusta. Provocaron un sonido hueco. Oí un gran golpe y luego hubo una larga pausa, como si quien había llamado estuviera esperando a que el eco se apagara. Estaba sentada en la cocina contigo en el regazo. Al principio, no pensé en nada. La gente llama a las puertas. Solo que se suponía que no tenían que llamar a la nuestra.

Con el segundo golpe, tu padre ya se había levantado y estaba caminando hacia nosotros. Venía de la sala, donde estaba tumbado en el sofá, leyendo el periódico. Trataba de dejarle descansar los domingos, porque sabía lo mucho que trabajaba durante toda la semana. Observé que venía hacia nosotros. No hizo ningún ruido al caminar. Había aprendido a caminar así, deprisa pero en silencio, mucho antes de que yo lo conociera. Cuando vi que caminaba hacia nosotros de esa manera, fue cuando me di cuenta por fin de que debería estar asustada. Tendrías que saber que antes de que tú nacieras, tu padre era un hombre muy peligroso. Yo había hecho todo lo que se me había ocurrido para amansarlo, pero no cambió de verdad hasta que tú naciste. Tú lo hiciste feliz. Lo veía en él a diario. En cambio, cuando oyó esa llamada a la puerta, volvió a convertirse casi al instante en ese hombre peligroso. Vi que la paranoia volvía a apoderarse de él y, para ser sincera, me alegré.

Hasta que tu padre no se alejó un paso o dos de nosotros no miré por fin hacia la puerta. La puerta de la casa era de una madera marrón clara y la enmarcaban dos vidrieras de colores que proyectaban tonalidades rojas, verdes, azules y amarillas sobre el suelo. Cuando miré a la puerta, vi dos figuras de pie al otro lado. Debido a los colores, solo distinguía las siluetas de dos cuerpos grandes. Al tercer hombre, el que estaba llamando a la puerta, no podía verlo. Tu padre, sin vacilar, se colocó entre nosotros y la puerta para taparnos, en caso de que los hombres pegaran el ojo a las vidrieras de colores. Cuando tu padre llegó junto a nosotros, estiró el pulgar y te lo metió en la boca. Empezaste a chuparle el dedo de inmediato como si fuera un pezón. Justo después, oímos un tercer golpe en la puerta.

Te abracé con fuerza.

—Ya voy —gritó tu padre en dirección a la puerta.

Entonces se volvió hacia nosotros y nos susurró:

—Llévate a Christopher. Sal por la puerta de atrás.

Hizo una breve pausa, esperando que asintiera para saber que lo había entendido. Asentí y él continuó.

—No vayas al coche. Solo vete de aquí lo más rápido que puedas. Ve recto. Aléjate.

Quería decir algo, pero tu padre me tapó la boca con la mano libre. Negó con la cabeza para indicarme que no debía hablar, que no debía hacer ningún ruido. Me alegré de que lo hiciera porque no tengo ni idea de qué se suponía que debía decir.

—Ahora vete. Cuando debas elegir, dirígete al norte.

Sabía que debería haberle hecho varias preguntas, pero no se me ocurrieron las adecuadas. El temor se había apoderado de mi mente.

—Te encontraré —me dijo tu padre, respondiendo a la pregunta más importante sin esperar a que la planteara.

Entonces me cogió la mano, la sostuvo delante de su cara y besó las puntas de mis dedos. Después de besarme la mano, te sacó el pulgar de la boca y puso el mío en su lugar. Sentí que te aferrabas a mi pulgar con las encías y una fracción de segundo después tu padre se volvió hacia la puerta de la calle. No miró por encima el hombro para ver si le estaba obedeciendo. Sabía que lo haría. Yo amaba a tu padre. No quería dejarlo, pero tenía que hacerlo. Tu padre no me estaba diciendo que huyera por mi seguridad, me estaba diciendo que huyera por la tuya.

He repasado mentalmente esa tarde una y otra vez, tratando de entender si podría haber hecho algo para impedir lo que ocurrió, si hubo algún momento en el que podría haber cambiado nuestros destinos. La idea me atormentó durante semanas. Consumí hasta el último minuto de cada día. Al final me di cuenta de que no podía quedarme en el pasado. Aunque pudiera haber hecho algo de una manera diferente, la cuestión era que no lo había hecho. El pasado es el pasado, Christopher. Es irrelevante a menos que tenga algo que enseñarte sobre el futuro.

Me volví otra vez hacia tu padre por un instante, justo cuando él iba a poner la mano en el pomo. Las sombras enormes todavía se veían al otro lado de las vidrieras. Era el momento de irnos. Teníamos que salir de la casa antes de que tu padre abriera la puerta y confiar en que nadie nos viera. Salimos por la puerta corredera de la cocina. Te llevaba en brazos, preparada para correr. No había pensado en llevarme nada. Ya nos preocuparíamos después por la comida y los pañales. Tu padre me dijo que corriera, así que mi idea era correr. Líneas rectas. Al norte cuando fuera posible. El instinto de tu padre decía que los golpes en la puerta traían peligro y el mío me decía que lo creyera.

Salí a la dura tierra roja del desierto, sosteniéndote contra mi pecho. El sol estaba bajo, pero todavía hacía calor. Tengo recuerdos vívidos del poco aire que soplaba, como si estuviéramos en un escenario de cine. El desierto se extendía ante nosotros. Parecía interminable. Ese recuerdo lo tengo grabado a fuego en el cerebro. Me tortura. No tenía ni idea de si volvería a ver a tu padre alguna vez, pero juro que no me lo pensé dos veces. Te apretujé contra mi pecho, con el pulgar todavía en tu boca, y no miré atrás. Miré adelante, más allá del árbol con el fantasma del columpio de neumático que nunca había tenido y nunca tendría. Más allá de la tierra plana y quemada por el sol. No veía ni una sola casa o calle más. Por eso había elegido tu padre esa casa. Pensaba que el aislamiento nos proporcionaría más seguridad. Quería llevarte lo más lejos posible de la casa antes de que empezaras a llorar. No tenía ni idea de qué planeaba hacer tu padre. Nada me habría sorprendido. Ya se había ofrecido voluntario a sacrificar su vida por ti antes, antes incluso de que nacieras, cuando huíamos de Charleston, pero de alguna manera se había salvado. No sé qué iba a hacer tu padre, pero sabía que mi obligación era correr, así que corrí. Dimos unos diez pasos desde la puerta de atrás antes de oír el terrible estallido. Era un sonido que reconocí, un sonido al que ya me estaba acostumbrando. Dejé de correr, el ruido quedó atrapado en mi oído, a medio camino entre el restallido de un látigo y la explosión de un cañón. No procedía del interior de la casa como había esperado. Procedía de justo detrás de mí. Me paré de golpe, como si hubiera corrido hasta el borde de un precipicio. Te sostuve aún más cerca de mí para que no pudieran dispararte sin atravesarme a mí antes. Oí otra vez el estallido, solo una vez más. En esta ocasión, vi que se levantaba una nube de polvo de metro y medio delante de mí, como una columna de humo rojo que se elevaba del suelo. Rompiste a llorar. Incluso con mi pulgar en la boca, te echaste a llorar más fuerte que nunca. Yo también quería llorar. Quería llorar contigo. Sabía que tu padre, si todavía estaba vivo, oiría tu llanto y sabría que yo había fracasado.

Me volví y miré detrás de nosotros. Había dos hombres de pie junto a la puerta trasera de nuestra casa, de la que acabábamos de salir corriendo. Uno sostenía una pequeña pistola a la altura de la cadera. El otro tenía un rifle pegado al hombro, apuntando al suelo delante de nosotros.

—Te sugiero que no corras más —dijo el hombre de la pistola.

El tono amable no impidió que lo odiara.

—¿Por qué no entras con nosotros? —preguntó.

Era un hombre desagradable, bajo y fornido, con una nariz bulbosa. El otro mantuvo el rifle en el hombro, apuntando en nuestra dirección, y eso impidió que le viera la cara. Retrocedí los diez pasos hacia la casa. No tenía elección. Pasé junto a los dos hombres y entré en nuestro hogar. Te agarré con más fuerza al pasar junto a ellos. No tenía ni idea de qué planeaban hacer con nosotros, pero no iba a soltarte sin luchar. Te apreté contra mi pecho, tratando de que sintieras que no tenías nada que temer. Los dos hombres nos siguieron al interior de la casa.

Hacía mucho más fresco dentro, lejos del sol del desierto. Una vez que entramos en la casa, miré alrededor. Todo parecía en orden. No había pruebas de pelea o lucha. Imperaba una calma estremecedora. Tu padre estaba sentado en el sofá de la sala. Desde donde yo estaba de pie, podía ver a otro hombre sentado en una silla al otro lado de la mesa de centro, de cara a tu padre. Había otros dos hombres junto a la puerta de la calle. Los reconocí por su forma: eran los que estaban al otro lado de la vidriera de colores. Ambos llevaban pistolas. Los dos hombres que habían entrado con nosotros se detuvieron nada más cruzar la puerta trasera y se quedaron allí. Tenían todas las salidas cubiertas.

El hombre sentado enfrente de tu padre me miró cuando entramos. Sentí un escalofrío en la columna. Luego te miró a ti. Todo lo que necesitaba saber, lo vi en esa mirada, que refulgía de odio. El hombre me asustó. Se volvió otra vez hacia tu padre.

—Vamos, Joe —dijo ese hombre, fingiendo decepción—, ¿de verdad creías que no apostaríamos a nadie en la puerta de atrás?

—No me había dado cuenta de que eras tú, Jared —replicó tu padre—. Si no, habría dado por supuesto que tendrías todas las bases cubiertas. No todos son tan meticulosos como tú.

Tu padre parecía abatido. Intenté encontrar un deje de esperanza en su voz, pero fue en vano. Miré al hombre sentado enfrente de tu padre. Conocía el nombre de Jared. Era el nombre del viejo amigo de tu padre, que me había contado historias sobre la infancia que habían compartido Jared y él. Quería que eso me diera esperanza, pero no fue así. No después de la manera en que te miró Jared. Algo iba mal. Algo iba muy mal.

—Así que esta era la causa de todos tus problemas —le dijo Jared a tu padre, señalándote como un testigo que identificaba a un asesino en un tribunal. Parecía ridículo señalar así a un bebé.

—Se llama Christopher —dijo tu padre—. Christopher Jude.

Me di cuenta de lo que quería hacer tu padre. Quería ganarse a su viejo amigo.

—La verdad es que no me importa su nombre, Joe. A ti tampoco debería importarte.

Jared hablaba con un tono neutro y sin emoción. Metió la mano en la cinturilla del pantalón y sacó un revólver deslustrado. Lo dejó en la mesita de centro antes de dirigirle otra mirada a tu padre. Cuando lo miró, el odio desapareció de su rostro y fue reemplazado por una expresión más compasiva.

—Es uno de ellos, Joe —dijo casi con un suspiro, lo bastante alto para que lo oyera yo, pero lo bastante bajo para que tu padre comprendiera que esas palabras iban dirigidas solo a él. Jared también intentaba ganarse a tu padre.

—Es mi hijo, Jared.

Incluso rodeada por hombres desconocidos armados con pistolas, aquellas palabras me hicieron sentir fuerte, pero solo por un momento. Jared asintió con la cabeza. Pensaba que quizá iba a estar de acuerdo con tu padre.

—Siempre supe que uno de los dos iba a meterse en problemas —dijo Jared, negando con la cabeza—, pero pensaba que sería Michael.

Se rio un segundo y dejó de hacerlo con la misma brusquedad con que había empezado.

—Todavía estás a tiempo, Joe. Lo he consultado. No te han eliminado de la lista. Dame al niño. Dame al niño y aún puedes volver al redil.

—No puedo hacerlo. —Ahora tu padre también susurraba.

Jared se inclinó más hacia tu padre, apoyando los codos en las rodillas.

—Creía que cuando tuvieras al niño, cuando lo vieras de verdad, entrarías en razón. Creía que cuando te dieras cuenta de quién era tu hijo, volverías con nosotros. —Jared empezó a morderse el labio inferior—. Por eso esperamos, Joe. Por eso hemos estado protegiéndote todo este tiempo.

Se me erizó la piel cuando oí esas palabras, antes incluso de comprender lo que significaban.

—Pensábamos que si te dábamos tiempo, entrarías en razón.

—¿Entonces fuiste tú quien me salvó en Charleston? —preguntó tu padre.

—¿Crees que habrías llegado tan lejos sin que te protegiera, Joe? —respondió Jared.

Pareció que estaba a punto de echarse a reír otra vez, pero no lo hizo.

—¡Vamos, Joe! —Jared levantó la voz. Cerró el puño y se golpeó la rodilla—. ¿Te das cuenta del riesgo que hemos corrido para salvarte? Eliminamos a tres de sus hombres para protegerte en Charleston. Me acusaron de usarte como cebo, de usarte para atraerlos. ¿Te das cuenta de cuál es el castigo por eso? Lo he arriesgado todo por ti.

No sé quién parecía más consternado, Jared o tu padre.

—Eres mi mejor amigo. No paraba de decirles: «Dadle algo de tiempo. Volverá».

Poco a poco, todo empezó a encajar. Las personas que estaban en nuestra casa eran la razón por la que salimos juntos de Charleston. Habían estado protegiéndonos para poder volver y llevarte, lejos de nosotros.

—Así que todo esto todavía formaba parte de tu trabajo de asesor.

—No me hagas eso, Joe —dijo Jared—. Sabes que me he implicado mucho más de lo necesario.

Jared miró un momento por la ventana abierta.

—¿Sabes lo que estás haciendo sufrir a tu madre? —le preguntó Jared.

Tu padre se limitó a asentir. Yo sabía que había escrito a tu abuela.

—¿Y Michael? —Tu padre preguntaba por su otro mejor amigo, el tercer miembro del trío.

—Michael no lo entiende —replicó Jared—. Se largó cuando se enteró de que estabas huyendo. Confundiste a ese chico. No sabía qué hacer sin ti.

—¿Así que también ha huido? —La voz de tu padre había recuperado cierto tono de esperanza.

—No. Nadie persigue a Michael. No ha hecho nada malo. Si te llevo de vuelta, volverá al instante. Será como en los viejos tiempos.

Jared puso una mano sobre la pistola. La empujó hasta el centro de la mesa para que estuviera tan cerca de tu padre como de él. Yo no comprendía qué se suponía que significaba eso, si una oferta de paz o un desafío. Todavía no entendía los rituales. Aparté la mirada de la pistola. Todo el mundo estaba demasiado calmado. Yo quería gritar. Tú te habías quedado dormido en mis brazos. Fuera el cielo se estaba tiñendo de un rosa oscuro a medida que el sol se ponía. Unas sombras largas y grises empezaron a invadir la casa.

—Entonces, ¿qué quieres de mí? —preguntó tu padre.

—Solo quiero que hagas lo correcto —respondió Jared—. Es solo el niño, Joe. Puedes quedarte con la chica.

Jared me señaló con la cabeza. Me entraron ganas de llamarlo hijo de puta. Me entraron ganas de preguntarle quién demonios se creía que era, pero no me atreví a abrir la boca.

—Es por tu propio bien, Joe. Te conozco desde hace mucho. Te quiero. Estoy tratando de ayudarte.

Al oír el modo en que habló Jared, hasta yo misma estuve a punto de creerlo.

Tu padre se frotó las manos.

—No quiero que mi hijo se vea envuelto en nada de esto, Jared. No quiero que lo eduquen para que sea un asesino. —Tu padre negó con la cabeza. Nunca lo había oído hablar con tal determinación—. Así que si os entrego a Christopher, ¿qué haréis con él?

Jared se reclinó en la silla. Conocía la respuesta a esta pregunta.

—Lo llevaré a donde tiene que estar. Lo entregaré a los del otro bando. Seguiré las reglas, Joe, igual que deberías hacer tú.

—¿Y cuando cumpla dieciocho años? —preguntó tu padre, que conocía la respuesta de sobra.

Jared negó con la cabeza. Sabía que tu padre conocía la respuesta.

—Yo mismo mataré a ese cabrón —respondió Jared.

Ahogué un grito al oír esas palabras. Jared me oyó y nos lanzó una mirada de desprecio. Una mirada que reveló lo que Jared pensaba de mí. Había corrompido a su mejor amigo. Le había robado a su hermano.

—No —fue lo único que respondió tu padre, negando con la cabeza de un lado a otro.

—¿No qué? —preguntó Jared.

—No te vas a llevar a mi hijo. No, mi hijo no va a ser parte de esta Guerra.

Tu padre pronunció estas palabras como si se tratara de un conjuro, como si pudieran proporcionarle cierto control. Pero solo eran palabras. No sé qué esperaba tu padre, pero no tuvieron ningún efecto mágico.

—Me jode hacer esto, Joe, pero ya no puedo hacer más por ti. Nos lo llevamos. Un día me darás las gracias. —Jared se inclinó hacia delante y cogió la pistola de la mesa. Se levantó y se metió el arma en la parte trasera de los pantalones—. Te he dado la oportunidad de hacerlo como es debido. Cuando recuperes el juicio, encontrarás mi puerta abierta. Con suerte, todavía podré convencerlos para que te dejen volver. —Jared se dirigió hacia nosotros—. Coged al niño —le ordenó a los demás, señalándote otra vez a ti.

Dos de los cuatro pistoleros se dirigieron hacia mí. Un tercero levantó la pistola y me apuntó. De repente me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Iban a arrancarte literalmente de mis brazos.

—Espera —gritó tu padre antes de que nadie me alcanzara. Habló con tanta autoridad que todos los presentes se detuvieron un momento—. Antes de irte, ¿vas a pedirme disculpas, Jared?

Tu padre tenía la mirada clavada en la pared. No miró a Jared cuando habló. Tampoco a nosotros. Pensé que se había rendido.

—¿Por qué? —preguntó Jared, convencido de que no tenía que disculparse por nada.

—Por desgarrarme el corazón —replicó tu padre.

Fueron las palabras más tristes que había oído nunca.

—Tú primero, amigo —replicó Jared con idéntica vehemencia.

Entonces hizo una señal a sus compañeros y estos se dirigieron hacia mí otra vez. El primer hombre en alcanzarme me agarró de los brazos como una tenaza. Se puso detrás de mí y me juntó los codos en la espalda. Al separarme los brazos no podía agarrarte con tanta fuerza. Sentí que empezabas a escurrirte entre mis dedos. Justo antes de que te me escaparas, uno de los hombres te cogió. Te sostuvo delante de él, no como se sostiene a un niño, sino como se sostiene a un animal salvaje.

—¡No les dejes hacer esto, Joseph! —grité. No sabía qué más hacer—. Se supone que eres su amigo —le grité a Jared.

Ahora estaba llorando. No sabía qué haría si te perdía.

—Soy su amigo —me susurró Jared, enfadado, como si no estuviera acostumbrado a que le llevaran la contraria.

Una vez que te tuvieron en sus manos, el primer hombre me soltó. Las piernas no me aguantaron más. Mis músculos no reaccionaban. Caí a plomo en el suelo. Se te estaban llevando y no sabía cómo detenerlos.

Fuera había oscurecido. Nadie había encendido ninguna de las luces de la casa, así que estaba oscureciendo también dentro, lo que dificultaba la visión. Miré hacia el sofá donde había estado sentado tu padre. Quería maldecirlo por permitir que ocurriera aquello. Quería gritarle por no impedir que se te llevaran, pero le habría gritado a un sofá vacío. Tu padre había desaparecido. Jared y sus secuaces se dirigían a la puerta. El hombre del rifle iba delante. El hombre que te sostenía se encontraba detrás de él. Miré otra vez al sofá vacío y luego examiné la sala para tratar de ver adónde había ido tu padre. Reparé en el púrpura oscuro que teñía el cielo y me di cuenta de que la ventana estaba abierta. Tu padre ya estaba fuera, esperándolos. Yo quería hacer algo. Quería ayudarlo de alguna manera, pero no tenía ni idea de lo que tramaba.

El hombre del rifle abrió la puerta de la calle. Salió. El hombre que te llevaba en brazos salió tras él. Yo apenas veía la puerta entre las espaldas de los otros tres hombres. Sin embargo, oí un sonido, un profundo sonido gutural de sorpresa. A continuación la puerta de la calle se cerró. Jared y dos de los hombres aún estaban dentro. Todos se quedaron un momento ahí, confundidos. Entonces se oyeron disparos al otro lado de la puerta. Contuve la respiración y escuché, tratando de averiguar qué significaban los disparos. No me atrevía a respirar. Me limité a escuchar sin perder la confianza. Primero hubo silencio. Entonces te oí llorar. Nunca pensé que me alegraría tanto de oírte llorar. Mejor aún, tu llanto se oía cada vez menos, y no porque te estuvieras calmando, sino porque te estabas alejando. Tenía que ser tu padre. Tu padre me estaba abandonando, dejándome en la casa con esos tres hombres horribles y, sin embargo, nunca lo amé más en la vida. Te estaba salvando.

Miré a los tres hombres que quedaban dentro. Los dos secuaces todavía no comprendían lo que estaba ocurriendo. Sacaron sus armas antes de abrir la puerta otra vez. Solo Jared mantuvo la calma. Estiró el brazo y giró el pomo. Cuando abrió la puerta, oí que un coche arrancaba. Tu padre estaba a solo unos segundos de escapar contigo. Me levanté. Lo único que se me ocurrió para ayudarlo a escapar fue correr hacia Jared. Él salió y yo corrí hacia la puerta de la calle, pasando por delante de los dos hombres desconcertados. Jared había salido al porche delantero. Vi que se estaba agachando para recoger algo. Yo también había salido. Sabía que tenía que intentar placar a Jared, retenerlo en el suelo, impedir que hiciera lo que tenía en mente. Pero entonces cometí mi único error. Antes de saltar hacia él, levanté la mirada. No pude evitarlo. Quería veros a ti y a tu padre. Quería saber que los dos estabais a salvo. Pensé que podría ser la última vez que os viera a los dos. Tu padre estaba en el asiento delantero de nuestro coche. No podía verte a ti, pero sabía que estarías tumbado en el asiento de su lado.

Miré a Jared. Estaba agachado para coger el rifle. Los dos hombres a los que tu padre había tendido una emboscada en el porche yacían en el suelo, inmóviles. Vi sangre. Estaban muertos. De alguna manera, en cuestión de segundos, tu padre los había matado.

Jared cogió el rifle de las manos de uno de los cuerpos sin vida. Corrí hacia él cuando lo levantaba y se lo llevaba al hombro. Traté de ir más deprisa, pero Jared me vio venir. En mi momento de vacilación, en ese momento en que levanté la mirada para ver si estabais bien, Jared vio que me precipitaba hacia él. Bajé la cabeza para tratar de derribarlo o al menos golpearlo lo bastante fuerte para que tu padre tuviera tiempo de alejarse contigo. Estaba a punto de alcanzarlo cuando levantó la mano libre y me agarró de la base del cuello. Me contuvo con una mano antes de que tuviera ocasión de embestirlo. Me clavó los dedos en la clavícula mientras todavía sostenía el rifle con la otra mano. Era muy fuerte y me sentí muy débil. Me levantó como si no pesara nada y me lanzó fuera del porche. Caí al suelo. Cuando dejé de rodar, me volví para mirar hacia el coche. Estaba empezando a moverse. Todo estaba ocurriendo demasiado despacio. Volví a mirar al porche y vi que Jared se llevaba el rifle al hombro. Apuntó. Disparó un tiro. Me volví y miré otra vez al coche. Jared había disparado a la rueda delantera. El coche derrapó hacia un lado y viró de manera que casi quedó de cara a nosotros. A través de la oscuridad, vi a tu padre tratando de girar desesperadamente el volante. Entonces volví a mirar a Jared. Estaba apuntando para disparar otra vez. Apuntó y apretó el gatillo de nuevo. Oí ruido de cristales rotos antes incluso de volverme. Cuando me di la vuelta, el parabrisas ya se había hecho añicos, y las fisuras se entrecruzaban en una telaraña centrada en un agujero situado justo delante del asiento del conductor. La puntería de Jared había sido perfecta. Quería gritar, pero me quedé petrificada.

Jared volvió caminando hacia la puerta delantera y gritó a los dos secuaces supervivientes que salieran. Les ordenó que lo acompañaran al coche.

—Coge a la chica —le dijo a uno de ellos cuando pasó a mi lado.

El hombre se inclinó hacia mí y me agarró de un mechón del pelo. Me levantó del suelo pero no me soltó, sino que me arrastró tras él. Trastabillé, tratando de mantener el paso. No me hacía daño. No podía sentir dolor. Estaba aturdida. Recé para que el coche estuviera vacío cuando llegáramos a él, recé para que de algún modo tu padre hubiera salido y huido contigo. Jared me miró mientras caminábamos, con el rostro lleno de odio.

—Has matado a mi mejor amigo —me dijo Jared sin el menor atisbo de ironía.

Yo tenía la boca demasiado seca para responder nada.

Te oí llorar cuando nos acercamos al coche y se me cayó el alma a los pies. Era un sonido ahogado, pero no cabía duda. Debías de haber caído al suelo, debajo de uno de los asientos, cuando el coche giró. Por un momento, lo único que me preocupó fue que estuvieras herido. Entonces recordé todas las demás cosas de las que tenía que preocuparme. Estabas vivo. Di gracias a Dios por eso, pero era lo único por lo que tenía que dar gracias.

—Puedes soltarla, pero no dejes que vaya a ninguna parte —ordenó Jared al hombre que me agarraba del pelo.

Me echó a un lado. Caí otra vez al suelo y mis rodillas ya ensangrentadas se clavaron en la tierra seca. Aunque hubiera querido correr, no tenía fuerzas para hacerlo.

—Tú —dijo Jared, señalando al otro hombre; ahora dictaba órdenes con una autoridad carente de emoción—, coge al niño.

Me incliné hacia delante para poder verte cuando el hombre abrió la puerta del pasajero. Se agachó hasta el suelo del coche como si tal cosa y te agarró por una pierna: tu cuerpo colgaba de su puño como si fueras un pedazo de carne. Lo odié. Contuve la respiración. Estabas cubierto de sangre. No sabía si era tuya o de tu padre. Lo siento mucho, Christopher. Siento mucho haber dejado que te hicieran eso.

—Le estás haciendo daño —grité, pero nadie me escuchó.

Sentía un dolor físico en mi interior, aunque sabía que no estaba herida.

Jared se acercó a la puerta del conductor. La abrió y miró en el interior del coche. No pude ver lo que estaba mirando. Lo único que podía ver era el parabrisas resquebrajado y sangre. Jared echó una larga mirada en el interior del coche. No dijo ni una palabra. Tenía una mirada fría y un rostro impasible. Entonces se volvió otra vez.

—Vamos —dijo.

Empezó a caminar hacia el todoterreno que sus secuaces y él habían aparcado junto a la casa. Los otros dos hombres lo siguieron. No se molestaron con los cadáveres del porche. No dejabas de llorar. Se te estaba poniendo la cara morada porque el hombre te llevaba cabeza abajo. Quería correr hacia ti, Chris. Quería calmarte. Estaba demasiado débil. No podía luchar. Apenas podía respirar. Me sentía como si alguien me estuviera pisando el pecho. Había perdido toda la energía. No poseía la fortaleza de tu padre. Ni siquiera tenía fuerzas para hacer un último y desesperado intento de salvarte. La muerte no me asustaba. Solo la desesperación.

Pasaron a mi lado, a menos de un metro de mí. Por un momento, pensé que iban a fingir que yo no estaba allí. Eso era lo peor, su indiferencia hacia mí. Habría preferido que me dispararan a que me dejaran allí tirada como a una inútil. Quería sentir dolor. Al pasar por mi lado, Jared se volvió hacia mí una última vez. Estaba rezando para que levantara la pistola y acabara con mi sufrimiento. En cambio, me miró a los ojos y señaló el coche con la cabeza. Con gélida indiferencia, dijo:

—Aún está vivo, pero no durará mucho. No te molestes en pedir ayuda porque no hay tiempo suficiente. Solo ve a despedirte. Considéralo el último favor que haré por mi amigo. —Se detuvo durante una fracción de segundo y apostilló—: Y luego te sugiero que desaparezcas.

Rompí a llorar otra vez. No sé cómo me quedaban lágrimas. No tenía fuerzas para levantarme. Sabía que si lo intentaba, me caería al suelo. Así pues, me quedé allí tirada y observé a los tres hombres mientras se metían en el coche contigo. El hombre que te agarraba se subió al asiento trasero. Una vez que estuvo dentro, ya no pude verte más. Cerró la puerta y el sonido de tu llanto se desvaneció. El todoterreno arrancó y los hombres se alejaron, dejándome tendida en el suelo. Te fuiste así sin más.

Observé el vehículo hasta que desapareció, sabiendo que ibas en él. Cuando dejé de verlo, empecé a arrastrarme por el suelo hacia tu padre. El coche estaba a poco más de cinco metros, pero apenas tenía energía para arrastrarme. No sabía qué podía decirle a tu padre. Estaba avergonzada. Tu padre estaba agonizando porque había intentado salvarte, y allí estaba yo, paralizada por unos rasguños en las rodillas.

Al acercarme al coche me di cuenta de que no se oía ningún sonido en el interior. Pensé que quizá era demasiado tarde. Traté de levantarme, poniendo la mano en la puerta del coche, pero me temblaban las rodillas y caí al suelo. Oí un leve sonido dentro. Levanté la mirada. La luz interior estaba encendida porque la puerta estaba abierta. Tu padre estaba arrellanado en el asiento del conductor, con una enorme mancha de sangre en la parte delantera de la camisa. Jared le había disparado en medio del pecho. Vi más sangre que empezaba a coagularse en las comisuras de los labios. Al respirar se oía también un silbido. Veía el dolor en su rostro.

—Lo he dejado marchar —confesé.

Ya estaba de rodillas, en la posición perfecta para rogarle perdón a tu padre.

Él negó con la cabeza.

—No podías hacer nada —me dijo, con voz más débil a cada palabra que pronunciaba—. No merecías nada de esto. Christopher y tú no merecíais nada de esto. —Miró la sangre de la camisa.

—Tú tampoco lo merecías, Joe. No es culpa tuya. —Me acerqué y le puse las manos en el regazo.

Se rio, pero le dolió.

—No. Te equivocas. Esto es exactamente lo que merezco. Esta es la forma en que tenía que terminar todo para mí.

No sabía qué decir. En retrospectiva, sé lo que debería haber dicho. Debería haberle dicho a tu padre lo mucho que lo quería. Debería haberle dicho que iba a encontrarte. Debería haberle dicho lo mucho que te quería. Debería haberle dicho que iba a rescatarte y que cuando crecieras no te convertirías en un asesino. Debería haberle contado que era el hombre más valiente que había conocido y que no lo culpaba de nada. En cambio, fui incapaz de abrir la boca. Me pidió otra cosa.

—Bésame —dijo, con la voz reducida a apenas un susurro.

Vacilé, insegura de si lo había oído correctamente.

—Quiero que tus labios sean lo último que sienta. —Esta vez las palabras fueron claras.

Hice acopio de fuerzas y me levanté. Puse una mano en el techo del coche para equilibrarme. Dejé que la otra se apoyara suavemente en el pecho de tu padre. Sentí su sangre a través de la camisa. No me importó. Me incliné para besarlo por última vez. Acerqué mis labios a los suyos. Empezaba a estar un poco frío, pero sentí el débil latido de su corazón bajo mi mano. Al besarnos, sentí que el latido se detenía.

No le debes nada a tu padre, Christopher. Nunca te obligaría a asumir semejante carga. Pero deberías saber que murió tratando de salvarte. No lo culpes por lo que eres. No es culpa suya. Te quería. Lo dio todo solo para intentar que tuvieras una vida normal.

Después de la muerte de tu padre, tardé un tiempo en darme cuenta de lo que tenía que hacer. Ahora lo sé. Tengo que encontrarte. Tengo que aprender de la fortaleza de tu padre. Tengo que averiguar adónde te llevaron y tengo que salvarte, por tu bien y por el de tu padre. No había sido lo bastante fuerte para impedir que se te llevaran, pero podía reunir suficientes fuerzas para recuperarte. Al menos podía intentarlo. Tardé un tiempo en darme cuenta de que no tenía nada que perder. No me importa lo lejos que tenga que ir o cuánto tiempo tarde. Nos siguieron hasta un rincón pequeño y remoto del mundo. Si ellos pudieron hacerlo, yo también podré. Me robaron a mi hijo y mataron al único hombre al que había amado. Ya me he cansado de huir. Ahora les toca a ellos.