Son poco más de las tres de la madrugada. Estás dormida en la habitación. El pequeño Christopher aún no ha comprendido la diferencia entre el día y la noche. Estoy seguro de que lo hará. Solo ha pasado una semana y media. Por ahora está bien. No podemos permitirnos que yo deje de trabajar, así que gracias a su sueño irregular puedo ver a nuestro hijo. Es muy pequeño. Se despierta llorando casi a la misma hora todas las noches. La mayor parte de las veces llora porque tiene hambre y tú has de levantarte con él. Pero alrededor de las tres de la madrugada se despierta simplemente porque quiere que lo cojan. No puedo culparlo. Da miedo estar solo.
Cuando se despierta a las tres, intento dejarte dormir. El horario de sus tomas te tiene agotada. Además, me gusta pasar tiempo a solas con él, los hombres solos. Me gusta poder interrumpirle el llanto cogiéndolo y teniéndolo en brazos. A veces me imagino que llora por la noche, aunque no tenga hambre, porque sabe que iré a buscarlo. Sabe que es papá el que lo cogerá. Cuando lo levanto del moisés y me lo pongo en el regazo suele estirarse y me coge un dedo. Nuestro hijo agarra con fuerza. Se agarra a mi dedo como si fuera a caer dando tumbos por el universo si lo suelto.
Ahora duerme en mi regazo. Puedo ponerlo en la cuna, pero no quiero. Quiero tenerlo en brazos un poco más.
Fuera la luna brilla tanto que puedo escribir a la luz de la luna. No sé durante cuánto tiempo más seguiré escribiendo el diario. No estoy seguro de que aún lo necesite. No estoy seguro de que me quede algo más que contar sobre mí. Ahora lo único que vale la pena saber sobre mí está arrebujado en mi regazo. Es lo único importante.
Todavía me cuesta creer que esté ocurriendo todo esto. No puedo creer que sea padre. No puedo creer que haya abandonado la Guerra. De algún modo, no tiene sentido para mí. Tengo unos pocos recuerdos de mi padre de antes de que lo mataran. Son todos recuerdos de un tiempo anterior a que supiera que la Guerra existía. Son todo recuerdos inocentes.
Solía llevarme a pescar los domingos por la mañana. Era como nuestra versión de la iglesia. Mi hermana nos acompañaba algunas veces, pero en realidad no le gustaba pescar. A mí tampoco me gustaba, pero iba porque pasaba tiempo con mi padre. Íbamos en coche hasta un lago que había cerca de nuestra casa. Había un pequeño muelle que se adentraba en el agua. Era viejo y la madera empezaba a pudrirse. Nunca había visto una barca allí. Era como un lugar privado. Caminábamos hasta el final del muelle, nos sentábamos, cebábamos los anzuelos con gusanos y echábamos las cañas al agua. Mi padre solía ponerme el cebo, porque yo no me atrevía a pinchar el gusano que se retorcía en el anzuelo. Luego esperábamos y charlábamos. Creo que era yo quien más hablaba. No recuerdo de qué hablábamos. No recuerdo que mi padre impartiera consejos de sabiduría paterna. Solo recordaba que estaba allí y era feliz, esperando a que un pez picara el anzuelo, pero medio esperando a que no lo hiciera. En cierta manera, creo que es mejor que mi padre falleciera antes de que yo conociera la Guerra. Me alegro de no haber tenido que hablar nunca con él de eso. Me alegro de que mis recuerdos de él sean más puros que todo eso.
Un día quizá lleve a Christopher a pescar. Cuando lo haga le pondré el cebo en el anzuelo. Hablaremos todo el día de nada y todo irá bien.