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Me desperté a la mañana siguiente y seguí mi rutina habitual: ejercicio, doscientas flexiones y cuatrocientos abdominales. Desayuné y salí a correr doce kilómetros. Me levanté tan temprano que las calles estaban desiertas. Había llegado al apartamento de mi anfitrión, en la ciudad de Jersey, alrededor de la una y media de la madrugada. Dormí cuatro horas, me desperté y me puse en marcha. Ese día me tocaba viaje. Quería empezar la jornada tan pronto como mi cuerpo fuera capaz de soportarlo. Tenía que tomar un avión en Filadelfia a primera hora de la tarde y estaba inquieto porque quería irme. Siempre estaba inquieto después de un trabajo. Quizá una parte de mí se arrepentía de lo que hacía. No lo sé. El plan consistía en tomar un autobús desde la ciudad de Jersey hasta el aparcamiento de un centro comercial situado en las afueras. Una vez allí, mis amigos me recogerían y me llevarían al aeropuerto.

Soplaba un aire fresco. De repente me di cuenta de que corría envuelto por la neblina que cubría las casas de cuatro plantas y piedra rojiza que flanqueaban las calles de Jersey. Corría con ganas, intentando dejar la mente en blanco, pero me mantenía atento a cualquier detalle que pudiera resultar sospechoso, mirando a izquierda y derecha a cada zancada que daba, buscando algo raro o fuera de lugar, intentando establecer contacto visual con los comerciantes que abrían sus tiendas para comprobar si percibía el menor indicio de que me hubieran reconocido. No tardarían mucho en darse cuenta de lo que había sucedido. «Ellos» podían estar en cualquier parte. Lo sucedido la noche anterior había sido el fruto de un esfuerzo coordinado. Tres trabajos en la misma noche y todos en la misma ciudad. En total, íbamos a dejar cinco cadáveres a nuestro paso. A mí me había tocado el asesinato fácil. En ese momento tan solo podía suponer que mis amigos también habían llevado a cabo con éxito su misión. En caso contrario, iba a pasarme un buen rato esperando a que alguien fuera a buscarme.

Doblé una esquina y empecé a subir una cuesta empinada. Un poco más adelante había un hombre frente a una tintorería que descargaba un camión lleno de camisas y trajes limpios y recién planchados. Nuestras miradas se cruzaron y torció el gesto. Decidí desviarme de inmediato, tomé una calle lateral y seguí corriendo. No creía que me hubiera reconocido, pero más vale prevenir. Al recorrer una manzana miré hacia atrás, pero no había nada. Paranoia. Era una herramienta útil en mi profesión. Desde el principio me habían enseñado que solo los paranoicos sobreviven. Basta con que bajes un momento la guardia para que ese instante se convierta en el último de tu vida.

Si Jared y Michael habían neutralizado sus objetivos de forma más o menos discreta, tal vez nadie se daría cuenta de lo sucedido hasta al cabo de unas horas. Sin embargo, conociendo a mis compañeros como los conocía, lo más probable era que no hubieran liquidado a sus objetivos de forma discreta. Si no habían hecho un trabajo limpio, seguramente ya había un equipo de gente buscándonos. Si una cosa estaba clara, era que los tres trabajitos y los cinco cadáveres iban a crear problemas. Y supongo que precisamente ese era el objetivo.

La policía no me preocupaba. Sí, los polis abrirían una investigación, y los de Nueva York eran de los mejores, pero también tenían que seguir un protocolo. Tenían un sistema. Los asesinatos sin sentido aparente, gratuitos, perpetrados por alguien que pasa una noche o dos en la ciudad y se va sin dejar ninguna pista no eran su punto fuerte. ¿Móvil? ¿Qué móvil? Todo aquel que pudiera vincular el móvil de los tres asesinatos sabía por qué había muerto cada una de las víctimas. Esa gente ya estaba en un bando. ¿Teníamos a alguien infiltrado en Nueva York? No lo sé. Era lo más probable. ¿Y ellos? Es igual de probable. Estamos en todas partes… Al igual que ellos.

Doblé otra esquina y emprendí el camino de vuelta al apartamento de mi anfitrión. Con un movimiento enérgico de los brazos y una zancada larga aumenté el ritmo para recorrer los últimos tres kilómetros.

Mi anfitrión era un tipo agradable. Rondaba la treintena, era soltero y vivía en un piso de dos habitaciones en Jersey. Era programador informático en una aseguradora que tenía la sede en el centro de Manhattan. La primera noche me llevó de copas a la ciudad y me acribilló a preguntas. Sacié su curiosidad en parte, pero dejé muchos interrogantes sin respuesta. Conocía el percal. También sabía que cuanta más información pudiera sonsacarme, mayor peligro corría él.

Recorrí el último tramo a un ritmo más lento de lo habitual. Lo achaqué a la falta de sueño.

Era casi mediodía cuando Jared y Michael llegaron con su coche de alquiler. Tendríamos que darnos prisa para que yo no perdiera el vuelo. Jared iba al volante, por lo que el tema de la velocidad no iba a ser un problema. Giró en redondo mientras Michael asomaba la cabeza por la ventanilla del acompañante.

—Joe —dijo en cuanto el coche se detuvo—, ha llegado tu carroza. —Estiró los brazos en un gesto de bienvenida—. Ven aquí y dame un abrazo, pedazo de cabrón.

Cogí mi bolsa y me dirigí hacia el coche. Había pasado la última hora, más o menos, observando a la gente desde la acera enfrente de Macy’s. Miré a la gente que entraba en el centro comercial, con el objetivo de consagrar el día a la elección de un par de tejanos que les hicieran el culo más pequeño o del televisor que combinara mejor con la decoración de sus salas de estar. Había momentos en los que me sentía celoso, pero mi vida, nuestra vida, nunca será normal como la de esas personas.

—Llegáis tarde, tíos —dije mientras me dirigía hacia los brazos abiertos de par en par de Michael.

—Más vale tarde que nunca —me susurró Michael mientras me daba un gran abrazo de oso—. Métete en el coche. Tenemos que ponernos en marcha.

Tiré mi bolsa en el asiento trasero y subí.

—Jared. —Saludé a mi viejo amigo con un gesto rápido de la cabeza, y nos miramos a los ojos a través del espejo retrovisor.

—¿Qué tal ha ido, Joey? Supongo que todo ha salido bien. —Me lanzó una gran sonrisa.

—Ha sido el trabajo más fácil hasta la fecha. Sin complicaciones. ¿Y vosotros?

—No hace falta ni que preguntes —dijo Michael, que dejó caer una edición de The New York Post en mi regazo—. Tu idiota ni tan siquiera sale en el periódico. —Miré la primera página. Ahí, en negrita, sobre una fotografía de dos cuerpos ensangrentados y cubiertos por unas sábanas otrora blancas, destacaba el titular «Baño de sangre en el Bronx». Bajo la fotografía, en letra más pequeña, «Los Mets ganan el segundo partido contra los Phillies y están a una victoria de la serie».

—Joder —exclamé, mientras pasaba a la página tres para leer la crónica—. Algún día os matarán. —Miré la fotografía y el titular de nuevo—. Y a mí con vosotros.

—A Michael y a mí nos dijeron que querían que causáramos cierto alboroto. Bueno, quizá a Michael se le haya ido un poco la mano. —Jared me miró por el retrovisor de nuevo. Su sonrisa no había desaparecido. Se sentía orgulloso, orgulloso de Michael, del trabajo que acabábamos de hacer, orgulloso de todos nosotros. Empecé a leer la noticia.

Anoche, a las 00.35, dos hombres murieron apuñalados frente al Yankee Tavern, un bar muy concurrido cerca del estadio de los Yankees. Joseph Delenato y Andrew Braxton fueron atacados cuando salían del local al que habían acudido a tomar una copa después de asistir al partido de los Yankees. El agresor se acercó a Joseph en primer lugar y lo apuñaló dos veces en el pecho, antes de volverse hacia Andrew y clavarle una puñalada en la garganta. Ambos hombres fallecieron pocos minutos después de la agresión. Los testigos afirman que el atacante, un varón blanco de unos veinticinco años, actuó con gran rapidez. No se detuvo a robar a las víctimas ni existe ningún otro móvil aparente que explique el homicidio. «Estuve con Andy y Joe toda la noche», declaró su amigo Steven Marcomi. «Entramos a tomar un par de copas. No había visto al agresor en toda mi vida. No había visto algo así en toda mi vida. No nos metimos en ninguna pelea ni nada por el estilo. No entiendo por qué sucedió». Aunque todavía se ignora el móvil, la policía dice que el homicidio fue obra de un asesino experto. «Fuera quien fuese el autor», declaró el teniente John Gallow a los periodistas a primera hora de la mañana, «sabía muy bien qué hacía. Fue muy eficiente y preciso». Andrew murió desangrado en la escena del crimen. Joseph, por su parte, sufrió perforación en ambos pulmones a causa del apuñalamiento. «Técnicamente, Joseph se ahogó en su propia sangre», se afirmó desde la oficina del juez de instrucción. «Cada puñalada perforó un pulmón, que se llenó rápidamente de sangre. Al final, el pobre muchacho se ahogó». La madre de Joseph declaró a este periódico: «No sé quién puede haber hecho algo así. Mi hijo era un cielo. No se merecía esto». La familia de Andrew declinó comentar lo sucedido.

Junto a una fotografía del bar había un boceto del autor de los hechos.

—Bonita foto, Michael. Estoy seguro de que tu madre se sentirá muy orgullosa.

—Esa mierda no se parece en nada a mí.

Michael me arrancó el periódico de las manos para mirar de nuevo su retrato. Era cierto que no guardaba el menor parecido con él. Era típico. Los bocetos de los dibujantes solo servían para fomentar la desconfianza general. Daba igual el aspecto que tuviera el dibujo, todo el mundo conocía a alguien que se parecía un poco a la persona del retrato en cuestión.

—Y la cita de su madre. Qué frase tan importante, joder. Como si no supiera por qué ha muerto su hijo. —Michael hizo una breve pausa, mientras repasaba la historia mentalmente—. Pero ¿has leído la declaración del poli? «Preciso y eficiente». Me gustaría ponerla en mis tarjetas de visita.

—¿De verdad os pidieron que fuerais tan poco cuidadosos? —Miré de nuevo la fotografía ensangrentada de la primera plana y luego a Michael.

—Quizá no, pero era la mejor opción. Tenía que cargarme a los dos y tenía que hacerlo antes de la una de la madrugada porque de lo contrario me arriesgaba a que descubrieran vuestros trabajitos y se pusieran a la defensiva. Cuando los vi entrar en el bar, supe que la mejor opción era liquidarlos en cuanto salieran. Me imaginé que estarían algo contentos y que no tendrían muy buenos reflejos.

—¿Por eso pudiste apuñalar al primer tipo dos veces antes de liquidar al segundo? —Michael era muy bueno en lo suyo. Tenía que admitirlo.

—Sí. Por eso y por el hecho de que el segundo sabía qué estaba sucediendo. Un inocente habría huido corriendo. Pero, en lugar de eso, el tipo se quedó paralizado. Sabía qué estaba pasando, pero no recordaba cómo se suponía que debía reaccionar. Se le puso cara de tonto, en plan, «¿Debo huir corriendo? ¿Luchar? ¿Cagarme?», pffft. —Hizo el sonido de un globo que se deshinchaba—. Demasiado tarde.

—Y luego, ¿qué hiciste? —le pregunté.

—Me adentré en la fresca noche del Bronx. Ese distrito sí que da miedo, tío. Créeme, yo era el tipo con la pinta menos peligrosa que había en la calle.

Empecé a hojear el periódico.

—Jared sale en la catorce —dijo Michael.

Me fui directamente a la página. Ahí, encajada en el lado derecho de la página, estaba la noticia de una pareja acomodada de Westchester que dejó su coche en marcha en el garaje y murió por inhalación de monóxido de carbono. El hombre era abogado de un gran bufete de Manhattan. La mujer había sido ejecutiva de una empresa de publicidad y había abandonado su carrera profesional para ocuparse de los hijos. Lo más extraño de la historia era que ambos niños fueron encontrados durmiendo en el porche a la mañana siguiente, envueltos en sábanas, a salvo de los gases mortíferos. Los agentes dedujeron que los padres los habían sacado de casa antes de quitarse la vida.

—Eres un genio, Jared. Has realizado un trabajo excelente —dije mientras seguía hojeando el periódico y dejaba atrás el artículo sobre mis amigos.

—Tú no sales, Joe —dijo Michael, sin dejar de mirarme mientras pasaba páginas—. No hay ni un breve sobre tu trabajito. —Tan solo un cuerpo más, pensé. No era de interés periodístico. No era más que una mujer normal y corriente que había muerto en un día normal y corriente. Nada que ver—. ¿Seguro que te has acordado de cumplir con tu objetivo? —preguntó Michael.

—Claro que me he acordado. Era muy fácil.

—Sí, pero probablemente tu misión era la más peligrosa —dijo Jared—. Todo estaba supeditado a la tuya. Se suponía que nosotros debíamos crear ruido. Tenías que eliminarla, demostrarles cuáles son las consecuencias. —Jared siguió conduciendo por la autopista I-925, cambiando de carril, serpenteando entre los coches—. Su marido tenía que aprender la lección. Nadie puede cargarse a ocho de nuestros hombres sin que haya repercusiones.

—Leí la información preliminar —le dije a Jared.

Me dediqué a mirar fijamente por la ventanilla las caras de los ocupantes de los coches que adelantábamos las observaba con atención, intentando adivinar si eran uno de los nuestros, uno de ellos, o si pertenecían al afortunado grupo de la gran masa no iniciada. No había forma de descubrirlo. Adelantamos a un Volkswagen Jetta que conducía una chica mona de edad universitaria acompañada por una amiga en el asiento del copiloto, adelantamos a un gran Escalade negro conducido por un hombre corpulento con bigote y un tatuaje en el brazo izquierdo, adelantamos a una pareja negra que conducía un pequeño deportivo rojo, y seguimos avanzando, adelantando a gente, todos amigos potenciales, todos enemigos potenciales. Lo único que sabía a ciencia cierta era que había un asesino profesional más que tenía motivos de sobra para matarme.

—¿Y ahora qué plan tienes? —me preguntó Jared.

—Tengo que dar una charla. ¿Y vosotros?

—Un poco de descanso y relajación para mí. —Michael sonrió. Miré a Jared y me pregunté adónde se iría ahora.

—Yo tengo otro trabajo entre manos. No debería ser muy duro. Cuando haya acabado quizá deberíamos quedar. —Jared señaló el asiento del acompañante con un gesto de la cabeza—. ¿Adónde vas exactamente de vacaciones, Michael?

—Ya sabes que se supone que no debo decíroslo a unos pringados como vosotros. Si os cogieran y os torturaran, podríais delatarme. —Era lo que decía el protocolo. Incluso los encuentros como ese tras una misión se consideraban poco ortodoxos. Siempre nos inculcaban que debían saber nuestro paradero el menor número posible de personas. Era lo más seguro. No dejes de moverte. Guarda silencio. No corras riesgos. No había vida más aburrida y solitaria—. Además, probablemente seríais una rémora. —Hubo una pausa—. Pero quizá vaya a San Martín, al lado francés. Buen sol, buena comida. Mi casa es lo bastante grande para los cinco. Vosotros dos, yo y las dos chicas que me llevo a casa todas las noches.

—¿Qué te parece, Joe? ¿San Martín? ¿Tomar el sol, beber cócteles con pajita, mirar a las mujeres que pasean por la playa?

La mirada de Jared y la mía volvieron a cruzarse en el retrovisor. Era el amigo más viejo que tenía. Nos conocíamos desde mucho antes de que supiéramos a qué tipo de vida estábamos predestinados. Cuando cursábamos primero, jugábamos a policías y ladrones. Fingíamos ser bomberos, astronautas. Sin embargo, nunca imaginamos una vida como esta. Nunca jugamos a buenos y malos. Jared parecía un poco cansado, agotado.

—Me apunto —dije.

En el aeropuerto nos separamos de nuevo. Michael me dejó primero a mí. Acompañaría a Jared a un lugar distinto y luego devolvería el coche de alquiler. Mientras se alejaban, Michael asomó la cabeza por la ventanilla, se llevó las manos a la boca y gritó:

—Recuerda, joven Jedi, la fuerza siempre estará contigo. —Aún oía las risas de Michael cuando crucé las puertas de cristal de la terminal. A partir de ese momento, si volvíamos a vernos, nos comportaríamos como desconocidos.

Cuando llegué a mi terminal, me dirigí al mostrador de facturación y me dieron un asiento para una persona cuyo nombre no era el mío. Les mostré la documentación, en la que aparecía mi fotografía pero con el nombre de un desconocido. A continuación embarqué en el avión con destino a Chicago. Es una pena que no fuera un vuelo más largo porque en cuanto me recliné en el asiento me sumí en un sueño plácido. No me inmuté cuando despegamos. Apenas me di cuenta de cuándo aterrizamos. Había llegado al punto en que el único lugar donde podía dormir profundamente era en el avión.