18

Llevábamos más de tres semanas en Aztec, Nuevo México. Sigo esperando lo inevitable, pero por el momento, todo está en calma. Impera la tranquilidad. Hace calor durante el día, pero parece que lo llevas bien. De noche refresca y hace una temperatura agradable. Probablemente deberíamos alejarnos más. Quizá deberíamos llegar hasta Los Ángeles, quizá más lejos. Tal vez México sería más seguro. No lo sé. Pero aquí estamos, todavía en Aztec. Creo que has decidido que quieres quedarte aquí. No creo que nos marchemos a menos que alguien nos obligue. Eso podría ocurrir en cualquier momento. Estamos preparados. Creo que estamos más preparados que la última vez. Pero por ahora, este lugar parece un hogar.

Fue mucho más fácil encontrar trabajo aquí que en Charleston. Ahora conocía un oficio. Al menos sabía lo suficiente para mentir sobre mis conocimientos. Frank fue un buen maestro. Me gustan los tipos con los que trabajo aquí. Mi jefe es mexicano. Su hijo también trabaja con nosotros. Nació en Nuevo México. Yo soy el gringo. Eso les gusta. Les gusta que el blanco sea el hombre más bajo del tótem.

Encontramos un lugar para vivir. Saltar de un lugar a otro no nos había ayudado antes, así que decidimos que quedarnos en un sitio llamaría menos la atención. Alquilamos una casa pequeña en el desierto. Pagamos semanalmente, por anticipado, en efectivo. No hay nadie más a nuestro alrededor. Cuando miras por la ventana de atrás tienes una vista de varios kilómetros. Y, lo que es más importante, te llevamos a un médico. Quiere verte con regularidad desde ahora hasta el parto. Le dije que no podíamos pagar mucho. No nos hizo caso.

—Tú ven cada dos semanas —dijo.

Quizá algún día podamos pagarle de alguna manera. Nuestro hijo evoluciona bien. Todavía no ha pasado el peligro, pero sigue creciendo, sigue desarrollándose. No ha habido más complicaciones desde que estamos aquí. Aun así, por consejo del médico, has de estar de pie lo menos posible, debes permanecer en la cama y leer libros que te compro en la tienda abierta las veinticuatro horas. Tu vientre crece cada día, tu cuerpo cambia de forma por nuestro hijo.

Nunca planeamos quedarnos en Aztec. Cuando llegamos aquí, necesitabas comer. Habías dormido casi doce horas seguidas y te morías de hambre. Paramos a desayunar en un bar pequeño y nos sentamos a la barra. Empezaste a hablar con la mujer que nos estaba sirviendo. Había vivido toda su vida en Aztec. Empezaste a hacerle preguntas. Nos dijo dónde podíamos encontrar una casa para quedarnos si queríamos hacerlo. Cuando le dije que era carpintero, mencionó un par de sitios donde podría encontrar trabajo. No nos hizo preguntas. No nos preguntó de dónde veníamos. No parecía importarle. La gente pasa por Aztec. Es esa clase de sitio. Me pregunté cuánta de la gente que pasaba huía de algo.

Después de desayunar, decidimos dar un paseo para estirar las piernas antes de volver al coche. Era un día brillante y soleado. Había unas cuantas personas en la calle, las suficientes para que no hubiera silencio, pero era llevadero. La pequeña calle estaba llena de tiendas. Parecía que hubiera una iglesia cada dos manzanas. Tú mirabas en los escaparates de las tiendas por las que pasábamos. Yo no dejaba de fijarme en las caras de las otras personas que paseaban por la calle, para comprobar si reconocía a alguno de los hombres que me había perseguido por las calles de Charleston. Caminábamos despacio, agotados, y no teníamos ninguna prisa por volver al coche, porque tampoco teníamos ningún destino. Estábamos cansados, cansados de huir y agotados.

Una de las tiendas por las que pasamos anunciaba un museo de ovnis, aunque era un poco exagerado llamarlo museo. Tú en cambio, en cuanto lo viste, preguntaste si podíamos entrar. No veía ningún motivo para no hacerlo. El lugar no parecía menos seguro que cualquier otro. Entramos, recorrimos un largo pasillo lleno de películas y libros sobre ovnis que estaban a la venta. No había demasiado que ver salvo algunas fotos viejas. Al parecer, te fascinaba el tema. Te dirigiste hacia el fondo del museo, pasando los dedos por las viejas cintas VHS. Cada una aseguraba mostrar, sin el menor atisbo de duda, pruebas de visitas alienígenas. Aunque yo no tenía opinión sobre la materia, no dudaba que algo así podía taparse. El viejo de detrás del mostrador levantó la mirada de su libro durante solo un segundo y te miró mientras repasabas la colección de objetos de interés. Te sonrió y continuó leyendo. Te acercaste a la pared del fondo para mirar algunas fotos. Estaban tomadas en festivales sobre ovnis. Te pusiste las manos a la espalda y te inclinaste hacia delante, mirando las caras de la gente de las fotos. Pasaste junto a más libros, más cintas de vídeo. Yo me quedé de pie junto a la puerta, tratando de no olvidar que todavía teníamos que ser precavidos. Sacaste una de las cintas VHS de la pared, miraste la cubierta y sonreíste. Era bonito verte sonreír.

Volviste a guardar la cinta de vídeo y te dirigiste al mostrador. Yo me limité a observarte. Te acercaste a una gran pecera que estaba sobre el mostrador, llena de pequeños alienígenas de plástico. Sacaste uno y lo sostuviste en la mano. Era un hombrecillo verde con ojos grandes y un traje espacial plateado. Había un cartel en la pecera que decía: «Adopta a un extraterrestre». Aseguraba que por un dólar podías adoptar a un alienígena y que todas las donaciones se destinarían a la investigación ufológica. Levantaste al hombrecillo para enseñármelo.

—Mira, Joe —dijiste—. Les encanta.

Se te iluminó la cara, parecías más feliz de lo que lo habías estado desde la primera semana que pasamos juntos.

Adopté un extraterrestre para ti. No hemos pensado en marcharnos desde entonces.

Han pasado más de tres semanas desde ese día. Estoy sentado en una silla plegable detrás de nuestra casa, escribiéndote esto mientras tú duermes la siesta dentro. He empezado a correr otra vez. Cada día tu vientre se hace más grande y tú pareces más feliz. Ahora tienes la piel más oscura, bronceada por el sol del sur. Estás radiante. Espero con ansias el momento de todas las mañanas en que bajas de la cama y te vistes. Te levantas con la primera luz del alba para poder prepararme el desayuno antes de que me vaya a trabajar. Todas las mañanas te observo en la tenue luz azul cuando bajas de la cama, te quitas la camiseta con la que duermes y te vistes. Sé que sientes que te estoy observando, pero no parece que te importe.