Conduje rápidamente en la oscuridad. La tierra era yerma y plana. Ya llevábamos horas en la carretera. Ni siquiera sabía cuántas. El día dio paso otra vez a la noche. Le estaba exigiendo a esa carraca todo lo que podía dar de sí. La luna estaba muy baja y nunca había visto tantas estrellas. Al acelerar por la carretera, el paisaje se desdibujaba a mi alrededor, pero las estrellas no se movían.
Te miré, tendida a mi lado. Tu asiento estaba reclinado al máximo. Yacías de costado hacia mí, con las manos en las rodillas para calentártelas. Habías dormido casi sin parar desde Charleston. En cuanto nos estableciéramos en algún sitio, te llevaría a ver a un médico para cerciorarnos de que nuestro hijo estaba bien. No quería correr más riesgos.
Te despertaste mientras todavía estábamos en la carretera larga y yerma que atravesaba el desierto. Moviste la palanca del asiento para sentarte derecha. Parecías cansada. Miraste hacia la carretera, medio aturdida.
—¿Cuánto tiempo llevo dormida? —murmuraste.
—Unas cuantas horas.
Habías estado durmiendo desde que paramos a cenar. Volví a mirarte. Tu vientre parecía más grande cuando te sentaste.
—¿Vamos a buen ritmo? —preguntaste.
—Este cacharro no puede ir más deprisa —repuse. Entonces señalé al cielo a través de la ventana—. Mira las estrellas.
Te inclinaste hacia delante para poder mirar hacia arriba a través del parabrisas.
—Caray —dijiste, tus ojos se iluminaron como si estuvieras viendo el cielo nocturno por primera vez—. No hay estrellas así en Canadá.
—Ni tampoco en Nueva Jersey —repliqué.
Miraste las estrellas durante unos minutos antes de reclinar otra vez el asiento. Te miré a la cara y vi que brotaban lágrimas de tus ojos. Te lo habías tragado todo durante demasiado tiempo.
—Dime que todo irá bien —me suplicaste.
No me miraste. Mantuviste la mirada fija en la carretera. Pensé en cómo tenía que responder.
—No puedo —repliqué.
Clavaste tus ojos en los míos. Vacilaste y respiraste profundamente.
—Entonces miénteme.
Las lágrimas surcaron tus mejillas. Pensé un momento en ello.
—Todo irá bien —te aseguré.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
No sé durante cuánto tiempo más conduje. Al final te volviste a dormir. Yo me limitaba a seguir forzando el coche. Quería abrir la máxima distancia posible entre mi pasado y mi futuro. Al cabo de un rato el cansancio hizo mella en mí y no pude seguir conduciendo. Cuando apenas podía mantener los ojos abiertos, aparqué el coche en el lateral de la carretera desértica y dormí. Mientras dormía, soñé.
En mi sueño, un coche aparcaba delante de nosotros mientras los dos dormíamos en el nuestro. El coche se detuvo con un derrape y levantó una nube de arena roja del desierto, lo que nos impidió huir. Bajaron un hombre y una mujer. Ambos llevaban pistolas. A ella la reconocí a la mujer. Era una mujer asiática atractiva. Al principio no logré situarla porque su cara había cambiado, como si la hubieran reconstruido de alguna manera y no hubieran podido dejarla igual que estaba antes. El hombre era un desconocido. Cada vez que lo miraba le cambiaba la cara. Nariz, ojos, color del pelo, labios, todo cambiaba. Cada vez que lo miraba era una persona diferente. Era todas las personas, todas las personas a las que no conocía, todas las personas a las que había visto en la calle y me había preguntado de qué lado estaban.
Todavía era de noche cuando bajaron del coche. Nos ordenaron que bajáramos del nuestro y nos obligaron a caminar por el desierto. El cielo estaba sembrado de estrellas. No dejaron de apuntarnos con sus pistolas. Les dije que solo tenías diecisiete años. Les dije que no tenías nada que ver, que eras inocente. No pareció importarles. El hombre no paraba de hacerme preguntas sobre la gente que había matado. No dejaba de intentar hacerme revivir momentos de mi vida que quería olvidar. Era implacable, me preguntaba por gente en la que hacía años que no pensaba, gente cuya vida había terminado en mis manos.
Miré a la mujer asiática. Pensé en Long Island Beach. Pensé en Jared y Michael. Recordé esa primera noche en que Catherine había flirteado conmigo. En un mundo más sencillo, la habría llevado a su casa y habríamos follado hasta la mañana y luego cada uno se habría ido por su camino. Estudié su cara, su nariz y sus pómulos reconstruidos. Sus ojos parecían iguales, pero el resto de su cara era diferente. Levantó la cabeza para mirarme mientras caminábamos. Esperaba que estuviera enfadada. No lo estaba.
—Tienes buen aspecto —le dije, en voz lo bastante alta para que la oyera ella y solamente ella.
Iba a responder, pero cambió de opinión. Sonrió ligeramente, curvando las comisuras de los labios hacia arriba. Incluso en mi sueño, me pregunté cuál de los dos apretaría el gatillo cuando me ejecutaran. Esperaba que fuese ella.
Caminamos un buen trecho por el desierto. Los coches desaparecieron en el horizonte. Al final, me volví hacia el hombre.
—¿Nos has seguido desde Charleston?
Respiré profundamente. El aire era frío y seco. Olía a tierra y piedra. Miré otra vez a Catherine. Ella no me estaba mirando. Tenía la mirada perdida en la distancia, en la oscuridad aparentemente inacabable.
—Te hemos seguido desde Montreal —dijo el hombre.
No quería pensar en la estela de cadáveres que había dejado. Ya basta. Ya estaba hecho.
—¿Cómo vamos a hacerlo? —pregunté, volviéndome hacia el hombre sin rostro.
Lo único que podía ver era su cara, que no paraba de cambiar, y los nudillos blancos, aferrados a la pistola. Levantó el arma, con el dedo ahora tenso en torno al gatillo. Miré al cielo porque no quería que lo último que viera fuera la bala. Algunas de las estrellas habían empezado a desaparecer. El sonido del disparo desgarró el aire. No sentí nada. Era como Charleston una y otra vez. El sol había empezado a salir.
El sol se alzó por encima del desierto plano como una bola de fuego que se elevaba hacia el cielo. No había montañas que frenaran la luz del sol, nada que creara sombras. El día llegó con la inmediatez de un maremoto. Me volví para mirarte, de pie en la luz violeta del alba. Tú estabas bien. Tu barriga creaba la sombra más grande de todas las que había en el desierto. Su sombra parecía la sombra de una montaña de lado. Reinaba el silencio. De repente sentí una quemazón en la mano izquierda. Bajé la mirada. Me goteaba sangre de la mano. El suelo estaba tan seco que la sangre formó un charco en lugar de empapar la tierra. Me miré la mano. El dedo en el que llevaba el anillo había desaparecido. Miré al hombre de la pistola. Su rostro había cambiado una vez más. Salía humo del cañón de la pistola. Me había volado el dedo de un tiro. El dolor llegó despacio.
—¿Y ahora qué? —le pregunté al hombre que empuñaba la pistola humeante.
Me pregunté si simplemente pensaba desmontarme pieza a pieza.
—Es lo único que queremos de ti —dijo. Se guardó la pistola en la cinturilla del pantalón—. Vamos —le dijo a Catherine.
Ella me miró a mí y luego a ti y entonces se volvió, y los dos se alejaron hasta desaparecer en el horizonte.
Te miré, de pie bajo la luz del sol.
—Se está moviendo otra vez, Joe —dijiste.
Cerré la mano. La hemorragia ya empezaba a remitir.
—¿Qué sientes? —preguntaste.
—Es soportable —respondí. Me concentré un momento en el dolor—. Es extraño. Puedo sentir el dolor en el dedo, en todo el dedo, aunque ya no hay dedo.
—Dolor fantasma —dijiste—. Fui voluntaria en un hospital. Trabajé con amputados. Me decían que podían sentir los dedos de los pies, aunque ya no tenían piernas.
—¿Cuándo se pasará? —pregunté.
—Nunca —contestaste, negando con la cabeza—. No es fácil acostumbrarse a algo así.
Me miré la mano. La hemorragia ya se había detenido por completo. Solo había un espacio vacío.
—¿Nos irá todo bien? —te pregunté.
No podía preguntártelo en la vida real. En la vida real, tenía que simular que lo sabía. Solo podía hacerlo en un sueño.
—Sí, Joe. Todo irá bien —dijiste.
—¿Por qué me suena como una mentira cuando lo digo yo, pero me parece verdad cuando lo dices tú? —pregunté.
—Porque nunca has estado bien hasta ahora, así que no conoces la sensación.
Me desperté cuando el sol empezaba a elevarse por detrás de nosotros. Nunca he sido muy aficionado a interpretar los sueños. Tan solo me sentía feliz de haber podido dormir bien por una vez. Hacía mucho tiempo que no me ocurría.
Arranqué el coche, metí la marcha y pisé otra vez el acelerador. Había llenado el depósito hacía unos doscientos cincuenta kilómetros. Todavía nos quedaba medio depósito. Recorrimos varios kilómetros antes de ver otra señal de civilización.