16

Deberíamos haber salido de Charleston en cuanto llegamos del hospital. Deberíamos haber vuelto al motel, recogido nuestras cosas y abandonado la ciudad para siempre. Habría sido lo más inteligente. Les diste tu nombre verdadero. Deberíamos haber escapado enseguida, pero tenía miedo. Tenía miedo de lo que pudiera ocurrir si te obligaba a huir otra vez. El miedo había sido mi aliado durante tanto tiempo que no sabía cómo actuar una vez que se convirtió en nuestro enemigo. Miedo equivalía a estrés. Nadie lo sabía mejor que yo. Me descentré. Me asustaba lo que el miedo podría hacerle a nuestro hijo. Quería que nuestro hijo estuviera a salvo. Así que traté de actuar como si todo fuera bien, pero no era así. Habías dado tu nombre verdadero en el hospital. En el fondo sabía que ya solo era cuestión de tiempo.

Solo habían pasado cinco días desde que habíamos salido del hospital y ya habían cambiado muchas cosas. Habían pasado casi cuatro meses desde nuestra llegada a Charleston, antes de que tuviéramos que huir. Tal vez lograríamos pasar aún más tiempo esta vez. Trataba de mantener una actitud positiva por ti. Sigo escribiendo en este diario porque puedo explicar cosas que no me atrevo a decirte. Puedo decir lo asustado que estoy ahora. Un día te daré este diario, pero primero quiero que nazca nuestro hijo. Primero quiero saber que está a salvo. Hasta entonces, lo único que quiero hacer es protegeros a los dos. Hay cosas que has de saber de Charleston, sobre cómo salimos de Charleston. Hay detalles que te oculté porque no los entendía. Sigo sin entenderlos.

Después de volver del hospital, sabía que algo iba a suceder. No sabía ni qué ni cuándo, así que esperé como un tonto. Podría haber sido peor. Si no hubiéramos recibido esa llamada telefónica, ni siquiera habríamos logrado salir de la habitación del motel.

Esa noche me desperté antes incluso de que sonara el teléfono. No puedo explicar por qué. Algo iba mal. Lo percibía. Puede que hubiera comenzado a no hacer caso de algunos de mis instintos, pero todavía no estaban muertos. Estaba empapado en sudor. Tenía taquicardia. Traté de recuperar el aliento. Sentía que te movías debajo de las sábanas a mi lado. Te movías mucho al dormir últimamente, tratando de encontrar una posición cómoda a pesar de tu creciente barriga. Respiré profundamente varias veces. No te despertaste. Todavía no. Miré hacia la ventana, tratando de recordar lo que me había despertado. Las persianas estaban bajadas. Un par de cortinas feas y amarillas cubrían la ventana que daba al aparcamiento del motel. Empecé a pensar que tenía que haber alguien allí, alguien esperando al otro lado de nuestra ventana. Supuse que los había escuchado y que fue eso lo que me despertó. Pensé en acercarme a la ventana para mirar, pero no quería despertarte. No podía permitirme el lujo de asustarte a menos que estuviera seguro de que estábamos en peligro. Además, si estaban fuera, ya era demasiado tarde.

Así que me quedé allí tumbado, paralizado por una especie de miedo irracional que resultó ser demasiado racional. Sentí un gran peso que me empujaba hacia abajo en la cama. Me quedé allí tumbado, esperando a que ocurriera algo. Eché un vistazo al reloj que había al lado de la cama. Eran las dos y media de la madrugada. La habitación estaba a oscuras. Lo único que veía era la luz que se colaba por una rendija, justo por debajo de las cortinas. Examiné el techo y las paredes. Observé una cucaracha que corría de un extremo del techo al otro. No llegué a ver ninguna señal de que algo iba mal. Solo eran mis instintos desbocados.

Oí un clic procedente del teléfono antes de que empezara a sonar. Fue un sonido mínimo, pero lo oí. Al cabo de un instante sonó el teléfono. Salté por encima de la cama y levanté el auricular. Contesté antes del segundo tono. No tenía ni idea de qué esperar. Lo único que quería eran respuestas. Sostuve el auricular pegado a la oreja y me senté en la cama. Tú apenas te moviste.

—¿Diga? —susurré.

La voz que me habló desde el otro extremo de la línea utilizó un tono apagado pero apremiante.

—Tienes que irte.

Aquella voz me sonaba de algo, la recordaba. Era una voz que había oído antes en el teléfono.

—¿Quién es? —pregunté.

—Joe —respondió—, tienes que largarte de ahí.

Lo reconocí cuando dijo mi nombre.

—¿Brian?

—No digas mi nombre, Joe. No te preocupes por quién soy ni de por qué te estoy llamando. Solo lárgate. Ahora. —Percibí el miedo en su voz. Era real.

—¿Qué está pasando? —pregunté, confundido.

Estaba seguro de que era Brian. No entendía por qué me estaba llamando. Me habían echado.

—Lo saben —dijo Brian—. Saben dónde estás, Joe. Lo saben todo. No tienes tiempo. Tienes que salir de ahí. —Le temblaba la voz.

Por fin me di cuenta de que estaba tratando de ayudarme.

—¿Adónde puedo ir? —pregunté, con la esperanza de que Brian tuviera más respuestas, de que tuviera algún tipo de plan.

Confiaba en que Brian me dijera qué hacer y adónde ir, igual que hacía antes, cuando las cosas eran más sencillas.

—No puedo ayudarte, Joe. Si descubren que te he llamado, soy hombre muerto. Vete. Por favor, vete. No puedo hablar más. Tú vete y no mires atrás.

—¿Qué es lo que saben? —pregunté, tratando de sacar el máximo de información posible antes de colgar.

—Todo, Joe. Saben dónde trabajas. Saben qué coche llevas. Lo saben todo y van a por ti. No estás a salvo. Van a por ti ahora mismo.

Quería seguir preguntando. Abrí la boca, pero antes de que pudiera decir nada más oí un chasquido y luego un tono de marcar. Brian había colgado. O eso, o alguien nos había cortado la línea.

Sostuve el teléfono pegado a la oreja durante unos segundos más, escuchando el zumbido. Era el momento de huir de nuevo, solo que esta vez la apuesta era más alta. Esta vez, la vida de nuestro hijo también estaba en juego. Miré tu cuerpo mientras dormías. No quería despertarte. No quería obligarte a huir de nuevo, pero sabía que la única cosa más peligrosa que correr era quedarse quieto.

Me levanté deprisa. Cogí una bolsa de deporte y comencé a meter dentro todo lo que pensé que podríamos necesitar. Entré en el cuarto de baño, metí la mano bajo el fregadero y saqué el dinero que habíamos guardado allí. Habíamos logrado ahorrar algo en los últimos meses. Gastamos una buena parte de nuestros ahorros en medicamentos para la presión arterial. No quedaba demasiado dinero, pero tenía la esperanza de que bastara para ayudarnos a escapar. Abrí un cajón, saqué ropa y la metí también en la bolsa. Luego cogí la pistola. La sopesé un segundo. No la había sostenido desde que maté a ese chico en Ohio. Me gustaba. Fuera cual fuese la razón, sentir su peso me tranquilizó.

No encendí las luces por si acaso nos estaban vigilando. Podían estar esperando fuera. Por lo que sabía, el destello de las luces podía ser el detonante que pusiera en marcha todo su plan. Quería estar preparado antes. No intentaba no hacer ruido. Ibas a tener que despertarte de todos modos; mejor que te despertara el ruido que tener que zarandearte. Cuando por fin abriste los ojos, te me quedaste mirando, y yo sostenía la pistola.

—¿Qué está pasando? —preguntaste mirándome con los ojos entornados a través de la oscuridad.

—Nos vamos —te contesté.

—¿Qué? —preguntaste.

—Nos vamos. Ahora —contesté.

—No podemos, Joe. Es demasiado peligroso. —Bajaste la mirada a tu vientre.

Cogí un puñado de tus prendas del vestidor y las lancé a la cama a tu lado.

—Vístete —rogué—. Por favor.

—No podemos hacerlo, Joe. Es demasiado peligroso. —Pusiste la mano abierta sobre tu vientre como si trataras de protegerlo—. Hemos de tener cuidado.

Me acerqué a la ventana. Levanté ligeramente las cortinas y miré a la calle. No logré ver nada. El aparcamiento estaba en calma. No se movía nada. Todo estaba como debería estar. Traté de mirar hacia el exterior desde la habitación del motel. El ángulo no era bueno, pero no parecía que hubiera nadie esperándonos. A lo mejor Brian se equivocaba, o quizá era una trampa.

—Me han llamado por teléfono —te dije—. Era una advertencia.

—¿De quién? —preguntaste.

—De un amigo —contesté. Tenía que creer que Brian era un amigo. Tenía que confiar en alguien—. Por favor, ponte las zapatillas.

—Pensaba que te habían expulsado. Pensaba que ya no tenías amigos.

—Yo también —fue la única respuesta que pude darte.

Te sentaste al borde de la cama y empezaste a ponerte las zapatillas.

—No puedo correr. Ya lo sabes.

Lo sabía. Ninguna actividad estresante. Teníamos que salir sin hacerte correr.

—Nos estamos escapando, Maria. No te pido que corras.

—¿Sabemos al menos de quién huimos? —preguntaste.

No lo sabía. Brian podía tener información confidencial o haber oído rumores procedentes del otro lado. No teníamos tiempo para intentar comprenderlo.

—Sí —respondí—, de quien nos esté persiguiendo.

Miré a mi alrededor en la habitación en busca de alguna otra cosa que pudiéramos necesitar. Guardé nuestro dinero y la mitad de tu ropa. Me acerqué al armario y cogí el cinturón y las herramientas. Las eché en la bolsa de deporte con nuestra ropa y corrí la cremallera. Sentí el peso de la bolsa. Habría sido más fácil si tú pudieras llevarla, pero era demasiado pesada. No podía pedirte eso. Me colgué la bolsa al hombro y verifiqué que la pistola estaba cargada.

—Hemos de llegar al coche —te dije.

Asentiste.

—No estoy seguro de que no corramos peligro al salir.

El médico me había dicho que tratara de limitar tu estrés. Algunas cosas son más fáciles de decir que de hacer.

Sostuve la pistola con la derecha y te mantuve pegada a mi espalda con la izquierda. Abrí la puerta de la habitación de nuestro motel, medio esperando que se nos echaran encima. No pasó nada. La puerta se abrió con un chirrido. Una vez que la puerta dejó de moverse, el chirrido fue sustituido por los sonidos huecos de la noche. La luna estaba en cuarto creciente pero el aparcamiento exterior del motel estaba iluminado por una farola. Más allá de eso, la noche estaba llena de sombras.

—Parece que no hay peligro —susurré por encima del hombro sin mirarte—. ¿Estás bien?

—Lo estoy intentando —me respondiste con la máxima sinceridad posible.

—Aquí están las llaves del coche —te dije, pasándote las llaves a mi espalda.

Sentí que las cogías. Tu mano estaba caliente.

—Quédate detrás de mí hasta que lleguemos al pie de la escalera. Cuando lleguemos abajo, agáchate y dirígete al coche. Te seguiré. Te protegeré.

Caminamos juntos lentamente. Cuando llegamos al pie de la escalera, bajaste la cabeza por debajo de los hombros y te fuiste corriendo al coche. Lo único que podía pensar era: No corras mucho, Maria. Te agachaste junto a la puerta del acompañante y la abriste. Yo caminé deprisa detrás de ti, tratando de mirar a todas partes al mismo tiempo mientras corría. Lo único que vi fue más de lo mismo, más de nada. En ese punto, la nada era lo que empezaba a asustarme más. Eché la bolsa de deporte en el asiento de atrás y subí al coche.

Me pasaste las llaves del coche. Las puse en el contacto y arranqué. El motor aceleró.

Saqué el coche del aparcamiento. El cerebro me iba a mil, tratando de dar cierto sentido a las cosas. Sabía que alejarme no iba a ser tan fácil. Lo sabía.

—¿Ahora qué? —me preguntaste—. ¿Solo tratamos de alejarnos?

Veía en tus ojos que estabas empezando a preguntarte si realmente necesitábamos huir.

Sopesé nuestras opciones. Las palabras de Brian resonaban en mi cabeza. «Saben qué coche llevas». Finalmente tendríamos que deshacernos del vehículo, pero todavía no. Nuestro primer objetivo era salir de la ciudad.

—Esa es una opción —respondí—. Pero saben qué coche llevamos.

—Bueno, ¿tenemos otras opciones? —preguntaste.

—No lo sé.

Ni siquiera sabía adónde me dirigía. Solo seguía huyendo, adentrándome cada vez más en ninguna parte. La noche era tranquila y apacible. Nada se movía salvo nosotros. Recorrí la calle vacía de tres carriles, girando una y otra vez, y sin ver nada.

—Solo conduce —dijiste—. Lleguemos a la carretera y sigamos. Conocen nuestro coche. ¿Y qué? Aquí no hay nadie, Joe.

Veía la sombra de cada árbol que pasábamos flotando sobre tu cara, dibujando franjas alternas de oscuridad y luz.

—¿Cómo van a encontrarnos cuando ni siquiera están aquí?

—A lo mejor tienes razón —dije. Era un alivio solo de pensarlo. Simplemente alejarnos—. Podemos abandonar el coche después. Podemos perdernos otra vez.

Doblé otra esquina y nos dirigimos otra vez a la larga carretera de dos carriles que se alejaba de Charleston, que se alejaba de nuestra vida. Lo único que tenía que hacer era meterme en esa carretera y pisar el acelerador. Durante un dulce momento todo parecía muy sencillo.

Entonces oímos un estruendo. Surgió de repente y resonó a través de la calma del aire nocturno como un trueno.

—¿Qué demonios ha sido eso? —gritaste, volviéndote en tu asiento, sin darte cuenta de la dirección de procedencia del ruido.

Sonó casi como una explosión. Procedía de la carretera, la carretera hacia la que nos dirigíamos.

—No lo sé —dije, frenando para poder oír mejor.

Segundos después del estruendo se oyó un motor que aceleraba y luego el chirrido de unos neumáticos. Procedía de la carretera. El volumen empezó a aumentar. Fuera lo que fuese, fuera quien fuese, se dirigían hacia nosotros. Sin parar el coche, apagué los faros. Íbamos circulando en la oscuridad. El sonido no cesaba. Ahora estaba más cerca. Di un volantazo a la derecha y aparqué más allá del arcén, colándome a duras penas entre dos árboles. Justo cuando apagué el motor, un coche pasó a toda velocidad por la carretera. Miré en el espejo retrovisor. Pasó en un abrir y cerrar de ojos. Solo una fracción de segundo después, otro coche lo siguió, persiguiendo al primero. El parachoques delantero del segundo coche estaba aplastado. Había chocado con algo. Solo Dios sabría con qué. Nos quedamos en silencio unos momentos antes de atreverme a arrancar otra vez. Ninguno de los dos respiró.

—¿Crees que nos estaban buscando? —preguntaste.

Puse el coche en marcha otra vez, y encendí los faros. Luego volví a tomar la carretera, ahora vacía.

—¿Hay alguna otra explicación? —te pregunté.

Negaste con la cabeza. Conocías la verdad. Estaban ahí. Estaban cerca. E iban a por nosotros.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntaste, y el temor que segundos antes estaba ausente se abrió paso en tu voz.

—Eso no cambia nada. Ya sabíamos que estaban aquí.

Poco a poco, aceleré el coche. Nos dirigíamos a la carretera. Cuando llegamos a la curva, miré por la carretera oscura. Era larga, recta y vacía. El final simplemente desaparecía en la oscuridad. Me metí en la carretera. Lo único que quería era conducir. Pisé el acelerador, pero solo duró un instante.

—¡Joder! —gritaste—. ¿Qué es eso?

Yo también lo vi. Apenas llegué a atisbarlo en el borde del haz de luz de nuestros faros. Era algo que se movía desde un lado de la carretera. Fuera lo que fuese, no parecía humano. Por segunda vez en cuestión de minutos, me salí de la carretera y apagué los faros.

—Quédate aquí —te dije.

No me hiciste caso. Cuando bajé del coche, ya estabas de pie fuera. El aire era caliente. Flotaba un olor cáustico que reconocí, aunque no logré situar. Saqué la pistola del cinturón y empecé a caminar hacia lo que fuera que se estaba moviendo al lado de la carretera. Tú caminabas muy cerca detrás de mí. Casi podía sentir tu cuerpo contra el mío. Sentía tu respiración en mi cogote. Antes de ver nada, noté que contenías un grito detrás de mí.

—¡Oh, Dios mío!

Miré al frente. La hierba de delante de nosotros estaba oscurecida por algo.

—Es sangre —gritaste—. Hay sangre en todas partes.

Ese era el olor. Era el olor de la sangre.

—Silencio —te susurré—. No importa lo que veamos, hemos de permanecer en silencio.

El rastro de sangre empezaba en la calzada y llevaba hasta lo que fuera que habíamos visto desde la carretera. Todavía se estaba moviendo. Di otro paso para acercarme más y pude verlo mejor. Era un hombre, pero tenía un aspecto horrible. Había visto hombres muertos con mejor pinta. Yacía boca abajo en la hierba. Iba todo vestido de negro. Llevaba el uniforme de un asesino, el mismo que yo había llevado en incontables ocasiones. Los movimientos de su cuerpo eran totalmente antinaturales. Movía los brazos en direcciones en las que se suponía que no tenían que moverse. Puede que solo fueran espasmos musculares. Ni siquiera podía estar seguro de que aún estuviera vivo. Dimos unos pasos hacia él. Entonces oí su quejido.

No teníamos tiempo para eso. Nos estaban persiguiendo. Ya no me cabía ninguna duda. Ese hombre tenía algo que ver con eso. No lograba entender cómo había terminado junto a la carretera, no podía ni imaginármelo.

—Hemos de dejarlo —te dije.

Me di la vuelta y empecé a caminar hacia el coche.

—¿Qué? —preguntaste—. No podemos dejarlo aquí sin más. —Miraste el cuerpo—. Morirá.

Eso era cierto. No sabía qué relación guardaba con nosotros.

—Nos vamos.

—¡No podemos dejarlo sin más! —gritaste.

Me llevé la mano a los labios otra vez para pedirte silencio y bajaste la voz.

—¡Me prometiste que no habría más muertos!

—Esto no es culpa mía —dije, señalando con el cañón de la pistola al cuerpo que se retorcía.

Era mentira. En cierto modo era mentira. Sus quejidos se hicieron más altos y más claros. Nos estaba oyendo hablar y trataba de decirnos algo. La voz murmuró con la boca llena de hierba húmeda. No pude comprender lo que estaba diciendo. Por fin logró pronunciar dos palabras que sí comprendí:

—¡Por favor!

Me miraste. Incluso en la oscuridad, vi el dolor en tus ojos.

Volví a dirigirme al cadáver.

—Ten cuidado —susurraste al pasar a tu lado.

Caminé hacia el cuerpo. Te quedaste a solo unos pasos de mí. Seguí apuntando con la pistola al cuerpo que se retorcía. Me dije a mí mismo que era imposible que fuera una trampa. Había demasiada sangre para que fuera una trampa. Aunque no sabía qué pensar. Los quejidos se hicieron más silenciosos, como si el hombre hubiera gastado toda la energía que le quedaba para hablar con nosotros. «Por favor». Ahora solo quejidos suaves y silenciosos salían del cuerpo que temblaba bajo mis pies. Metí un pie bajo uno de sus hombros y lo levanté. Pesaba como un muerto. Necesité todas mis fuerzas, pero logré darle la vuelta sin ensuciarme las manos. Ahora estaba tumbado sobre su espalda.

Estaba cubierto de sangre. Estoy casi seguro de que no toda era suya. Tenía las piernas retorcidas bajo el cuerpo, enroscadas, no estaban dobladas de una manera natural. No podía moverlas. Se había roto el cuello. Una vez que lo puse boca arriba, abrió los ojos. Tenía cortes en la cara. La sangre le cubría la mayor parte del rostro, pero cuando abrió los ojos, estos aún tenían un color verde brillante. Incluso en la oscuridad pude ver el color.

—¡Ayú…! —dijo ahora, más claramente.

Quería decir «Ayúdame», pero no tuvo fuerza para acabar la palabra. Pulmones perforados. Costillas rotas. Podía diagnosticar todo un cargamento de lesiones que yo era incapaz de curar. Me rodeaste y te arrodillaste en la hierba a su lado. Le quitaste parte de la tierra de la cara.

Establecí contacto visual con él.

—¿Estabas en el choque de coches que hemos oído? —pregunté.

Movió ligeramente la cabeza, lo más parecido a una señal de asentimiento que íbamos a sacar de él.

—¿Esto te pasó en el choque?

Otro asentimiento. Era claramente la víctima de una persecución.

—¿Y luego te tiraron del coche? ¿Te dejaron aquí?

Una vez más, movió la cabeza; esta vez, vi la tristeza en sus ojos. Hiciste una mueca, porque no eras capaz de imaginar que alguien pudiera ser tan frío. Yo sí. Era un lastre. Estaba frenando una misión. La misión consistía en encontrarnos. Cuando ves muertos a diario, una muerte más no significa tanto para ti. Probablemente ni siquiera se lo pensaron dos veces antes de tirarlo del coche.

—Tenemos que hacer algo, Joe —dijiste al tiempo que te volvías hacia mí, sosteniendo la mano del hombre moribundo entre las tuyas.

El hombre levantó la mirada cuando le apartaste el cabello manchado de la frente.

—No podemos hacer nada, Maria.

Sabías que tenía razón. Aun así, tus ojos rogaban que lo intentara. Me arrodillé al otro lado de él.

—¿Puedes mover las piernas? —pregunté.

Veía la tensión en la cara del hombre. Le miré las piernas. No hubo movimiento.

—¿Los brazos? ¿Puedes mover los brazos?

Otra vez se tensó su cara. Esta vez uno de los brazos se movió. El otro se quedó quieto. Parecía roto. Al mover el brazo, dejó escapar otro gemido de dolor.

De repente, oí otro coche que venía por la carretera. No había tiempo de encontrar un escondite mejor.

—Agáchate —te dije.

Nos tumbamos lo mejor que pudimos. El cielo de la noche se iluminó cuando los faros pasaron más allá de nosotros. El sonido de grava pisada se hizo más alto y luego otra vez más silencioso. El coche aceleró alejándose. Al cabo de poco lo único que quedó fue el sonido de nuestra respiración y el silbido del cuerpo.

—Hemos de irnos, Maria. Es peligroso estar aquí.

Noté que el pánico se abría paso en mi pecho. Iban a pillarnos porque eras demasiado amable.

—No podemos dejarlo aquí, Joe —respondiste, con las lágrimas acumulándose en tus ojos.

—Escucha, Maria, vas a tener que tomar una decisión. ¿Quieres intentar salvar a este hombre o quieres salvar a tu hijo? Porque no vamos a poder hacer las dos cosas.

Lo comprendiste. Lo vi en tu expresión.

La cabeza del hombre moribundo se quedó quieta en tu regazo. Bajaste la mirada al hombre y le dijiste:

—Lo siento.

Le levantaste la cabeza para quitarla de tu regazo. Estabas conteniéndote para no llorar, lo cual solo te llevó a sollozar. Te apartaste del hombre y empezaste a caminar otra vez hacia el coche. Bajé la mirada hasta el hombre, tumbado allí. Sus ojos te siguieron cuando caminabas hacia el coche.

Yo también le di la espalda. Empezaba a seguirte al coche. Entonces oí otro gemido, este más alto. No quería que lo dejaran solo. Seguramente sabía que iba a morir, pero no quería morir solo. Me volví hacia el cuerpo.

—Si encuentro un teléfono, pediré ayuda para ti —le dije.

Cerró los ojos lentamente, consciente de que la ayuda nunca iba a llegar.

Cuando volví al coche, tú ya estabas sentada dentro. Las lágrimas se habían detenido. Ya solo había determinación en tu rostro. Volví a arrancar el coche y regresé a la carretera. Empezamos a circular en la otra dirección.

—¿Adónde vamos? —preguntaste.

Ya tenía un plan. El hecho de ver al hombre agonizando en el suelo me ayudó a concebirlo. Sabían dónde estábamos. Eso seguro. No sacrificaban hombres así por nada. Sabía que estaban cerca. Pensé que podíamos aprovecharlo. Podía usarlo para conseguir dinero antes de irnos. Necesitábamos el dinero. Solo nos quedaban cien dólares. Tardaríamos un tiempo en establecernos allí donde termináramos, y tendríamos que llevarte al médico si nuestro hijo lograba sobrevivir.

—Vamos al centro —respondí.

—¿Qué? ¿Por qué?

El centro no estaba cerca. Tú solo querías irte. En retrospectiva, quizá habría sido la decisión correcta.

—Todavía tengo mi tarjeta. Aún no la hemos usado, porque temía que delatara nuestra posición. Bueno, ahora ya saben dónde estamos. Podría ser nuestra última oportunidad para conseguir dinero durante un tiempo. Si lo hacemos en el centro, no tendrán ni idea de adónde hemos ido después.

Te miré. Parecías escéptica.

—Hemos de hacerlo —dije.

Sabías que tenía razón.

—Vale —respondiste, sellando tu destino.

Pisé el acelerador y pusimos rumbo a la ciudad.

Durante el recorrido, todo permaneció en una calma casi espeluznante. Todo estaba en silencio. Divisábamos las luces de la ciudad en la distancia. Todavía era noche cerrada. La ciudad estaría dormida, pero las luces estaban encendidas. Cruzamos el puente que llevaba a la ciudad. Mi plan consistía simplemente en doblar la esquina de una calle con un banco, aparcar, sacar el máximo dinero posible, volver a meterme en el coche y arrancar. Tenía que confiar en que mi tarjeta bancaria aún funcionaba. Querrían que la usara, porque sabían perfectamente que eso me delataría.

Las calles de la ciudad estaban casi vacías. Cada dos o tres manzanas, veíamos a alguien caminando por la calle, dirigiéndose a casa desde el domicilio de un amigo o después de una noche de fiesta. Estábamos en la zona rica de la ciudad, llena de casas grandes y antiguas fortunas. Ni siquiera había pensado en qué dirección íbamos. Paso a paso, pensé. Tú estabas sentada en silencio en el asiento del acompañante. No sabía si estabas pensando en el hombre moribundo que habíamos dejado al lado de la carretera o si simplemente tratabas de tener la mente en blanco.

Eché un vistazo a una calle larga y vi un banco con cajero automático. Frené y aparqué en un sitio libre frente al banco. Miré alrededor después de aparcar el coche. La calle estaba vacía. O al menos pensé que lo estaba. Me quité el cinturón y me volví hacia ti.

—Espera aquí —dije.

Asentiste.

—Esta vez en serio. Quédate en el coche.

Abrí la puerta del conductor y salí. Intenté actuar con rapidez; fui corriendo hasta la puerta del banco y metí la tarjeta en la ranura para abrir la puerta. Eché una última mirada para asegurarme de que estabas a salvo y entonces entré.

—Vamos. Vamos. Vamos —susurré para mis adentros al deslizar la tarjeta por la ranura y marcar el número secreto.

La pantalla se encendió y me preguntó cuánto dinero quería retirar. Tecleé mil dólares, pero no me dejó sacar tanto dinero. Después marqué quinientos. Esperé. Oí el sonido de los billetes en el interior de la máquina. A continuación me escupió veinticinco billetes de veinte dólares. Nos serviría para conseguir un poco más de tiempo.

Salí para volver al coche. Aún te veía dentro. Estabas bien. Parecías a salvo. Estaba a punto de abrir la puerta del banco y volver hacia ti cuando vi el teléfono al otro lado de los cajeros automáticos. No era solo un teléfono de asistencia para clientes del banco, sino un teléfono público de verdad. Decidí cumplir la promesa que había hecho. Me guardé los quinientos dólares en el bolsillo, caminé hasta el teléfono público, levanté el auricular y marqué el 911. No pude reprimir la sensación de que ya había pasado por eso antes. Se me hizo un nudo en el estómago. Contestó una operadora.

—Ha habido un accidente horrible —dije.

—¿Dónde? —preguntó la operadora.

—Hay un hombre en la cuneta de la carretera —respondí—. Lo ha atropellado un coche. Necesita ayuda ahora.

Le dije a la operadora el nombre de la carretera donde encontrarían al hombre.

—¿Puede mantenerse en línea? —preguntó la mujer.

—No —contesté.

Estaba a punto de colgar el teléfono cuando el primer estruendo resonó en el aire. El disparo fue seco y ruidoso. Al principio, no reconocí el sonido. Fue muy parecido a un petardo. Luego estalló otro disparo. El sonido fue menos claro esta vez, más amortiguado. Procedía de una pistola diferente. De repente, me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Miré al coche. Tú todavía estabas en el asiento delantero, pero estabas agachada, tratando de quedarte por debajo de la ventana. Una bala ya había hecho añicos la ventana trasera derecha, justo detrás de ti. No sabía si estabas bien. Empecé a correr hacia la puerta. Justo al hacerlo oí otro disparo y el cristal del cajero automático estalló en un millón de fragmentos minúsculos. Seguí corriendo hacia la puerta, corriendo hacia ti. Sentía que se me aceleraba el corazón. En ese momento, si hubiera visto una bala que se dirigía hacia ti habría saltado para interponerme en su trayectoria, pero ni siquiera estaba lo bastante cerca para hacer eso. Hubo otro estruendo y una bala agujereó nuestro neumático trasero. Ni siquiera sabía desde dónde estaban disparando. Cuando salí me di cuenta de que las balas procedían de direcciones opuestas. También te oí gritar. Eso no era bueno. El estrés no era bueno. Por desgracia, la noche no había hecho más que comenzar.

Corrí hacia el coche. Oí el silbido de otra bala que me pasó rozando la cabeza. Traté de determinar de qué dirección venían las balas. Parecían proceder de todas partes a la vez. La realidad era que probablemente solo se habían disparado cinco o seis tiros, pero me sentía atrapado en medio de una batalla. Llegué a la puerta del lado del conductor y la abrí.

—¿Estás bien? —te grité al tiempo que subía.

—¡No! —me respondiste con otro grito.

Inmediatamente bajé la cabeza por debajo de la ventanilla, arranqué y pisé el acelerador. Solo quería alejarme de las balas. Teníamos que abandonar el coche ya. Nos faltaba una rueda trasera. Seguro que lo habían hecho a propósito. No podíamos salir de la ciudad así. Sin embargo, podíamos salir de la línea de fuego. Después nos tocaría ir a pie. No había otra forma.

Pisé el acelerador, levantando la cabeza lo justo para ver por encima del salpicadero. No podía permitirme chocar con nada. No podía permitirme otro accidente. En cuanto el coche empezó a moverse, noté el traqueteo de la rueda trasera. La gente empezó a encender las luces en las casas que daban a la calle. Traté de no hacerles caso. Solo teníamos que huir.

El coche avanzó dando tumbos. Traté de controlar el volante, pero la rueda pinchada lo dificultaba mucho. Después de cuatro o cinco manzanas, ya no oía disparos. Me detuve a un lado.

—Tenemos que bajar —te dije.

Me miraste como si estuviera loco.

—Somos como dos patitos de feria aquí, Maria. Tenemos que dejar el coche.

Te estiraste para desabrocharte el cinturón. Luego reptaste sobre la parte central del salpicadero para poder salir por la misma puerta que yo. Abrí la puerta del conductor y bajé. Esperé una fracción de segundo, temiendo oír otro disparo, temiendo oír el silbido de otra bala junto al oído, pero no oí nada. Te agarré por la muñeca para ayudarte a ponerte en pie en la acera y entonces echamos a correr por la calle de al lado. Recorrimos dos manzanas antes de localizar un hueco junto a una de las casas. Nos metimos rápidamente dentro de uno de los pocos jardines que no tenían una verja. Me llevé un dedo a los labios para indicarte que te mantuvieras en silencio. Había oído algo. Alguien estaba corriendo por la calle. Oí pisadas que resonaban en el asfalto. Teníamos suerte de haber encontrado refugio en las sombras en ese momento. De repente, un hombre pasó corriendo a nuestro lado. Le miré las manos mientras corría. Empuñaba una pistola.

—¿Qué hacemos, Joe? —me susurraste cuando dejamos de ver al hombre.

—No lo sé.

—¿Cómo salimos de aquí ahora?

—No lo sé.

Traté de pensar. No contábamos con muchas opciones.

—¿Estamos muy lejos de la estación de autobuses? —te pregunté.

Conocías la ciudad mejor que yo.

—A unos diez kilómetros —respondiste.

Lejos. La noche era oscura y llena de peligros. Aun así, era nuestra única oportunidad.

—Tenemos que llegar a la estación de autobuses —te dije.

Entonces oí algo más. Me estiré y te puse la mano en la boca para asegurarme de que no hablaras. Había alguien más cerca de nosotros. No corría. Caminaba. Silbaba mientras caminaba. Nos agachamos juntos lo más cerca posible del suelo. Tratamos de permanecer a cubierto. El hombre iba caminando en la misma dirección que el que había pasado corriendo con la pistola. No llevaba pistola, pero sí un cuchillo largo. Iba silbando la canción de Louis Armstrong What a wonderful world. Contuvimos el aliento cuando pasó a nuestro lado. Transcurrieron otros diez minutos hasta que estuvimos seguros de que se había ido.

Retomaste la conversación en el mismo punto en que la habíamos dejado.

—No puedo correr, Joe —dijiste, poniendo las dos manos sobre el vientre.

—Lo sé —respondí.

Solo Dios sabía el daño que le habíamos causado ya a nuestro hijo. No hablamos de eso.

—¿Qué hora es? —te pregunté.

Miraste tu reloj.

—Son las cuatro de la mañana —dijiste.

—Escucha. —Tragué saliva con fuerza, sin acabar de creerme lo que iba a proponer—. El primer autobús probablemente salga a eso de las siete. ¿Crees que puedes caminar diez kilómetros en tres horas?

—¿Tengo elección? —preguntaste.

—No.

—Puedo hacerlo —dijiste, asintiendo con la cabeza.

—Esa es mi chica.

Traté de sonreírte. No sé cómo me salió. No estaba de humor para sonreír. Volví a sacar la pistola del cinturón.

—Cógela —dije, entregándote nuestro único medio de protección.

—No puedo cogerla —dijiste, sosteniendo la pistola sin fuerza entre los dedos—. No sé usarla.

—Coge la puta pistola y ya está —respondí, exasperado—. Por favor, cógela. Es fácil de usar. Le he quitado el seguro. Lo único que tienes que hacer es apuntar a cualquier cosa que te asuste y apretar el gatillo.

Miraste la pistola que tenías en la mano. No te sentías cómoda. Tus manos parecían demasiado pequeñas para el arma.

—¿Para qué la necesito? —preguntaste—. ¿Por qué no la llevas tú?

Negué con la cabeza.

—Nunca conseguiríamos recorrer los diez kilómetros juntos. Necesitamos algo más.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntaste, sintiendo que fuera cual fuese el plan, no iba a gustarte.

—Voy a distraerlos —dije.

Pude ver todo lo que querías decirme en la expresión de tu cara. Querías decirme que mi idea era ridícula. Querías maldecirme solo por haber pensado en ello. Querías decirme que podíamos lograrlo juntos. Vacilaste, porque sabías que nada de eso era cierto.

—Por favor, Maria. No sé qué más hacer. Es la única manera.

—Vale —concediste por fin.

Sabías que era la única oportunidad que tenías de salvar a nuestro hijo. Estabas agarrando la pistola con las dos manos. Ahora ella era tu protector.

—¿Sabes el camino que debes seguir? —pregunté. Me quedé bloqueado en el momento de dejarte.

—Sí —respondiste.

Entonces recordé el dinero. Saqué el billetero del bolsillo.

—Toma esto también —dije, pasándote casi mil dólares en efectivo. Ahora ya no tenía nada.

—Nos vamos a encontrar en la estación de autobuses, ¿verdad?

—Por supuesto —respondí, sabiendo que las probabilidades de que los dos lo lográramos eran escasas—. Pero si no estoy allí, súbete a un autobús. Sube a un autobús que vaya lejos.

Me volví y miré las calles que nos rodeaban. Estaban vacías otra vez. Ni siquiera oí un coche de policía. Todos debían de haber tomado los disparos por petardos que debían de haber tirado unos niños. Estaba despejado y podía empezar a correr. Me volví hacia ti.

—Dame cinco minutos de ventaja —dije—. Quédate en las sombras y avanza en silencio. No dejes que nadie te vea.

Asentiste con la cabeza.

—Voy a tratar de que me persigan a mí.

Incluso al decirlo, la idea sonó ridícula. ¿Cuánto tiempo iban a tardar en cazarme? ¿Durante cuánto tiempo podría esquivar las balas? No estaba tratando de sobrevivir. Tenía que ser realista. Solo estaba tratando de sobrevivir el tiempo suficiente. Respiré hondo y me preparé para saltar desde las sombras a la luz de la calle. Antes de hacerlo, me cogiste la cara entre las manos y me atrajiste hacia ti. Tenías la pistola en la mano derecha y sentí el metal en la mejilla. Me besaste suavemente en los labios, luego más fuerte. Y tuve que irme.

—Nos vemos a las siete —dije.

Eché a correr. Salí a la calle y corrí como si no hubiera un mañana, porque para mí, probablemente, no la habría.

No miré atrás. Solo corrí. Corrí hacia el sur, alejándome de la estación de autobuses. Unos segundos después de salir de las sombras, oí los primeros pasos que me perseguían. Cada pisada resonaba con fuerza. Apenas había pausa entre las pisadas. Quien fuera que tuviese detrás se movía deprisa. No me atrevía a mirar por encima del hombro. Tenían pistolas. Lo único que tenía yo era miedo.

Sabía que debía mantenerme por delante de la persona que me perseguía, pero tampoco podía permitirme despistarlo. Necesitaba que me persiguiera. Necesitaba que todos me persiguieran. La única cosa que temía más que me atraparan era que te atraparan a ti. Entonces oí el segundo conjunto de pisadas, más lejos pero claras. Era como escuchar el latido de dos tambores desacompasados. Me pregunté cuántos había. ¿Eran solo tres antes de dejar a su compañero en la cuneta o eran más? Si eran más, ¿estabas a salvo? No tenía forma de saberlo. Nunca había oído de nadie que trabajara en grupos de más de cuatro. Aun en el caso de que hubiera originalmente cinco, ya habían perdido uno en el accidente. Eso significaría que había dos que me seguían y otros dos acechando en alguna parte.

Esperaba oír disparos por detrás de mí, pero nadie disparó. Puede que no quisieran jugársela con la policía. Seguramente pensaban que no les resultaría tan fácil atraparme. Había recorrido seis manzanas antes de darme cuenta de que estaba a punto de entrar en la zona sur de Charleston. En el extremo sur de la ciudad, solo había agua. Ya había jugado a ese juego, escondiéndome en el agua negra por la noche. La única razón por la que sobreviví fue porque Michael me salvó. No iba a cometer ese error otra vez. Doblé en la primera calle que pude girar y seguí corriendo en una dirección diferente.

Estaba empezando a quedarme sin energía. Mis piernas, brazos y pulmones se estaban cansando muy deprisa. Necesitaba encontrar un lugar para esconderme y descansar, aunque solo fuera unos minutos. Las calles seguían vacías, iluminadas únicamente por farolas pasadas de moda que se alineaban en las aceras. A cada lado de la calle había una fila de casas viejas, que llegaban hasta la acera. La mayoría tenían una puerta cerrada que daba a sus jardines particulares. Los únicos huecos entre las casas eran iglesias viejas y cementerios atestados. Todavía no había oído ningún conjunto de pisadas doblar la esquina detrás de mí. Vi una valla delante. Era una valla alta de hierro forjado con pinchos arriba. Debía de medir casi tres metros. Di dos pasos hacia ella y salté. Al hacerlo estiré el brazo y me agarré a uno de los pinchos. Planté el pie derecho entre dos barrotes y me impulsé por encima. La pernera izquierda de mis tejanos se enganchó un momento en el pincho, y caí al suelo con una pirueta. Aterricé de espaldas. Durante un segundo no pude respirar. Me había quedado sin aire. Entonces se me abrió el pecho e inspiré, dejando que el aire frío de la noche me llenara los pulmones. Tuve que recordarme que todavía iban tras de mí.

Me di la vuelta con rapidez para poder mirar a través de los barrotes de metal de la valla y escuchar. No oí pisadas. Todo estaba en silencio. Por un segundo, me preocupó que hubieran vuelto a por ti. Hasta que localicé a uno de ellos. Iba caminando por la calle, mirando en los callejones. No empuñaba una pistola, pero tenía un cuchillo con una hoja serrada de ocho centímetros en la mano. Era alguna clase de cuchillo de caza. Miré a mi alrededor para ver si podía encontrar un sitio mejor para esconderme.

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba en un pequeño cementerio. Había saltado una valla que habían erigido para impedir el paso a turistas y visitantes de cementerios. Había una tumba a solo un metro de mí con una gran lápida orientada hacia la calle. Sería un escondite perfecto. Miré al hombre del cuchillo. Esperé a que desviara la mirada y me oculté rápidamente detrás de la lápida. Me pegué a la losa y me agaché. Notaba el granito frío en contacto con mi piel. Bajé la mirada al grabado de la lápida. Estaba demasiado oscuro para leerlo. Podía estar sentado en la tumba de cualquiera. Entonces me asomé por encima de la lápida para mirar hacia la calle. El hombre del cuchillo aún estaba allí, todavía me buscaba. Parecía que iba a rendirse. Se volvió. Pensé que regresaría a por ti. Me pregunté por un momento cómo te iba, cuánto habías avanzado, cómo se defendía nuestro hijo. Aún más que tú o yo, sabía que haría falta un milagro para que nuestro hijo sobreviviera a la noche. Quizá si te movías despacio y mantenías la calma todo iría bien. Quizá si podía mantenerlos a raya durante unas horas, todo lo que habíamos pasado no sería en balde. Solo esperaba un milagro.

Entonces oí otra vez pisadas en la calle, que se dirigían hacia el hombre del cuchillo. Lo miré. Él también oyó las pisadas. Miró en su dirección. Le cambió la expresión de la cara. Se le dilataron las pupilas. De repente estaba asustado. Se volvió y echó a correr. Corría deprisa, aún más deprisa que cuando me perseguía a mí. Si hubiera corrido tanto cuando me perseguía, me habría atrapado. Solo un momento después, vi que otro hombre pasaba corriendo con una pistola en la mano. Parecía que estaba persiguiendo al primer hombre, pero eso no tenía sentido. Nada tenía sentido. Observé al segundo hombre que pasó corriendo y traté de comprender qué estaba sucediendo. Otro sonido, un sonido nuevo, interrumpió mis pensamientos. Era un sonido metálico y procedía de detrás de mí. Miré por encima de las lápidas centenarias. Alguien estaba escalando la valla del otro lado del cementerio. La lápida que tan bien me ocultaba en una dirección, me dejaba completamente al descubierto en la otra. Ni siquiera me había molestado en mirar a mi espalda. Me habían visto. Estaban subiendo la valla, venían a por mí.

Miré la valla, temblando, cuando un hombre trepó hacia los pinchos. Otro hombre estaba tratando de ayudarlo a subir, empujándolo por los pies. Vi una pistola en la mano del que trataba de entrar. No sabía si el otro estaba armado. Seguro que lo estaba, aunque no tenía su arma a mano. Podía intentar trepar de nuevo por la valla que había saltado, pero sin carrerilla sería un ascenso agotador y torpe. No tenía tiempo para eso. El hombre de la pistola podría derribarme de un solo tiro fácilmente, como si estuviera disparando a una lata sobre una cerca. Necesitaba coger carrerilla. Así que corrí. Corrí directamente hacia la valla por la que estaban subiendo los dos hombres. Vi que el de abajo me miraba. La expresión de su rostro era de asombro absoluto. Contaba con eso, con el desconcierto y con el caos. Corrí por encima de las tumbas, esquivando una o dos lápidas. El cementerio solo ocupaba una manzana, así que en cuestión de segundos me encontré a unos metros de la verja que estaban escalando los hombres. El de la pistola había alcanzado la parte superior de la valla antes de que se fijara siquiera en que corría hacia él. Estaba de pie en lo alto, a punto de saltar al suelo. Yo salté, plantando un pie entre dos barrotes, justo como había hecho la primera vez. En esta ocasión no me agarré a ninguno de los pinchos, sino al hombre de la pistola. Estiré el brazo y lo agarré por la rodilla, propulsándome en el aire. Al elevarme, derribé al hombre de la pistola. Cayó deprisa. Sacudió la pierna cuando tiré de ella y su cuerpo se precipitó. La parte posterior del muslo tocó en uno de los pinchos. Oí el sonido que hizo este al desgarrarle la piel y partirle el hueso. A continuación superé la valla. Esta vez caí de pie. No miré al hombre al que acababa de empalar. Tampoco a su compañero. Solo me volví hacia la derecha y corrí tan rápido como pude.

Ya sabía que ellos eran al menos cinco. Había visto a cinco. Dos de ellos estaban fuera de combate. El hombre de la cuneta estaba muerto o casi y el hombre de la valla, aunque sobreviviera, no iba a perseguir a nadie esa noche. Lo estaba intentando, Maria. Quería decírtelo a gritos. Quería decirte que siguieras avanzando. Y al mismo tiempo esperaba que no pudieras oírme si lo hacía, esperaba que estuvieras demasiado lejos.

Traté de adivinar cuánto tiempo había pasado. ¿Veinte minutos? ¿Media hora? ¿Más? No sabía cuánto tiempo había estado en el cementerio. Levanté la mirada hacia el cielo. Todavía estaba completamente negro. Doblé una esquina para ver si conseguía recuperar el aliento. Encontré un espacio impreciso entre dos de las casas y me metí allí. No me permitía ocultarme, pero tendría que servir por el momento. Traté de calmar la respiración. Entonces vi a otro tipo. Iba caminando por el otro lado de la calle. Llevaba tejanos negros y una sudadera también negra con la capucha puesta. Empuñaba una pistola. Traté de recordar si era uno de los hombres que había visto antes, pero me pareció que no. Eso significaba que había al menos seis y quedaban al menos cuatro. Seis. ¿Por qué iban a enviar a seis personas a capturarme? No tenía sentido.

Me quedé en silencio y observé al hombre que iba caminando, esperando que no reparara en mí. Mientras no doblara por la calle hacia mí, estaría a salvo. Pasó de largo y desapareció al doblar una esquina. Había visto a seis personas. Me dije a mí mismo que no podía haber más. Si tenía razón, entonces todos los hombres disponibles estaban conmigo. Si tenía razón, quizá tú estabas a salvo.

Agucé el oído. Volvía a reinar el silencio. Salí de las sombras y empecé a caminar lentamente por la calle. Traté de avanzar sin hacer ruido, confiando en que oiría a cualquiera antes de que él me viera. Ya no sabía qué hacer. No podía correr toda la noche. No tenía energía para eso. Empecé a preguntarme si debía ir a buscarlos, si debería empezar a perseguirlos. No tuve que preguntármelo mucho más. No era tan fácil convertirse en el cazador cuando eres la presa.

Tuve suerte de verlo unos segundos antes de que me viera él a mí. Dobló la calle en la que yo estaba y empezó a caminar hacia mí. Tuve el tiempo justo para agazaparme entre las sombras de un umbral antes de que mirara en mi dirección. Empezó a caminar hacia mí. Si se acercaba demasiado, era hombre muerto. No había ningún sitio donde esconderme en la calle. Pensé en correr, pero si lo hacía, iría directamente hacia los otros. Estaba atrapado.

Busqué a tientas detrás de mí en el umbral y agarré un pomo. Empecé a girarlo. Afortunadamente, la puerta no estaba cerrada. La entreabrí y me colé en la casa. Dentro estaba oscuro y reinaba la calma. Incluso en la oscuridad, veía la cocina y el salón desde donde estaba. Había juguetes esparcidos por el salón. Me adentré en la casa. Todavía estaba buscando un lugar donde esconderme. Había un armario para abrigos en el salón. Abrí la puerta del armario y me metí dentro. En lugar de cerrar la puerta, dejé abierto un resquicio para poder mirar hacia fuera. El corazón me latía con fuerza en el pecho. Esperar era casi más agotador que correr. Veía el portal a través de la rendija que había dejado en la puerta del armario. Lentamente, empezó a abrirse. La oscuridad de la calle era igual a la oscuridad de la casa. El hombre que me estaba persiguiendo entró silenciosamente. Empuñaba la pistola en la mano derecha, cerca de la oreja, para poder apuntar rápidamente si tenía que hacerlo. Echó un rápido vistazo a las habitaciones. Miré a mi alrededor para ver si había algo que pudiera utilizar como arma, algo como un bate o una sartén, cualquier cosa. No había nada. Entonces me fijé en un interruptor situado a poco más de medio metro de la puerta del armario. Era mi única oportunidad.

El hombre se adentró en la casa. Trató de caminar sin hacer ruido. Parecía que iba a pasar por delante de mí hacia la cocina. No lo creí ni por un segundo. Ahora estaba a poco más de un metro. Le veía la cara. Parecía pálido en la oscuridad. Sabía que él sabía dónde estaba. Sabía que estaba tratando de engañarme. Lo miré. Memoricé su posición, dónde estaba, en qué postura. A continuación, estiré el brazo y pasé la mano por la pared hasta que encontré el interruptor. Encendí la luz. La habitación se iluminó de golpe. Contaba con eso. El hombre pálido trató de apuntarme con la pistola, pero sus pupilas todavía no se habían acostumbrado a la luz. Estaba casi ciego. Yo tampoco veía nada más que destellos de color, pero no lo necesitaba. Salí del armario, levanté el pie derecho y golpeé donde recordaba que estaba la rodilla del hombre. Noté que se le doblaba la pierna al instante y que caía al suelo. Al caer disparó una vez. Oí cristales rotos cuando la bala atravesó la ventana de la cocina. Al momento, se encendieron las luces de la escalera. Oí gritos. Por fin mis ojos se adaptaron a la luz. Levanté la mirada hacia los gritos. Había una mujer en camisón agarrada a la barandilla de encima de la escalera y gritando a pleno pulmón.

Corrí otra vez. Empecé a sentirme como un desastre andante, que corría de un sitio a otro, sembrando el caos por donde pasaba. Empecé a sentir que esa noche era una metáfora de toda mi vida. Salí corriendo a la calle. Huí de la mujer que gritaba en lo alto de la escalera. Huí del hombre tullido con la pistola. Esta vez era demasiado escándalo. Los otros lo oirían. Todos los que acechaban en la oscuridad confluirían en ese único sitio. Tenía que largarme. Llegué a la calle y empecé a correr otra vez hacia el sur. El cielo estaba empezando a cambiar de color. Tenía un tono morado oscuro cuando salí de la casa. Faltaba poco para el amanecer. Recorrí dos manzanas antes de que uno de ellos empezara a perseguirme otra vez. Corría en dirección a la casa mientras yo corría para alejarme de ella, pero cuando me vio, vino a por mí. A ese lo reconocí. Era el segundo hombre de la valla del cementerio. Me pregunté si había dejado atrás a su colega igual que habían abandonado al hombre en la cuneta de la carretera. Me pesaban las piernas. Llevaba mucho rato corriendo. No podía correr mucho más.

No importaba. No quedaba mucho espacio para correr. Había un parque en el extremo sureste de Charleston con robles y una pequeña glorieta. Más cerca del agua había viejos cañones y una gran estatua conmemorativa de la guerra de Secesión. Más allá, el agua. Cuando llegué al agua, cuando me quedé sin ningún otro sitio al que huir, estaba exhausto.

El hombre que me perseguía había reducido la distancia que nos separaba y estaba a menos de diez metros de mí. Cuando me acerqué al borde del agua, me volví hacia él. No lo reconocí. No se parecía a nadie que recordara. No se parecía a nadie que hubiera matado. Podría haberle preguntado por qué me perseguía. Podría haberle preguntado por qué estaba dispuesto a arriesgarse tanto para matarme. Se lo había preguntado a ese chico en Ohio. Ahora estaba demasiado cansado para que me importara.

El morado oscuro del cielo empezaba a teñirse de un rojo intenso. El sol no tardaría en elevarse detrás de mí. El hombre levantó la pistola y me apuntó. Me pregunté si te habría dado suficiente tiempo. Me pregunté si nuestro hijo resistiría. Te imaginé subiendo a un autobús y dirigiéndote al oeste. Te imaginé bajando del autobús sin que te persiguiera nadie. Me alegré al pensar que ibas a lograr huir, pero me entristecía saber que estarías sola. Me entristecía pensar que, si nuestro hijo sobrevivía, nunca iba a conocerlo. Lo que habría dado en ese momento por un solo día con nuestro hijo. Levanté la cabeza y miré el cañón de la pistola de mi asesino. Recordé la última vez que había estado tan cerca de la muerte, flotando en el agua de Long Beach Island. Recordé el puro instinto de supervivencia que había sentido entonces, aunque no se me había ocurrido ningún motivo concreto por el que valiera la pena seguir con vida. Esta vez, no solo sabía que quería vivir, sino que sabía por qué. Nuestro hijo hacía que la perspectiva de morir fuera mucho peor.

No dije ni una palabra a mi asesino. ¿Qué le iba a decir? Él tampoco me dijo ni una palabra. Solo oí el disparo y no sentí nada. Entonces oí que disparaba otra vez. Y otra. Seguí sin sentir nada más que la brisa del agua. Abrí los ojos. Las balas no eran para mí. Los primeros dos disparos le dieron a mi asesino en el pecho. El tercero en la cabeza. Abrí los ojos y vi que mi asesino aún estaba de pie, que la sangre le manaba de las heridas. Se le escapó la pistola de la mano. Establecimos contacto visual solo un momento antes de que cayera al suelo. No parecía asustado, solo perplejo. Él tampoco sabía qué estaba ocurriendo. Miré a mi alrededor. No logré determinar de dónde habían llegado los disparos. No vi a nadie. Por alguna razón, me había salvado cuando mucha gente ya había muerto a mi alrededor. Por alguna razón, en ese momento no me importaba mucho saber el porqué.

Empecé a correr otra vez, con energía y ánimos renovados. Por última vez esa noche, corrí. Había al menos once kilómetros hasta la estación de autobuses pero sabía que lo lograría. Me habían dado otra oportunidad.

Estabas en la estación de autobuses cuando llegué. Estabas escondida en un rincón, tratando de que no te vieran. Ya habían salido dos autobuses, pero te habías negado a subir en ellos. Me esperaste, aferrándote a la más mínima esperanza de que lo conseguiría. De alguna manera, lo conseguí. No te conté lo que había ocurrido. ¿Cómo podía contártelo si no lo sabía?

El siguiente autobús se dirigía a Nashville. Lo tomamos.

Dormiste casi todo el trayecto. Te pregunté cómo te sentías. Me dijiste que no habías tenido calambres y solo una pequeña pérdida. Me contaste entonces que durante tu caminata hasta la estación de autobús sentiste que nuestro hijo se movía por primera vez.

No pude dormir más de dos horas durante el viaje. Cada vez que el autobús se detenía, no podía evitar mirar a todos los pasajeros que subían. Estaba seguro de que uno de ellos iba a atacarnos. No fue así.

No nos quedamos en Nashville mucho más tiempo del necesario. En cuanto llegamos, buscamos otro coche. Compré un Chevrolet destartalado por trescientos dólares en efectivo. El tipo que nos lo vendió me prometió que el motor estaba en buen estado. No teníamos tiempo de regatear. Supuse que conduciríamos hasta donde el coche nos llevara y que nos instalaríamos donde se muriera por fin.

Esta vez nos dirigimos hacia el oeste. No iba a parar de conducir mientras el cuerpo me lo permitiera. Ya habías aguantado demasiado para alguien en tu estado. Era el momento de que descansaras.