15

El motel en el que nos alojábamos no estaba lejos del hospital. Me guiaste mientras conducía. Habías memorizado la ruta. No sé cuándo. Me pregunto si habías hecho lo mismo con todos los moteles en los que habíamos estado, sin decírmelo. Aparte de darme indicaciones, no hablaste. Ni siquiera me respondiste cuando te pregunté cómo estabas. En lugar de decir nada, me lanzaste una mirada que fue suficiente respuesta para mí. No volví a preguntar.

La sala de urgencias ya estaba repleta cuando llegamos. La mujer de recepción nos dio unos papeles para que los rellenáramos. Te los pasé a ti. Era imposible que lo hiciera yo. Apenas podía ver bien. Me levanté y paseé, y cada pocos minutos me acercaba a la enfermera que nos había dado los papeles para preguntarle cuándo nos vería un médico.

—Todos los demás están esperando.

Fue la única respuesta que me dio. Todos los demás no me importaban. Solo me importabas tú. Tus calambres habían remitido, pero continuaban. No había ningún sitio al que pudieras ir para ver si seguías sangrando. Estaba a punto de decir algo cuando te llamaron y te dijeron que había un médico listo para examinarte. Les habías dado tu nombre verdadero. Estoy seguro de que ni siquiera pensaste en eso. No podía culparte, aunque sabía que era un error. En un momento así, es difícil priorizar los miedos.

Pasamos por las puertas de la sala de espera al interior de la sala de urgencias. Dentro parecía una enfermería. La luz de los fluorescentes era de una crudeza implacable. Oía su zumbido a pesar del murmullo de las enfermeras y los gritos de los pacientes. Los pacientes se alineaban a lo largo de ambas paredes, tumbados en camillas y con cortinas provisionales como único elemento que separaba a una persona de la siguiente. Seguimos a una enfermera por el pasillo central de la sala hasta que llegamos a tu camilla. Te pidió que te quitaras la ropa y te pusieras una bata de hospital. Yo corrí la cortina y te ayudé a desvestirte. Fue entonces cuando vi la ropa interior empapada de sangre. Era de un color granate oscuro. Te temblaban las manos cuando te inclinaste para desnudarte y te ayudé. ¿Dónde demonios estaba el médico?

Te ayudé a cambiarte y a ponerte en la camilla. Minutos después vino un médico. No parecía mucho mayor que yo. Nos preguntó por qué estábamos allí. Tú le hablaste con calma. Le contaste tus síntomas.

—¿Te ha estado visitando un médico? —te preguntó.

—No —contestaste, negando con la cabeza.

Me miré las manos, impotente. Habíamos hablado de llevarte al médico, pero no creía que pudiéramos costeárnoslo. Necesitábamos ahorrar. Sabía que habría emergencias. Solo que esa no era la clase de emergencia a la que estaba acostumbrado.

—Vamos a tener que hacerte algunas pruebas —dijo el doctor antes de apartar la cortina y alejarse otra vez.

—Les has dado tu nombre verdadero —te dije sin pensar en cuanto salió el médico.

—No me hagas esto ahora, Joe —respondiste.

Lo dejé estar. Supuse que ya tendríamos tiempo para preocuparnos de eso más tarde. Ojalá aún tuviéramos algo por lo que preocuparnos.

El médico volvió con una enfermera. Te sacaron una muestra de sangre. Él te pidió que abrieras las piernas para poder examinarte. Yo miré hacia otro lado cuando lo hizo. Entonces otra enfermera entró empujando una máquina con ruedas que parecía un televisor. La había visto antes en las películas. Era una máquina de ecografías. Me volví otra vez. No quería mirar a la pantalla por si acaso algo iba mal. El médico empezó a pasar el escáner por tu abdomen.

—Veamos qué está pasando ahí —dijo.

Entonces esperamos. Esperamos lo que pareció una eternidad, aunque probablemente no fue más de un minuto o dos.

—¿Qué está pasando, doctor? —preguntaste al fin.

El médico no respondió durante un momento. Se limitó a mover el escáner sobre tu abdomen y observar la pantalla.

—Ahí está —dijo al fin.

Levanté la mirada. No pude evitarlo. Necesitaba verlo, aunque no quisiera.

—¿Has dicho que estás embarazada de casi cinco meses? —preguntó el médico.

—Sí —respondiste, al borde de las lágrimas—. ¿Está todo bien?

—Bueno —dijo el doctor—, ¿ves el movimiento en la pantalla?

Yo miré la pantalla. Lo veía. Era un minúsculo parpadeo. Noté que se me aceleraba el pulso.

—Eso es el latido del corazón de tu bebé.

Te miré. No podías apartar los ojos de la pantalla. Yo también volví a mirarla. Allí estaba otra vez el parpadeo, latiendo de manera constante. Sentía que mi propio corazón se aceleraba hasta que pareció latir exactamente al mismo ritmo que el del bebé.

—¿Va todo bien? —preguntaste otra vez al médico.

—El latido parece correcto —respondió el doctor—, pero quiero ver los resultados de los análisis que te hemos hecho y tenerte un rato en observación. Te vamos a trasladar arriba.

—No tenemos seguro —dije.

El doctor sabía a qué me refería. Sabía que significaba que no podríamos pagar nada.

—Dejaré que la gente de arriba se preocupe de eso —respondió antes de alejarse.

Te llevaron hasta el ascensor sin hacerte bajar de la camilla. Yo caminaba a tu lado, sosteniéndote la mano. En la sala de urgencias pasamos junto a gente que tosía, gritaba o pedía calmantes mientras lloraba. Luego entramos en el ascensor, las puertas se cerraron detrás de nosotros y todo quedó en silencio.

Cuando llegamos arriba, te llevaron a tu propia habitación. Había otra cama, pero estaba vacía. Un equipo completo de personas empezó a atenderte. Llegaron las enfermeras y te conectaron a un par de máquinas. Había un monitor cardíaco y un gota a gota, así como algunas otras máquinas cuya finalidad se me escapaba. No importaba cuántas veces preguntábamos, nadie quería decirnos si todo era normal. Nadie quería decirnos nada. Me senté en la silla de al lado de la cama.

—Todo irá bien —te dije.

—Eso no lo sabes —repusiste—. No te atrevas a decirme eso a menos que sepas que es cierto.

Así que me callé otra vez y esperé. En un momento entraron a hacerte más pruebas. Perdí la pista de todo lo que te hicieron. Quería ver ese parpadeo otra vez. Quería asegurarme de que seguía ahí. De repente ese parpadeo se había convertido en mi vida entera.

Enseguida terminaron con las pruebas, aunque te mantuvieron conectada a un par de máquinas. Tal vez una hora después llegó otro médico. Este era mayor. Llevaba ropa de calle debajo de la bata blanca. Me miró de pies a cabeza por encima de sus gafas en cuanto entró en la habitación. Llevaba su tablilla delante de él. No me gustó el modo en que me miró. Pensé de inmediato que era uno de ellos. La única razón de que no hiciera nada al respecto fue que era nuestra única esperanza. Lo necesitábamos para que salvara a nuestro hijo. Después de eso, se acabaron las reglas.

—¿Puedo hablar con usted a solas, señora…? —El médico pronunció tu apellido, tu verdadero apellido.

La sospecha que sentía se hizo más fuerte. Tú me miraste. No querías que me fuera. Lo veía en tu cara. No tenías que preocuparte. No pensaba irme a ninguna parte.

—Él puede quedarse —respondiste tú.

—Preferiría hablar a solas con usted, señora… —Repitió tu apellido.

—No. —Tu respuesta fue firme—. Se queda.

—De acuerdo. —El doctor cedió por fin—. Tengo un par de preguntas para usted y un par de cosas que puedo decirle yo. —Bajó la mirada al gráfico que tenía en las manos—. Las buenas noticias son que el latido de su bebé es fuerte y que al parecer todo va bien. El bebé tiene buen tamaño y en apariencia crece a un ritmo adecuado. En cuanto se refiere al embrión, todo parece en orden.

Oí que exhalabas un suspiro parcial de alivio. Todavía tenías preguntas.

—Entonces, ¿qué ocurre? —preguntaste.

El médico se puso el gráfico bajo la axila para poder hablar contigo directamente.

—La hemorragia y los calambres se deben a una afección llamada desprendimiento prematuro de placenta.

Traté de recordar cada palabra, pensando que, si sabía cuál era el problema, podría ayudar a solucionarlo.

—Eso significa que en algún momento de su embarazo, su placenta se separó parcialmente de la pared del útero y la sangre se ha acumulado entre la placenta y el útero.

—¿Es peligroso? —preguntaste.

Ibas por delante de mí con todas las preguntas, planteándolas antes incluso de que yo pudiera procesar adecuadamente mis pensamientos.

—Puede serlo —respondió el médico—. Puede perder mucha sangre y eso es peligroso para el bebé y para usted. También podría causar un parto prematuro, lo cual, en este momento de la gestación, no sería bueno, porque su bebé todavía no es viable.

Me miraste. Estabas asustada. Te di la mano y me la agarraste con fuerza.

—¿Por qué está pasando esto? —preguntaste.

Me estabas mirando a mí, como si yo pudiera responderte, pero sabías que yo no tenía ninguna respuesta.

—Por eso quería hablar con usted a solas —respondió el doctor—. Para alguien como usted, en su primer embarazo, una mujer que no fuma ni se droga, la causa es normalmente alguna clase de trauma. —El médico me miró otra vez.

Era la misma mirada que me había dedicado cuando entramos por la puerta, la mirada que me hizo pensar que era uno de ellos. Ahora sabía que no era uno de ellos. Tenía otras razones para mirarme así.

—¿Me está acusando de pegar a Maria? —le pregunté, sabiendo perfectamente bien lo que estaba insinuando.

—Nadie está acusando a nadie de nada —respondió el médico—. Es solo que en casos donde no hay otras causas de trauma obvias, la violencia doméstica no es una causa infrecuente. —El médico te miró otra vez—. Solo queremos asegurarnos —dijo.

—Joe no es así —respondiste negando con la cabeza—. No es violento en ese sentido.

Lo decías en serio. Supongo que era verdad. No era violento en ese sentido. Una oleada de culpa me arrolló aun antes de conocer el alcance de las cosas sobre las que tenía que sentirme culpable.

—Muy bien —dijo el médico—. ¿Se le ocurre algún otro trauma que pueda haber sufrido? —Bajó la mirada e hizo unas cuantas marcas en la hoja que tenía en la tablilla.

Se me ocurría uno. Ojalá no se me hubiera ocurrido.

—Chocaron con nuestro coche por detrás —le indiqué al doctor.

Era una verdad a medias. La verdad era mucho más desagradable. Volví a pensar en la imagen del cuerpo de ese chico yaciendo en el barro delante de su coche destrozado, bajo la lluvia que salpicaba en los charcos de alrededor.

—Pero eso fue hace meses —añadí.

—Bueno, eso podría ser —dijo el médico, anotando algo más en la hoja. Se volvió otra vez hacia ti—. ¿Tiene un historial de hipertensión en la familia, Maria? —preguntó.

Negaste con la cabeza.

—Porque su presión es extremadamente alta. El accidente de coche que sufrió podría haber causado el desprendimiento y puede que no tuviera síntomas hasta ahora y que se hayan exacerbado de repente por su hipertensión. ¿Ha vivido situaciones de estrés últimamente? —preguntó el doctor.

Te miré. No sabías cómo responder su pregunta. El estrés ni siquiera de lejos describía la situación que estabas pasando, Maria. No importaba que no hubiéramos tenido ningún problema en meses.

—Un poco —respondiste, a medio camino entre la verdad y una mentira alevosa.

El médico asintió con la cabeza.

—Voy a mantenerla un par de horas más tomando solo líquidos —dijo el médico—. Parece que la hemorragia ha remitido, pero también queremos monitorizar eso. Voy a prescribirle una medicación para la hipertensión. Más allá de eso, ha de hacer todo lo posible para eliminar el estrés. —El médico me miró otra vez, como si yo fuera la causa de tu estrés. Supongo que esta vez tenía razón—. También debería tratar de estar de pie lo menos posible. Soy consciente de que el reposo en la cama en una fase tan temprana de su embarazo probablemente no es posible, pero haga lo que pueda. Y desde luego, ninguna actividad que genere tensión.

Quería preguntarle qué deberíamos hacer si eso no era posible. ¿Qué deberíamos hacer si teníamos que correr físicamente para salvar la vida? ¿Y si, hiciéramos lo que hiciésemos para evitar el estrés, supiéramos perfectamente que el estrés iba a encontrarnos? Quería respuestas factibles a preguntas que ni siquiera tenía el valor de plantear.

—¿Nada más? —Fue lo único que se me ocurrió.

—Nada más —respondió el médico—. Sigan estos consejos y esperemos que dé resultado. —Nos volvió a mirar desde su tablilla y sonrió—. La buena noticia es que el latido es fuerte. El bebé es fuerte. —Hizo una pausa—. ¿Le han dicho el sexo del bebé cuando le han hecho la ecografía abajo?

—No —respondí, finalmente adelantándome a ti.

—No siempre podemos saberlo tan pronto, pero esta vez tenemos una imagen muy clara. ¿Quieren saberlo? —te preguntó.

Nos miramos el uno al otro. Dejé que respondieras tú.

—¿Cree que el bebé estará bien, doctor?

—No puedo hacer promesas. El embarazo siempre es delicado. Las posibilidades de que llegue a término no son muy altas. Pero su bebé parece fuerte. Lo está intentando. Solo necesita un par de meses más para ser viable.

—Entonces quiero saberlo —respondiste.

—Su bebé es un niño —dijo el doctor.

Es un niño, Maria. Vamos a tener un niño. Quería estar entusiasmado, pero de repente los riesgos me parecían casi insoportables. Desprendimiento prematuro de placenta. Otro nombre para mi creciente lista de enemigos. Y tampoco podía olvidar al resto de nuestros enemigos. Todavía estaban en alguna parte. Todavía nos estaban buscando. Así que ¿cómo se supone que he de aliviar tu tensión y evitar que hagas nada estresante? ¿Cómo voy a aprender a hacer lo imposible?