14

Llegamos a Charleston, Carolina del Sur, el día después de matar al chico en Ohio. Conduje toda la noche. Al final te quedaste dormida en el asiento trasero. En cuanto nos cruzamos con Eric me di cuenta de que ya no podíamos ir a Chicago. Al salir de Nueva Jersey habíamos seguido una línea recta que llevaba directamente a Chicago. Cuando encontraran el cuerpo del chico, no tardarían en adivinar adónde nos dirigíamos. Teníamos que cambiar de ruta.

Nunca había estado en Charleston. Eso fue lo que me hizo decidir. Nunca me habían asignado una misión allí, nunca había tenido que dar una clase en esa ciudad. Por lo que sabía, no había nadie en Charleston que tuviera algún motivo para desear verme muerto. Si nos encontraban sería porque habían ido a buscarnos. Esperaba que fuera una ciudad lo bastante grande de modo que, me permitiera a mí encontrar trabajo y a ambos pasar desapercibidos.

Llegamos a Charleston con unos doscientos dólares y un coche abollado. Aún nos quedaba un poco de comida, pero no demasiada. Teníamos que conseguir un coche nuevo. Teníamos que encontrar una forma de ganar dinero. Yo estaba dispuesto a trabajar, pero mi lista de habilidades no me abría muchas puertas del mercado laboral. No pensaba empezar a trabajar de sicario. No estaba bien. Además, te había hecho una promesa. Necesitábamos un lugar en el que pasar la noche. Tenía que asearme si quería encontrar trabajo. Pero no me gustaba la idea de quedarnos demasiado tiempo en un mismo sitio. Decidí que cambiaríamos cada tres noches. No nos quedaríamos en ningún hotel durante más de tres noches. Íbamos a tener que cambiar constantemente. Fue lo único que se me ocurrió. No podíamos cambiar de ciudad, no sin dinero. Me habría gustado compartir mis planes contigo, pero no me dirigías la palabra. Supuse que necesitabas tiempo. Creo que el hecho de ver lo que viste en Ohio hizo que entendieras en qué situación nos encontrábamos. Aquello iba en serio. Pasamos la primera noche en un motel barato, a unos sesenta kilómetros de Charleston. De día íbamos a la ciudad, para ir conociéndola e intentar encontrar trabajo.

El segundo día en Charleston por fin volviste a dirigirme la palabra.

—¿Qué crees que le habrá pasado? —me preguntaste.

Estábamos sentados en un banco del parque Waterfront. Yo hojeaba los anuncios de ofertas de trabajo de uno de los periódicos locales gratuitos. Tenías un rostro inexpresivo. Al principio no me atreví a abrir la boca. Te miré con miedo a que cualquier cosa que pudiera decir provocara que dejaras de hablarme de nuevo. Mirabas fijamente al mar.

—Me refiero a qué crees que le ha pasado al cuerpo. —Ya no había tristeza en tu voz, solo curiosidad.

—Sus padres y amigos no tardarán en darse cuenta de que ha desaparecido, si no lo han hecho ya. Enviarán a alguien a buscarlo. Al final, encontrarán el cuerpo. Llamarán a la policía. Como no hay sospechosos ni móvil, cerrarán el caso como asesinato no resuelto, un acto violento fortuito. Sus padres y sus familiares sabrán la verdad.

Soplaba una brisa fría que venía del océano. Olía a pescado podrido.

—Y habrán perdido otro hijo —dijiste. Me miraste en busca de algún atisbo de remordimientos por mi parte.

—Sí —admití, de nuevo presa del sentimiento de culpabilidad por haber disparado al chico. La culpa me hacía sentirme bien. Empezaba a hacerme sentir como un humano.

—¿Y por eso estamos en Charleston y no en Chicago?

—Y por eso estamos en Charleston y no en Chicago.

No hiciste más preguntas. De momento, ya habías hablado suficiente.

Después de dos noches en un motel, dormimos dos noches en el coche. Intentamos mantenernos lejos de las carreteras principales. Aún no sabía cómo íbamos a conseguir un coche nuevo. Empezábamos a andar mal de provisiones y de dinero. Cuatro días en Charleston y aún no había encontrado trabajo. Pero también eran cuatro días sin incidentes, lo cual era todo un avance en mi opinión. Cuatro días en Charleston. Íbamos a pasar cuatro meses. Quizá en el siguiente lugar llegaríamos a quedarnos cinco meses, luego seis, y con el paso del tiempo, se olvidarían de nosotros y podríamos echar raíces.

La búsqueda de trabajo resultó dolorosa. Sabía que iba a ser así. No tenía papeles y ninguna habilidad especial. El único punto a mi favor era que estaba dispuesto a trabajar por un sueldo bajo. Sabía que tenía que empezar en algún lado. Incluso en la Guerra, había empezado desde abajo. De modo que cada día recorría las calles, iba a pedir trabajo a sitios aunque no tuvieran ninguna vacante, y respondía a anuncios de periódico que pedían mano de obra no cualificada. No tenía suerte. Me miraban de arriba abajo, un chico de veinticinco años sin historia, sin pasado, y todos me rechazaban. Aunque tampoco podía culparles por ello. Desprendía un tufo a problemas que yo mismo podía percibir.

Siempre había sabido que iniciar una nueva vida no sería tarea fácil, pero no esperaba que me lo recordara todo el mundo. Después de tres días decidimos que tú también debías empezar a buscar trabajo. No me hizo mucha gracia que anduvieras por ahí sola, pero necesitábamos el dinero y parecías más inocente que yo. No estabas ni de dos meses. Aún no se te notaba la barriga. Sin embargo, ambos sabíamos que los cambios no tardarían en empezar. No podía pedirte que siguieras durmiendo en el coche durante mucho más tiempo. Era muy incómodo. A medida que te creciera la barriga, la cosa no haría sino empeorar. Teníamos que encontrar una cama, aunque fuese una distinta cada pocas noches.

Después de que pasaras varios días buscando trabajo, decidimos instalarnos en un hotel situado a las afueras de la ciudad que tenía una parada de autobús delante. El hotel no era lujoso, ni mucho menos, pero aun así supuso un duro golpe para nuestra maltrecha economía. Tú necesitabas descansar y yo, una ducha.

Ya estabas en la habitación del hotel cuando volví tras un largo día de rechazos. Recuerdo que introduje la llave en la cerradura y solo oí silencio. Recuerdo que pensé que aún no debías de haber vuelto, y que hacías frente al rechazo mejor que yo.

Giré el pomo de la puerta y entré. Estabas sentada en el borde de la cama. Tenías las manos apoyadas en el regazo y mirabas fijamente la pared. La televisión estaba apagada. No te moviste cuando abrí la puerta. Podrías haber sido un maniquí. Me puse a tu lado para ver qué estabas mirando. Detrás del televisor, sobre el tocador, había un espejo. Te estabas mirando a ti misma.

—¿Estás bien? —pregunté.

—No —contestaste, con la voz apagada y los ojos aún secos.

—¿Qué ha pasado? —pregunté. Apartaste los ojos de tu reflejo y los posaste en mí.

—No sé si podré hacerlo, Joe.

—¿Qué ha pasado? —insistí.

—¿Quién es esa? —preguntaste, señalando tu reflejo en el espejo.

—Es Maria —respondí. Te cogí la cara con las manos y te besé en la frente—. Es Maria. Siempre será Maria.

—Entonces, ¿por qué doy otro nombre cuando me presento a alguien? —preguntaste. Habíamos decidido utilizar seudónimos. Era más seguro.

—El nombre que le des a la gente no cambia quién eres.

—Pero tampoco me reconozco a mí misma. No es solo el nombre. Camino por la calle y la gente me mira y no me ve. Ven a otra persona.

Sabía que decías la verdad. Era algo que yo mismo había tenido que soportar durante gran parte de mi vida. Solo había un puñado de gente en todo el mundo que me mirara y me viera. Los demás veían un espejismo, una ilusión. Tu vida era igual a la mía ahora. Era doloroso, pero tu identidad debía ser secreta para el resto del mundo. Para mí, siempre serías Maria.

—No te conocen. Da igual lo que vean.

—A mí no me da igual, Joe. Porque tengo miedo de que un día olvide quién soy y pase a ver lo que ven los demás.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que ha desencadenado todo esto?

—Estaba en una tienda, una tienda de ropa del centro. —Mirabas de un lado a otro de la habitación, como si temieras que alguien nos estuviera observando—. Decidí pedir trabajo, ver si necesitaban otra dependienta. La mujer con la que hablé era mayor. Empezó a hacerme preguntas, ya sabes, las habituales en las entrevistas de trabajo, sobre mi experiencia y todo eso. Pues me puse muy nerviosa. No dejé de pensar para mí, ¿sabe quién soy? Entonces me sonrió y me asusté mucho. —Me miraste con unos ojos que suplicaban que pusiera fin a todo aquello. Te temblaba la voz—. Me dijo: «Tu cara me resulta muy familiar, cielo. ¿Por qué me suenas tanto?». Y no podía dejar de pensar en que esa mujer quería robarme el bebé. —Empezaste a temblar—. No puedo hacerlo, Joe. No puedo vivir así. Ese pobre chico de Ohio. Parecía muy bueno. Fue muy bueno conmigo. Fue muy bueno conmigo, pero lo único que quería era robarme el bebé. Y ahora está muerto y lo veo en la cara de la gente con la que me cruzo por la calle y no me siento culpable, solo tengo miedo.

Me puse en pie.

—Es la paranoia, Maria —te dije—. Es buena. A mí me pasa lo mismo. Una de las primeras cosas que me enseñaron fue que solo los paranoicos sobreviven. Es el miedo lo que te mantiene alerta. Aprendes a vivir con él. —Me fui al baño a lavarme la cara. Me fui al baño a lavar los pecados que me manchaban la piel.

—¡Todo lo que te enseñaron es una locura! —me gritaste para que te oyera a pesar del agua.

Salí del baño. Me acerqué hasta ti y te besé en la mejilla.

—Todo excepto eso —añadí en voz baja.

Al día siguiente, encontré trabajo.

Vi un anuncio en el periódico de un carpintero que necesitaba un ayudante. Era el octavo al que llamaba esa mañana. El tipo que cogió el teléfono fue brusco y no se anduvo con rodeos. Le gustó el hecho de que hablara inglés. Me preguntó si tenía herramientas. Le dije que no, pero que estaba dispuesto a comprarlas. Pagaba diez dólares la hora.

—¿Cuándo empiezo?

—Mañana a las seis de la mañana —respondió, y me dio la dirección a la que tenía que ir.

Las herramientas se iban a llevar el resto de nuestros ahorros, pero era una inversión. No podía permitirme el lujo de rechazar una oferta de trabajo. Diez dólares la hora. Tardaría dos días en recuperar el dinero que me habían costado. Pero después de todo por lo que habíamos pasado, diez dólares la hora me parecía una fortuna.

Tal y como me habían dicho, me presenté en el lugar acordado con un cinturón de herramientas nuevo, un martillo nuevo, una cinta métrica nueva y una palanca. Cuando fui a la ferretería a comprarlo todo, tuve que preguntarle al dependiente para qué servía la palanca.

—Es para sacar clavos. Metes esta punta bajo el clavo, tiras del otro extremo haciendo palanca y sacas el clavo.

—De acuerdo —dije. Solo tenía ganas de salir de allí—. Me la llevo. —Después de gastar todo el dinero, sabía que volveríamos a dormir en el coche durante un par de días. Me pagarían al final de la semana y tendría casi tanto dinero como cuando habíamos empezado, aunque esta vez sería nuestro, sería dinero que habíamos ganado. Tuve la sensación de que era el inicio de algo. Tuve la sensación de que era el inicio de una vida normal.

El trabajo era bastante sencillo. Íbamos a derruir una casa para construir una nueva sobre los cimientos de la antigua. Solo éramos dos, Frank y yo. El primer día me presenté con veinte minutos de antelación. Cuando llegué, aparqué de culo para que Frank no viera el maletero abollado. Luego me senté en el capó y esperé. El aire era frío y húmedo, pero sabía que iba a hacer calor. Reinaba el silencio. Entonces oí un coche.

Frank tenía unos cuarenta años. Conducía una camioneta blanca con los laterales un poco oxidados. Tenía una barba pelirroja, muy recortada, pero que ocultaba casi todo el cuello. Llevaba vaqueros y una camiseta. No se molestó en mirarme cuando llegó. Se dirigió a la parte posterior y subió a la plataforma. Me acerqué.

—Coge estos tres barriles —me dijo, y señaló tres cubos—, y llévalos a la casa.

Cogí el primero. Pesaba. Miré dentro. Estaba lleno de clavos. Lo llevé hacia la casa y encontré una pequeña extensión de tierra seca donde dejarlo. Regresé a la camioneta. Miré en el siguiente barril. Estaba lleno de unos clavos que eran la mitad más grandes que los del primero.

—Aquí nada de holgazanear. —Me miró cuando volví a la furgoneta—. Puedes llevar dos a la vez. Hoy tenemos mucho trabajo.

Cogí los dos cubos por el asa. El tercero era más de lo mismo, lleno de clavos, esta vez incluso más pequeños que los del primero. Dejé los dos cubos junto al primero y regresé a la furgoneta.

—De acuerdo, ahora ayúdame a bajar esto —dijo, y señaló un generador de gasolina. Lo empujó hasta el borde y lo agarré por un extremo. Él lo agarró por otro y lo transportamos hasta el lugar donde había dejado los cubos de clavos.

Cuando lo dejamos en el suelo, Frank se puso derecho.

—Me llamo Frank —me dijo, y me tendió la mano sin apartar la mirada de la casa.

Se la estreché con fuerza.

—Soy Jeff —respondí. Era el nombre que había utilizado desde que había llegado a Charleston. Me gustaba que tuviera una jota. Me hacía sentir que no me había olvidado por completo de mi familia.

—Bueno, Jeff, no has llegado tarde, eso ya es algo. Pareces fuerte y veo que tienes herramientas nuevas. —Frank me miró el cinturón y rio para sí—. De modo que si trabajas, te pagaré por lo que hagas, y ya veremos cuánto dura esto.

—¿En qué consiste el trabajo? —pregunté, con ganas de empezar.

—Lo estás viendo —dijo Frank señalando la casa—. Vamos a derribarla y a construir una nueva encima. Ampliaremos un poco los cimientos, pero principalmente nuestro trabajo consiste en construir una casa.

—¿Solo nosotros dos? —pregunté.

—Sí —respondió.

Ese primer día sopló un aire muy caliente. Creo que nunca había sudado tanto. A mediodía, había trabajado más, físicamente, que en toda mi vida. Al principio nos limitamos a dar martillazos para arrancar las planchas de madera viejas del armazón de la casa. Se me hinchó el antebrazo derecho de tanto martillear. Cuando paré aún notaba que me vibraba. Pero a mediodía ya había ganado cincuenta pavos.

Alrededor de las cinco y media Frank se volvió y me dijo:

—Ayúdame a subir todo esto a la camioneta.

Lo ayudé a llevar el generador, unas cuantas herramientas y los cubos de clavos, y lo cargamos todo. A las seis ya habíamos acabado de recoger. No dejamos ni rastro de nuestro paso por allí, salvo por la casa, de la que solo quedaba la estructura.

Antes de que Frank se fuera, se volvió y me dijo:

—¿Volverás mañana? —Creo que se dio cuenta de lo cansado que estaba.

—¿A las seis? —pregunté.

—A las seis —respondió. Asintió con la cabeza y se fue.

Esa noche me dijiste que querías prepararme la cena, la cena de un hombre de verdad, dijiste. Aprecié el detalle, pero íbamos a dormir en el coche. No teníamos dinero para salir, de modo que preparaste sándwiches de mantequilla y mermelada e improvisamos un picnic sobre el capó del coche. Sin embargo, me dijiste que estabas orgullosa de mí y con eso me bastó.

Lo único que hice durante esa primera semana fue dormir y trabajar. El viernes cobré. Frank no tenía ningún problema en pagar en efectivo.

—Es tu dinero —me dijo—. Te lo has ganado. No es asunto mío que quieras darle o no una parte al gobierno.

Dejé que creyera que lo único que pretendía era no pagar impuestos. No le conté el verdadero motivo por el que necesitaba que me pagara en negro. Cuando cobré, volvimos a alojarnos en moteles. Fue el momento adecuado. Empezaba a dolerte la espalda y me alegré de poder darte una cama de verdad.

A la semana siguiente también encontraste trabajo. Últimamente habías pasado mucho tiempo en la biblioteca, leyendo. Al cabo de cuatro días te preguntaron si te interesaba un trabajo a media jornada. El sueldo no era extraordinario, pero el trabajo no era muy exigente físicamente y significaba que íbamos a ganar ciento cincuenta dólares más a la semana. Con nuestros ingresos combinados pudimos empezar a ahorrar un poco. Necesitábamos tener ahorros porque no podíamos saber cuándo tendríamos que huir de nuevo. Iba a suceder tarde o temprano. Era solo cuestión de tiempo.

A medida que fueron pasando los días, Frank empezó a confiar más en mí y me encargó tareas más exigentes que derribar paredes y acarrear cubos de clavos. Poco a poco fui aprendiendo cosas de él, cosas prácticas. Al principio me puso a medir y cortar madera. Me dio una hoja de papel con una serie de medidas. Maderos de seis pies y diez pulgadas, y dos por cuatro; de ocho pies y dieciocho pulgadas, y dos por doce. Me senté sobre un montón de madera con una cinta métrica y un lápiz para marcarla, y la corté con la sierra circular. Intentaba recordar todo lo que me decía Frank, sin importarme qué otra información tuviera que eliminar de mi memoria.

—La hoja de la sierra circular tiene un grosor de unos tres milímetros —me dijo Frank esa segunda semana antes de confiarme la tarea de empezar a cortar la valiosa madera—. No puedes cortar sin tener en cuenta el tamaño de la hoja. Esos tres milímetros, desaparecen. Se convierten en serrín. Cuando cortas la madera, no hay vuelta atrás. —Cogió la sierra para enseñarme cómo se hacía; puso la hoja en el lado exterior de la línea que había trazado con lápiz—. Así, cuando cortes —gritó para que lo oyera por encima del chirrido de la sierra— tienes que hacerlo por fuera de la línea o el madero te quedará muy corto. —Serró el madero para que pudiera ver los tres milímetros que desaparecieron sin más—. Nunca te quedes corto. Es muy cara.

Después de cortar los maderos, los llevaba a la base de la casa. Me pasé varios días cortando y arrastrando madera.

Cada semana, todo resultaba más fácil. Mi cuerpo empezó a acostumbrarse al calor. De noche estaba menos cansado. Me di cuenta de que podía aliviar el dolor del antebrazo si agarraba el martillo con menos fuerza. Los días iban pasando. A ti te iba bien en la biblioteca. Intentábamos acordarnos de cambiar de motel cada tres días. A veces nos quedábamos una o dos noches más. Todo parecía ir bien. Una noche, cuando llegué a la habitación del motel, me diste una bolsa de papel marrón. Era este diario. Me pediste que lo escribiera para ti. Me dijiste que querías entenderme. Recuerdo que te dediqué una mirada escéptica bien merecida. Mi vida era un secreto. Siempre había sido así. Así era como se suponía que debía ser. Sin embargo, me hiciste prometer que lo intentaría.

Al cabo de dos noches, cuando te dormiste, abrí el diario y escribí sobre la mujer que había estrangulado en Brooklyn. Ponerlo por escrito me resultó más fácil de lo que creía. También ayudó el hecho de que me sentía como si estuviera escribiendo sobre la vida de otra persona.

Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Todos los días eran iguales. Lo único que marcaba el paso del tiempo era el hecho de cambiar de motel y tú. Cada día te crecía la barriga. Te cambiaba el cuerpo. No esforzamos para no bajar la guardia, pero no siempre resultaba fácil. A veces teníamos que recordarnos que no había cambiado nada. Aún había gente que estaba buscándonos. No podía ser tan fácil. Lo sabía. Incluso tú lo sabías. Sin embargo, a menudo era muy fácil olvidar que aún estábamos huyendo. En ocasiones, solo lo recordaba cuando dormía. Soñaba, pero en mis sueños nunca huía. Siempre era yo el que perseguía a la gente, que huía para salvar la vida. Cuando soñaba eso me despertaba empapado en un sudor frío. Y cuando me despertaba así, escribía este diario para ti. Era como una purga.

Un día trajiste un libro a casa que explicaba todo lo que te estaba pasando, a ti y a nuestro bebé, semana a semana. No podíamos permitirnos las visitas al médico, por lo que dependíamos del libro. De él aprendimos que el volumen de tu sangre había aumentado un cincuenta por ciento, un dato que me dejó de una pieza. Pasamos por la época de náuseas matinales. Te salieron erupciones que desaparecieron al cabo de poco. La ropa ya no te servía. Ibas a tener que comprarte más, lo que afectaría a nuestro limitado presupuesto. Mientras, el bebé crecía. Se le empezaba a formar el esqueleto, el cerebro, el corazón. Se estaba convirtiendo en una persona. Dentro de poco podríamos notar cómo se movía. Aquello hizo que resultara más fácil olvidar todo lo demás.

Después de dos meses de trabajo, pude pagar la reparación del maletero del coche de alquiler. Podríamos haber intentado ofrecerlo como parte del pago para comprar otro, pero sin papeles habría sido muy difícil. Así nos ahorramos algo de dinero. Repararon las abolladuras y le dieron una mano de pintura para tapar los arañazos. Cuando acabaron, parecía casi nuevo.

En el trabajo empecé a habituarme a cierta rutina, y Frank empezó a relajarse. Me enseñó muchas cosas: a medir y poner los montantes del muro a la distancia adecuada; dónde poner el pie cuando estaba clavando los clavos en los montantes, para que me quedaran todos a nivel. A veces trabajábamos juntos para asegurarnos de que el armazón de la casa estaba nivelado; tirábamos, empujábamos y encajábamos los maderos. Algunas lecciones las aprendí más rápido que otras. Frank me enseñó a clavar un madero combado hasta que quedara a nivel con uno recto. Había que alinear las tablas, clavar el clavo en diagonal en el madero combado y darle con el martillo hasta que la pieza combada quedaba recta. Así las tablas no tardaban en quedar a nivel. A veces había que utilizar más de un clavo. Sin embargo, si se hacía bien, al acabar apenas se notaba dónde acababa un madero y empezaba el otro.

No siempre me salía bien. Una tarde, estaba bregando con dos tablas y no podía alinearlas.

—Eh, Frank. ¿Qué haces cuando no puedes alinear las tablas ni después de haber clavado varios clavos?

Frank me miró. No dijo nada. Cogió su martillo y se lo colgó del cinturón de herramientas. Entonces se acercó hasta mí. Me quitó el martillo de las manos. Lo sopesó para tantear el peso. Levantó el brazo y dio cuatro martillazos, dos a cada uno de los clavos con los que había intentado alinear las tablas. Con cuatro golpes, Frank había logrado lo que yo no había hecho con veinte. Me devolvió el martillo. Miré las dos tablas, que ahora formaban un único bloque.

—A veces —dijo Frank, mientras se alejaba y sin molestarse en volver la cabeza— no hay trucos. A veces solo tienes que usar la fuerza.

Cuando llevábamos poco más de tres meses en Charleston, cumplí veintiséis años. Si cuando tenía veinte años me hubieras preguntado si llegaría a los veintiséis, me habría reído de ti. Ahora, no solo lo había logrado, sino que iba a ser padre. Me llevaste al cine para celebrarlo. Fue el mejor cumpleaños de mi vida.

Al cabo de una semana, cuando llegué al motel te encontré encerrada en el baño. Estabas de veinte semanas. Llamé a la puerta pero no me abriste. Alcé la voz para preguntarte qué te pasaba. Apenas podías hablar. Me dijiste que tenías calambres y que sangrabas. Noté el pánico en tu voz. En cuanto me dijiste lo que sucedía, cogí el libro y consulté tus síntomas. No era normal, no en esa fase del embarazo. No tenías que estar sangrando. El libro que tantas buenas noticias nos había dado durante los últimos cuatro meses, me dijo entonces que te llevara al hospital. Te grité para que salieras y pudiera llevarte a urgencias. No tuve que repetírtelo.