13

Salimos del pueblo sin más contratiempos. Siempre que pude tomé carreteras secundarias, cambié de dirección con frecuencia y me fijé en todos los coches con los que nos cruzábamos. Tenía un ojo en la carretera y otro en el retrovisor trasero para asegurarme de que no nos seguían. Cada vez que veía las luces de freno de un coche con el que acabábamos de cruzarnos, me estremecía, pensando que tal vez iba a dar la vuelta. No tenía ni idea de cuánta información les había dado mi madre. No sabía qué les había revelado. Tuve que suponer que ahora sabían tu nombre. Tuve que suponer que sabían qué coche conducíamos. Imaginé que teníamos, como mucho, una hora de ventaja para poner tierra por medio entre nosotros y mi pueblo natal. Después, no tenía ningún plan. Teniendo en cuenta la situación, no valía la pena pensar más allá de una hora.

Permaneciste sentada en silencio durante un rato, observándome, observándome mientras miraba los retrovisores, observándome mientras pensaba. No dijiste nada hasta que empecé a calmarme.

—¿Qué ha pasado? —preguntaste al final.

Después de que te arrancara de la cama de una casa extraña, en mitad de la noche, y de que te dijera que recogieras tus cosas para meterte en un coche y llevarte a sabe Dios dónde, aún esperaste una hora para hacerme una pregunta. Cada vez se te daba mejor aquel juego. Sabías cuándo había que preguntar y cuándo había que correr para sobrevivir. Poco antes de que hicieras esa pregunta, tomamos una carretera principal. Eran casi las dos de la madrugada. La carretera estaba casi vacía. De momento parecía que habíamos logrado huir.

—Nos están buscando —contesté. Tenía la mirada clavada en la carretera que se extendía ante nosotros. No te dije nada que no supieras ya.

—¿Qué significa eso? —preguntaste al cabo de unos momentos.

—Significa que lo saben. Saben que existes. Saben que estás embarazada. Saben que estamos huyendo.

—No, Joe. ¿Qué significa eso? —repetiste—. ¡Para nosotros!

Te miré. No parecías asustada, solo nerviosa. Te puse una mano en la pierna y la froté con suavidad.

—En realidad, no cambia muchas cosas. Tarde o temprano íbamos a tener que escondernos. Ahora tenemos que hacerlo antes.

Asentiste. Parecías fuerte. Parecías mucho más fuerte que yo. Pero ahí estábamos, en la carretera, sin que nadie nos dijera adónde debíamos ir; no había gente esperando para morir. Estábamos solos siempre que no nos matáramos.

—Estamos en la Ruta Ochenta —te dije mientras seguíamos avanzando, sin apartar la mirada de la carretera—. Empieza en Nueva Jersey, desde el puente de George Washington, que es el que conduce a Nueva York —proseguí.

—Ya sé cual es el puente de George Washington. Soy canadiense, no una retrasada —me espetaste.

—Vale, lo pillo. Bueno, la carretera va desde el puente de George Washington hasta el Golden Gate. De Nueva York a San Francisco, cruza todo el país. Y esta noche es nuestra. —Pusiste una mano sobre la que todavía no había quitado de tu pierna.

—¿Adónde vamos?

—Estaba pensando en Chicago.

Si lo hacíamos de un tirón podíamos llegar a Chicago en unas doce horas. Podríamos haber llegado por la tarde. Sin embargo, creía que era mejor no tener tanta prisa por ir a una ciudad. La llamada de mi madre habría disparado todas las alarmas. Durante el primer día, todo iba a ser muy difícil. Todo el mundo nos estaría buscando. A medida que pasara el tiempo, surgirían otras cosas y pasaríamos a un segundo plano, al menos para aquellos que no tuvieran un interés personal en encontrarnos.

—¿Por qué Chicago?

—No lo sé. —Me encogí de hombros—. Nunca he estado en Chicago. —Era cierto, pero solo explicaba en parte por qué había elegido ese destino. El verdadero motivo era porque nunca había hecho un trabajo en Chicago.

—Pues a Chicago vamos.

—A Chicago —repetí, asintiendo. Sonaba bien—. Creo que esta noche deberíamos dormir un poco. Conduciré un par de horas más para adentrarnos en Pensilvania. Quizá entonces podamos encontrar un buen sitio donde descansar hasta la mañana. Pero si quieres puedes dormir mientras conduzco.

—No creo que eso vaya a suceder —dijiste—. Esta noche no. —Parecías más fuerte de lo que te sentías.

Pasamos junto al desfiladero de Delaware y entramos en Pensilvania. Al dejar atrás el cañón recordé que mi abuelo me llevaba allí cuando era pequeño. Salíamos de casa los domingos por la mañana muy temprano, antes de que saliera el sol, para poder bajar al desfiladero y soltar las palomas mensajeras que criaba mi abuelo. Mientras bajábamos, las palomas arrullaban en las jaulas, en la parte de atrás de la camioneta de mi abuelo. Parábamos junto al río, salíamos del coche y mi abuelo sacaba las jaulas. Entonces nos sentábamos y esperábamos un rato. Mientras, oía cómo se movían las palomas, alborotadas. Sabían lo que iba a suceder. Sabían que dentro de poco serían libres, que podrían echar a volar. Mi abuelo era un tipo bastante estoico. Ahora que lo pienso, no recuerdo el sonido de su voz. Ni tan siquiera recuerdo oírlo hablar. Sin embargo, sí recuerdo que me llevaba al desfiladero a soltar a las palomas.

A continuación las jaulas empezaban a moverse como si estuvieran vivas. Mi abuelo quería esperar a que las palomas alcanzaran el punto máximo de excitación antes de abrirles las jaulas. Cuanto más alteradas estaban, más rápido volaban. Cuando el movimiento en el interior de las jaulas ya no podía ir a más, las abríamos y las palomas salían volando. Salían disparadas hacia arriba. Entonces trazaban un giro muy amplio en grupo, hacia el cielo, intentando orientarse. Subían y subían hasta convertirse en unas manchas en el cielo del amanecer. Batían las alas con fuerza y se alejaban. Todo sucedía en un instante, desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Cuando ya no veíamos a ninguna paloma, mi abuelo y yo cargábamos las jaulas en el coche, nos sentábamos y nos dirigíamos de nuevo hacia la autopista. De camino a casa, parábamos a desayunar y yo devoraba las tortitas y el beicon, y bañaba en jarabe todo lo que tenía en el plato. Mi abuelo siempre pedía huevos revueltos, muy hechos. No recuerdo su voz, pero sí lo que comía. Es curioso cómo funcionan los recuerdos. Cuando acabábamos de desayunar, volvíamos al coche y retomábamos el camino de vuelta a casa.

El viaje, incluido el desayuno, duraba unas dos horas. En ese tiempo recorríamos unos ochenta kilómetros. Al llegar a casa, íbamos al jardín trasero. Había dos sillas que mi abuelo siempre tenía puestas de cara al palomar que había construido. Nos sentábamos y las esperábamos. Aún era temprano, por lo que el rocío de la hierba apenas había empezado a secarse. Tomábamos asiento, y mi abuelo sacaba el reloj y su libreta y esperábamos. Por lo que recuerdo, nunca tuvimos que esperar demasiado. Al cabo de poco, regresaban una a una las palomas que una hora antes se mostraban ansiosas por salir de sus jaulas y echar a volar. Una a una aterrizaban en el palomar y regresaban a sus jaulas. Podrían haber ido a cualquier parte. Sin embargo, ahí estaban, descendiendo del cielo, retornando al pequeño palomar que mi abuelo les había hecho en el jardín trasero. Mi abuelo las conocía a simple vista. A medida que iban llegando apuntaba la hora para poder compararla con la de las semanas anteriores. Sonreía cuando una de sus favoritas llegaba la primera. Se preocupaba cuando alguna tardaba más de lo esperado. Al final, todas volvían. Nunca perdió una paloma. Atravesaban fuertes rachas de viento, la lluvia y cualquier obstáculo que encontraran en su camino. Cuando habían llegado todas, mi abuelo se acercaba al palomar, cerraba la puerta y corría el pestillo. De niño siempre me preguntaba por qué las palomas realizaban semejante esfuerzo para acabar de nuevo enjauladas. Esa noche, al dejar atrás Nueva Jersey contigo, por fin me pareció entenderlo.

Al cabo de unos minutos, cruzamos el desfiladero y dejamos atrás Nueva Jersey para siempre. Entramos en Pensilvania, y cuanto más avanzábamos, más rural era el entorno. Estábamos rodeados de árboles. La carretera de dos carriles parecía extenderse ante nosotros hasta el infinito. Tenía la sensación de que no íbamos a llegar a ninguna parte. Seguíamos moviéndonos, avanzando. No sobrepasé el límite de velocidad para no llamar la atención. De vez en cuando nos adelantaba un camión o veíamos los faros de otro que se dirigía hacia el lugar de donde veníamos. Sin embargo, durante gran parte del tiempo solo veíamos árboles.

Intenté seguir a rajatabla el horario que había establecido. Disciplina. Eso era lo que íbamos a necesitar. Siempre había que seguir el plan al pie de la letra. Siempre había que estar listo para cambiar el plan en cualquier momento. A las tres y media de la madrugada tomé una salida de la autopista que llevaba a un pueblecito de Pensilvania. La idea era abandonar la carretera en algún lugar, sacar los sacos de dormir e intentar descansar de verdad durante unas horas, antes de que saliera el sol. El cielo estaba despejado. Hacía frío, pero era soportable. No íbamos a tener que montar la tienda. Paramos a repostar en una vieja gasolinera. Había tres coches destrozados, sobre bloques de hormigón, junto al garaje. Detuve el coche en el aparcamiento.

—¿Por qué paramos aquí? —preguntaste. No habías dormido. Pensé que lo harías, a pesar de tus miedos. Pero no. Señalé los tres coches que había en el límite de la propiedad—. ¿Vamos a robar un coche? ¿Vamos a robar uno de esos? —preguntaste con incredulidad.

—Los coches no —respondí—. Si robas un coche, empezarán a buscarlo. —Hurgué en mi bolsa de lona, que estaba en el asiento trasero, y saqué mi navaja—. Solo vamos a llevarnos las matrículas. —Los que nos estaban buscando sabían qué coche conducíamos. Sabían la marca, el modelo y, probablemente, la matrícula. Desatornillé las matrículas de Pensilvania de uno de los coches. Luego cogí la matrícula posterior de un segundo coche, y la puse en la parte delantera del primero para que no fuera tan obvio que las habíamos robado. Las probabilidades de que alguno de los trabajadores de la tienda se diera cuenta de que las dos carracas compartían matrícula eran bastante reducidas. Saltaba a la vista que nadie había tocado esos trastos desde hacía años. Cogí nuestras matrículas de Massachusetts, las guardé en el maletero y puse las nuevas. Ahora ya podíamos pasar un poco más desapercibidos.

Seguimos conduciendo. Fui tomando carreteras secundarias hasta que encontramos una casi impracticable, que se abría paso entre un bosque y un campo de maíz. Cuando dimos con un claro entre los árboles lo bastante grande para meter el coche, nos detuvimos. Nos habíamos alejado el máximo posible de la carretera, pero estábamos a menos de diez metros de ella. Un coche gris como el nuestro sería perfectamente visible a plena luz del día, pero en la oscuridad de la noche estábamos bien resguardados.

Saqué los sacos de dormir nuevos del maletero.

—Deberíamos haber comprado almohadas —dijiste al ver que me dirigía con los sacos hacia un pequeño claro.

—Bueno, no se puede pensar en todo —dije.

Sacaste dos jerséis de tu mochila y los envolviste en las bolsas de plástico que nos habían dado el día anterior al hacer la compra.

—Almohadas —me dijiste, y me tiraste una de las bolsas.

Tendimos los sacos en el suelo y nos metimos dentro. Estábamos a un metro el uno del otro. Dejé la mochila a mi lado. Dentro tenía, entre otras cosas, la pistola, por si acaso. Puse el cojín debajo del saco, apoyé la cabeza y cerré los ojos. Me iba a costar conciliar el sueño, pero sabía que lo necesitábamos.

—¿Joe? —preguntaste, tumbada de lado y con la cabeza apoyada en el brazo.

Abrí los ojos.

—Tenemos que dormir —te dije—. Al menos debemos intentarlo.

—Solo una pregunta rápida. —Continuaste antes de que pudiera replicarte—. ¿Qué va a pasar ahora?

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—Sé que estamos huyendo y que debemos escondernos, pero ¿qué hacen ellos?

—Nos buscan.

—¿Cómo? ¿Ha sucedido esto alguna vez?

—¿Esto en concreto? —me pregunté en voz alta, mirándote la barriga—. No lo sé. Seguro que sí. Pero nunca he oído ninguna historia parecida, ningún detalle concreto.

Parecías aliviada, aunque no duró demasiado.

—Sé que una vez un tipo huyó. Se llamaba Sam. Sam Powell. Era uno de ellos. Un asesino del otro bando. Algo salió mal durante una misión. Fue a un restaurante de Long Island. Se suponía que tenía que matar al cocinero. Esperó en el aparcamiento que había detrás del local, cuando ya habían cerrado. Era de noche. Había examinado el restaurante durante unos cuantos días, y el cocinero siempre salía con unas bolsas grandes de basura y las tiraba en los contenedores que había en el aparcamiento. De modo que sabía que iba a salir cargado con dos bolsas grandes, solo, en mitad de la noche. Sabía que estaría indefenso. Nadie sabe por qué lo querían eliminar. Nunca supe quién era o por qué era importante. Imagino que querían matarlo porque sí.

»De modo que esa noche era muy oscura, y Sam Powell se situó detrás del contenedor con un cuchillo. Su plan era esperar a que saliera el cocinero y cuando estuviera a punto de tirar la primera bolsa de basura, en ese momento en que era más vulnerable, clavarle el cuchillo. Al parecer Sam era todo un experto en estas lides. Solo iba a necesitar una puñalada. Así pues, esperó y escuchó, y cuando oyó los sonidos correctos, los sonidos que había oído las dos noches anteriores, el sonido del cocinero al inclinarse para intentar meter la bolsa de basura en el contenedor, Sam sacó el cuchillo y lo degolló. El tipo murió en menos de un minuto. El problema fue que no era el cocinero. Por algún motivo, esa noche el encargado de sacar la basura fue un lavaplatos. Tenía la misma complexión que el cocinero, pero era un pobre inmigrante. Y era un civil.

»El protocolo establece que cuando matas a un civil, debes entregarte. Te entregas a los de tu propio bando, que a su vez pueden entregarte al otro bando, cosa que nunca sucede, o llevar a cabo la ejecución ellos mismos.

Al oír esto te estremeciste. Al parecer no eras partidaria de la pena capital.

—Así que Sam acababa de degollar a un pobre desgraciado y se suponía que debía sacrificarse en el altar de la justicia. Se suponía que debía renunciar a su vida por la causa. Sin embargo, en lugar de eso huyó. Es el único caso del que tengo conocimiento.

Llevaba hablando cinco minutos cuando te miré. Parecías horrorizada. La gente que dice que imaginar un monstruo da más miedo que verlo, no creo que haya visto un monstruo jamás. Los niños tienen miedo de la oscuridad por desconocimiento. Si fueran inteligentes, tendrían miedo de la luz.

—¿Qué sucedió? —preguntaste.

La expresión de tu rostro casi me obligó a callar, pero necesitabas saber la verdad. Si queríamos seguir adelante con la huida, debías saber de qué huíamos. Proseguí:

—La policía de Long Island no sabía cómo enfrentarse al caso. Era un acto violento fortuito más. De esos que nunca se solucionan. Un mexicano muere apuñalado en la parte posterior de un restaurante. No hay pistas, no hay móvil. La historia acaba desvaneciéndose. Pero nosotros no tardamos en darnos cuenta de lo que había pasado. El cocinero lo supo de inmediato. Los del otro bando sabían que Sam tenía que llevar a cabo esa misión, y había desaparecido. De modo que empezó a correr la voz. Estoy seguro de que ambos bandos pusieron el caso en manos de algunos de sus hombres. Seguramente tuvieron que hacerlo para mantener las apariencias, al menos por eso. Pero ese no fue el problema. Para Sam, el problema fue que cuando se corrió la voz se quedó solo. Nadie de su bando podía protegerlo. No solo eso, sino que publicaron toda la información de la que disponían sobre él. Enviaron, literalmente, varios paquetes que contenían su fotografía e incluían todos sus alias conocidos. Y eso no es todo. Lo sé porque recibí uno de esos paquetes de Sam. Tal y como te he dicho, estoy seguro de que había varias personas trabando oficialmente en el caso, pero el paquete también lo recibieron un puñado de tipos más, e incluía una lista con todos los trabajos que había hecho Sam a lo largo de toda su vida. Todos los hombres y todas las mujeres a los que había asesinado aparecían en el paquete. Todas las muertes en las que había estado involucrado. Y enviaron el paquete a todos aquellos a los que podía interesar la información. Yo nunca había oído hablar de Sam Powell antes de recibir el paquete. Pero resultó que había participado en el asesinato de mi padre. Había asesinado a mucha gente. No fui el único que recibí el paquete por lo de mi padre. Todo aquel que había mantenido una relación estrecha con mi padre lo recibió. La lista de trabajos de Sam era bastante larga, por lo que mucha gente disponía de la información. Sabía qué aspecto tenía. Sabía dónde vivía. Sabían mucho de él. Todos recibieron ese paquete que, hablando en plata, decía: «Intenta capturarlo y no te detendremos». Y todo aquel que lo recibió tenía algún motivo para encontrarlo.

»Sam era un verdadero profesional. No lo digo con admiración. Tan solo es un hecho. Duró seis días. Su familia recibió el cuerpo, procedente de Holanda. No conozco los detalles, pero sé que en el funeral el ataúd estuvo cerrado.

—¿Intentaste encontrarlo?

—No. Tenía trabajo. —Hice una pausa—. Nunca me consideré una especie de superhéroe vengador.

—¿Y eso qué significa para nosotros?

—Para empezar piensa en todos los pecados que has cometido. Piensa en todas las personas con las que has sido injusta. Ahora imagina que toda esa gente tiene la oportunidad de vengarse de ti por esos pecados, sin remordimientos y sin repercusiones. ¿Me sigues?

Asentiste.

—Ahora finge que lo que hiciste a esas personas es algo imperdonable.

Te miré a los ojos. Estabas asustada. Eso era bueno. El miedo nos resultaría muy útil.

—Vendrán a buscarnos. Vendrán a buscarnos e intentarán matarme. Intentarán matarme e intentarán quitarnos a nuestro hijo. Para ser sincero, no sé qué te sucederá.

—¿Quiénes son ellos? —preguntaste, pero lo que querías decir era «¿Es muy larga tu lista?».

—No sé quiénes son —contesté—, pero son muchos. No confíes en nadie, Maria.

Ambos permanecimos despiertos durante un rato después de la conversación, escuchando a los grillos, escuchando cualquier sonido extraño que pudiera llegar del bosque. Al final, nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente desayunamos en el maletero, cereales y agua. No quise sacar el tema del dinero para no agobiarte con problemas. Ya habías asimilado bastantes cosas. Sin embargo, el dinero no tardaría en convertirse en un problema. Entre los dos teníamos menos de quinientos dólares. Yo tenía tarjetas de crédito, pero no me atrevía a utilizarlas. A partir de ese momento, solo podíamos tirar de efectivo. Hacía siete horas que nos habíamos ido de mi casa. Con ese margen de tiempo podíamos haber llegado a Montreal, Cleveland y Richmond, en el estado de Virginia. Era un círculo muy amplio. No obstante, íbamos a necesitar dinero, y un médico para que controlara tu estado. Tarde o temprano iba a tener que buscar trabajo. Eso o empezar a robar, pero nunca me había considerado un ladrón.

Estábamos a unas nueve horas de Chicago, pero no quería llegar allí hasta al cabo de dos días. Una vez en la ciudad, quizá pudiera encontrar trabajo. Quizá pudiéramos encontrar un apartamento barato. Quizá podríamos quedarnos allí durante una temporada. Sonaba bonito, pero había demasiados quizás.

Durante los próximos dos días el plan consistía simplemente en evitar las ciudades e intentar pasar desapercibidos. No quería obligarte a hacer trayectos muy largos de un tirón. No era bueno para tu salud. Había empezado a darme cuenta de los cambios que ibas sufriendo poco a poco. Necesitabas más horas de sueño. Tenías un apetito voraz. Al ritmo que llevabas, íbamos a acabar con las provisiones en dos días. Eso nos obligaría a ir a comer a algún restaurante, pero solo a los que estuvieran lejos de la carretera principal, que era un lugar peligroso. Seguro que había varias personas buscándonos. Intentaste ocultármelo, pero me di cuenta de que tenías náuseas. No vomitabas, pero te vi agarrarte el estómago con cara de dolor. Supuse que era normal. Esperaba que lo fuera.

Ese primer día fue agradable y no sucedió nada digno de mención. Tampoco por la noche. Desayunamos en una pequeña cafetería de un pueblo rodeado de campos de maíz, en mitad del estado. Tomamos de nuevo la autopista durante unas horas, y avanzamos en dirección oeste. La autopista me ponía nervioso. Me sentía mucho mejor cuando la dejábamos. Paramos en una gasolinera y compré un mapa detallado del estado. La gasolina se iba a llevar gran parte de nuestro presupuesto, y muy rápido, pero no teníamos elección. Llegado el momento, podíamos intentar robar gasolina de otro coche durante la noche. En cualquier caso lo haríamos más adelante. De momento, teníamos que ser invisibles.

Dormiste gran parte del viaje. Durante el día paramos una vez. Te di el mapa y lo devoraste. Marcaste todas las salidas. Anunciaste todos los lugares de interés turístico por los que pasamos, tanto si se veían de la carretera como si no. Te dije que creía que debíamos hacer un poco de ejercicio, por lo que me hiciste salir de la autopista y me llevaste a un parque forestal que habías visto en el mapa. Dimos un paseo de tres kilómetros por un riachuelo. Nos vino bien estirar las piernas. La herida estaba curando bien. La caminata te dejó fuera de combate. De vuelta en el coche, te quedaste dormida al cabo de unos minutos con el mapa desplegado sobre el regazo.

Llevaba la cuenta de las horas que habíamos logrado pasar desapercibidos. Cada hora que pasaba era una hora menos que faltaba para que se olvidaran de nosotros. No era una cuestión de distancia, sino de tiempo. Esa tarde entramos en Ohio. Tomamos otra salida al azar para encontrar un lugar barato donde cenar. El dinero disminuía rápidamente. Volvía a hacer una noche despejada, por lo que buscamos otro lugar desierto cerca de una carretera secundaria para pasar la noche. Te miré mientras dormías. Me sentía muy culpable. Tenías diecisiete años, estabas embarazada y no tenías un hogar. Deambulábamos por los bordes de la civilización, con la esperanza de que no nos encontrara nadie. Un día te devolvería a la civilización, pero no sabía cuándo.

Esa noche, hicimos el amor por primera vez desde que nos habíamos contado nuestros secretos. Te metiste en mi saco de dormir. Estábamos mucho más calientes si utilizábamos un solo saco. Nos desnudamos con torpeza el uno al otro de cintura para abajo, y nos dejamos las sudaderas puestas para soportar mejor el frío aire de la noche. Nos besamos. El saco se ceñía a los dos. Nuestros movimientos estaban limitados, pero bastaban. Nos movimos lentamente, con cuidado. Fue distinto. Éramos dos personas distintas. Antes éramos dos inocentes que se habían involucrado en un juego peligroso. Ahora éramos dos personas peligrosas y estábamos realizando el acto más inocente y primario que podíamos imaginar. Casi al final te mordiste el labio inferior y te estremeciste, pero no emitiste ningún sonido. El saco entero se estremeció contigo. Cuando acabamos lloraste.

El día siguiente transcurrió igual. Teníamos que hacer un trayecto de doce horas y estábamos intentando estirarlo durante tres días sin detenernos en ningún lado. Encontraste otro lugar en el mapa donde podríamos matar un poco el tiempo. Era un faro en el lago Erie. Pasamos unas cuantas horas en el parque que había alrededor del faro. Volvimos a comer en el maletero. Te merecías algo mejor que todo eso, pero no te quejaste en ningún momento.

En uno de los descansos compré el periódico. Eché un vistazo a los titulares y a las noticias policiales, en busca de algo que pudiera resultarnos interesante, cualquier cosa que pudiera darme una pista de lo que estaba sucediendo en mi antiguo mundo. Todo estaba muy tranquilo. Comprobé el tiempo. Esa noche habían previsto lluvias. Cuando llovía, las criaturas empezaban a asomar bajo el barro.

Empezó a llover a última hora de la tarde. Incluso antes de que cayeran las primeras gotas, vimos las nubes altas y oscuras que avanzaban hacia nosotros por la llanura. El aire se volvió denso y húmedo. Poco después los nubarrones cubrieron el cielo y taparon el sol. Se hizo la oscuridad. Bajó la temperatura y empezó a soplar el viento. Las hojas de los árboles que había a nuestro alrededor susurraban. Así pues, paré el coche en la cuneta y nos sentamos en el capó mientras se acercaban las nubes. Sentimos la niebla y el viento. Justo antes de que rompiera a llover te pregunté:

—¿Ya está?

Dijiste que sí y volvimos al coche. Teníamos la ropa húmeda por culpa de la niebla y encendí el motor y la calefacción para que pudiéramos secarnos. La lluvia azotaba el coche. Apenas nos oíamos por culpa del golpeteo de las gotas. Nos quedamos sentados un rato, esperando a que amainara un poco para poder ver algo.

—De donde yo vengo no llueve así —dijiste.

—Deberíamos encontrar un lugar para cenar —dije cuando pude arrancar el coche y nos pusimos en marcha de nuevo.

Aún llovía a cántaros y después de cada pasada de los limpiaparabrisas apenas tenía tiempo de ver fugazmente la carretera, antes de que el mundo desapareciera engullido por el agua.

—¿Dónde vamos a dormir esta noche? —preguntaste mientras veíamos cómo nos caía el cielo encima.

—Primero preocupémonos por la cena. Luego ya veremos dónde dormimos.

No podía ir a más de veinte kilómetros por hora debido a la lluvia. Adelantamos a otros coches que se habían parado en la cuneta a esperar hasta que pasara la tormenta. Tal vez habría hecho lo mismo si en algún momento hubiera parecido que el temporal iba a amainar. Al final encontramos una pequeña cafetería a pie de carretera. Entramos en el aparcamiento y detuve el coche al lado del local.

—¿Por qué aparcamos aquí, Joe? —preguntaste—. ¿Hay sitio delante?

Había decidido aparcar a un lado para que no lo viera nadie, a pesar de que estábamos en una carretera muy poco transitada. No quería dejar nada al azar. Pero tampoco tuve el valor de decírtelo, así que di marcha atrás y aparqué delante.

Nos sentamos junto a la barra. A pesar de que había varias mesas libres, preferiste sentarte en un taburete. No entendías que la gente pudiera ir a una cafetería como esa y no quisiera sentarse junto a la barra. Hablabas como si estuvieras de vacaciones, de turismo. Nos sentamos en los taburetes rojos, grandes y afelpados, de espaldas a la puerta, frente a la cocina. Uno de los dos cocineros vino a tomarnos nota. Parecía el prototipo del cocinero de restaurante de carretera: un tipo corpulento, cincuentón, con un delantal blanco lleno de manchas de grasa. Pedí una Coca-Cola y tú un batido con jarabe y helado. No tenían de esos, por lo que pediste uno de chocolate. A veces olvidaba lo joven que eras.

De cena pedí una hamburguesa con queso y patatas fritas; tú, un sándwich caliente de queso y sopa de tomate. Me pusiste la mano en la espalda y empezaste a moverla en pequeños círculos entre los omóplatos. Creo que notaste lo tenso que estaba, a pesar de que no sabías el motivo. Ni tan siquiera yo lo sabía. Era una sensación general de inquietud. Hasta el momento todo había ido demasiado bien. El roce de tu tacto me calmó por el momento.

A media comida, se abrió la puerta y entró una ráfaga de viento que silbó y barrió todo el restaurante. Oí el ruido fuerte y persistente de la lluvia al chocar contra el suelo. Entró un chico, que cerró rápidamente la puerta tras de sí y nos aisló del mal tiempo. Era un chico larguirucho. Vestía unos tejanos y una sudadera con capucha empapada. No era la ropa más adecuada para la lluvia. Llevaba una mochila al hombro. Se sentó a dos taburetes de ti. Cuando se sentó, introdujo el brazo por la otra correa de la mochila, que le colgaba de los hombros. Pidió una Coca-Cola y cogió el menú. Me pareció que debía de tener unos quince años. Lo cierto es que era al menos un año mayor que tú. Tenía la piel casi tan grasa como el pelo. Tenía acné en la barbilla y en la frente. Después de pedir la comida se puso a dar vueltas en el taburete. Estuvo así unos dos minutos, hasta que volvió a salir el cocinero, que le gritó:

—Es un taburete, no un puto tiovivo.

El chico dejó de dar vueltas.

—Lo siento —dijo. Centró toda su atención en la Coca-Cola y se puso a jugar con la pajita.

Casi me dio pena. De pronto, reclamaste mi atención.

—Bueno, ¿dónde vamos a dormir esta noche? —preguntaste de nuevo.

La lluvia no había remitido ni un poco. Arremetía con fuerza contra las ventanas del restaurante.

—Ya te lo he dicho, Maria. No lo sé.

—Podríamos quedarnos en un hotel —dijiste con un deje de esperanza.

Negué con la cabeza.

—Tenemos que ahorrar dinero. La comida y la gasolina nos están obligando a gastar mucho, y tiene que quedarnos un poco cuando lleguemos a Chicago. Es más fácil no tener un techo aquí que en una gran ciudad. —Mis propias palabras me deprimieron.

—¿Y si encontramos algo muy barato? —preguntaste. Sí, justo lo que quería, llevar a mi novia embarazada, de diecisiete años, a un motel de mala muerte de Ohio. De pronto tuve la sensación de que todo lo que había dicho Allen sobre mí era cierto.

—Quizá —dije. Solo quería zanjar la conversación. Había comido la mitad de la hamburguesa y tú habías devorado la sopa y el sándwich—. ¿La quieres? —pregunté, ofreciéndote mi plato medio vacío.

—Eres todo un caballero —dijiste, con sarcasmo.

—¿La quieres o no? —repliqué.

—Claro.

Te acerqué el plato.

Necesitaba estar a solas un momento.

—Voy al baño —dije—. Enseguida vuelvo.

Miré al chico antes de irme. Había algo extraño en él. Supe que se había dado cuenta de que había clavado los ojos en él, pero no me miró. Supuse que como iba a estar poco tiempo en el baño, no habría tiempo para que surgieran problemas. Entré en el lavabo y cerré la puerta. Era diminuto. Había un retrete a un lado, y un lavamanos y un espejo al otro. Era un poco más grande que el de un avión. Me puse en pie, abrí el agua fría y me lavé la cara. Me miré en el espejo. Parecía mayor. En comparación con el chico de fuera, parecía un anciano.

No recuerdo cuánto rato estuve allí dentro. Perdí la noción del tiempo. No pudieron ser más de cinco minutos. Pero fue demasiado, un error. El chico se había movido. El chico, un manojo de tics y nervios, se había sentado en el taburete que había a tu lado. Estabais charlando. Me entraron ganas de reñirte, de decirte que no debías hablar con desconocidos. Seguramente solo quería ligar contigo. Sabe Dios que yo lo habría intentado. Sin embargo, tenía la sensación de que todo aquello iba a acabar en violencia.

A pesar de mi premonición, puse mi mejor cara. Me dirigí a mi taburete, me senté y te volviste hacia mí.

—Joe —dijiste—, este es Eric. Nos ha oído hablar y me ha dicho que conoce un sitio bonito y barato donde podemos pasar la noche.

Le tendí la mano para estrechársela.

—Encantado de conocerte, Eric. —Entonces observé su reacción.

Hizo una pausa y me miró la mano. Dudó, no sabía qué hacer. Fue solo una fracción de segundo, pero vaciló. No quería tocarme. Era uno de ellos. No me cabía la menor duda. Era uno de ellos y sabía quién era yo. Tardó una fracción de segundo en recuperar la confianza, pero en ese breve margen de tiempo lo reveló todo.

—¿Así que conoces un buen sitio donde podemos pasar la noche? —le pregunté, mirándolo a los ojos, intentando comprobar si podía aguantarme la mirada.

—Sí —contestó, y desvió la mirada de inmediato hacia el refresco—. Conozco a un tipo que tiene una habitación libre en su casa. Hace tiempo que quiere alquilarla, pero no ha tenido suerte. Estoy seguro de que os la puede dejar por veinte pavos.

Me lanzaste una mirada muy ansiosa que casi me permitió leerte el pensamiento en tus grandes ojos azules. Una cama, era lo único que querías.

—Bueno, el precio está bien —dije. Sabía que te haría feliz. Valía la pena aunque solo fueran diez minutos de felicidad. Solo Dios sabía cuántas oportunidades más íbamos a tener de hacernos feliz el uno al otro—. ¿Dónde vive?

El chico estaba masticando la pajita, que le colgaba de la boca como un palillo. No había previsto esta pregunta.

—Podríais seguirme. Os acompaño hasta allí y le cuento a mi amigo el trato que he hecho con vosotros. —Sonrió. Fue una sonrisa sincera. Le gustaba su plan.

—¿Cómo se llama tu amigo? —pregunté.

—Pete —contestó de inmediato. Para él todo encajaba. Era joven pero no era estúpido.

—¿Y tú qué ganas con todo esto? —pregunté. Lo miré fijamente. Quería asustarlo. Quería que huyera corriendo. Quería que abandonara su plan antes de ponerlo en marcha. Le estaba ofreciendo una salida. En ese momento, era más de lo que creía que merecía. Lo hacía por ti, no por él.

—Joe —me interrumpiste, sin entender lo que estaba haciendo—. No es muy amable de tu parte. —Intentaste fingir que te estabas burlando de mí, pero yo sabía que estabas enfadada. Creías que iba a echarlo todo a perder.

—No. No. No pasa nada —dijo el chico en mi defensa—. Solo quería echaros una mano. —Esta vez me miró a los ojos. Fue una mirada fulminante y fría, siempre en la medida de sus posibilidades.

Me pareció ver algo en él: una audacia y una ira desenfrenadas.

—Aquí la gente es muy amable —prosiguió.

No sé en qué pensaba el chico. ¿Creía que podía desenfundar más rápido que yo? ¿Creía que estábamos en el viejo Oeste?

—A algunos les cuesta acostumbrarse a esta hospitalidad. —Se volvió hacia ti y te lanzó una gran sonrisa.

Se la devolviste, lo que hizo que aumentara el odio que sentía hacia él.

—Bueno, pues supongo que no podemos rechazar un gesto de hospitalidad como ese —dije.

Te volviste y me diste un abrazo rápido. Deseé que no fuera el último. No era el chico quien me asustaba, sino tú. No sabía cómo ibas a reaccionar. Sin embargo, lo había intentado. Le había ofrecido una vía de escape y no la había aprovechado. Peor para él. Eran casi ya las nueve de la noche. Llevábamos casi dos horas sentados a la barra.

—Imagino que es mejor que nos pongamos en marcha. —Miré el plato que tenías delante. Te habías zampado la mitad de mi hamburguesa y las patatas fritas—. ¿Ya has acabado de cenar, Eric?

—Sí —respondió—. Solo tengo que pagar.

—Tranquilo, no te preocupes. Nos has encontrado un lugar para pasar la noche. Lo mínimo que podemos hacer es invitarte a cenar. —Le hice un gesto al cocinero para que trajera nuestra cuenta y la de Eric.

Parecías sentirte orgullosa de que de repente hubiera recuperado los buenos modales. No tuve el valor de decirte que no me importaba nada de eso. No era una muestra de generosidad. Tan solo supuse que al cabo de unas horas todo el dinero de Eric acabaría en nuestras manos. Por lo general, no me gustaba robar, pero necesitábamos el dinero. Si iba a tener que eliminar al chico, no tenía sentido dejar que malgastara el dinero.

—Muchas gracias, Joe —dijo el chico—. Es un detalle.

Cogí las dos cuentas, dejé la propina en la mesa y pagué en la caja. Le hice un gesto con la cabeza al chico. Esta vez evité el contacto visual. No quería recordar su cara. Quería olvidar lo que estaba a punto de hacer incluso antes de hacerlo. Había llegado el momento de volver a enfrentarse a la tormenta.

Salimos fuera. Me aseguré de que el chico se dirigiera a su coche antes que nosotros. No quise que ninguno de los dos le diera la espalda en ningún momento. Curiosamente había aparcado a nuestro lado. En la parte de delante. Tenía un coche rojo destartalado, con los guardabarros oxidados. No debía de tener más de siete años, pero alguien lo había machacado. Seguro que no le había costado más de doscientos dólares. Tenía matrículas de Ohio, lo cual era una buena señal. Quizá nos había encontrado por suerte. Quizá no nos estaba buscando. Aun así, si él había dado con nosotros, no había duda de que también podía encontrarnos gente con más experiencia.

Antes de meterse en el coche, el chico se volvió y nos gritó:

—Está muy cerca de aquí. Iré despacio para que podáis seguirme.

Le hice un gesto con la mano mientras nos resguardábamos de la lluvia bajo el tejado de zinc del restaurante. ¿Qué pretendía? ¿Quería tendernos una emboscada? ¿O solo quería llevarnos a campo abierto donde pudiera atacarnos? No entendía cuál era su plan. Quizá no tenía ninguno. Quizá solo improvisaba. Daba igual. Ya podía darse por muerto. En otras circunstancias, tal vez me habría caído bien. Tenía más valor que cabeza.

Hasta el tercer intento no arrancó el coche. Cuando logró poner en marcha el motor y encender las luces, corrimos hasta el nuestro. Te sentaste en el asiento del acompañante y yo en el del conductor. Giré las llaves en el contacto, encendí las luces y me situé detrás del chico. No te dije nada mientras salíamos a la carretera, que estaba encharcada. El chico, fiel a su palabra, condujo despacio para que pudiéramos seguirlo. Ni tan siquiera te miré cuando giramos la primera vez. Cada segundo que pasaba, el mundo a nuestro alrededor se volvía más desolado. Noté cómo me clavabas los ojos, pero no me atreví a mirarte. Aún no estaba preparado para enfrentarme a ti.

—¿Qué pasa, Joe? —preguntaste al final.

—¿No desconfías? —Deberías haber desconfiado. Si íbamos a tener que sobrevivir durante dos semanas más, tenías que recelar de la gente.

—¿Desconfiar de qué? —preguntaste con incredulidad.

—¿No desconfías ni lo más mínimo? —repetí, esta vez con más insistencia.

—¿De él? ¿De Eric? Es un chico, Joe. Debe de tener diecinueve años. —Te enfrentaste a mi ira con la tuya.

—Bueno, eso significa que es dos años mayor que tú.

—Vete a la mierda —me espetaste.

Intenté mantener la calma.

—No es un insulto. Yo tenía su edad cuando maté a mi primera víctima. Es uno de ellos. Ese chico es uno de ellos.

—¿Qué coño significa eso? Está intentando ayudarnos, Joe.

Negué con la cabeza.

—¿Cómo sabes que es uno de ellos?

—Lo sé. No quería estrecharme la mano. Ha dudado.

—No me lo creo. —Miraste hacia la lluvia. No querías creértelo.

—¿Ah, sí? Pues mira. —De repente giré bruscamente a la izquierda y me metí por un pequeño camino de tierra—. ¿Si no tramara algo, crees que nos seguiría?

—¿Qué estás haciendo? —gritaste. Te volviste para mirar hacia la carretera, para ver los faros del coche de Eric, para comprobar si iba a dar la vuelta y seguirnos.

—¿Me creerás si nos sigue?

—¡Para ya, Joe! —chillaste.

Recorrimos unos quinientos metros por el camino de tierra y detuve el coche a un lado.

—¿Me creerás si nos sigue? —Te pregunté de nuevo, girando la cabeza y mirándote a los ojos—. ¿Por qué iba a seguirnos si no es uno de ellos?

Miraste de nuevo hacia la carretera, hacia los faros del chico. Había parado el coche. No se movía. Estaba evaluando la situación. Te miré. Empezaste a mover los labios. A pesar de que no pronunciaste ningún sonido, te los leí. Repetías una y otra vez: «No vengas. No vengas. No vengas». Sabía que no servía de nada. Estiré el brazo hacia el asiento trasero y cogí mi mochila. Saqué la pistola.

—¿Qué estás haciendo? ¿Qué vas a hacer?

—Es uno de ellos, Maria. Es uno de ellos y sabe dónde estamos. Si no nos libramos de él, se nos echará todo el mundo encima. Tiene una oportunidad. Si no nos sigue hasta aquí, es libre. Si nos sigue, no tenemos muchas opciones.

Mirabas frenéticamente a la pistola y al coche del chico. De repente, el chico dio marcha atrás. Venía a por nosotros.

—Siempre hay una alternativa —dijiste. Era un esfuerzo a la desesperada.

—Eso es un tópico. A veces la gente elige por ti. A veces no tienes alternativa. —Te miré. Quería que supieras que no era algo que quisiera hacer. Era algo que tenía que hacer. No me creíste.

—¿Y si te equivocas? ¿Y si solo es un chico amable? —preguntaste.

El chico tomó el camino de tierra en el que nos encontrábamos. Detuvo el coche a menos de cinco metros de nosotros y puso las largas. La luz nos cegó. Fue su primera decisión profesional. Ahora podía vernos y nosotros a él no.

—Ponte el cinturón —te ordené.

—¿Qué?

—Que te pongas el cinturón —repetí.

Me abroché el mío, como si quisiera enseñarte cómo se hacía, sin soltar la pistola que sostenía con la mano derecha. Cuando me viste hacerlo, creo que te diste cuenta de que hablaba en serio y también te lo pusiste. En cuanto oí el chasquido del tuyo, puse la marcha atrás. Menos de cinco metros. En el barro. Esperaba que hubiera suficiente distancia. Entonces, pisé el acelerador a fondo. Las ruedas giraron en el barro unas cuantas veces antes de agarrarse, pero el coche acabó saliendo disparado. Fuimos directos hacia la luz. Habíamos alcanzado una buena velocidad cuando nos empotramos contra el capó del coche de Eric. Esperé que hubiera sido suficiente. El coche del chico patinó hacia atrás. El capó quedó aplastado como una lata de refresco. Uno de los faros se rompió y se apagó. El otro quedó colgando de los cables y, con una luz más débil, iluminaba el campo azotado por la lluvia.

Abrí la puerta y salí. Me acerqué al coche del chico y abrí la puerta del conductor. El impacto había sido lo bastante fuerte. Le había saltado el airbag. Tenía un corte en el labio inferior del que le salía un hilo de sangre. No llevaba puesto el cinturón. La mochila estaba en el asiento de al lado, medio abierta. Estaba hurgando en ella antes del choque. Cuando le abrí la puerta se volvió hacia mí. Tenía la mirada perdida. Aún no podía enfocar bien. No perdí el tiempo. Lo agarré del hombro y lo saqué del coche. Lo arrastré hacia la luz que desprendía uno de los faros y lo tiré al barro. Entonces regresé al coche. No le quité los ojos de encima. Cogí su mochila y se la tiré al lado. Me quedé frente a él, mientras la luz del único faro que funcionaba nos iluminaba como un foco. La lluvia atravesaba la luz y arrojaba sombras como un millón de dagas diminutas. Lo apunté con la pistola. Se arrodilló y me miró. Por fin volvía en sí. Ahora ya veía bien y se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder.

Al principio no me miró, no podía apartar los ojos del cañón de la pistola. Su cara me sonaba, pero no sabía de qué. Entonces me miró. No parpadeé. Me miró a los ojos. No vi miedo en ellos; aún no, al menos. Solo había odio y dolor. Tenía la misma mirada que todos los chicos de dieciséis años a los que les había hablado de la Guerra. Tenía la misma cara que tenían esos chicos cuando les mostrábamos por primera vez las diapositivas de muerte y destrucción. El hecho de que estuviera mirando a la persona que lo iba a matar no cambiaba nada.

Oí un portazo. Supe que habías salido del coche. No sabía si ibas a huir o si te dirigías hacia nosotros. No alcé la mirada. No aparté los ojos del chico. No quería enfrentarme a ti, al menos hasta que hubiera hecho lo que tenía que hacer. Sabía que si huías, volverías. No sabía cómo reaccionarías si te quedabas.

—¿Quién eres? —pregunté. Me corroía por dentro. ¿De qué me sonaba ese chico?

—Que te follen —respondió, mirando la pistola.

Su reacción no me cabreó. La respetaba. Sin embargo, no me era de gran utilidad. Apoyé el pie izquierdo en el barro y le di una patada en el estómago con todas mis fuerzas. Oí un grito ahogado, pero no fue del chico. Te habías quedado. Habría preferido no hacerlo ante ti, pero tarde o temprano ibas a tener que presenciar escenas de violencia.

El chico se desplomó en el barro. Le faltaba el aire. Abrió la boca, pero solo tragó lluvia, lo que le provocó un ataque de tos. Esperé a que se le pasara y volvió a ponerse de rodillas.

—¿Quién eres? —pregunté de nuevo, inclinándome hacia él. Esta vez le hablé con voz más suave.

Se limitó a mirarme. Sus ojos repitieron la respuesta que me había dado antes, pero esta vez prefirió no malgastar el aliento.

—¿Qué pasa? ¿Crees que eres una especie de vaquero? —le grité—. ¿Creías que podrías traernos hasta aquí para que nos batiéramos en una especie de duelo? ¿Doce pasos a medianoche? ¿Es eso lo que creías? Eres un estúpido. Y vas a morir como un estúpido.

El chico parecía avergonzado, pero no asustado. Me puse derecho de nuevo y lo apunté con la pistola a la cabeza. Quería acabar rápido con todo aquello.

—No tenía por qué acabar así. Podrías habernos dejado en paz. Podrías haber huido. Podrías haber seguido alejándote con el coche. Ojalá lo hubieras hecho. —Tensé el dedo alrededor del gatillo y empecé a apretar. Como si hubiera ensayado el momento, volvió la cabeza a un lado para que la bala no le entrase por la cara.

—¿Qué haces, Joe? —De pronto tu voz atravesó el estruendo de la lluvia. Creías que había ido de farol. Creías que estaba fingiendo. No sabías que nunca voy de farol.

No pensaba correr ningún riesgo con nuestras vidas. Aflojé el dedo del gatillo. El chico te miró, a través de la lluvia. Yo no me atreví a hacerlo. No aparté los ojos de Eric.

—¿Qué haces?

—Es uno de ellos, Maria. —Lo apunté de nuevo. No quería que me convencieras de que no lo hiciera. Matarlo era lo más inteligente.

—¡Solo es un chico! —gritabas, presa del pánico.

—No, no lo es —repliqué. Miré al chico mientras hablaba—. Es un soldado. Y es responsable de sus actos.

Eric me miró por el rabillo del ojo. Por fin había algo más en su mirada aparte de odio. Era orgullo.

De repente te volviste hacia el chico y le gritaste:

—¡Díselo! ¡Dile que no sabes de qué habla!

Ahora nos suplicabas a ambos que paráramos, que pusiéramos fin a esa locura. Pero no podíamos hacer nada, ambos estábamos implicados en ello.

—Venga, dime que no sabes de qué hablo —le dije al chico.

Me lanzó una mirada. Sin dejar de apuntarlo a la cabeza, me acerqué a su mochila, que estaba en el barro, empapada por la lluvia. La cogí y hurgué en el interior. Tal y como esperaba, estaba llena de papeles. Debajo de los papeles había una pistola, la saqué y la tiré lejos, a un lado. Desapareció en la oscuridad. Por culpa de la lluvia ni tan siquiera oí el ruido que hizo al caer. Era como si no existiese nada fuera del pequeño triángulo de luz que proyectaban los faros rotos del coche. Al igual que la pistola, el resto del mundo había desaparecido.

Dejé caer la mochila, ya sin armas, al suelo, junto al chico.

—Enséñale qué hay en la mochila, Eric.

Me miró. No se movió. Insistí con mi tono de voz más amenazador.

—Sé que eres un chico orgulloso y que no te da miedo morir, pero soy muy capaz de matarte lentamente. Así que enséñale lo que hay en la puta mochila.

Al final el chico obedeció. Abrió la cremallera, metió la mano dentro, sacó un gran montón de papeles y los tiró al barro. Había páginas y más páginas impresas. Párrafo tras párrafo llenos de detalles. Desde donde estábamos no podíamos leerlos. Pero a mí no me hizo falta. Sabía lo que decían. Lo había visto antes. Además de las páginas impresas, había fotografías. A pesar de que estaban lejos, las podíamos ver bien. Había cinco o seis fotos de mí. En unas salía con perilla, en otras recién afeitado; había fotografías antiguas y una que debían de habérmela tomado en los últimos tres meses. También había una de nuestro coche, del que teníamos detrás, con las matrículas de Massachusetts, de las que nos habíamos deshecho en Pensilvania. Y, como colofón, había dos fotografías tuyas. La primera parecía una ampliación de la fotografía de tu carnet de la universidad. No debías de tener más de quince años. Es la edad que aparentabas. Habías crecido mucho en dos años. La segunda era más reciente; estabas de pie frente a un lago, junto a un hombre mayor que te había puesto el brazo sobre el hombro. Debía de ser tu padre. Habían conseguido la fotografía a través de alguien de tu familia. Habían estado en casa de tus padres. Oí cómo se te alteraba la respiración mientras mirabas las fotografías, que se arrugaban bajo la lluvia.

De repente el chico habló.

—Joe no puede quedarse a tu hijo, Maria —te dijo. Te habló directamente a ti—. Tu hijo es uno de los nuestros. Puede tener una oportunidad de hacer algo bueno por el mundo.

Al oírlo, rompiste a llorar. Te llevaste una mano al estómago, en un gesto instintivo de protección del bebé. Te inclinaste hacia delante y apoyaste la otra mano en el maletero abollado de nuestro coche. Tus sollozos se interrumpieron un instante cuando intentaste recuperar el aliento. Entonces retomaste la palabra y te dirigiste al chico, muy furiosa:

—¿Qué te hemos hecho? —gritaste—. ¿Por qué no nos dejas en paz? —Volvieron lo sollozos y te inclinaste hacia delante. Cuando recuperaste el aliento, repetiste con más serenidad—: ¿Por qué no nos dejas en paz? —Miraste de nuevo al chico y, como si la pregunta pudiera poner fin a todo aquello, le preguntaste—: ¿Qué te hemos hecho?

—Ese cabrón —contestó el chico, que tuvo el atrevimiento de señalarme mientras lo apuntaba a la cabeza con una pistola cargada—, ese cabrón asesinó a mi hermano. —Te hablaba como si yo no estuviera allí—. Entró en mi casa —dijo con un tono cada vez más furioso— cuando yo tenía trece años. Entró en mi casa cuando mi hermano y yo estábamos solos. Primero me cogió a mí porque mi hermano estaba arriba. Me cogió y me ató los pies y las manos y me tapó la boca con cinta adhesiva. Luego subió y oí cómo estranguló a mi hermano. —No dejó de señalarme en ningún momento—. Eso es lo que me hizo.

Por eso había recibido el paquete el chico. Por eso me sonaba de algo. Su hermano fue el objetivo de mi tercer trabajo. Vivía en Cincinnati, a tres horas de donde estábamos. No recuerdo el motivo por el que me ordenaron que lo asesinara.

No reaccionaste. Era demasiado. Empecé a preocuparme por el bebé. Tenía que poner fin a todo aquello. El chico no dejaba de hablar.

—Tu bebé, Maria, puede aspirar a algo mejor.

Ya había oído bastante. También era mi bebé. Me eché un poco hacia atrás y le di una patada en la cara. Se desplomó hacia un lado y cayó de cara en el barro. Lentamente logró ponerse a cuatro patas. En ese momento lo odié. Intentaba convencerte de que me abandonaras. Ni tan siquiera le importaba morir.

—¿Porque tú no eres un asesino? —le grité al final. Era igual que yo cuando tenía su edad.

Levantó la cabeza y por primera vez desde hacía varios minutos me miró de nuevo. Con una mirada de desdén y una voz teñida de odio respondió:

—Porque no soy como tú —dijo—. Soy una persona justa.

Apreté el gatillo. El disparo atravesó el aire de la noche como si fuera a resonar durante varios días. La cabeza del chico dio una sacudida hacia atrás. Luego el cuerpo cayó en el barro, inmóvil. Me arrepentí de inmediato. Por primera vez podía recordar, y sentí remordimientos.

Gritaste y huiste hacia la oscuridad. Recorriste unos seis o siete metros antes de caer al suelo. Oí las arcadas que te entraron antes de vomitar. Eché a caminar hacia ti. Salí del triángulo de luz. Una vez fuera me di cuenta de que la oscuridad no era tan absoluta. A pesar de que no veía con claridad, podía distinguir perfiles, formas y sombras en la zona gris que nos rodeaba. Vi tu forma, agachada en el suelo. Me acerqué. De pronto te pusiste de pie y te diste la vuelta. Estiraste los brazos hacia mí. Al principio creí que ibas a darme un abrazo. Entonces me di cuenta de que habías encontrado la pistola del chico.

La sostenías ante ti. Me apuntaste al pecho. Me detuve. No me atreví a acercarme más a ti. En ese momento no estaba seguro de lo que eras capaz de hacer. Todavía llorabas. No querías que me acercara.

—¿Por qué lo has hecho? —gritaste. Tu melena, alisada por la lluvia, colgaba lacia sobre tus hombros. La ropa, húmeda, se ceñía a tu cuerpo.

—Tenía que hacerlo, Maria.

No pudiste reprimir un sollozo cuando hablé.

—Sé que crees que había otra alternativa, pero no es cierto. Esto no acaba con él. Si lo hubiera dejado marchar, le habría dicho a todo el mundo dónde estamos. Y si hubiera dicho dónde estamos, todo habría acabado. Estaríamos atrapados.

Mi lógica no te convenció. No entendías que fuera necesario asesinar.

—Me prometiste que dejarías de matar.

Tenías razón. Y había sido una promesa firme. La había hecho antes de matar a cuatro personas más.

—No quería matarlo, Maria. —Di otro paso hacia ti.

—Quieto. —Levantaste la pistola y me apuntaste a la cabeza en lugar del pecho—. No te acerques a mí.

—Maria, por favor. Vuelve al coche. Estás empapada. Tienes frío. Tienes que ponerte ropa seca. Tienes que entrar en calor. Esto no es bueno para el bebé.

—Quieto.

—Maria, por favor. Ven. Sécate. Abrígate. Si quieres dejarme por la mañana, te llevaré a donde quieras.

Bajaste el brazo a regañadientes. No caminaste hacia mí. Te dirigiste hacia el coche. Te seguí a unos cuantos pasos de distancia. Antes de instalarme en el asiento trasero, echaste un último vistazo al cuerpo del chico, que yacía boca abajo en el barro. Luego tiraste la pistola lejos.

Me acerqué al cuerpo del chico. Lo cogí y lo llevé hasta su coche. Abrí la puerta trasera y dejé el cuerpo en el asiento. Me quité la chaqueta y la camisa, que utilicé para limpiarle el barro de la cara. La bala había entrado y salido por las sienes. Tenía el rostro intacto. Una vez limpio, apagué el único faro que aún funcionaba. Me puse de nuevo la chaqueta, y dejé la camisa sucia en el barro, junto al coche.

—Lo siento —le dije a su cuerpo sin vida—. Siento también lo de tu hermano. —Entonces cerré la puerta, dejé el cadáver a resguardo de la lluvia y regresé a nuestro coche.

Antes recogí los papeles y las fotografías que había tirados en el suelo. Dejé la mochila. Dejé el dinero. No me pareció bien cogerlo, a pesar de que lo necesitábamos. Dejé todo aquello que no pudiera incriminarnos. Metí los papeles y las fotografías en nuestro maletero abollado; no quería dejar ninguna prueba en el barro. Los daños de nuestro coche eran mínimos, por lo que no levantarían sospechas. Sin embargo, tenían imágenes de él. No podíamos tardar mucho en cambiarlo.

No me dirigiste la palabra durante los siguientes tres días, pero tampoco me abandonaste.