Cuando llegamos a casa de mi madre, situada al norte de Nueva Jersey, ya había oscurecido. Llevábamos casi cinco horas en la carretera. Me hacía sentir incómodo superar el límite de velocidad. Los tipos de Inteligencia podrían seguirnos el rastro hasta Boston, donde alquilamos el coche utilizando uno de los pasaportes falsos que me habían dado. Sin embargo, tenía la esperanza de que mientras pagáramos en efectivo y no nos metiéramos en problemas acabarían perdiéndonos la pista. Aún faltaban dos semanas para que volviera a ponerme en contacto con ellos. Disponíamos de todo ese tiempo para perdernos entre la masa.
Aparqué en el camino de entrada de la casita de mi madre y apagué las luces. Estabas dormida cuando paré el coche. Habías dormido mucho. Hasta entonces, era el único síntoma de que estabas embarazada. Supe que mi madre no nos había oído llegar porque no la vi mirar por la ventana de la cocina, tal y como hacía siempre que recibía visita. Iba a ser una sorpresa. Te miré, dormida en el asiento del acompañante, y me di cuenta de que no iba a ser la única sorpresa. Intenté recordar cuándo había sido la última vez que había visto a mi madre. ¿Tres años antes? ¿Cinco? ¿Cuándo fue la última vez que la había visto? Ni tan siquiera lo recordaba. Miré hacia la casa. Tenía tantos recuerdos de ese lugar…, unos buenos, otros horribles.
Me incliné hacia ti y te desperté.
—Ya hemos llegado.
Abriste los ojos lentamente, miraste por la ventanilla y volviste la cabeza para hacerte una idea de dónde estabas. Sin embargo, lo único que veías desde el coche eran árboles y bosque.
—¿Esto es Nueva Jersey?
—Sí —susurré, y te besé en la frente. Me sentía feliz, tan feliz como podía estar en aquellas circunstancias. Feliz de estar en casa, feliz de llevarte a casa conmigo—. No todo son vertederos de residuos tóxicos y autopistas.
—Es bonito —dijiste. Abriste la puerta y bajaste del coche.
Soplaba un aire fresco, pero aun así era más cálido que el de Montreal. Olía a pinos y madera quemada. Mamá tenía la chimenea encendida. Desde el camino no se veía otra casa, solo bosque.
—¿Creciste aquí?
—Durante gran parte de mi infancia, sí. Nos trasladamos aquí cuando murió mi padre. Iba a ser nuestro pequeño escondite. Seguramente también deberíamos habernos trasladado cuando asesinaron a mi hermana, pero creo que mi madre pensó: A la mierda. Si querían ir también a por ella, que fueran, pero no volvieron. Mi amigo Jared vivía a solo diez minutos de aquí, y mi amigo Michael un par de pueblos más allá. Los conocí cuando vivía en esta casa, por eso no todos los recuerdos son malos. El lugar donde crecieron ellos es un poco más civilizado.
—¿Aquí es donde mataron a tu hermana?
Asentí. Te abrazaste y te frotaste los brazos para entrar en calor.
Cerré el coche con un portazo, tal y como había hecho todas las noches al volver a casa cuando era adolescente. Era una señal convenida entre mi madre y yo. Teníamos que hacer ruido al llegar a casa porque sabíamos que ellos nunca lo harían. Diste un respingo cuando cerré la puerta porque rompí la paz que transmitía el aire frío de la noche.
—Lo siento.
—No pasa nada.
Permanecí inmóvil unos instantes, mirando hacia la ventana de la cocina, esperando. La cara de mi madre apareció en el momento justo. Apartó las cortinas y nos miró. Parecía mayor, mayor y cansada. La saludé mientras nos observaba. Cuando se dio cuenta de quién era, se le dibujó una sonrisa. Entonces desapareció de nuevo. Sabía que iba a darle un último repaso a la casa para ordenarla. Quería que tuviera buen aspecto para los invitados. Debíamos de ser los primeros que tenía desde hacía años.
—Vamos —te dije por fin.
Echaste a caminar por el camino de piedra que conducía a la puerta principal.
—Por ahí no —te advertí mientras te alejabas—. Somos de la familia. Entraremos por la puerta lateral. —Te llevé hacia el otro lado de la casa, hasta la puerta que daba a la cocina.
Cuando llamé te escondiste detrás de mí para permanecer fuera del campo de visión de mi madre hasta que yo pudiera hacer la presentación oficial.
Mi madre llegó a la puerta en un abrir y cerrar de ojos, la abrió y me dio un fuerte abrazo antes de que pudiera saludarla. Al cabo de un minuto, por fin me soltó, pero solo un poco. Mientras seguía aferrada a mí dijo:
—Es una sorpresa maravillosa. Absolutamente maravillosa.
—Me alegro de verte, mamá —dije cuando me soltó del todo.
—Ahora entra, que fuera hace frío —ordenó.
Fue entonces cuando me puse a un lado para que pudiera verte.
—¿Y quién es esta chica? —preguntó con una sonrisa radiante.
—Mamá —proseguí con la presentación formal—, es mi novia, Maria. Maria, mi abrumadora madre. —El adjetivo me hizo merecedor de un golpe cariñoso en el brazo por parte de mi madre.
Le tendiste la mano, esperando que te la estrechara, pero al cabo de unos segundos te habías convertido en la presa de un abrazo casi tan largo como el que me había dado a mí. Te miré a la cara por encima del hombro de mi madre. Estabas aturdida. Te había hablado tanto de los horrores de mi vida, que mi madre debió de parecerte un anacronismo.
Cuando por fin te soltó, retrocedió un par de pasos y te miró de pies a cabeza como si estuviera admirando una obra de arte.
—¡Pero qué guapa eres! —exclamó—. Bueno, Maria, puedes llamarme Joan. Encantada de conocerte.
No contestaste, todavía aturdida por el recibimiento.
—Venga, ahora entrad antes de morir congelados.
Nos hizo pasar a la cocina. Subí los escalones cojeando.
—Oh, Joseph, ¿estás bien? —preguntó mi madre casi gritando cuando vio que cojeaba. La herida estaba curando bien, pero el dolor no había desaparecido por completo; había disminuido, pero se había extendido por toda la pierna.
—Solo es un pequeño accidente laboral —contesté.
Lo entendió como una señal para dejar el tema para más tarde.
El lugar estaba tal y como recordaba. Hasta las espátulas seguían en el mismo sitio. Mi madre nos acompañó hasta la pequeña sala de estar. Te sentó justo delante del fuego para que entraras en calor. No llevaba una chica a casa desde los diecisiete años. No sabía cómo iba a reaccionar mi madre. Me senté en el confidente, frente a mi madre, que se decantó por el sofá. Estábamos, como mucho, a un metro y medio el uno del otro. Mi madre nos miró de nuevo sin abrir la boca, como si intentara formarse una imagen mental. Al final, rompió el silencio:
—Bueno, ¿a qué debo el placer de esta visita?
Te miró cuando hizo la pregunta y tú me miraste a mí. Quizá deberíamos habernos preparado en el coche para las preguntas. Esperaba que no creyera que habíamos ido a anunciar un compromiso.
—Tengo un par de semanas de vacaciones y hemos decidido pasarlas juntos. —Vi tu expresión de alivio cuando respondí, alivio de que no tuvieras que hablar aún—. Quería que te conociera. —Sabía que esta última parte haría muy feliz a mi madre y esperaba, en vano, que detuviera de forma temporal el aluvión de preguntas.
—¿De dónde habéis salido? —Mi madre te miró de nuevo al formular la pregunta y de nuevo respondí yo.
—Hemos venido de Boston hasta aquí en coche, después de un viaje en autobús desde Montreal. Maria estudia en la universidad en Montreal.
La conversación era una especie de baile en el que ni tú ni mi madre sabíais a ciencia cierta qué podíais decir. Mi madre manejó la situación haciendo preguntas; tú preferiste no abrir la boca.
—¿De verdad? ¿Una universitaria? Es maravilloso. No nos vendría nada mal un poco de educación por aquí. ¿Y qué estudias, cariño?
Me miraste para asegurarte de que podías responder a la pregunta. Asentí para que supieras que podías hacerlo sin miedo.
—Aún no sé qué elegir, estoy entre psicología y religión.
Mi madre asintió.
—Como todos —añadió mi madre, entre risas—. Me parecen dos elecciones muy buenas. ¿Montreal? ¿Eres canadiense?
—Voy a preparar un poco de comida, mamá —os interrumpí—. ¿Tienes algo en la nevera?
—¡Oh, pero qué modales los míos! —Mi madre hizo el ademán de levantarse—. Os habéis pasado el día entero de viaje. Debería haberos ofrecido algo.
—Siéntate, mamá —le dije—. Ya sé dónde está todo en la cocina. Quédate aquí y hazle compañía a Maria. Cuando vuelva, seguro que sabes tú más de ella que yo. ¿Tienes hambre, Maria?
—Mucha —respondiste. Cuando te dirigías a mí bajabas la guardia. Habíamos parado a picar algo en Connecticut, de camino aquí, pero no nos habíamos sentado a comer un plato en condiciones.
—¿Tú quieres algo, mamá?
—Bueno, no voy a dejar que mi hijo y su novia coman solos.
La voz de mi madre sonaba exultante por el mero hecho de pronunciar la palabra «novia». Por un momento pensé que la iba a repetir para convencerse de que no era un sueño. Me fui a la cocina y os dejé con vuestra conversación. Mi madre sabía las reglas. No iba a decir nada controvertido. Lo dejaría todo para cuando pudiéramos charlar más tarde los dos. Yo solo quería que pudierais hablar con tranquilidad. Quería que os conocierais. Sabía que estos momentos fugaces serían probablemente los únicos que podríais pasar juntas. A pesar de todo lo que sucedió, aún atesoro esos momentos.
Tal y como era de esperar, la nevera estaba vacía. Mi madre casi había dejado de comer cuando nos trasladamos a aquella casa. Sin embargo, en los armarios encontré suficiente comida para preparar una buena cena. Os oía a las dos, aunque sobre todo a mi madre, charlando en la sala de estar mientras yo preparaba unos espagueti. La casa era cálida. Era acogedora. Puse la mesa para que pudiéramos comer en la cocina. La mesa estaba contra la pared, de modo que si no la movíamos había sitio para tres personas. Más que suficiente para esa noche. Lo dispuse todo para que te sentaras a mi lado y mi madre al otro. Mientras se cocía la pasta, abrí una lata de tomates triturados y cogí varios condimentos para preparar una salsa.
—¿Hay vino para la salsa de los espagueti, mamá? —grité desde la cocina, interrumpiendo la conversación en la que os habíais enfrascado.
—Claro —contestó mi madre. Se levantó del sofá y vino a la cocina. Cogió una botella de vino del pequeño botellero—. Tendremos que abrir una botella, pero no creo que tengamos una mejor ocasión para ello. —Me dio la botella, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla—. Parece una chica adorable —dijo mi madre con un susurro—. Te has superado.
—Lo sé.
Entonces me miró. Fue una mirada rápida, pero supe que significaba que quería hablar conmigo más tarde, a solas.
—¿Por qué no me habías hablado de ella? —preguntó con una sonrisa.
Me limité a encogerme de hombros y enarqué las cejas. Esa fue toda mi respuesta. Sabía que luego habría más preguntas, pero quería que te conociera un poco antes de tener que responderlas. Yo solo había tardado diez minutos en enamorarme de ti. Por lo tanto, imaginé que a ella no le llevaría más de una hora encariñarse contigo.
Descorché el vino y eché medio vaso en la salsa. Mi madre regresó a la sala de estar y ambas seguisteis charlando. Nunca me dijiste de qué hablasteis mientras yo cocinaba. Luego el tema de mi madre habría de convertirse en tabú. Cuando la cena ya estaba lista y os llamé, estabais contentas. Me miraste antes de sentarte a la mesa y te brillaban los ojos.
—Míralo, mi hijo el cocinero —exclamó mi madre, orgullosa, mientras nos sentábamos—. No has tardado mucho en domesticarlo, ¿verdad, Maria?
—A mí no me mires —contestaste, mirando la comida—. Es la primera vez que cocina para mí.
—Qué vergüenza, Joey. ¿Es que no te enseñé cómo se trata a una mujer?
—Sentaos, comed y comprobemos si es comestible antes de que sigáis quejándoos de que nunca cocino.
Mi madre se levantó cuando iba a sentarme. Se puso en pie y se acercó a un armario a coger tres copas.
—Antes de empezar —dijo mientras volvía a la mesa—, un brindis. —Llenó las copas con lo que quedaba de la botella de vino que había utilizado para preparar la salsa de espagueti—. Supongo que me toca compensar a mí los malos modales de mi hijo. —Nunca había visto tan feliz a mi madre. Al menos le regalé este momento. Levantó la copa—. Por mi hijo, al que veo menos de lo que me gustaría, y por su nueva amiga, a la que espero ver más veces. —Entrechocamos las copas—. ¿Quieres añadir algo más, Joey? —Me miró.
No tenía ni idea de qué esperaba que dijera.
—Por los que no beben solos —añadí, sin poder recordar casi dónde había oído ese brindis antes.
—Qué elegante —me reprendió mi madre, pero los tres entrechocamos las copas de nuevo.
Mi madre y yo tomamos un sorbo de vino, pero tú dejaste la copa en la mesa. Mi madre se dio cuenta. Era imposible que se le pasara por alto.
—¿Tú no bebes, cariño?
—No me gusta demasiado el alcohol, Joan —respondiste.
—Bueno, solo un sorbo. No es un brindis de verdad si no tomas un sorbo —te presionó mi madre, que no te quitaba el ojo de encima.
—Eso pasa con los deseos de cumpleaños y las galletas de la suerte, mamá —tercié, y miré a mi madre para que dejara el tema—. Ha sido un día muy largo. Cenemos.
Serví los espagueti. Empecé con porciones iguales. Mi madre no se acabó los suyos, pero yo repetí una vez y tú, dos. Me sorprendió lo mucho que ya eras capaz de comer.
No dejamos de hablar durante la cena. Mi madre nos preguntó cuánto tiempo pensábamos quedarnos. Aún no habíamos hablado del tema. Le dije que íbamos a quedarnos dos noches. Le pareció bien. Quería enseñarte unas cuantas cosas de la ciudad antes de irnos. Me pareció que dos días no era demasiado tiempo. Nos quedarían diez más para huir. Luego mi madre nos preguntó adónde íbamos de vacaciones. De nuevo, no lo sabía. Me miraste como si te estuvieras haciendo la misma pregunta. Aunque hubiera sabido adónde íbamos, no se lo habría dicho. No iba a decírselo a nadie. Cuanto menos gente lo supiera, mejor, para ellos y para nosotros. Al sur, dije. Quizá iríamos a Graceland. A ti pareció encantarte la idea.
—No permitas que te obligue a alojarte en un hotel barato, cielo —te dijo mi madre, que estiró el brazo y puso una mano sobre la tuya—. Algún día tendrá que aprender a tener un poco de clase.
—Sí, señora —contestaste con una risa.
Esperé que recordaras que no estábamos de vacaciones, que debíamos actuar con cautela. Pero de momento lo pasé por alto.
Cuando acabamos de cenar ayudaste a mi madre a recoger la mesa. Ambas insististeis en que podía descansar un poco porque había cocinado yo. Cuando acabasteis de limpiar la cocina, me dijiste que estabas cansada y que querías irte a la cama. Mi madre te acompañó a la antigua habitación de mi hermana. No la había tocado desde su muerte. Había fotografías de ella y de sus amigos del instituto enmarcadas, en las estanterías. También había unas cuantas fotos de sus amigos de la universidad, colgadas con tachuelas en la pared, sobre el escritorio. Su premio de francés del instituto aún ocupaba un lugar destacado, como si lo hubiera ganado ayer. Te subí la bolsa y la dejé en la habitación.
—Bueno, supongo que esta noche voy a dormir sola, ¿no? —me preguntaste mientras dejabas tu bolsa, casi vacía, a los pies de la cama.
—Creo que sí. Mi madre está chapada un poco a la antigua. ¿Estarás bien?
—Sí, esta zona es muy tranquila. —Te pusiste de puntillas y me besaste en los labios—. Tu madre es muy dulce.
—Sí, contigo —bromeé—. Ahora que te vas a dormir, me dejas solo ante el tribunal de la Inquisición.
—Entonces, ¿vamos a quedarnos dos días?
—Sí, me parece una buena idea.
—¿Y luego nos vamos a Graceland?
—Ya veremos.
Cuando bajé, mi madre estaba esperándome.
—Es adorable —me dijo mi madre antes de que hubiera bajado el último escalón.
—No lo sabes tú bien —añadí con una sonrisita. Volvía a ser un niño, que le enseñaba a su madre la gema que había encontrado en el bosque.
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —Intentaba averiguar si íbamos en serio. Debería haberlo sabido por el mero hecho de que te había llevado a casa.
—Lo bastante como para saber que no querré estar con nadie más.
—Bueno. —Hizo una pausa, sorprendida por mi respuesta. Entonces se sentó en el sofá y yo enfrente—. ¿Y eso cuánto tiempo es? —Volvió a sonreír.
—Unos cuantos meses, pero parece que hace más. Fue un amor a primera vista.
—Es joven, Joe. Es muy joven para asumir un compromiso de ese tipo.
Creí que quería protegerme.
—Es joven en ciertos aspectos, pero no tanto en otros. Es más lista que yo. A veces tengo la sensación de que es mayor que yo.
—¿Cuántos años tiene?
—Está en segundo año en la universidad. No es tan joven como crees. —Recurrí a la misma media verdad que habías utilizado conmigo.
Mi madre me había puesto a la defensiva. Había algo que no acababa de encajar.
—¿Es una de los nuestros? —Al final formuló la pregunta que se moría por hacer, no me cabe la menor duda, desde el primer momento en que te vio.
—No, mamá. No lo es. Es una persona normal. No es una de los nuestros… ni de los suyos.
—¿Sabe algo? —Se refería a la Guerra, aunque nunca utilizaba esa palabra.
—Sí.
—¿Se lo has contado? —Por un instante desvió la mirada hacia la ventana y se quedó mirando la noche oscura. No esperaba que respondiera la pregunta de nuevo—. Bueno, supongo que ya no hay vuelta atrás.
—Ya te lo he dicho, mamá. Es la chica de mi vida. Aunque pudiera volver atrás, no lo haría. —Quería que se alegrara por mí.
—La estás arrastrando a una vida muy dura —me dijo. Parecía triste. Mi madre era la personificación de lo dura que podía llegar a ser esa vida. Supongo que pensaba en mi padre, en mi hermana, en sus padres. Todos habían muerto de forma violenta, todos antes de que les hubiera llegado la hora, lo que la había obligado a envejecer sola, escondida en una casita, en un rincón perdido del mundo.
—¿Habrías cambiado algo, mamá? —pregunté.
—¿A qué te refieres?
—¿Habrías cambiado tu vida por una vida normal, sabiendo que no podrías haber vivido con papá, que no habrías conocido a Jessica, que nunca me habrías tenido?
Al parecer, la horrorizó el mero hecho de que me hubiera atrevido a plantear la pregunta.
—Por supuesto que no. —La voz de mi madre recuperó parte de la fuerza—. He tenido una vida muy dura, sin duda, pero para nosotros el sacrificio vale la pena. Ya lo sabes.
—Pues, entonces, alégrate por mí, mamá. —Me levanté, me acerqué a ella y me senté a su lado en el sofá. Le puse un brazo sobre el hombro—. El mundo no es perfecto, mamá, pero para mí se convierte en un lugar mejor cuando tengo a Maria cerca.
—Entonces me alegro por ti —me dijo mi madre. Sabía que era cierto, pero solo en parte—. Es que me preocupo por ella.
—Creo que sabe dónde se mete. —En ningún momento me creí lo que acababa de decir.
—Esperemos —añadió mi madre. Entonces se volvió hacia mí, con los ojos brillantes, como si estuviera conteniendo las lágrimas. Me abrazó otra vez. El abrazo de la puerta fue por el pasado; este, por el futuro.
—Escucha, mamá —dije al final, zafándome de su abrazo—. Mañana quiero enseñarle la ciudad a Maria, quizá la lleve hasta Rocky Point. Me gustaría dormir un poco. Estoy exhausto. —Me levanté y me dirigí hacia las escaleras cojeando. Sentía punzadas en la pierna.
—De acuerdo, Joe —contestó mi madre, que no me pidió más información sobre la herida. Sabía que no debía preguntarme por los detalles de mi trabajo—. Buenas noches —dijo, sin moverse mientras yo me disponía a subir los escalones lentamente. Cuando estaba a punto de poner un pie en el primero, me llamó—: ¿Joseph? —Adiviné por el tono que había algo más que quería decirme desde hacía rato, algo que había reprimido hasta entonces.
Me volví. Estaba sentada en el sofá, con las manos entrelazadas en el regazo. Parecía nerviosa.
—¿Sí, mamá? —pregunté.
—Está embarazada.
No sé cómo lo adivinó. Pero lo sabía.
—Lo sé. —Durante unos instantes me quedé inmóvil al pie de las escaleras, planteándome si decía algo más o no. Al final decidí no hacerlo. Subí las escaleras cojeando y me fui a la cama.
A la mañana siguiente me desperté con el aroma del beicon frito que subía desde la cocina. Me sentí como si fuera sábado por la mañana y volviera a tener doce años. Me incorporé. La pierna estaba mejor. Aún me dolía, pero menos. Cogí los analgésicos de mi bolsa y me tomé unos cuantos sin agua. Me levanté, me vestí y me dirigí hacia el piso de abajo. Antes de empezar a bajar las escaleras llamé a la puerta de tu habitación para comprobar si ya te habías despertado. No oí nada, por lo que pensé que aún dormías. Bajé los escalones solo, tarea que resultó el doble de dolorosa que subirlos la noche anterior. Sin embargo, lo único que podía hacer era apretar los dientes y aguantar.
Cuando llegué abajo, me sorprendió oír tu voz en la cocina. Al parecer, ya estabas despierta y reforzando los vínculos con mi madre. Ahora que sabía que estabas embarazada, los vínculos me asustaban. No sé por qué. Era un típico caso de paranoia. Tendría que haber recordado que debía confiar en ella.
Mi madre te había puesto a trabajar duro, mezclando la masa de las tortitas mientras ella freía el beicon en la sartén con un tenedor. Ambas parecíais felices, sin preocupaciones. Decidí unirme a la diversión, al menos por el momento. Sonreí y me senté a la mesa de la cocina.
—Me alegra ver que mi madre ya te está enseñando a adaptarte a la vida doméstica.
—Buenos días, Joseph —me dijo mi madre, que se volvió mientras yo te observaba. Estabas muy ocupada trabajando. Era la primera vez que te veía cocinar. Tenías un aspecto peligroso.
—Olvídate de la universidad, de trabajar, lo único que debes aprender a hacer en este mundo de hombres es a cocinar y a limpiar, ¿verdad, mamá?
Me fulminaste con la mirada. Mi madre se acercó hasta mí y me pegó con un trapo en el hombro.
—¿A qué hora os habéis despertado? —pregunté.
—Me he levantado pronto para ir a la tienda y asegurarme de que había comida para el desayuno. Cuando he llegado, Maria ya estaba levantada. Y ha tenido la amabilidad de ofrecerse a ayudarme a cocinar. —Mi madre llevaba un delantal. Parecía salida de un anuncio de las masas Bisquick de la década de los cincuenta.
Me acerqué a la sartén y cogí un trozo de beicon con las manos, con un gesto rápido para no quemarme con el chisporroteo de la grasa.
—¿No puedes esperar diez minutos? —exclamó mi madre mientras me llevaba una tira de beicon muy caliente a la boca.
—Podría esperar tres días —contesté—, pero preferiría no hacerlo.
Aún no habías abierto la boca.
—¿Te ha tratado bien mi madre? —Te pregunté al final, medio en broma.
—Ha sido muy buena —respondiste, en un tono más serio de lo que yo esperaba. Un tono que rozaba la tristeza. Quizá algún día me cuentes en qué pensabas.
Nos sentamos juntos a la mesa y desayunamos. Tal y como había sucedido durante la cena, mi madre apenas probó bocado y tú comiste el doble que yo. La conversación pasó de un tema intrascendente a otro; ninguno de los tres reveló sus secretos. Nos dedicamos a hablar sobre todo de los planes que teníamos para pasar el día. Le dije a mi madre que debíamos hacer unos recados y que luego pensaba llevarte a la cima de Rocky Point, un peñasco donde Jared, Michael y yo acostumbrábamos a acampar cuando éramos niños. Parecías muy emocionada ante la idea de ver directamente un lugar de mi infancia.
—¿Estás seguro de que es una buena idea? —terció mi madre—. Teniendo en cuenta… —E hizo una pausa. Una pausa atronadora, que hacía clara referencia al «estado de Maria». Sin embargo, al final mi madre acabó la frase con un—: Teniendo en cuenta cómo tienes la pierna.
—No nos pasará nada, mamá. El aire fresco y el ejercicio nos vendrán bien. —Puse una mano encima de la tuya, sobre la mesa. El simple hecho de tocarte me hacía sentirme bien.
No tardamos en terminar el desayuno. Poco después, subimos al coche y nos dirigimos a la ciudad. Dejamos nuestras cosas arriba porque sabíamos que íbamos a volver al cabo de unas horas. Mi madre se quedó sola en casa.
Lo primero que tuvimos que hacer fue comprar provisiones para cuando nos marcháramos de Nueva Jersey. Fuimos a un banco y saqué cuatrocientos dólares en el cajero, la cantidad máxima que podía sacar en un día. Era mi cuenta de gastos. Tenía la tarjeta bancaria y el número secreto, pero la cuenta no estaba a mi nombre y no tenía control alguno sobre ella. Eran los de la central los que se encargaban de gestionarla. Yo solo sacaba dinero, y siempre había. Nos decían que no derrocháramos, que si lo hacíamos nos cerrarían el grifo. Es lo único que sabía. Además de esa tarjeta, tenía cinco tarjetas más de crédito, cada una con un nombre distinto. Nunca me llegó ningún extracto de tarjetas de crédito. Iban directamente a la central. Tampoco había tenido ningún problema al usarlas. Las reglas eran las mismas que para la tarjeta bancaria: haz tu trabajo y no llames la atención. No podíamos llevar un tren de vida como el de James Bond. Allen se había asegurado de dejarlo muy claro, pero nunca teníamos que preocuparnos del dinero. Era algo que yo siempre había dado por supuesto, pero eso no iba a durar mucho más. Mi plan consistía en sacar cuatrocientos dólares cada tres días hasta que tuviéramos más de mil seiscientos en efectivo. Cargaríamos a las tarjetas de crédito las compras de todas las provisiones que fuéramos a necesitar durante la huida. Esperaba que todo ese gasto no despertara sospechas. A fin de cuentas, se suponía que estaba de vacaciones. Al cabo de dos semanas, lo tiraríamos y abandonaríamos todo. Se acabaría el vivir de las rentas porque mientras siguiéramos utilizando sus tarjetas, sabrían dónde estábamos. Mientras siguiéramos utilizando su dinero, no podríamos ser libres.
Después del banco, fuimos al supermercado. Compramos como si fuéramos a irnos de acampada: ningún alimento perecedero; muchas cosas que se pudieran preparar fácilmente; muchas cosas que pudiéramos comer sin cocinar; mucha agua embotellada. Compramos barras de cereales, cecina y fideos ramen. También compré vitaminas prenatales, suficientes para que duraran todo el embarazo. Ahora era el momento de gastar.
Llenamos casi todo el maletero con las provisiones del supermercado. Luego tomamos la carretera principal para ir a una tienda que vendía artículos de acampada. Compramos dos sacos de dormir, dos linternas, un kit de primeros auxilios y una tienda.
Las compras nos ocuparon el resto de la mañana y parte de la tarde. Sin embargo, quería enseñarte el lugar donde me había criado antes de que nos fuéramos para que vieras el mundo que conocí cuando aún era inocente. Quería que vieras lo mejor de mí. Aparqué el coche al final de una calle sin salida. Cruzamos el jardín trasero de una casa vieja y caminamos por el bosque durante un rato. Te pregunté varias veces si estabas bien, pero enseguida me di cuenta de que era mi pierna la que nos impedía avanzar más rápido y no tu estado. Rebosabas energía. Cruzamos un pequeño arroyo y empezamos la subida. Nada había cambiado. Era como si el bosque se hubiera mantenido inalterado con el paso del tiempo. Yo había cambiado. Mi mundo había cambiado. Pero el bosque no. Mientras nos adentrábamos en la espesura, los árboles eran más altos aunque cada vez más escasos. El bosque se abría, y solo algún que otro rayo de sol se filtraba por la bóveda forestal.
—Qué bonito es —dijiste mientras subíamos la cuesta, cada vez más empinada.
—Aún no has visto nada —añadí.
A cada paso que daba sentía una punzada en la pierna, pero valía la pena soportar el dolor. Después de recorrer en treinta minutos la distancia que antes solo me llevaba quince, llegamos a la base de la roca. Desde allí, se alzaba en vertical casi cincuenta metros. Estiraste el cuello y miraste hacia la cima, que sobresalía por encima de los árboles.
—Uau —exclamaste cuando llegamos a la roca, alargando la exclamación. Te acercaste al peñasco y lo tocaste para sentir su textura—. Es increíble. ¿Cuánto mide?
—Casi cincuenta metros. Cuando éramos pequeños lo escalábamos.
—¿De verdad? —preguntaste, sorprendida de no saberlo.
—Sí.
Recordaba la primera vez que lo había escalado como si fuera ayer. Jared había leído todos los libros y había hecho todo el trabajo de preparación, de modo que se ofreció a encargarse de la cuerda durante el primer ascenso. Michael y yo tuvimos que decidir quién subía primero. Me ofrecí voluntario para intentarlo. Michael no quería. «Es tu roca, Joe. Tú nos has traído hasta aquí. Sube tú primero». La primera vez tardamos más de dos horas. Subí lentamente, suspendido a treinta metros del suelo, aferrado a pequeños salientes. Jared y Michael no pararon de gritarme para darme ánimos. Aún faltaba más de un año para que cumpliéramos los dieciocho. El mundo todavía era un lugar simple.
—¿Cómo vamos a llegar a la cima? —preguntaste. Me lanzaste una mirada pícara que no había visto desde el fin de semana que nos conocimos.
—Hay un camino lateral. Es bastante empinado. ¿Crees que podrás?
—¿Crees que podrás impedírmelo, tullido?
Empezamos a subir. Notaba punzadas en la pierna. Tuviste que volverte un par de veces para darme la mano y ayudarme. Intenté no tirar demasiado fuerte por miedo a hacerte daño. Al final, llegamos arriba juntos. Desde la cima teníamos la sensación de que veíamos medio estado de Nueva Jersey extenderse a nuestros pies. Nos acercamos al borde y nos sentamos, con las piernas colgando a cincuenta metros de altura; las copas de los árboles apenas nos rozaban los pies. Te inclinaste hacia mí y me apoyaste la cabeza en el hombro.
—¿Cuándo empezaste a subir aquí?
—Cuando tenía siete años. Venía cuando quería evadirme. Tras la muerte de mi padre, empecé a hacerlo más a menudo. Venía en bicicleta desde la casa nueva. Cuando Michael, Jared y yo descubrimos la existencia de la Guerra, empezamos a venir los tres. Aquí solo éramos nosotros…, sin Guerra…, sin muerte.
—Suena bonito.
—Lo era.
Pasamos veinte minutos más observando el mundo, los coches pequeños como cajas de cerillas que recorrían las calles, la gente diminuta que correteaba por su jardín. Nos quedamos allí sentados, con tu cabeza apoyada en mi hombro, observando un mundo del que ya no formábamos parte. A medida que avanzó la tarde empezó a hacer frío y decidimos que debíamos irnos.
Llegamos a casa al atardecer. Cuando entramos fui a darle un abrazo a mi madre. Ella me lo devolvió, pero con cierta desgana. Algo iba mal, pero no hice caso de mi presentimiento. No quise enfrentarme a ello. Fuimos a la sala de estar. Te sentaste en el sofá y encendí la televisión. Me disculpé para ir al baño de arriba y echar un vistazo al agujero de la pierna. Entré en el baño y me quité los vaqueros. Me miré la pierna en el espejo de cuerpo entero de la pared. No había sangre ni pus. Parecía que estaba curando bien.
Llevaba unos cinco minutos en el baño cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —pregunté.
—Tu madre, Joseph. Tenemos que hablar.
—Espera un momento. Déjame ponerme los pantalones. —Me subí los tejanos y abrí la puerta. Mi madre me estaba esperando de pie, a menos de diez centímetros de la puerta. Tenía los ojos arrasados en lágrimas y le temblaba el labio superior. Todo se venía abajo. El tiempo se detuvo.
—Tiene diecisiete años —me dijo mi madre, con voz temblorosa.
La última vez que la había visto llorar fue cuando mataron a Jessica.
—¿Cómo lo sabes? —repliqué, intentando mantener la calma.
—Su pasaporte —respondió con frialdad.
—¿Has husmeado en sus cosas?
—He tenido que hacerlo. Sabía que algo no encajaba. Solo me preocupaba por ti. Tiene diecisiete años, Joseph. ¿Sabes lo que eso significa?
—Baja la voz, mamá. Está abajo.
—Está durmiendo. Está durmiendo en nuestro sofá. ¡Tiene diecisiete años, está embarazada y está durmiendo en nuestro sofá!
—No lo supe hasta que ya era demasiado tarde —le dije.
—¿Lo sabías? —Mi madre torció el gesto. Nunca la había visto así—. Es una cría. Te has acostado con esa pobre cría y ahora vas a arruinar su vida y la tuya.
—Es tan cría como yo.
—¡Entonces los dos sois unos críos, unos niños malcriados que estáis echando a perder vuestra vida!
—Escucha, mamá, no lo sabía —repetí.
—No puede tener el bebé. —Hablaba con amargura y frialdad.
—Va a tenerlo.
—¿Vas a permitírselo? —exclamó.
—Vamos a tenerlo juntos. Es lo que ambos queremos. —Estaba convencido de mis palabras.
—¿Y qué piensas hacer? ¡Ya conoces las reglas!
No respondí de inmediato. Quería que se calmara. Confiaba en que si yo mantenía la calma, ella también lo haría.
—Vamos a huir, mamá. Por eso hemos venido. Quería presentarte a la madre de tu nieto y luego despedirme. —Me entraron ganas de llorar, pero me prometí que, si mi madre no lloraba, yo tampoco lo haría.
—¿Estás seguro de que sabes lo que haces? Si huyes… —No pudo acabar la frase. Los labios no dejaban de temblarle—. Si huyes, renunciarás a todo. ¡Renunciarás a todo por lo que luchó tu padre, todo por lo que luchó tu abuelo! Renunciarás a tu futuro. ¡Renunciarás a todo por lo que has estado luchando! —Fue alzando la voz poco a poco.
—Y, exactamente, ¿por qué estamos luchando? —pregunté—. Dímelo.
Se quedó horrorizada. La miré a los ojos y no la reconocí.
—Lo siento, mamá, pero ya hemos tomado una decisión. —La dejé junto a la puerta del baño y salí al pasillo.
—Creo que no lo habéis pensado detenidamente, jovencito —me dijo mientras me alejaba de ella.
Me volví y le dirigí una mirada fulminante para que le quedara muy claro que habíamos pensado en ello con detenimiento y que no iba a impedírmelo.
—Tu padre estaría muy decepcionado contigo —me dijo mientras la miraba fijamente.
Fue como si me hubiera dado un bofetón.
Mantuve la calma y le dije sin alzar la voz:
—Me alegro de haber podido verte estos dos días. Maria y yo nos quedaremos una noche más. Dejaré que medites sobre esto durante la noche. Si mañana no has cambiado de opinión, nos iremos a primera hora. —Entonces bajé las escaleras. Quería estar cerca de ti. Sentía la irresistible necesidad de protegerte.
Cuando te despertaste, te propuse ir a cenar fuera. Te pareció extraño, pero aceptaste. Durante la cena comí despacio, sin embargo tú devoraste. Tal y como esperaba, cuando llegamos a casa mi madre estaba encerrada en su dormitorio, con las luces apagadas. No obstante, yo sabía que no estaba dormida.
Cuando subimos al piso de arriba, nos dimos un beso de buenas noches y te dirigiste a la antigua habitación de mi hermana.
—¿Maria? ¿Puedes hacerme un favor? —te pregunté mientras te alejabas.
—Claro, Joe. ¿Qué quieres? —preguntaste, algo confusa.
—Cierra la puerta con el pestillo.
—¿Por qué? —preguntaste, desconcertada.
—Por si acaso —contesté—. ¿Te importa dormir con el pestillo puesto?
—Me estás asustando. ¿Ha pasado algo?
—Por favor, Maria. Cierra la puerta con pestillo. Estoy seguro de que no pasará nada.
—De acuerdo —dijiste, y preferiste no preguntar nada más por miedo.
Me fui a mi habitación y me eché en la cama. Durante gran parte del tiempo me quedé tumbado sin hacer nada. Miles de pensamientos se agolpaban en mi cabeza, pero ninguno era coherente. No hacía más que oír voces. «¿Y qué piensas hacer? ¡Ya sabes las reglas, jovencito! O son ellos los malos, o lo somos nosotros. Pero ¿por qué luchas? Estoy embarazada, Joe. ¿Quién coño te crees que eres? ¿Crees que eres alguien? No eres nadie. Lo sabían. No puede tener el bebé. Buenos y malos. Policías y ladrones. Vaqueros e indios. Todo son cuentos de niños, Joe. He venido a matarte. Mataron a mi hija, Joe. Mataron a mi mujer y a mi hija. Tu padre estaría muy decepcionado contigo. No me he preparado para luchar, Joe. Me he preparado para morir. Tiene diecisiete años. Tengo diecisiete años». Entonces oí unos lloros, que interrumpieron las voces. Al principio creí que era otro sonido atrapado en mi cabeza. Una voz más, que no podía pronunciar bien las palabras. Pero como los lloros no cesaron, volví a recuperar la conciencia. Había alguien que lloraba de verdad. No eran imaginaciones mías, era real.
Salté de la cama y me precipité hacia la puerta. Lo primero que se me ocurrió fue que mi madre había entrado en tu habitación, que te había hecho algo. No se me ocurría qué podía haberte hecho. Pensé que quizá te había despertado. Quizá te estaba echando un sermón porque me habías arruinado la vida. Me arrepentí de no habértelo contado todo. Debería haberte dicho que mi madre lo sabía y debería haberte contado su reacción.
Las luces de la sala de estar estaban encendidas. Bajé las escaleras. Mi madre estaba sentada en el sofá sollozando, con el teléfono inalámbrico en el regazo.
—¿Qué pasa, mamá? —pregunté. Habría supuesto lo peor si pudiera haber imaginado qué era lo peor.
Mi madre se limitó a negar con la cabeza. No lograba inspirar suficiente aire entre sollozo y sollozo para hablar.
—¿Qué ha pasado?
Al final, se calmó un poco y pudo pronunciar unas palabras.
—Lo siento, Joseph —fue lo único que pudo decir antes de volver a sollozar.
—¿Qué es lo que sientes? —Dirigí la mirada del rostro lloroso de mi madre al teléfono que tenía en la mano—. ¿Qué has hecho?
Dejó de llorar. Fue como si de repente la hubiera poseído una persona completamente distinta.
—He hecho lo que debía hacer —dijo, intentando hablar con voz firme.
—¿Qué has hecho, mamá? —pregunté de nuevo, suplicándoselo.
—Se lo he dicho. —Levantó el teléfono—. He hecho lo que tú ya deberías haber hecho. He hecho lo que tu debilidad te ha impedido hacer. Se lo he dicho. He hecho lo que debía.
—¡Te das cuenta de lo que significa eso! —le grité.
Se volvió y apartó la mirada.
—¡Vendrán a buscarnos a Maria, a nuestro hijo y a mí!
—He hecho lo que debía, Joseph —insistió. No estaba dispuesta a mirarme de nuevo.
—¿Que has hecho lo que debías? ¡Ese bebé es tu nieto!
—¡No digas eso! —replicó a gritos, señalándome con un dedo pero incapaz de mirarme a los ojos.
—¡Ese bebé es tu nieto! —repetí, más fuerte para que las palabras resonaran en sus oídos mucho tiempo después de que nos hubiéramos ido—. ¡Tu nieto!
Al final, se volvió hacia mí. Tenía los ojos hinchados y rojos.
—Ese bebé no es nada de lo que dices. No es mi nieto. ¡Ese bebé es uno de ellos!
Miré a mi madre a los ojos. La mujer a la que conocía había desaparecido.
Ya había malgastado suficiente tiempo. Me volví, subí corriendo las escaleras y empecé a llamar a tu puerta con el puño.
—¡Maria! ¡Maria! ¡Despiértate! ¡Recoge tus cosas! ¡Tenemos que irnos! ¡Tenemos que irnos ahora!
Era el segundo simulacro de incendio al que te sometía en los últimos tres días. Y no iba a ser el último. Abriste la puerta.
—Recoge tus cosas. Tenemos que irnos ahora —te dije, bajando la voz.
Te limitaste a asentir con la cabeza. Estabas lista para huir. Poco a poco te ibas acostumbrando a ello. Empezaste a preparar la bolsa. Fui corriendo a mi habitación y metí todo lo que tenía en mi bolsa; todo salvo la pistola. La saqué de la bolsa y me la guardé en la parte de atrás de los pantalones.
Cuando llegamos abajo, mi madre seguía sentada en el sofá, agarrando el teléfono. Se le marcaban los tendones de la mano como si fuera a morirse si soltaba el aparato. Alzó vista cuando bajamos las escaleras. La miré a los ojos por última vez. Volvía a ser mi madre. Fuera cual fuese la criatura que la había poseído, ya se había ido. Era una pena que fuese demasiado tarde. Iban a enviar a alguien a buscarnos. Teníamos que irnos.
Nos dirigimos a la puerta. Estuviste a punto de volverte para decirle algo a mi madre, pero te di un empujón suave en el hombro para que siguieras caminando. Entendiste la indirecta y no te paraste. No me preguntaste qué había sucedido. Supuse que lo habías imaginado. Cuando estaba a punto de salir por la puerta, mi madre se levantó del sofá. Las lágrimas le corrían por la cara.
—Te quiero, mamá. Siempre te querré —dije, antes de salir por la puerta de la cocina.
Ella asintió. Tiramos las bolsas en el asiento trasero del coche y nos sentamos delante. Encendí el motor y salimos derrapando. Mientras nos alejábamos miré por última vez a la vieja casa. Mi madre estaba de pie junto a la ventana, llorando, con una mano levantada por encima del hombro. Nos estaba diciendo adiós.