11

En esta ocasión no me asignaron un piso franco. Consideraron que la misión era demasiado peligrosa, sobre todo después de que la fastidiara la última vez. Debería haberme sentido insultado, pero me lo tomé como una bendición. Desde lo sucedido en Naples, los pisos francos se habían convertido en una carga. Me pasaría el día observando a mis anfitriones, preguntándome por qué no se involucraban de forma directa en la Guerra si tanto les emocionaba. Quizá así verían las cosas de un modo distinto. No es fácil sujetar un pompón en una mano y una pistola en la otra.

En lugar de un piso franco, me dieron una identidad nueva y me dijeron que me alojara en un hotel. Cuando llegué a Montreal decidí que el hotel podía esperar. Creían que estaba en la ciudad para hacer un trabajo; solo yo sabía el verdadero motivo que me había llevado allí. Fui directamente a tu apartamento. Dejé el coche de alquiler mal aparcado, en la esquina de la manzana donde vivías. ¿Qué demonios me importaba? No era mi coche. No era mi dinero el que iba a gastar para pagar las multas de aparcamiento. Y el coche ni tan siquiera estaba a mi nombre. En cuanto aparqué me dirigí a tu edificio. El corazón me latía tan acelerado que notaba el pulso en las venas. Llegué a tu puerta y apreté el botón del interfono. No iba a parar hasta que alguien me dejara entrar. Por extraño que parezca, el zumbido del interfono tuvo un efecto tranquilizador. Entonces oí tu voz.

—¿Sí?

Fue como música.

—Maria, soy yo —dije, aunque en realidad fue un susurro ya que no pude llenar los pulmones de aire.

No dijiste nada. Te limitaste a apretar el botón y a dejarme entrar. Oí la cerradura de tu puerta y empecé a subir las escaleras. Todo lo que había hecho durante el último mes, todo por lo que había pasado me vino a la cabeza mientras subía el primer tramo de escalones. Me sentía mareado y aturdido. Me dije a mí mismo que después de este instante no existía el futuro. No existía el pasado antes de él. Este momento era la vida. Tú, de pie tras la puerta, esperándome. Yo, subiendo los escalones hacia ti. Todo había valido la pena para poder vivir este momento. Intenté olvidar mi promesa de contártelo todo. Ya no importaba. Tan solo intenté recordar tu rostro, tus labios. Cuando subí los tres tramos de escaleras levanté los nudillos para llamar a tu puerta. Abriste antes de que pudiera tocar la superficie. Debías de haber estado esperándome, escuchando mis pasos.

Abriste la puerta. Llevabas una falda y un jersey negro. Era la primera vez que te veía con falda. Tenías un aspecto muy femenino. Embelesado, te admiré durante unos segundos. Mis ojos recorrieron tu cuerpo y se recrearon en las piernas. No pude evitar detenerme ahí, en tu piel desnuda. Entré en el piso. Levanté la mirada y por fin te miré a la cara. Te habías recogido tu pelo alborotado en una coleta, pero varios mechones rebeldes colgaban a ambos lados y te enmarcaban el rostro. Parecías algo nerviosa.

—Hola, Maria —dije.

Aún no había recuperado el aliento. A duras penas pude pronunciar esas palabras. Me agarraste del cuello de la camisa y tiraste de mí. Nos besamos. Tú lo hiciste con los ojos abiertos. Te imité y te miré a los ojos, infinitos, sin fondo, mientras nos besábamos.

—Hola, Joe —dijiste cuando nos separamos un instante.

Entonces, cerré los ojos, te agarré con fuerza y te besé más apasionadamente. Sentía cómo fruncías los labios mientras te devoraba. Me pusiste una mano en el pecho y me apartaste, pero solo unos centímetros, dejando el espacio suficiente para agacharte. Empezaste a desabrocharme el cinturón. Estiré el brazo hacia atrás y cerré la puerta. Entonces, de repente, te agachaste un poco más y abriste las piernas, lo justo para que viera tu ropa interior negra mientras la falda trepaba por tus muslos. Me levantaste la camisa y empezaste a besarme en el estómago. Deslizaste la lengua con dulzura por mi abdomen. Y me desabotonaste el pantalón.

—¿Y tu compañera de piso? —susurré, y me arrepentí en el acto de la pregunta.

—Está fuera. —Tus ojos azules me miraron con picardía.

Gracias a Dios, pensé, y volví a creer en Dios por primera vez desde que era niño. Me quitaste el cinturón y lo tiraste por encima del hombro. Me bajaste la cremallera y tiraste con fuerza de los pantalones y los bóxer. Volví a mirarte pero en lugar de recrearme en las braguitas oscuras que me ofreciste al abrir las piernas, observé tus ojos cuando te llevaste a la boca mi miembro erecto. No tuve fuerza de voluntad para detenerte. Me sentía culpable. Creía que debería haber impedido que continuaras para decirte que toda mi vida era una mentira, pero me sentía impotente mientras sentía el roce de tus labios. Empezaste a lamerme. Ahora sé qué pretendías. Estabas ejerciendo tu poder sobre mí. Estabas asegurándote de que no volviera a dejarte nunca más. Estabas utilizando todas las herramientas a tu alcance para lograr el objetivo. Pero era innecesario. Ya era tuyo. Lo había sido desde el primer momento que te vi. Nada cambiaría eso. Me había prometido a mí mismo que no te dejaría nunca más. No te obligaría a pasar por eso de nuevo. No me obligaría a pasar por eso de nuevo.

—Para —te supliqué, sin acabar de creer las palabras que había pronunciado. Si no te hubiera detenido, todo habría acabado muy pronto.

—No me importa seguir —contestaste, mirándome.

Me sentía culpable. No me lo me merecía. Después de lo que había hecho, no me lo merecía.

—Quiero que pares —dije, te levanté y besé tus labios húmedos.

Entonces te rodeé los hombros con un brazo, lo deslicé hacia abajo, con el otro brazo te agarré por detrás de las rodillas, te levanté y te llevé al dormitorio sin dejar de mecerte. Estaba decidido a recuperar el control, pero tu determinación por conquistarme era aún más firme. Caímos en la cama. Intenté ponerme encima de ti. Intenté deslizarme por debajo de tus piernas, pero fuiste más lista. Te sentaste a horcajadas encima de mí y empezaste a moverte. Con las prisas no te habías quitado las braguitas, y tan solo las apartaste a un lado cuando nos molestaron. Me pusiste las manos en el pecho, y con los brazos acercaste los pezones a mi boca. Te cogí los pechos con las manos. Mi lengua se deslizó por tus pezones. Diste un grito ahogado. Entonces me obligaste a apoyar la cabeza en la cama. Te movías arriba y abajo, sin dejar de mirarme a los ojos a medida que incrementabas el ritmo. Mis ojos recorrieron todo tu cuerpo. Intenté mirarte a los ojos y, sin embargo, no podía apartar la mirada de tu piel. Pálida pero inmaculada. Se aceleró tu respiración. Te echaste hacia atrás, arqueando la espalda, y te apoyaste con una mano para no perder el equilibrio. Ahí estabas, en todo tu esplendor, desnuda ante mí. Si tu plan era reclamar tu propiedad sobre mí, si tu plan era marcarme con un hierro candente para que fuera siempre tuyo, habría funcionado, de no ser porque ya lo habías hecho antes. Entonces acabó todo, mis espasmos desencadenaron los tuyos y nos abrazamos. Caíste encima de mí. Nuestros cuerpos relucían por el sudor.

Permanecimos en silencio. Te abracé con más fuerza, tu cuerpo desnudo contra el mío, y me pregunté si iba a ser esa la última vez que me quisieras. A cada instante estaba más convencido de que cuando te contara mis secretos huirías. Permaneciste inmóvil; tenías miedo de que cuando me contaras tu secreto fuera yo el que huyera de ti. Al final, nuestros secretos no nos separaron. Nos unieron aún más.

Esa noche ninguno de los dos reunió el valor necesario para hablar. Fingimos que todo era normal. Nos levantamos de la cama para comer. Al final nos agotamos mutuamente. Fuiste la primera en dormirte. Sentía los latidos de tu corazón sobre mi piel. A tu lado, sintiendo el calor de tu cuerpo en contacto con el mío, cerré los ojos y también me dormí.

A la mañana siguiente recuerdo que me desperté con los ojos aún cerrados. Permanecí acostado durante unos minutos. No quería levantarme. No quería que llegara la mañana, porque con ella llegaría el momento de saldar las deudas pendientes, de revelar las verdades secretas. Te oía a mi lado. Estabas despierta. Entreabrí los párpados y te miré. Estabas sentada en la cama, envuelta con las sábanas para no tener frío. Vi el miedo reflejado en tu rostro: miedo y determinación. Abrí los ojos lentamente.

No perdiste ni un segundo.

—Tenemos que hablar —me dijiste en cuanto viste que estaba despierto.

Parecías nerviosa. Vi que tus ojos saltaban de mi cara al techo.

—Lo sé —admití—. Te prometí que te lo contaría todo. —No sabía qué decir, de modo que me quedé callado. Se hizo el silencio.

—¿Pero? —añadiste.

—Pero nada —contesté—. Si de verdad quieres saberlo, entonces te lo contaré. —Me quedé paralizado de nuevo.

—Claro que quiero saberlo. Desapareces durante varias semanas. Apenas me llamas. No me dices en qué andas metido. Hasta te cuesta decirme dónde estás. Cuando llamas, lo haces en mitad de la noche. Tengo que saberlo, Joe.

Estabas al borde de las lágrimas. Vi la angustia reflejada en tu mirada. Era tangible. No sabía por dónde empezar. Pensé en todas las clases a las que había asistido. Pensé en el modo en que los de Inteligencia mostraban esas fotografías a los chicos. Primero les mostraban imágenes de sus enemigos. Luego les mostraban fotografías de los cuerpos, cuerpos y más cuerpos. Para acabar les mostraban imágenes de sus aliados. Tenían un sistema. Y ese sistema funcionaba. Pero tú eras distinta. Todos esos niños de las clases, todos y cada uno de ellos, habían crecido y habían aprendido a vivir con una sensación de recelo y desconfianza. El mundo que los rodeaba carecía de sentido hasta que alguien les mostraba las fotografías y les daba las explicaciones necesarias. Para ellos, la Guerra hacía que todo lo demás tuviera más sentido. Sin embargo, tu mundo ya tenía sentido. Lo único que no encajaba era yo.

—¿De qué tienes miedo? —me preguntaste.

De muchas cosas, pensé.

—Tengo miedo de que no me creas —decidí decirte al final.

Querías ayudarme. Querías creerme. Siempre he oído decir que los monstruos dan más miedo cuando no los ves. Que el monstruo que imaginas es más aterrador que la verdad. ¿Qué sucede cuando ese no es el caso? ¿Qué sucede cuando el monstruo es más horrible de lo que imaginabas?

—¿Y si prometo creerte? —preguntaste, como si tal promesa fuera posible.

—Me temo que eso podría ser peor —contesté. Tenía la boca seca. Intenté mirarte para armarme de valor, pero aquello no hizo sino empeorarlo todo. Esta Guerra me había arrebatado muchas cosas. Y no quería perderte a ti también.

—Tienes que decírmelo —exigiste, mientras las lágrimas empezaban a brotar de tus ojos.

—Lo sé —respondí. Me había quedado sin excusas. El resto de mi vida dependía de ese momento. Lo único que podía hacer era lanzarme al vacío. Y salté—. Todo lo que estoy a punto de decirte te parecerá absurdo.

Abriste la boca para hablar, para darme confianza, para hacerme más promesas que no podías hacer. Levanté la mano para detenerte antes de que empezaras.

—Todo lo que estoy a punto de decirte te parecerá absurdo. Creo que a estas alturas confías en mí, de modo que no creo que pienses que miento. Sin embargo, es probable que pienses que estoy loco. —Te miré y vi que me observabas fijamente con una mirada incrédula—. En primer lugar, te prometo que no estoy loco. Aunque, cuando haya acabado, desearás que lo esté. —Seguí mirándote para intentar adivinar tus reacciones. Ese era el modo en que pensaba navegar por esas aguas.

Unas arrugas te surcaron la frente. Te asaltaron las primeras dudas, tal vez no querías saber la verdad, pero ya era demasiado tarde. No había vuelta atrás. Sin embargo, esas dudas eran un buen comienzo. Dudas eran lo que tenían esos chicos que asistían a las charlas. Dudaban que el mundo tuviera sentido. Dudaban de casi todo. Los más fuertes dudaban de todo salvo de sí mismos. Había que hacer que se derrumbaran para ayudarlos a levantarse de nuevo. Todo habría sido mucho más fácil con la ayuda de las malditas diapositivas.

Duda, luego la muerte. El siguiente paso era cuando el tipo de Inteligencia les pedía que alzaran la mano aquellos que tenían algún familiar cercano que había muerto asesinado. Inevitablemente, más de la mitad levantaban la mano. A ti, sin embargo, debo contarte mi relación con la muerte.

—Sé que te parecerá raro —empecé—, pero tengo que explicarte algo de mi familia.

Primero te hablé de mi madre; de esa mujer dulce e ingenua que vivía sola en su casa de Nueva Jersey. Sonreíste cuando la describí. Tu sonrisa me lo puso todo más difícil, pero logré seguir adelante.

—Ella es toda la familia que tengo. Todo lo que me queda. —Esperé un momento para que asimilaras la información—. Los demás miembros, mis abuelos, mi tía, mis tíos, mi hermana, todos ellos han muerto.

Tu piel pálida se puso aún más blanca.

—Fueron asesinados. No fue un asesinato múltiple. Los mataron por separado. Y de forma deliberada.

Tu miedo dio paso a la confusión.

—¿Por qué?

—Ahí es adonde voy —respondí, pero antes de hacerlo tenía que arrastrarte a la muerte. Tenía que explicarte el cómo antes del porqué. Tenía que mostrarte los detalles, como las horripilantes diapositivas que les enseñábamos a esos chicos en su primera clase.

»Mi padre fue asesinado cuando yo tenía ocho años. Un día no volvió a casa del trabajo. Me dijeron que había muerto en un accidente de tráfico. Supongo que técnicamente fue cierto. No conocí los detalles hasta que cumplí los dieciocho años. La verdad era que otro conductor lo echó de la carretera a propósito. Esperaron a un día en que conducía por una carretera sinuosa que bordeaba un gran barranco. Se acercaron por detrás, lo embistieron y se despeñó. Para mí, una noche estaba ahí, y a la siguiente ya no. Así fue como empezó. Yo solo había conocido a uno de mis abuelos, de modo que mi padre supuso el principio de todo. —Entonces te hablé de mi tío. Te conté la misma historia que cuento en las clases, con la diferencia de que en tu caso omití la segunda mitad, la parte en la que explico qué le hice al hombre que mató a mi tío. Esa parte podía esperar. Luego te hablé de mi hermana.

»Mi hermana era cinco años mayor que yo. Siempre había estado a mi lado. Siempre me había protegido. Mi madre, a pesar de todas sus virtudes, nunca ha sido la mujer más fuerte del mundo. De modo que cuando murió mi padre, mi hermana asumió su papel. Me enseñó a ser fuerte. La quería muchísimo. Cuando yo tenía catorce años, mi madre aún no me dejaba quedarme solo en casa de noche. Nunca entendí por qué. Resultaba bastante embarazoso. Había muchos niños de la escuela que podían quedarse solos en casa. Mi madre era una paranoica. Son las secuelas de este tipo de vida. Sin embargo, un sábado por la noche unas amigas la invitaron a jugar al bridge. Ese año mi hermana había empezado a ir a la universidad, a Rutgers. Mi madre le preguntó si podía venir a casa a cuidar de mí y pasar la noche. Mi hermana dijo que sí, por supuesto. Habría hecho lo que fuera por mí. De modo que pedimos una pizza y vimos una película.

»Llegaron a las once. Lo recuerdo. Yo miraba el reloj cuando de repente vi un reflejo en el televisor. Estaba al otro lado de la mosquitera, mirándonos. Quise gritar, pero el miedo me dejó paralizado. No fue necesario chillar. Antes de que mi hermana viera a los hombres que rondaban por fuera, vio el miedo en mis ojos. Eran tres, pero a mí me pareció que eran cien. Rodearon la casa. Mi hermana me agarró de la mano y salimos corriendo, pero había un hombre detrás de cada puerta. Como no sabíamos qué hacer, nos dirigimos a la puerta trasera. Mi hermana la abrió. Uno de los hombres esperaba fuera. No recuerdo el aspecto de ninguno de ellos. En mi memoria solo son gigantes envueltos por las sombras. Jessica se abalanzó sobre uno de ellos, que la agarró. Mi hermana empezó a gritar: «Corre, Joe, corre». De modo que corrí. No miré atrás. Oí gritar a Jessica cuando el hombre la metió de nuevo en casa, pero no miré. Pasé la noche escondido en el bosque. Recuerdo que no paré de temblar, pero no sé si fue de frío o por otro motivo. No volví a casa hasta la mañana siguiente. Al llegar, mi madre estaba allí. Mi hermana había desaparecido. Murió porque había aceptado hacerme de canguro. Mi madre debería haberlo sabido. A mí no podían matarme.

—¿Por qué no? —preguntaste.

—Porque no había cumplido los dieciocho años.

—No lo entiendo.

—Lo sé. —¿Cómo ibas a entenderlo?—. Te lo explicaré. —Diapositivas del enemigo, en todas las clases a las que había asistido, eso era lo que iba a continuación. Les hablábamos de la muerte y luego les mostrábamos a los asesinos—. Hay un grupo de gente que quiere matarme, a mí, a mi familia y a mis amigos.

Se te demudó el rostro. Esta vez, después de que la confusión se convirtiera en miedo, el miedo se transformó en incredulidad.

—¿Por qué? —preguntaste.

Solo tenía una respuesta, aunque ni yo mismo me la creía a pie juntillas.

—Porque son malvados —respondí. Nada de otras historias. Nada de la historia sobre la rebelión de esclavos. Nada de la historia sobre los cinco ejércitos. Nada de los tratados de paz rotos. Tenía que convencerte de que el enemigo era malvado para que no me abandonaras cuando te contara todo lo que había hecho.

Reaccionaste con la incredulidad pertinente.

—¿Me estás diciendo que ahí fuera hay un grupo de esa gente malvada que está asesinando a tu familia y a tus amigos y nadie se da cuenta?

—Hay mucha gente que se da cuenta —respondí—. Pero lo tapan todo. Y no solo son mi familia y amigos. Va más allá. Va mucho más allá. ¿Sabes cuántas muertes se atribuyen a accidentes en Estados Unidos cada año?

Negaste con la cabeza.

—Más de cien mil. —Sabía las cifras. Todos las sabíamos—. La gente no es tan propensa a tener accidentes. La mayoría de esas muertes no son accidentes.

—¿Qué me estás contando? —preguntaste. No estabas segura de si me creías o no.

—Es una guerra —respondí.

Ahora lo entendiste. Por primera vez lo entendiste. Lo vi en tus ojos.

—¿Y tú qué haces?

—Lucho contra ellos.

—¿A qué te refieres cuando dices que luchas contra ellos? —preguntaste.

—Los busco, los encuentro y me aseguro de que no puedan volver a matar. Me aseguro de que no puedan volver a hacer lo que le hicieron a mi hermana.

—¿Los matas? —Tu cara había perdido todo el color.

—Cuando es necesario —respondí.

—¿Y sucede con frecuencia?

No quería responder a esa pregunta, pero te lo había prometido.

—Sí, muy a menudo. Es una guerra, Maria.

—¿Hay más?

No pude reprimir una risita al oír la pregunta. Solo la habrías planteado si hubieras creído que quizá estaba loco, que era una especie de superhéroe solitario y loco que luchaba contra un enemigo imaginario.

—Miles de personas más —respondí. No tenía ni idea de la cifra exacta. ¿Cientos? ¿Miles? ¿Cientos de miles? Nunca me lo habían dicho, aunque quizá Jared lo supiera.

—Pero ¿por qué luchas? —preguntaste. En ese momento apenas podías hablar.

—Por mi hermana —respondí, con la esperanza de que, después de todo lo que te había contado, sintieras algo de empatía.

—Vale, tú luchas por ese motivo. Pero ¿y los demás?

Era la primera vez que me planteaban esa pregunta.

—Porque todo el mundo tiene una historia como esa, Maria. Mi amigo Jared fue testigo de cómo estrangularon a su hermano. Mi amigo Michael nunca conoció a sus padres. Lo crió una de sus tías. Todo el mundo tiene un motivo para luchar.

—Pero no tiene sentido. Todo esto tiene que haber empezado por algún motivo. Tienes que luchar por algo. ¿Poder? ¿Territorio? ¿Dinero? Algo. —Tus ojos reflejaban compasión.

Detrás del miedo se ocultaba la compasión, lo que me hizo enfadar porque me sentí como un estúpido. Entonces se me pasó por la cabeza la posibilidad de contarte las historias, de hablarte de la rebelión de los esclavos y de que nos sublevamos para que el resto del mundo fuera libre. Pensé en contarte cómo se rompieron los tratados de paz, pero supe que no supondría ninguna diferencia. Aunque esas historias fueran ciertas, no te concernían. Es algo que no se puede entender hasta que tienes tu propio motivo para luchar. Todos queremos conocer la historia. Todos queremos saber que somos los buenos. Pero la historia no lo soluciona todo. De modo que te di la mejor respuesta que me vino a la cabeza.

—Supervivencia —fue lo único que se me ocurrió.

—Eso no tiene sentido —dijiste con los ojos arrasados en lágrimas.

—No lo entiendes —repliqué—. No asesinaron a tu familia. ¿Cómo ibas a entenderlo?

Rompiste a llorar.

—No puedes librar una guerra por la supervivencia, Joe. No tiene ningún sentido. Si el objetivo de ambos es sobrevivir, lo único que tenéis que hacer es dejar de luchar.

—Ojalá fuera tan fácil.

—Entonces, ¿cuándo parará? —preguntaste. Sabías la respuesta sin que yo tuviera que decir nada. Las lágrimas te corrían por las mejillas—. ¿Acabará alguna vez esto?

No te respondí. Empezaba a cansarme de responder a preguntas para las que no tenía respuesta.

—¿Cuántas? —preguntaste. El torrente de lágrimas comenzó a disminuir. Querías saber a cuánta gente había matado.

Tampoco iba a responder esa pregunta.

—A tantas personas como ha sido necesario —respondí.

—¿Cuántas? —insististe con denuedo.

Me limité a negar con la cabeza. Te diste cuenta de que no ibas a obtener más información.

—¿Qué se supone que debo hacer? —Me miraste. Tus ojos azules parecían dos lunas.

—Confía en mí —te supliqué, y me arrodillé ante ti—. Soy una buena persona, Maria. Confía en mí. —Al pronunciar esas palabras supe que no tenías ningún motivo para confiar en mí. De no haber sido por tus propios secretos, estoy convencido de que habrías huido. Y no te habría culpado por ello.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntaste.

—Si te quedas conmigo, te conviertes en parte de esto. Hay ciertas reglas que te protegerán, al menos al principio.

—¿Reglas?

—Sí. —Me di cuenta de inmediato de lo ridículo de todo aquello—. ¿Recuerdas que te he dicho que no pudieron matarme cuando asesinaron a mi hermana porque no había cumplido los dieciocho? Pues esa es una de las reglas. —Entonces no me percaté de lo importante que iban a ser las reglas—. Otra regla es que no se puede matar a transeúntes inocentes. De modo que no pueden tocarte, a menos que nos convirtamos en una familia. Si eso sucede, te protegeré. —Debería haberte dicho que huyeras. Debería haberte suplicado que te mantuvieras tan alejada de mí como fuera posible. Si hubiera sido valiente, te habría dejado yo a ti. En lugar de eso, murmuré—: No puedo pedirte que te quedes. Lo único que puedo hacer es prometerte que haré todo lo que esté en mis manos para protegerte.

Hubo un silencio largo y doloroso. Me dolía todo el cuerpo. Te tocaba hablar a ti. Tomaste mis manos entre las tuyas. Les diste la vuelta para poder verme las palmas.

—Matas a gente. Matas a gente con estas manos.

Ahora fui yo el que lloró. Apoyé la cara en tu hombro y lloré.

Debiste de pensar que lo mejor era dejarme. Y habría sido una locura que no lo hubieras hecho. Sin embargo, me di cuenta de que el objetivo de tus preguntas no era que me derrumbara. Tan solo intentabas formarte una idea general de la situación. ¿Vas a quedarte con un hombre que es un asesino o vas a abandonarlo? Al final dejé de llorar.

—¿Confías en mí? —pregunté, haciendo acopio de todas las fuerzas que me quedaban.

—Creo que no tengo otra opción —respondiste.

Ahora era yo el que estaba confuso.

—¿A qué te refieres?

—Estoy embarazada.

Al final son nuestros secretos los que nos unen.

—¿Qué? —Me levanté sorprendido.

—Estoy embarazada, Joe.

—¿Cómo? —No encontraba las palabras.

—Ya sabes cómo —me espetaste.

No estaba reaccionando como tú deseabas. Acababa de decirte que me dedicaba a matar a gente y ahora tú me decías que ibas a dar a luz a una criatura, y yo me estaba comportando como un imbécil.

—¿Y qué pasa con los métodos anticonceptivos?

—¿Qué pasa, Joe? Quizá no sea el mejor momento para mencionar el tema por primera vez. —Cada vez parecías más furiosa.

—Estás en la universidad. ¿Qué tipo de universitaria no toma la píldora? —Fue un comentario estúpido, pero sin él no me habría dado cuenta del lío en el que nos habíamos metido.

—Sí, voy a la universidad, pero no tomo la píldora.

—¿Por qué no?

—Porque tengo diecisiete años —contestaste.

Los pensamientos se me agolpaban en la cabeza. ¿Diecisiete? ¿Cómo podías tener diecisiete años? Empecé a hacer cálculos. Diecisiete más nueve meses. ¿Cuánto era diecisiete más nueve meses?

—Pero me dijiste que estabas en segundo.

—Así es, te dije que estaba en segundo. Es lo único que me preguntaste. Nunca mostraste interés por saber mi edad. Acabé el instituto antes de tiempo. Siempre he ido avanzada con respecto a los chicos de mi edad. —Ahora gritabas—. Tenía diecisiete años, estaba en la universidad y me sentía sola, entonces te conocí. Siempre he sido distinta. Era distinta de mis compañeros de clase del instituto. Era distinta de mis compañeros de clase de la universidad. Entonces te conocí y tú también eras distinto. Nuestra unión también nos hacía distintos. —Ahora me suplicabas.

Lo único que yo quería era hacer los cálculos mentalmente. Diecisiete más nueve meses, ¿cuánto era diecisiete más nueve meses?

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—¿Y eso qué importa? —Habías pasado de estar furiosa por mi reacción a sentirte confusa.

Te miré. Mi mirada debió de asustarte porque parpadeaste.

—¿Cuándo cumples años? —insistí.

—Cumplí los diecisiete hace dos meses.

Dos meses. ¿Qué significaba eso? La cabeza me iba muy rápido.

—¿De cuánto estás? —Era una pregunta estúpida. No podía pensar con lucidez.

—¿Tú qué crees? —replicaste.

Fue hace un mes. Até cabos. Hacía un mes que habíamos pasado el fin de semana juntos. Ibas a dar a luz dentro de ocho meses. Faltarían dos para que cumplieras dieciocho años. No había forma de salvarlo. Era imposible retrasar el parto dos meses. Me quedé paralizado.

—¿Joe? —gritaste para llamar mi atención mientras yo miraba al vacío.

Te miré. Parecía que estabas a punto de romper a llorar de nuevo.

—¿Eres feliz?

Aún no podía responder a tu pregunta.

—¿Sabes qué vas a hacer?

—¿A qué te refieres?

Debería haber tenido más tacto, pero creía que no había tiempo para andarse con rodeos.

—¿Vas a tenerlo?

Te echaste a llorar. Tus lágrimas dejaron muy claro que iba a ser padre. Iba a ser el padre del hijo de una mujer de menos de dieciocho años. Mi hijo iba a ser mi enemigo. Eso era lo que decían las reglas.

Me acerqué a ti para intentar abrazarte, intentar consolarte para poder explicarte mi reacción. Intenté estrecharte entre mis brazos, pero me diste un bofetón que me dolió. Sin embargo, no había tiempo para el dolor. Te agarré a pesar de tu forcejeo hasta que logré apretar tu cuerpo contra el mío.

—Lo siento. Lo siento. Lo siento —dije como si fuera una oración.

Esas palabras eran un mantra. Las repetí hasta que dejaste de forcejear y permitiste que te abrazara sin resistirte. El secreto que acababa de revelarte empezaba a desvanecerse, pero no podía permitirlo. No podía permitir que te olvidaras de la Guerra, del papel que desempeñaba yo en ella. No podía permitir que olvidaras nada de eso porque aún debía contarte algo más. Me habías preguntado por qué luchaba. No podía responderte, no de un modo que te permitiera entenderlo. Pero ahora había un nuevo motivo para luchar.

—Claro que soy feliz —te dije para intentar calmarte—, pero eres una cría. Solo tienes diecisiete años. ¿Estás segura de lo que haces?

—¿Una cría? Vete a la mierda. Hasta ahora no me has tratado como a una cría. Anoche no me trataste como a una cría. Quizá no has elegido un buen momento para empezar a tratarme como a una puta cría.

Diecisiete años. Joder. Te miré. Tenías razón. Si uno de los dos actuaba como un crío, ese era yo.

—Perdóname —supliqué—. Perdóname por haberte llamado cría. Perdóname por mi reacción. Perdóname por todo. Estaba sorprendido. Me has cogido con la guardia baja.

Te echaste a llorar en mi camisa, que se empapó y se me pegó a la piel. Decidí que iba a decirte lo que creía que querías que te dijera.

—Estoy contento de que vayamos a tener un hijo. Soy muy feliz. —Aún estaba demasiado aturdido para ser convincente. Lo sabía. Sin embargo, tenías tantas ganas de creerme que no dudaste—. Quiero tener un hijo contigo, pero debo decirte una cosa más. —Te aparté de mí para poder mirarte a los ojos. Empezabas a calmarte, por fin mis palabras estaban a la altura de lo que querías oír.

—No creo que pueda asimilar nada más —dijiste, haciendo gala de una clarividencia mayor de lo que podías imaginar.

—Lo siento. Pero hay una cosa más.

¿Diecisiete? Yo solo tenía dieciséis cuando me soltaron la bomba de la existencia de esta Guerra. Me parecía que era muy joven y que había sucedido mucho tiempo atrás. Sin embargo, logré sobrevivir a todo aquello. Tú eras más fuerte que yo. Te hablé de las reglas de nuevo, las reglas que yo siempre había considerado un refugio contra la locura de la Guerra. Ahora, esas mismas reglas me parecían de una crueldad inmensa. Regla número uno: Prohibido matar a transeúntes inocentes. Regla número dos: Prohibido matar a menores de dieciocho años. Solo me faltaba explicar la tercera regla. Las chicas menores de dieciocho años que tuvieran un bebé, debían entregarlo al otro bando. Diste un grito ahogado cuando te lo dije porque enseguida entendiste lo que implicaba.

—Te recomendaría que huyeras, pero te encontrarían —dije. Era cierto. Huir sin mí ya no era una opción factible—. Te encontrarían y te quitarían a nuestro hijo. Si te quedas conmigo, puedo protegerte.

—Tiene que haber otra forma.

—No. No la hay. Si vamos a tener este bebé, estas son las reglas.

Negaste con la cabeza, incrédula. Ojalá tuviera una respuesta mejor. Pero no existían respuestas mejores.

—Entonces, ¿qué hacemos? No pienso entregar el bebé, Joe. —Hablabas con obstinación, con fuerza, mucha más de la imaginable en ese momento.

Yo tampoco estaba por la labor de querer entregar a nuestro bebé.

—Huiremos —te dije—. Huiremos. —Aún no, pero pronto.

El resto del día se transformó en un vago recuerdo. Ambos estábamos exhaustos, agotados emocionalmente. Pasamos el día intentando asimilar el giro que habían dado nuestras vidas. Sabíamos que nada volvería a ser igual. De vez en cuando me preguntabas algo, o te lo preguntaba yo, intentando aclarar algún detalle, disipar incertidumbres, para conocernos mejor el uno al otro. Resultaba difícil creer que solo habíamos pasado cinco días juntos.

—¿Has ido al médico? —recuerdo que te pregunté.

—¿Por qué? ¿Dudas que esté embarazada? —Volviste a sonreír—. ¿Aún intentas librarte del lío en el que te has metido?

—No. No. No. Confía en mí. Solo quiero asegurarme de que te cuidas bien, de que cuidas bien de mi hijo.

—Estamos en Canadá —contestaste—. Claro que he ido al médico.

—¿Cuál es la fecha prevista del parto? —Empecé a contar con los dedos.

—Julio —dijiste, antes de que pudiera acabar de contar.

—Julio —repetí, y sonreí.

—¿Y qué pasa con mi familia? —preguntaste en cierto momento.

Apenas te había oído hablar de tu familia hasta entonces. La había mitificado. Eran una serie de personas normales. Al fin y al cabo, te habían criado a ti.

—Si la gente cree que tu familia sabe algo, su vida dará un vuelco. Ahora mismo son espectadores inocentes, de modo que no les pueden causar daño físico, pero pueden herirte de muchas formas sin hacerte daño físicamente.

—Entonces, ¿ni tan siquiera puedo ponerme en contacto con ellos? ¿No puedo decirles dónde estoy?

—Bueno, hay ciertas formas de hacerlo. Podremos comunicarles que estamos a salvo, quizá incluso podamos enviarles alguna fotografía. Pero no podremos verlos en persona. —Me di cuenta de que estaba preocupada.

—¿Nunca? —Volviste a utilizar un tono enérgico, y entendí que estabas dispuesta a hacer cualquier sacrificio con tal de proteger a nuestro hijo.

—Un día, después de nuestra huida, ambos bandos se olvidarán de nosotros. Nos dejarán en paz. Entonces podremos ir a visitar a tu familia. —Quizá, pensé. Quizá podamos huir—. Me gustaría conocerla. —Sonreí para intentar alegrarte—. Estoy seguro de que tendrán ganas de conocer a su nieto.

—No lo entenderán —dijiste, con voz triste.

Intenté pensar en algo sensato que te hiciera sentirte mejor, pero no se me ocurrió nada.

—¿Y tú qué eres, una especie de genio? —te pregunté.

—No —contestaste—. Mis padres me educaron en casa y siempre lograron que fuera por delante de los chicos de mi edad. Ahora que voy a clase me sorprende lo inteligentes que son los demás estudiantes.

—Pero eres dos años más joven que ellos.

—¿Y qué tiene que ver la edad con eso?

—Joder, ¿por qué no admites que eres muy inteligente? —pregunté.

—No digas palabrotas.

—Quizá si me hubieran educado en casa hablaría mejor —repliqué, burlándome de ti.

—Cierra el pico. —Cogiste un cojín y me lo tiraste a la cabeza.

—Qué emoción. Mi hijo tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de ser un genio —dije después de esquivar el cojín.

Sonreíste por primera vez en todo el día.

—¿Todos tenéis que matar a gente? —Era una pregunta justa. Querías saber si me había ofrecido voluntario para hacer este trabajo.

—No. Hay varios rangos.

—¿Cómo acabaste dedicándote a esto, entonces?

—Fue después de hacer un examen de aptitud —contesté.

—Me estás tomando el pelo.

—Ojalá, pero no. Podrían haberme enviado a Inteligencia, a Genealogía o a cien sitios distintos. Pero analizan tu reacción durante el entrenamiento inicial. Después de analizar la mía, hice un examen y el resultado fue que soy un buen asesino. —Te miré. No te gustó que usara esa palabra—. Pero voy a ser honesto. Cuando tenía diecisiete y dieciocho años, me habría ofrecido voluntario para ese puesto. Estaba muy furioso.

—¿Y ahora?

—Ahora desearía tener las manos limpias, pero siento la misma ira.

—¿Hacia ellos?

—Sí, hacia la gente que asesinó a mi familia.

—¿Crees que soy una mala persona? —pregunté después de reunir el valor necesario.

—No. —Lancé un suspiro de alivio—. Pero no te conozco.

Te miré. Sí que me conocías, aunque no lo sabías. Me conocías mejor que cualquier otra persona del mundo. Sin embargo, eso no te lo podía explicar. Tendría que demostrártelo y eso me llevaría tiempo.

—Y creo que lo que has hecho está mal, por mucho que intentes justificarlo.

Lo acepté. No habías vivido mi vida.

—Y me das un poco de miedo. Y quiero que dejes de matar.

—Es justo —accedí.

No podía pedir mucho más que eso. Durante toda mi vida había vivido con miedo. Era natural que tú también estuvieras asustada después de lo que te había contado. Habría preferido no infundirte miedo, pero el tiempo se encargaría de solucionarlo. Lo importante era que no creías que fuera una mala persona. Con eso me bastaba.

—¿Lo harás?

—Si haré qué.

—Dejar de matar.

—Sí, lo haré —contesté—, si me dejan.

—¿Adónde vamos a ir? —preguntaste.

No lo había planeado. Íbamos a intentar encontrar un lugar donde no se les ocurriera buscarnos.

—No lo sé. ¿Al sur?

—¿Por qué al sur?

—Quiero llevarte a algún sitio cálido.

—Si vamos a un sitio cálido, ¿para qué te necesitaré? —replicaste.

Tenía la sensación de que nuestra primera noche ya quedaba muy lejos. Absorto en mis pensamientos, recordé tu mirada cuando me pediste que me metiera bajo el edredón contigo.

—¿En qué piensas? —preguntaste.

—En ti —respondí, y no añadí nada más.

Fuera, empezaba a anochecer.

—¿Cuándo nos iremos?

—Pronto —contesté—. Tengo que solucionar un asunto que nos dará un poco más de tiempo. Luego podremos irnos.

No hiciste ninguna pregunta más. Creo que sabías lo que debía hacer. Me habías pedido que dejara de matar y yo te había prometido que lo haría. Pensaba cumplir la promesa, pero aún no podía empezar. Tenía que hacer un trabajo más que nos proporcionara algo más de tiempo para huir. Y ello requería cierta planificación.

Esa noche, cuando ya no sabíamos qué más preguntarnos el uno al otro, me registré en un hotel con el nombre falso que Allen me había dado. De pronto era importante que nada se saliera de lo normal. Estaba convencido de que me controlaban para asegurarse de que esta vez estaba a la altura de la misión. Recordé lo que me había dicho Jared, que tenían grandes planes para mí, pero sabía que toda precaución era poca. En toda mi carrera, solo había echado a perder una misión, pero no quería que volviera a suceder. Además, ya iba con un día de retraso. Me habían dicho que me registrara en el hotel la noche anterior. A partir de entonces, todos mis movimientos debían ajustarse a lo esperado. Registrarme en el hotel. Hacer el trabajo. Luego dispondríamos de dos semanas de ventaja, el tiempo que me habían dado de descanso. En dos semanas podíamos estar en la otra punta del mundo. Y, por lo que sabía, era lo que íbamos a tener que hacer para huir.

Elegí un hotel al azar y al final me registré en uno del barrio antiguo que en el pasado había sido un banco. Al cabo de tan solo tres horas de haberme registrado, y como para constatar la teoría de que me estaban vigilando, recibí un paquete en la habitación. Debían de controlar las tarjetas de crédito que me habían dado porque estaba seguro de que no me había seguido nadie. El paquete contenía un informe actualizado sobre mi objetivo. No había mucha información nueva: dos días a la semana de clases, una visita al club de striptease, un almuerzo en Chinatown. El australiano gigante había dejado el trabajo al salir del hospital. Según la información de que disponían, se había recuperado por completo y había regresado a Australia. Mi objetivo había contratado a un nuevo guardaespaldas para sustituirlo. Esta vez era uno de los suyos. En la ocasión anterior había dedicado una semana a preparar un plan que no funcionó. Ahora tenía dos días para concebir otro y debía tener en cuenta la probabilidad de que tanto el objetivo como sus empleados estuvieran en alerta máxima. Un asesino había entrado en su casa, había estado a escasos metros de la puerta de su dormitorio, y lo sabía. Era inconcebible que no estuvieran prevenidos. Daba igual cómo lo enfocara, este trabajo iba a ser muy jodido. Pero también era el último que iba a hacer. Tenía que entrar, salir y huir. Entonces sería libre. Ambos seríamos libres y podríamos estar juntos.

Saqué las notas de la última vez. Quería comprobar si encontraba algún punto débil que se me hubiera pasado por alto. La casa estaba descartada. Seguro que habían aumentado las medidas de seguridad desde mi último intento. Además, me sentiría como un idiota si fastidiaba el mismo trabajo, del mismo modo, en dos ocasiones. Tenía que elegir otro lugar. En el club de striptease había demasiadas medidas de seguridad. Pensé en la universidad, pero me preocupaba que fuera demasiado cerca de ti. Confiaba en que nadie supiera de tu existencia y quería que siguiera siendo así. Además, en el campus había demasiados ojos, demasiada gente joven y atenta que podía arruinarlo todo. Tenía que intentar aislar al máximo a mi objetivo. Tenía que elegir un entorno con poca gente.

Solo me quedaba una opción, el restaurante chino al que iba a comer una vez a la semana. Era un local pequeño, con unas veinte mesas. A los lados había dos reservados pequeños, que estaban separados de la sala general por unas cortinas de cuentas de madera. Mi objetivo y sus socios siempre ocupaban uno de estos reservados y los guardaespaldas adoptaban la misma estrategia cada vez: se separaban. Uno comía con mi objetivo, sentado a su lado. El otro comía solo en la sala grande para vigilar lo que sucedía en el restaurante. La situación distaba de ser ideal, pero era la mejor de las opciones, todas malas. Así pues, ya había elegido el lugar. Ahora necesitaba un plan.

¿Veneno? Habría sido de una gran justicia poética matarlo con uno de sus propios venenos. Sin embargo, la idea era demasiado complicada. ¿Cómo podía envenenarlo sin correr el riesgo de envenenar a los demás comensales? Chocaba una y otra vez contra el mismo problema. Matar a gente era fácil. Matar a la persona que querías era difícil.

Empecé a preguntarme qué haría Michael en mi lugar. No podía evitar pensar que la primera vez había pecado de un exceso de planificación. Había intentado hacerlo al estilo de Jared, pero yo no estaba a su altura. Era él a quien habían ascendido. Así pues, ¿qué haría Michael en mi lugar? Seguramente entraría, sacaría la pistola, se cargaría al guardaespaldas de la sala grande, entraría en el reservado, eliminaría al otro guardaespaldas, al objetivo, y saldría como si nada. Era su estilo. Contradecía todas las enseñanzas que nos habían inculcado, pero mi objetivo también las conocía. Era lo mismo que le habían enseñado a él. Iba a tener que ser muy cuidadoso para no disparar a ningún inocente e iba a tener que ser rápido. Tendría que salir antes de que el resto de los clientes se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Era arriesgado, pero debía empezar a acostumbrarme a correr riesgos.

El almuerzo en Chinatown era al día siguiente. Intenté concentrarme en el trabajo. No iba a ser fácil.

A la mañana siguiente me levanté temprano y me dirigí a la casa de mi objetivo. Había decidido que los seguiría durante todo el día, hasta que fueran al restaurante. Quería asegurarme de que podía estudiar al nuevo guardaespaldas durante unas cuantas horas. Su imagen debía quedarme grabada en la cabeza. Esta vez mi objetivo tenía que ser el acertado. No podía permitirme el lujo de dudar después de haber disparado.

El nuevo guardaespaldas había pasado la noche en la casa de mi objetivo. Era rubio y tenía unos ojos azules y penetrantes. No era tan grande como el australiano, pero tenía algo que me ponía nervioso. Parecía un poco loco. Medía, como mucho, un metro setenta. No tenía el físico imponente de los otros guardaespaldas. Los de Inteligencia no me habían proporcionado mucha información sobre él, tan solo que era uno de los suyos y que lo habían hospitalizado en diversas ocasiones, al menos en tres, debido a heridas de bala. De modo que sabía de antemano que no iba a ser fácil eliminarlo.

Mientras seguía a mi objetivo, me di cuenta de que iba a ser mi último asesinato, mi último trabajo. Después de este no tendría que volver a oír la voz de Allen. Podría ir a donde quisiera. Podría ir a buscarte y huir a cualquier lugar del mundo. Podríamos tener un hijo que no tendría que vivir preocupado por la muerte, el asesinato y la guerra. Seríamos libres. Esa idea empezó a asustarme. Sin embargo, lo que me aterraba no era el hecho de huir, sino lo que sucedería a partir de entonces. Empecé a dudar de mí mismo de un modo que no fui capaz de explicarte entonces. De pronto, la idea de convertirme en padre resultaba aterradora. Solo sabía hacer…, solo me habían enseñado a hacer una cosa. Hasta ese momento, matar era toda mi vida. Respiré hondo para intentar calmar los nervios. Noté el peso de la pistola en la mochila, algo que me reconfortó.

Seguí a mi objetivo y a sus guardaespaldas hasta el centro y los observé cuando entraron en el mismo edificio de oficinas que unas semanas antes. Al igual que la última vez, entré en el café que había en la acera de enfrente a esperar. Recordé que en esa ocasión me aburrí y que prácticamente me dediqué a contar los segundos que iban pasando. Esta vez estaba aterrado y deseaba que el tiempo pasara más lentamente para recuperar la calma. Las preguntas se agolpaban en mi cabeza. Miré hacia el edificio de oficinas y vi la puerta inmóvil. Recé para que no se abriera nunca. Dejé la mochila sobre mi regazo. Metí la mano dentro para sentir el peso de la pistola. Pensé en el momento, unos meses antes, en que estaba sentado en el aparcamiento de ese centro comercial de Nueva Jersey, esperando a que Jared y Michael fueran a recogerme. Recordé que me dediqué a mirar a la gente en su ir y venir, que envidié sus vidas. No mostraban miedo. Iban al centro comercial el fin de semana a comprar algo y luego regresaban a sus casas de las afueras, a ver la televisión y a esperar a que llegara el lunes por la mañana, cuando se despertarían y se dirigirían a trabajos que odiaban. Envidié sus vidas, sus vidas «normales», sus vidas normales, aburridas y sin sentido. ¿Era eso a lo que estaba destinado? ¿Y Michael y Jared? ¿Y las demás personas de mi bando? ¿Y los chicos a los que había enseñado? Recordé lo que me había dicho Jared unas noches antes. Creían más en mí que yo mismo. ¿Podía abandonar esta Guerra? ¿Abandonar la única lucha que, tal y como me habían inculcado, me importaba? ¿Estaba preparado para esto? Acaricié la empuñadura de la pistola. Quizá me gustaba matar. Quizá había visto tanta muerte que era lo único que me hacía sentir cómodo. Intenté desechar estas ideas.

Con la bebida en la mano, no aparté la mirada de la puerta principal del edificio, esperando a que salieran, esperando a que mi destino saliera por esa puerta a la calle y se dirigiera hacia Chinatown. Tenía miedo, pero era un miedo que no había sentido antes. Ni tan siquiera cuando estaba arrodillado en esa playa de Nueva Jersey, con las manos atadas a la espalda y una pistola apuntándome a la cara, sentí un miedo como este. El miedo de la playa era simple. Tenía miedo de morir, pero solo era por mí. Lo único que podía perder era mi lamentable vida. Pero a partir de ahora, si fracasaba, te fallaba a ti y a nuestro hijo. Hasta este momento, había sido un soldado de una guerra que era más grande que yo. Era un peón. Lo sabía. Mi única responsabilidad era la muerte. Incluso si fracasaba, acababa en muerte. Un trabajo culminado con éxito significaba que ellos morían, un fracaso significaba que moría yo. Ahora también era responsable de otras vidas. Era aterrador. Justo entonces, sentado solo en ese café, con la culata de la pistola en la mano, tuve que recordarme a mí mismo que la única habilidad que poseía iba a serme útil, al menos una vez más.

Al cabo de unas horas, mi objetivo y su séquito salieron del edificio: el nuevo guardaespaldas delante, mi objetivo en el centro y el estadounidense detrás. El tipo nuevo escudriñaba la calle mientras avanzaba. Por un instante se volvió hacia mí y noté que su mirada se clavaba en mis entrañas. Los tres hombres abandonaron el edificio y echaron a caminar por la calle. Había llegado el momento de ponerse en marcha. De repente, las dudas se desvanecieron. El miedo se desvaneció. Iba a cumplir por última vez con una misión. Ya tendría tiempo para dudas cuando hubiera acabado.

No los seguí hasta el restaurante por miedo a que detectaran mi presencia. Sabía adónde se dirigían. Lo único que debía hacer era averiguar cuál de los dos guardaespaldas iba a quedarse en la sala grande, y en cuál de los dos reservados se encontraría mi objetivo. Entonces entraría por la puerta, me acercaría disimuladamente hasta el primer guardaespaldas, le dispararía a quemarropa, entraría en el reservado, dispararía al segundo guardaespaldas y luego a mi objetivo. Luego saldría del restaurante por la cocina y desaparecería para siempre. Si todo salía bien, sería un trabajo del que presumir, aunque sabía que mis días de fanfarrón se habían acabado. Después de este trabajo, sabía que no volvería a ver a Michael ni a Jared. No podía ponerlos en ese compromiso. No podía pedirles que se saltaran las reglas por mí.

Mientras me dirigía al restaurante, seguí imaginando cómo se desarrollarían los acontecimientos. Intenté visualizarlo desde todos los ángulos, intenté asegurarme de que no se me pasaba nada por alto. Supuse que ningún cocinero intentaría detenerme. Era lógico. Yo tendría una pistola en la mano y habría demostrado que estaba dispuesto a utilizarla. Intenté imaginar todos los escenarios. Primero, mi objetivo estaría en el reservado de la derecha. Segundo, en el de la izquierda. Intenté imaginar qué sucedería con cada guardaespaldas en distintas posiciones. Esperaba que el nuevo estuviera en la sala principal. Era el primero que quería quitarme de encima.

Cuando llegué al final de la manzana, me detuve en la esquina y eché un vistazo para comprobar si podía ver al séquito. Los tres se encontraban frente al restaurante, esperando. El nuevo guardaespaldas le estaba dando una larga calada a un cigarrillo. En lugar de abrir la boca después de inhalar el humo, lo expulsó por la nariz. Volví a esconderme detrás del edificio, apoyado en la pared para asegurarme de que no me vieran. Agucé el oído, pero ninguno de los tres abrió la boca. No dejé de mirar a mi alrededor, consciente de que tendría que actuar si me parecía ver llegar a los socios de mi objetivo. Tuve suerte. Llegaron por el otro lado. Oí cómo los saludó mi objetivo. Reconocí su voz al instante, de la clase de la universidad. Primero hubo un saludo general, seguido de algunas presentaciones. No hablaron de negocios fuera, ese tema lo tratarían en el interior del restaurante. Sabía por qué estaban aquí esos hombres: estaban comprando armas, pero no sabía para qué guerra. En realidad, no me importaba.

Quería echar un buen vistazo a los compradores antes de que entraran. Tenía que estar seguro de que podría diferenciarlos de mis objetivos. Di un paso adelante para echar otro vistazo disimulado, y miré hacia ambos lados de la calle, fingiendo que buscaba a alguien. Fue entonces cuando vi las caras de los compradores. Eran cuatro. Iban vestidos de forma similar: llevaban pantalones negros, una camisa oscura y una corbata chillona. Además, llevaban una chaqueta de cuero negra en lugar de una americana. Todos tenían el pelo oscuro. Parecían hermanos. En cuanto alcancé a verlos fugazmente, me oculté de nuevo en las sombras. Ya no corría el riesgo de confundirlos. Ahora mi única preocupación era que estuvieran armados. Si alguno de ellos tenía una pistola y decidía hacerse el héroe, yo lo iba a pasar muy mal. No era Harry el Sucio. No estaba preparado para liarme a tiros.

Me quedé donde estaba durante un rato, con la espalda apoyada en la pared de ladrillos, y presté atención para oírlos cuando entraran en el restaurante. Quería ver qué mesa les daban para saber en qué lado del restaurante iban a estar. En el izquierdo sería más fácil ya que estaba más cerca de la cocina, pero en realidad cualquiera de los dos me iba bien. Lo único que importaba era que lo supiera. Si después de entrar y de pegarle un tiro a un hombre en la cabeza me equivocaba de reservado, aquello podía ser un desastre. Esperé hasta que oí los últimos pasos en las escaleras que conducían a la puerta principal del restaurante, a continuación doblé la esquina y eché un vistazo por las ventanas. El local era bastante pequeño. El edificio en sí era de color rojo brillante y tenía un dragón tallado en el arco de entrada, sobre la puerta. La fachada tenía ventanas a la altura de la cintura que se abrían los días más calurosos de verano. Miré a través de los cristales y observé cómo acompañaban a mi objetivo a su mesa. Tuve suerte. El guardaespaldas nuevo entró el último, así que le tocaba sentarse en la sala grande. Mientras acompañaban al resto del grupo al reservado de la izquierda (parecía que la suerte estaba de mi lado), otra camarera le hizo un gesto al guardaespaldas de los ojos azules para mostrarle una mesa vacía, situada en el rincón derecho de la sala principal. El tipo asintió y se sentó.

Podría haber abandonado. Podríamos haber huido. Podría haber renunciado a cumplir la misión, regresar contigo y podríamos habernos ido esa misma tarde. Aun así habríamos tenido cierta ventaja. Seguramente tardarían un día o dos en darse cuenta de que no iba a hacer el trabajo. Tardarían un día o dos en empezar la búsqueda. Podríamos llegar bastante lejos en dos días. Podríamos haber tomado un avión a Europa o Asia. Podríamos haber ido a visitar al gigante australiano a su ciudad natal. El mundo era pequeño. Un día o dos podrían haber bastado para huir y escondernos, pero habríamos dejado un rastro demasiado claro. Nuestro olor no habría desaparecido de lo que hubiéramos tocado. No importaba adónde pudiéramos llegar, porque ellos podrían alcanzarnos sin ningún problema. Necesitábamos más tiempo. Necesitábamos más tiempo no solo para huir, sino para perdernos.

Respiré hondo. Un trabajo. Eso era todo. Saqué la pistola de la mochila y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta. Me eché la mochila al hombro, que contenía dos cargadores, tres pasaportes con tres nombres distintos y unos cuantos cientos de dólares en metálico. Estaba preparado para abandonar la misión y desaparecer para siempre. Esperaba que no fuera necesario, pero estaba preparado. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y agarré la pistola. Deslicé el dedo sobre el gatillo y lo acaricié con suavidad. El silenciador estaba en el cañón. No lo había quitado en ningún momento. El seguro no estaba activado. Había llegado el momento de ponerse en marcha.

Me dirigí a la puerta del restaurante. Subí los escalones, abrí la puerta y me acerqué a la maître. Mientras caminaba miré al frente, pero vi por el rabillo del ojo al guardaespaldas de los ojos azules, que a su vez me miraba a mí. Di dos pasos hacia la maître. Me sonrió y estaba a punto de preguntarme para cuántos quería la mesa. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar una palabra, vi que el guardaespaldas se movía. Se quitó lentamente la servilleta del regazo y la dobló sobre el plato. Era raro. ¿Por qué se tomaba su tiempo para doblarla? Pasé de largo de la maître. Vi su semblante confuso. Me dirigí a grandes zancadas hacia el nuevo guardaespaldas que, por entonces, ya estaba de pie. Tenía algo en la mano izquierda. Me acerqué aún más. Empezó a levantar la mano izquierda hacia mí. Me encontraba a tres metros de él cuando saqué la pistola del bolsillo. Actué rápido, con mucha más rapidez que él. Lo apunté y disparé. Un único disparo. Le di en la cabeza. No entre los ojos, pero sí en la cabeza. El tipo había levantado los brazos unos setenta grados. La sangre salpicó la pared que tenía detrás y cayó al suelo.

Ninguno de los presentes en el restaurante se movió. La maître, que notó que algo no iba bien cuando pasé por su lado, contuvo un grito. Aparte de eso, el lugar se quedó como un museo, como una funeraria. Me había imaginado que todo se movería lentamente. Me había imaginado que el tiempo se ralentizaría. Me había imaginado que lo vería todo a cámara lenta. Durante unos instantes, fue así. Sin embargo, en cuanto apreté el gatillo la primera vez, todo pasó a hipervelocidad.

Crucé el restaurante rápidamente y me dirigí hacia las mesas. Ninguno de los clientes se movió. Intenté no perder la concentración. Todas las imágenes que se hallaban fuera del pequeño túnel de mi visión se volvieron borrosas. Avancé con la pistola en alto. Aparté la cortina de cuentas que había en la entrada del reservado con la mano derecha y me dirigí hacia la larga mesa rectangular. Los seis comensales alzaron la vista y me miraron. Mi objetivo y su guardaespaldas estaban sentados de cara hacia mí. Los cuatro compradores permanecieron en sus sillas de espaldas a mí, pero se volvieron para mirarme cuando entré. No me molesté en devolverles la mirada. Levanté la pistola y le descerrajé un disparo en el pecho al guardaespaldas estadounidense, que me miró por un segundo y luego se miró el pecho, confundido. A continuación me volví hacia mi objetivo. Lo apunté directamente a la cabeza y disparé. Luego disparé otra vez. Y otra. No recuerdo cuántas veces apreté el gatillo. Los dos primeros disparos le dieron en la cabeza. Después tan solo lo acribillé a balazos. A cada impacto su cuerpo daba una sacudida, y cada vez que se movía temía que quizá no estuviera muerto. Todo dependía de que muriera. Cuando dejé de apretar el gatillo me di cuenta de que podría haber matado a cinco personas como él.

Fue entonces cuando oí un estallido detrás de mí. Perdí la concentración y dejé de disparar. Miré a todos los que estaban sentados a la mesa. El estadounidense permanecía en su sitio, con la mirada vidriosa, inmóvil. Mi objetivo estaba encorvado sobre la mesa; casi tocaba el plato con la cara. Toda la planificación y el trabajo que había invertido en la planificación del primer intento para quitarle la vida, y ahora resultaba que había sido tan fácil matarlo. Había sido muy sencillo. Entonces miré los rostros feos y serios de los compradores. Parecían estoicos. No pensaban implicarse en batallas ajenas. Uno cogió la cuchara y siguió tomando la sopa.

Oí otro estallido detrás de mí y de repente sentí un dolor agudo y ardiente en la parte trasera de la pierna izquierda. Me volví y miré a través de la cortina de cuentas. Ahí estaba el guardaespaldas de ojos azules, de pie, sujetando la pistola. Tenía media cara ensangrentada, y un ojo cerrado para que no le entrara sangre en él. Avanzó a trompicones y apretó de nuevo el gatillo. Esta vez la bala me pasó rozando la cabeza e impactó en la pared, detrás de mí. Oí un grito y vi que varias personas corrían hacia la puerta. El guardaespaldas levantó el arma de nuevo, pero antes de que pudiera apretar el gatillo, me abrí paso por la cortina de cuentas y me dirigí hacia la cocina. No me acordé del dolor de la pierna hasta que di el primer paso, pero en cuanto eché a andar sentí un dolor atroz. Me habían disparado en la parte posterior del muslo, por suerte a unos cuantos centímetros por encima de la rodilla. Me precipité hacia la cocina tan rápido como pude. Oí otro estallido y un zumbido me rozó el oído. Tenía que salir de allí.

Atravesé rápidamente la cocina, con la pistola en alto. Los cocineros se apartaron de mi camino. Me dirigí hacia la puerta trasera cojeando. Salí del edificio cerca de los contenedores que había en la parte posterior. Olía a carne podrida. El aroma del garaje en combinación con el dolor atroz de la pierna casi me hizo vomitar. Tragué saliva. Tenía que seguir andando. Tenía que alejarme de la escena. Había llegado a la mitad del callejón cuando oí que la puerta de la cocina se abría detrás de mí. Miré hacia atrás y ahí estaba el guardaespaldas de los ojos azules, andando a trompicones como un zombi de una película de terror de bajo presupuesto. Era una pesadilla andante. Vi el lugar donde le había impactado la bala: le había rozado la parte superior de la cabeza y le había arrancado parte del cráneo. No había sido un impacto directo. Me apuntó con la pistola y disparó de nuevo. La bala me pasó rozando y oí ruido de cristales rotos. El tipo ya no tenía puntería. Se estaba desangrando y cada vez estaba más débil. El ojo cerrado debía de haberle hecho estragos en la percepción de la profundidad. No obstante, si lanzas suficientes dardos con los ojos cerrados, es probable que acabes dando en la diana. Y yo no pensaba quedarme allí y dejar que me utilizara como blanco de prácticas.

Intenté correr para doblar la esquina y huir, pero apenas podía apoyarme en la pierna izquierda. Tuve que avanzar cojeando, seguido de cerca por aquella pesadilla andante. A pesar del balazo, tenía unas piernas más fuertes que las mías. Logré doblar la esquina antes de que se me acercara demasiado. Entonces esperé.

Lo oí caminar, arrastrando los pies como un borracho. Me miré los vaqueros. De la rodilla hacia abajo, en la parte de atrás, solo veía una mancha de color púrpura oscuro. Mierda, pensé. Tenía mala pinta. El monstruo se acercó a la esquina. Avanzaba de forma implacable. Si hubiera sido un poco sensato, habría tomado otra ruta, o habría abandonado para intentar salvarse. Sin embargo, siguió persiguiéndome. Lo primero que asomó fue la mano izquierda, aferrada a la pistola. Estiré el brazo y le agarré la muñeca. Le levanté la mano por encima de nuestras cabezas para evitar que pudiera apuntarme, lo que nos obligó a acercarnos. Chocamos con el pecho y nuestras caras quedaron separadas por pocos centímetros. El guardaespaldas no tenía mucha fuerza.

Lo miré a los ojos y vi muerte. ¿Cuántas veces había visto ya esa expresión? Me aguantó la mirada. Solo Dios sabe qué vio. Entonces habló.

—Me han enviado aquí a matarte —me dijo, con la cara ensangrentada.

Mientras hablaba la sangre le entraba en la boca y se acumulaba en la comisura de los labios. Era tan espesa que costaba entenderlo, parecía como si hablara bajo el agua. Me miró fijamente a los ojos.

—Me han enviado aquí a matarte. Sabían que volverías. Lo sabían.

A cada palabra que pronunciaba, yo notaba que las fuerzas lo abandonaban. Levanté mi pistola y lo apunté al pecho. A pesar de lo débil que estaba, no apartaba la mirada de mí. Le clavé el cañón en las costillas. Estoy seguro de que lo notó, pero siguió mirándome fríamente.

—Me han enviado aquí a matarte —repitió, salpicándome de sangre.

Apreté el gatillo y le disparé una bala en el corazón. Dio un grito ahogado. De pronto, ya no forcejeábamos. Le agarraba con fuerza la muñeca y lo sostenía en pie. No era la primera vez que veía morir a alguien y supe que su muerte era inminente. Seguí aguantándolo. Decidí dejarlo morir de pie. Con el último aliento, me miró de nuevo. Un velo de confusión le cubría los ojos, como si no pudiera entender lo que estaba sucediendo, como si hubiera olvidado por completo quién era yo. Entonces se estremeció y murió.

Dejé el cuerpo en el callejón. Me agaché, y con la única parte de su camisa que no estaba sucia, me limpié la sangre de la cara. Tras el esfuerzo realizado, el dolor de la pierna volvió con ganas. Tenía que regresar al hotel. Tenía que curarme la herida dentro de lo posible. Tenía que ir a buscarte y luego teníamos que irnos. Todo parecía muy apremiante. Debería haberte preparado para eso de antemano. Debería haberte dicho que me esperaras en el hotel. Las palabras del guardaespaldas de ojos azules no dejaban de resonar en mi cabeza. «Sabían que volverías. Lo sabían». Lo oía pronunciarlas una y otra vez, con los labios manchados de sangre. Lo saben, pensé. Siempre lo saben, joder. Si íbamos a huir, debíamos aprovechar el tiempo al máximo. Tendríamos que huir y escondernos, huir y escondernos hasta que no pudieran seguirnos el rastro. Era la única forma.

Cogí la pistola y la guardé en la mochila. Me miré la pierna. Vi el agujero que había hecho la bala en los vaqueros. Delante no había orificio, lo que significaba que la bala aún estaba alojada en la pierna. Tenía que regresar al hotel, limpiar la herida y hacerme un torniquete para cortar la hemorragia. Estaba prácticamente convencido de que podría hacerlo. Sentía dolor, pero no creía que la bala hubiera tocado ningún hueso. Tan solo estaba alojada en el músculo. Debía limpiar la herida, asegurarme de que no se infectaba, cortar la hemorragia, y todo iría bien. Con eso y medio frasco de analgésicos podría seguir adelante con el plan.

Eché a caminar cojeando y me miré en un escaparate para asegurarme de que tenía un aspecto presentable. De la rodilla hacia arriba, estaba bien. Me brillaba un poco la piel por culpa del sudor, pero no era nada exagerado que pudiera delatarme. Aún no había oído ninguna sirena, pero esperaba oír el rugido de los coches de policía de un momento a otro. Sin embargo, no fue así, lo cual no tenía sentido, pero no pensaba poner en duda mi buena suerte. Más tarde leí que los compradores, que iban armados hasta los dientes, habían advertido a todos los clientes del restaurante que no llamaran a la policía. No querían verse obligados a tratar con agentes canadienses. Permanecieron en el restaurante quince minutos más, con las pistolas sobre la mesa, sentados frente a dos cadáveres, y se acabaron la comida. Cuando se fueron, le dijeron al resto de los clientes que esperaran veinte minutos antes de llamar a la policía. Los amenazaron con que encontrarían a todo aquel que desobedeciese. Pidieron veinte minutos y les dieron diez. A buen seguro esos diez minutos me salvaron la vida.

La pierna me dolía a cada paso que daba. Me mordí el labio inferior y no dejé de caminar. Las inevitables sirenas, las que no habría de oír hasta que estuviera a media manzana del hotel, me sirvieron de acicate para seguir andando. El hotel solo estaba a diez manzanas del restaurante, quizá unos ochocientos metros. Tardé casi veinte minutos. Cuando ya me aproximaba a mi destino, oí sirenas por primera vez. Iban a llegar unos cuantos minutos tarde para atrapar a alguien y veinte minutos tarde para salvar a alguien. Cuando llegué al hotel, apreté los dientes e hice un gran esfuerzo para cruzar el vestíbulo sin cojear. Me dirigí directamente al ascensor y apreté el botón de subida. Esa espera, viendo cómo los números descendían de forma tan lenta mientras el ascensor llegaba al vestíbulo, fue el momento más doloroso. Me volví para que nadie pudiera verme los vaqueros manchados de sangre. Al cabo de treinta segundos sonó el timbre y entré en el ascensor. Una vez dentro apreté con fuerza el botón para cerrar las puertas.

Cuando se abrieron de nuevo, salí tambaleándome y me dirigí a mi habitación. Saqué la tarjeta, abrí la puerta y casi tropecé al entrar. Me tiré al suelo e intenté quitarme los vaqueros de inmediato. La sangre de los pantalones había empezado a coagular, de modo que no me quedaba más remedio que arrancármelos. Todo habría ido bien de no ser porque el orificio de la bala había empezado a cicatrizar, de modo que cuando me quité los tejanos, también me arranqué la costra. La herida, que casi había dejado de sangrar, volvió a hacerlo en abundancia. Entré en el baño y abrí el agua caliente de la bañera. Me metí bajo el agua, que casi quemaba, y empecé a frotarme la herida con jabón. Iba a tener que apañármelas con los escasos recursos de los que disponía. Después de frotarme la herida, me acerqué al minibar. Dejé el agua abierta. Abrí la nevera, cogí todas las botellas de licor que había y me las llevé a la bañera. Me puse boca abajo, dejando que el agua me corriera por la espalda y, una tras otra, abrí las botellitas de vodka, whisky y ginebra y me las eché en la herida de la parte posterior de la pierna. Cada botella escoció un poco menos. Cuando se me acabó el alcohol, volví a frotarme con agua y jabón. Seguí sangrando. Salí de la bañera y me sequé. Cogí una camiseta vieja, me envolví la pierna con ella y la até con fuerza alrededor del orificio de entrada de la bala para cortar la hemorragia. Después cogí un frasco de analgésicos y me tomé un puñado. Servirían para aliviar un poco el dolor, pero iba a necesitar algo más fuerte si quería olvidarme de él.

¿Qué más podía hacer? Me senté en una silla, desnudo salvo por la camiseta atada en la pierna, y descansé un momento. «Me han enviado aquí a matarte. Sabían que volverías. Lo sabían». ¿Qué coño significaba eso? Los pensamientos se me agolpaban en la cabeza. Quería tumbarme y dormir. Quería olvidar las caras de los muertos. Cogí el teléfono y marqué tu número. Sonó dos veces. Contestaste tú.

—Maria. Soy yo. Tenemos que irnos.

—Lo sé —dijiste con voz triste y resignada, pero sin un tono apremiante.

Necesitaba ese apremio.

—No, Maria. No lo sabes. Debemos irnos ahora.

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué ahora?

—Confía en mí. Debemos irnos ahora. Ven a mi hotel. Trae todo lo que creas que puedas necesitar, pero no más de lo que puedas llevar tu sola.

—Esto es una locura. No podemos irnos ahora. ¡No podemos coger y largarnos de este modo!

Era una locura. No te imaginabas hasta qué punto. Ni tan siquiera yo me lo imaginaba.

—No tenemos elección. —Intenté mantener un tono calmado pero firme. Debería haberte preparado mejor para este momento. Pero daba igual. Por muy bien que te hubiera preparado, no habrías estado lista.

Después de decirte dónde estaba, me vestí. Me dejé la camiseta con la que me había hecho el torniquete, aunque estaba casi seguro de que la hemorragia ya había parado. Metí todas mis pertenencias en una bolsa. Llamé a recepción y les dije que estaría fuera durante unos días, pero que seguiría pagando la habitación y que me gustaría que me la guardaran. Se mostraron encantados de satisfacer mi deseo. Cuando habían pasado casi diecinueve minutos después de que hubiéramos colgado, alguien llamó a la puerta.

Tomamos un autobús en dirección a Boston. Dormiste durante gran parte del trayecto, con la cabeza apoyada en mi pecho. Tal y como te había pedido, viajabas ligera de equipaje, con unas cuantas mudas y el neceser. Te miré la cara mientras dormías, la cabeza, que se movía con el traqueteo del autobús. No te despertaste a pesar de las sacudidas. Tenía que protegerte. No quería convertirme en lo peor que te había pasado en la vida. Albergaba la esperanza de que un día creerías que haberme conocido había sido una bendición. Me despertaba todas las mañanas con esa esperanza.

No tuvimos ningún problema en la frontera. Te advertí que viajaba con un pasaporte y una identidad falsa. La mentira no te desconcertó, lo cual era un buen presagio para nuestro futuro.

Cuando llegamos a Boston alquilamos un coche. El resto del trayecto lo haríamos en coche. Nos dirigimos a Nueva Jersey. Creía que estaríamos a salvo. No llamé a mi madre para avisarla de nuestra llegada. Después de este viaje sabía que era poco probable que volviera a verla. Sin embargo, antes de eso quería que conociera a la madre de su nieto. Tan solo quería que, por un instante, nos sintiéramos como una familia normal.

Durante el viaje de Boston a Nueva Jersey apenas hablaste. La única pregunta que hiciste en todo el trayecto fue:

—¿Estás seguro de que podrás hacerlo, Joe?

—¿Hacer qué? —te pregunté, intentando adivinar a qué te referías.

—¿Estás seguro de que podrás dejar atrás la Guerra?

Pensé en ello. Pensé en lo que significaba para mí la Guerra. Pensé en mis familiares asesinados. Pensé en mi padre y mi hermana. Pensé en lo que había dicho Jared sobre mi futuro. Pensé en los amigos que iba a dejar atrás. Sabía que no volvería a encontrar a unos amigos como ellos.

—Estoy seguro —respondí.

—¿Cómo puedes estarlo? —Percibiste mis dudas, sabías que no había renunciado a la Guerra.

Te miré. Te miré la barriga, que aún ocultaba el secreto que cambiaría mi vida para siempre.

—Antes tenía un buen motivo para luchar. Ahora tengo un motivo mejor para huir.