Los trabajos que me encargó Allen me llevaron casi tres semanas y el número de cadáveres ascendió a cuatro. Después de los dos primeros, ya tenía ganas de dejarlo. Le dije a Allen que no podía continuar. Le pregunté si podía dar clase, que tenía ganas de trabajar en otros ámbitos. Me dijo que no iba a dar ninguna clase en el futuro próximo, que tenía que aclararme las ideas antes de que me permitieran influir en las siguientes generaciones.
—Necesitamos a hombres que puedan enseñar a los hombres del mañana —me dijo—. Ahora mismo no eres lo bastante hombre para ese trabajo.
De modo que me obligó a seguir matando a gente, algo para lo que sí era lo bastante hombre.
Primero fue un hombre de treinta y cinco años de Georgia. Era un asesino del otro bando que se había retirado hacía poco. Se había ido a vivir con su nueva esposa y estaba a punto de formar una nueva familia. Su mujer no nació en el fragor de la Guerra. Se vio involucrada en ella al casarse. Allen me dio la «opción» de eliminarla también a ella, pero la rechacé.
La segunda víctima fue una mujer de Tennessee. Solo era una telefonista. Le pregunté a Allen por qué nos tomábamos la molestia de matar a alguien de su categoría. Se limitó a contestarme que eso era la Guerra y que ella trabajaba para el enemigo, y que queríamos que todos los que trabajaban para el otro bando temblaran de miedo al pensar en nosotros.
—Hasta que los hayamos derrotado, todos los miembros del bando enemigo son un objetivo. Ellos matan a los nuestros, y debemos contraatacar.
Supongo que eso significaba que una de nuestras telefonistas, una de aquellas mujeres con voz jovial que me pasaba de una persona a otra cuando llamaba a Inteligencia, había sido asesinada. A mí me parecía una pérdida horrible para nuestro bando y el suyo.
La tercera víctima fue un chico negro de veintiún años de Washington D. C. Era pobre. Vivía en un edificio de apartamentos en Southeast con toda su familia. Se defendió con uñas y dientes. Pasé dos días en la habitación de un hotel para recuperarme. Tenía una pequeña herida de cuchillo, así como varios arañazos y cardenales por todo el cuerpo. Había empezado a matar para ellos cuando tenía dieciocho años y ya tenía un historial de asesinatos impresionante. Era despiadado. Cuando se dio cuenta de que no iba a sobrevivir, hizo todo lo que pudo para llevarme con él. Antes de morir le pregunté por qué lo había hecho. Por qué había luchado por una gente que no le había dado nada. Su respuesta fue: «Me han dado esperanza». Esas fueron sus últimas palabras.
Al segundo día de mi breve período de recuperación en el hotel, mientras intentaba limpiarme y restablecerme de las secuelas de mi último trabajo, recibí una llamada. Cuando sonó el teléfono de la habitación, no supe cómo reaccionar. Nunca me llamaban. Se suponía que nadie sabía dónde estaba. Allen lo sabía, pero era imposible que hubiera decidido romper el protocolo de aquel modo. Sin embargo, el aparato no dejaba de sonar. Si alguien hubiera marcado un número equivocado, ya habría colgado. Al séptimo u octavo timbrazo cogí el teléfono.
—Joe —dijo una vieja voz familiar—, por un instante creía que no ibas a responder.
—Jared —contesté—, no te imaginas cuánto me alegro de que me hayas llamado. ¿Cómo me has encontrado?
—Eso olvídalo. Mira, estoy en la ciudad. ¿Tienes planes para esta noche?
¿Planes? ¿Qué tipo de planes iba a tener?
—Bueno, pensaba pedir algo al servicio de habitaciones y quizá ver una película en pay-per-view.
Jared se rio.
—¿Crees que podrás cancelar esos planes y quedar conmigo para tomar algo?
Nada me lo habría impedido. Estaba en uno de los momentos más bajos de mi carrera. Fue como si, de algún modo, Jared lo supiera. Fue como si siempre supiera cuándo debía ponerse en contacto conmigo. Propuso que nos encontráramos en un viejo bar de Georgetown. Me dijo que el local quedaba en un sitio un poco apartado, pero esa era la ventaja. Estaríamos tranquilos y podríamos hablar.
Cuando llegué, Jared estaba sentado a una mesa en una esquina, al fondo del bar. Era un local oscuro. El suelo, la barra y las mesas eran de madera antigua y oscura. Frank Sinatra sonaba en la máquina de discos. No hizo falta que Jared me saludara con la mano. Lo vi de inmediato. Sabía en qué mesa iba a estar, en la más alejada del resto de los clientes. Debía de haber unas seis personas más, y todas estaban sentadas a la barra, viendo un partido de baloncesto. Pasé junto a ellas y me dirigí a la mesa de Jared. Cuando me vio acercarme, se puso en pie y me dio un abrazo. Yo aún no caminaba bien después del último trabajo. Los cardenales tardarían algún tiempo en desaparecer.
—¿Estás bien? —me preguntó mientras nos sentábamos.
—Sí —respondí—. Es que me estoy recuperando de un trabajo un poco duro.
—Eso he oído —dijo Jared.
—¿De verdad?
Era raro que dijera algo así. En teoría no sabíamos nada de los trabajos de los demás. Debíamos concentrarnos en los nuestros.
—¿Qué puedo decir? Tengo buenos contactos. —Jared aún no había pedido nada y le hizo un gesto a la camarera para que se acercara a tomar nota.
Yo no dejaba de darle vueltas a lo que me había dicho. Jared pidió un Manhattan. Decidí no dejarlo solo y pedí un whisky escocés con hielo ya que, al parecer, íbamos a beber en serio. Esperé a que la camarera se alejara antes de decir algo.
—¿Por eso estás aquí? —pregunté de repente, confuso—. ¿Te han enviado?
Los ojos de Jared brillaban en la luz tenue del bar. Sonrió.
—No te pongas tan paranoico —respondió—. Estoy aquí porque quería venir. Estoy aquí porque estaba preocupado por ti. Quería verte.
Me alegró oír eso. Me alegró poder pasar ni que fueran unos pocos minutos con alguien en quien podía confiar. La camarera volvió con las bebidas.
—Lo siento —dije—. No pretendía insinuar nada. Me alegro mucho de verte. —Pensé en levantar el vaso para brindar, pero entonces recordé la última noche que había salido con Dan y cambié de opinión—. He pasado dos semanas un poco duras.
—Lo sé —dijo—. Estoy al tanto de lo que te ha pasado desde lo de Long Beach. Sé lo de Montreal. Sé lo de Naples. Llevas una mala racha.
—¿Cómo sabes todo eso? —pregunté—. Por lo que sé, se supone que no disponemos de información sobre los demás. Yo tuve que sudar sangre para poder hablar por teléfono con Michael después de lo sucedido en la playa.
Jared volvió a sonreír. Fue una sonrisa tan amplia que a pesar de la oscuridad vi cómo le brillaban los dientes.
—Me han ascendido, Joe. Ya no me dedico solo a acatar órdenes.
—¡Uau! —exclamé—. No tenía ni idea. —Me volví hacia la barra y levanté la mano para llamar a la camarera—. ¿Nos traes dos chupitos de tequila? —le pedí cuando estaba a medio camino—. ¿Ascendido? Es increíble. —Debía admitir que estaba un poco celoso. No me parecía bien que lo hubieran ascendido antes que a mí. Crecimos juntos. Pasamos la fase de entrenamiento juntos. Yo hacía todo lo que me ordenaban.
Vino la camarera con los chupitos de tequila. Levanté el mío; al diablo con los fantasmas.
—Felicidades —dije.
—Gracias, tío —respondió Jared cuando entrechocamos los vasos.
A continuación nos bebimos el tequila de un solo trago.
—¿Y ahora de qué te encargas? —pregunté.
—Soy un asesor —me dijo.
Había oído hablar del rango, pero nunca había conocido a uno. Seguía siendo una posición de primera línea, de soldado, pero ya no te dedicabas únicamente a matar. Aparte de eso, no sabía qué más hacía un asesor.
—Vaya —contesté, apoyado en el respaldo del banco de la mesa—, eres un asesor. —Mis celos empezaban a desvanecerse. Poco a poco empezaba a alegrarme por mi amigo.
—No sabes qué hace un asesor, ¿verdad? —Jared se rio.
—No tengo ni puta idea —respondí, y negué con la cabeza mientras tomaba otro sorbo de whisky.
—Es bastante sencillo. Me asignan una lista de soldados y debo ayudarlos a salir del problema en que se hayan metido.
—Entonces, ¿ya no tienes que matar a nadie más? —pregunté.
Jared volvió a reírse.
—¿Crees que es posible sacar a alguien de un apuro sin matar a nadie?
No lo sabía. Quizá sí se podía. Sin embargo, Jared no habría dejado de matar aunque le hubieran ofrecido la posibilidad.
—Bueno, pues felicidades de nuevo. Es increíble. —Negué con la cabeza. Debería haberlo visto venir. Jared era el mejor. El más disciplinado. El más fiable—. Te lo mereces de verdad —dije—. Pero aun así, ¿cómo sabes todo eso de mí?
Me miró. Tomó un sorbo del Manhattan. Sabía que me costaría aceptar lo que iba a decirme.
—Me han asignado a ti.
Me reí. No supe reaccionar de otro modo. Cuando dejé de hacerlo, volví a mirar a Jared.
—¿Qué demonios significa eso?
La serie de canciones de Frank Sinatra llegó a su fin y empezó a sonar una de Otis Redding.
—Significa que cuando te metas en problemas debo echarte una mano.
—Entonces, ¿estás aquí por motivos de trabajo o porque querías verme?
—Por ambas cosas —respondió sin dudar.
—Y ¿en qué tipo de problemas se supone que me he metido?
—Hay gente preocupada por ti.
Me pregunté quién era esa gente que se preocupaba tanto por mí, porque yo tenía la sensación de que a nadie le importaba lo que me pasara.
—¿Por qué están tan preocupados?
—Porque has tenido una mala racha.
Una mala racha no me parecía motivo suficiente. Me quedé sentado y no dije nada.
—Mira, Joe, no te cabrees conmigo. Quiero ayudarte de verdad. Y quiero que te alegres por mí de verdad.
—Lo siento —me disculpé por segunda vez esa misma noche—. Pero ¿cómo vas a ayudarme a acabar con mi mala racha?
Jared dejó su vaso vacío en la mesa y le hizo un gesto a la camarera para que nos trajera otra ronda.
—Me ofrecieron el trabajo de Montreal —dijo sin levantar la mirada de sus manos vacías—. Creían que no eras la persona ideal después de lo que había sucedido la última vez. Querían que lo acabara yo.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—Lo rechacé. Sé que es un trabajo importante para ti. Les dije que hablaría contigo, que necesitabas que te subieran la moral.
La camarera dejó las copas en la mesa y me bebí medio whisky de un trago.
—Escucha —dijo al tiempo que se inclinaba sobre la mesa, hacia mí—, tienes un gran futuro aquí. Y no malinterpretes mis palabras. Los nuestros no malgastan energía en causas perdidas. Todo el mundo cree que te aguarda un futuro brillante. Quizá yo haya tomado la vía rápida, pero mucha gente opina que tú eres el que tiene potencial de verdad. Lo he oído en un sinfín de ocasiones. Dicen que actúas con una pasión de la que carece la mayoría de gente.
Relajé los músculos.
—Si tanto me aprecian, ¿por qué apartaron a Brian de mi caso? —Utilicé el nombre de Brian con plena conciencia porque sabía que podía confiar en Jared.
—No fue un castigo. Sé que lo más probable es que tu nuevo contacto en Inteligencia te haya dicho que lo fue, pero solo lo dice porque es un chulo. A Brian lo relevaron de tu caso porque los de arriba creen que no pueden confiar en él.
—¿Qué? ¿Creen que es un espía?
Negó con la cabeza.
—Nadie está seguro de nada —respondió—. Así que cuanto menos se hable del tema, mejor. Solo quería que supieras que no fue un castigo. De hecho, te aseguro que Allen es muy bueno, aunque sea un chulo. Te lo han asignado a propósito. Tiene fama de hacer ascender a la gente rápidamente. Te las puede hacer pasar canutas, pero logra resultados.
—¿Qué me estás diciendo?
De repente Jared habló muy serio.
—Te estoy diciendo que nadie te culpa de lo sucedido en Montreal. De hecho, hay mucha gente impresionada porque salvaste a ese tipo. Te aseguro que todo el mundo cree que dejarás de ser un soldado raso dentro de poco. Ya sabes, mandíbula arriba, haz tu trabajo y ya verás cómo todo mejorará muy pronto.
—¿Esto es una charla de motivación? —Al final pude sonreírle de nuevo.
—Es lo que quería decirte —respondió.
—¿Y cómo es que a ti te han ascendido mientras que Michael y yo tenemos que seguir matándonos a trabajar?
Jared soltó una carcajada.
—Me han ascendido antes que a Michael porque nuestro amigo, bendito sea, es un inútil. Es un gran asesino, pero lo suyo es un don. Ya está donde tiene que estar. Ya está donde puede rendir más. Y me han ascendido antes que a ti porque tienes que aclararte las ideas. En cuanto lo hagas, pasarás a verme por el espejo retrovisor. —Tomó un sorbo de su Manhattan. Ahora era él quien estaba celoso—. Deberías oír lo que dicen de ti. Creen más ellos en ti que tú mismo.
Me entraron ganas de preguntarle por qué. Quise preguntarle qué había oído exactamente, pero no tuve valor.
—Entonces, ¿te alegras por mí o no? —preguntó Jared.
—Venga —respondí—. Ya sabes que sí.
—El hecho de me hayan asignado a ti es muy importante para mí, y no solo porque seamos buenos amigos. Significa mucho para mí por lo que podríamos llegar a conseguir juntos. Creo de verdad que podemos marcar la diferencia.
Yo sabía que hablaba en serio.
—¿Recuerdas esa misión que nos dejaron hacer en grupo? —preguntó.
La recordaba. Entre los dos eliminamos a los cuatro ocupantes de un piso franco. Dos de ellos tenían una misión al día siguiente, pero no pudieron llevarla a cabo.
—Fuimos unos putos bailarines. Fue algo precioso.
Tenía razón. Asentí con la cabeza.
—Bueno, ¿qué quieres que haga? —pregunté.
—Que escuches a Allen —dijo—. Acepta tu destino. No olvides que te cubro la espalda. Y no la jodas. —Se rio, y yo también.
Pedimos otra ronda. Me prometí a mí mismo que volvería a entregarme a la causa por la mañana. Supuse que se lo debía a Jared.
—¿Y qué hay después de esto? —pregunté.
—Después de esto estaré al mando de una unidad. Empezaré a trabajar con los de Inteligencia en asuntos de estrategia. —Sonrió. Estaba en su salsa.
Yo no acababa de estar convencido de que hubieran acertado conmigo, pero Jared iba a llegar lejos.
—¿De verdad dicen eso de mí? —pregunté.
—Sí —afirmó, y asintió con la cabeza—. ¿Y sabes qué? Hace mucho que te conozco, y no me extraña. Solo necesitas un poco de disciplina. Una cosa tengo clara, y es que no me gustaría tener que enfrentarme a ti en una pelea.
A la mañana siguiente, recibí las órdenes de mi último trabajo antes de que me dieran permiso para regresar a Montreal. Mi última víctima era una mujer negra de Boston, estudiante del MIT. Se había convertido en un objetivo debido exclusivamente a su potencial.
—Hay que arrancarlos de raíz —dijo Allen— y acabar con ellos antes de que puedan hacernos daño de verdad.
Cumplí con mi misión. Durante tres semanas apenas dormí, bañado en muerte y sangre. Al final, después del cuarto asesinato, Allen me dijo que creía que estaba listo para regresar a Montreal. Me dio una semana para cumplir la misión y me advirtió que no la fastidiara esta vez. Me dijo que ni tan siquiera lo llamara cuando hubiera liquidado a mi objetivo. Que ya lo sabría. Tenía sus fuentes de información.
—Cuando hayas acabado —dijo—, te habrás ganado un descanso. Haz lo que quieras durante dos semanas. Me da igual siempre que no te metas en problemas. Llámame dentro de tres semanas, listo para trabajar de nuevo. Y, muchacho…
—¿Sí? —pregunté. Estaba exhausto, al borde del colapso. Las fuerzas que me había dado la charla de motivación de Jared no habían durado ni un día. Lo único que me había animado a seguir adelante durante las últimas tres semanas había sido la idea de volver a Montreal para estar contigo.
—Has hecho un buen trabajo. Paul Acker. Herman Taylor. Preston Strokes. —Entonces Allen colgó.
A lo largo de las tres semanas que pasé en la carretera, quise llamarte, pero no pude. No lo habría soportado. Después de lo que le sucedió a Dan, los asesinatos me hacían sentirme peor. El bien y el mal. Tras cada víctima me costaba más creérmelo. Intenté usar el mantra de Jared para no desfallecer. «O son ellos los malos, o bien lo somos nosotros. Y estoy convencido de que yo no soy malo». Pero cada día que pasaba aumentaba mi incertidumbre; quizá todos éramos malos, los de ambos bandos. Lo único a lo que podía aferrarme era al hecho de que me amabas y a la esperanza de que aún estuvieras esperándome.
Después de que Allen me dijera que podía ir a Montreal, sentí una sensación de aturdimiento. Por fin reuní el valor necesario para llamarte. Respondiste con un rápido: «¿Diga?».
—¿Maria? —pregunté. El mero hecho de oír tu voz me hizo concebir ilusiones. ¿Qué clase de ilusiones? No lo tenía muy claro.
—¿Joe? ¿Eres tú? ¿Dónde has estado? ¿Por qué no me has llamado?
—Lo siento —contesté, con la esperanza de que de momento eso bastara como respuesta a tus preguntas—. Quería llamarte, pero no he sido capaz. Te lo explicaré cuando llegue a Montreal.
—¿Vas a volver?
—Sí. Estaré ahí mañana. Siempre que quieras que vuelva.
Rompiste a llorar. Nunca te había oído llorar, y tener que sufrirlo por teléfono fue desgarrador. Quería consolarte.
—Te dije que te esperaría. Ven rápido.
—Nos vemos mañana —te aseguré.
—Mañana —repetiste.
Por primera vez ambos colgamos sin decirnos «te quiero». En ese momento, la palabra «mañana» significó lo mismo. No hizo falta decir nada más.