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Resulta difícil decidir por dónde hay que empezar. Sé que se supone que uno debe empezar por el principio, pero ¿cómo voy a saber dónde está? No me parece una tarea fácil. Siempre se me han dado mucho mejor los finales. Sin embargo, supongo que todo empieza en Brooklyn, al amparo de la oscuridad en la esquina de una calle, esperando a que una mujer acabara de cerrar su tienda.

Cuando salió del edificio, retrocedí para ocultarme en las sombras. Echó un vistazo rápido a su alrededor, pero yo sabía que lo único que veía era la calle vacía. Como no reparó en nada, volvió a centrar la atención en la cerradura de la tienda. Había dedicado la última hora a adecentar el local, a quitar el polvo del mostrador y a ordenar las botellas de vino que los clientes habían descolocado. Ahora se encontraba fuera, en la calle, tras el fin de su larga jornada laboral. Estaba lista para irse a casa y reunirse con su familia. Bajó la persiana metálica que debía proteger su comercio, cerró el candado, guardó la llave en el bolso y retrocedió de nuevo. Volvió a lanzar una rápida mirada en ambas direcciones. Nada. Metió la mano en el bolso y sacó un cigarrillo. Lo encendió, le dio una larga calada, se volvió hacia la izquierda y echó a caminar por la calle oscura en dirección a su casa.

De momento todo sucedía tal y como me habían dicho. Estaba sola. No mostraba desconfianza. Su marido se encontraba fuera, de viaje de negocios. Se suponía que debía ser un trabajo fácil. Por una vez, parecía que efectivamente iba a ser así.

Esperé hasta que recorrió una manzana antes de abandonar la oscuridad en la que me había ocultado. Me volví hacia la derecha y empecé a caminar por la acera opuesta. Ella avanzaba rápido, con paso firme pero relajada. Cada cuatro pasos le daba una calada al cigarrillo. Llevaba una falda larga y negra, zapatillas de deporte negras y una blusa púrpura. Era atractiva, pero me esforcé para no permitir que eso me afectara. Me concentré para calcular la velocidad a la que yo caminaba y poder alcanzarla en el momento preciso en que entrara en la portería del edificio donde vivía, pero no antes ya que no quería levantar sospechas. No era la primera vez que yo hacía algo así. Hacía años que me había estrenado. Tampoco habría de ser la última vez. Incluso entonces estaba convencido de ello. Aquel pensamiento no me incomodaba. Tenía un trabajo entre manos.

Había reducido la distancia que nos separaba a una cuarta parte cuando dobló a la izquierda y tomó la calle de su apartamento. Observé cómo tiraba la colilla al suelo y la aplastaba con el pie. Entonces echó a andar por la calle en la que vivía, todavía más silenciosa que la anterior y con árboles a ambos lados. Cuando me aseguré de que no podía verme, crucé hacia la otra acera corriendo, saqué un par de guantes de cuero negro de la bolsa y me los puse. El callejón era más oscuro. Había menos farolas.

Ahora caminaba rápido. En mi opinión, más que en circunstancias normales. No creo que me viera, pero debió de percibir algo. Era lógico. Una especie de sexto sentido, esa desazón que anuncia la tragedia inminente. No se atrevió a mirar atrás, aún no. En pocas zancadas reduje la distancia que nos separaba a tres metros.

Estaba claro que sabía que la seguía. Aún no me había visto. Tan solo sintió mi presencia a su espalda. Podría haber gritado, pero yo sabía que no iba a hacerlo. No quería correr el riesgo de pasar ese bochorno. A fin de cuentas, cabía la posibilidad de que yo tan solo fuera uno de sus vecinos, que regresaba a casa al igual que ella. Llevaba bastante tiempo retirada. Había perdido la capacidad de confiar en su instinto.

La observé mientras introducía la mano en el bolso. Podría haber cogido cualquier cosa. Le miré fijamente la mano. Si sacaba una pistola, un spray de pimienta o incluso un teléfono móvil, me habría obligado a moverme mucho más rápido de lo que quería. Habría tenido que agarrarla de la muñeca, retorcérsela y obligarla a soltar lo que tuviera en la mano. Sin embargo, no fue necesario. Oí un tintineo. Tan solo estaba buscando las llaves.

Los árboles arrojaban su sombra en la acera y ella pasaba rápidamente de la luz a la oscuridad. Tres casas más y doblaría a la izquierda para entrar en su edificio de piedra rojiza. Tuve que esforzarme para que no se me disparara el pulso. La adrenalina, que esperaba no necesitar, empezó a fluir por mi cuerpo. Desde un punto de vista físico, lo más probable era que su reacción fuera un reflejo de la mía. Empezó a acelerar el paso, pero sin correr. Yo seguí avanzando a grandes zancadas y reduje por completo la distancia que nos separaba hasta que casi pude tocarla.

Entonces ella ya lo sabía. Por fuerza. Estaba a un paso y medio. No le quedó más remedio que resignarse a su destino. Ciertos pensamientos pasarían por su cabeza, lamentos, pensamientos sobre lo que podría haber hecho de otro modo para salvarse. Estoy seguro de que pensaba que fue una estupidez volver caminando sola a casa de noche, aunque lo había hecho cientos de veces durante varios años, años de agradables paseos de vuelta a casa por las tranquilas calles de Brooklyn tras una jornada de trabajo honrado. Aquella era su casa. Doce años. Dos hijos. Quién sabe cuántos buenos recuerdos ¿Aún podía gritar? ¿Y si sus gritos despertaban a sus hijos? No quería asustarlos. Yo lo sabía. Entonces, ¿qué podría haber hecho de otro modo? Podría haber abrazado a sus hijos hoy por la mañana. Podría haberles dicho cuánto los quería. Podría haberse ahorrado los gritos al pobre Eric, de tan solo cuatro años, por haber tirado los Cheerios al suelo de la cocina.

Pensé en el momento de ese mismo día en que la había observado por la ventana de la cocina, desde lo alto de las escaleras de la entrada de una casa situada enfrente. Me habría gustado decirle lo mucho que iba a arrepentirse de gritarle así a su hijo. Deja que tire los cereales, pensé, deja que los tire. Aunque, claro, no dije nada.

Ahora, a un edificio de su casa, repasé mentalmente mi plan. Al hacerlo, ella dobló a la izquierda y abrió la pequeña puerta que conducía a su apartamento. Estaba lo bastante cerca de ella como para evitar que se cerrara la puerta. Podía oír su respiración. Podía oír los sonidos de la televisión encendida en su apartamento. La canguro debía de estar mirándola.

No pude verle el rostro, pero imaginé la expresión. En ese momento, su cara debía de reflejar una de estas dos cosas: pánico o determinación. Había visto ambos sentimientos en el pasado, pero esperaba que fuera determinación. El pánico podía complicarlo mucho todo. Estaba a punto de poner el pie en el primer escalón que conducía a la puerta de su apartamento. Antes de hacerlo, estiré el brazo y la agarré de la muñeca con fuerza. Elegí la mano de las llaves para que no pudiera usarlas como arma. Estaba convencido de que se lo habían enseñado. «Hay que apuntar a los ojos», le habían dicho, como a todas las mujeres. Después de agarrarla de la muñeca, la obligué a darse la vuelta, y tras concederle la oportunidad de soltar un poco de aire, le tapé la boca con la otra mano.

Ahí estábamos, cara a cara. Durante un fugaz instante podría verme sin problemas, lo que tan solo serviría para confirmar una cosa: que no me conocía. La empujé hacia las sombras que había junto a las escaleras. Mientras nos movíamos, le quité las llaves de la mano y las dejé caer en la tierra blanda del pequeño jardín que había junto a la entrada. Vivía en uno de esos típicos edificios de piedra rojiza de Brooklyn, en los que la puerta del piso estaba medio encajada bajo las escaleras de la entrada principal. La empujé hacia atrás hasta que la obligué a apoyar con fuerza la espalda en la puerta. Las sombras nos engulleron rápidamente. Nadie podía vernos. Nadie la vería morir. Había cumplido con todos los pasos de mi plan sin la menor complicación.

Con un movimiento rápido y coordinado, solté las manos, con las que le sujetaba la muñeca y le tapaba la boca, y la agarré del cuello. Empecé a apretar sin perder ni un segundo. Me manejé con tal rapidez que, aunque reuniera el valor necesario para gritar, no saldría ningún sonido de su garganta. Observé su rostro mientras interrumpía el flujo de aire entre sus pulmones y el cerebro. Me miró a los ojos mientras mis manos enguantadas se aferraban con fuerza en torno a su cuello. Su rostro empezó a cambiar de color lentamente; boqueaba en vano para respirar por última vez. No opuso mucha resistencia. Nada de patadas o puñetazos, tan solo abría y cerraba la boca. Unas cuantas lágrimas empezaron a correrle por las mejillas mientras su rostro perdía el tono rojizo y se teñía de un azul tenue. A pesar de que llevaba los guantes pude notarle el pulso cuando su corazón empezó a latir con fuerza para hacer llegar el oxígeno al cerebro. Sentía el pulso en los pulgares y meñiques, pero nada más. Los dedos índice solo notaban los músculos cada vez más tensos del cuello. Ahora sus pensamientos, si todavía podía hilvanar alguno, giraban en torno a sus hijos; a buen seguro se preguntaba si estaban bien, si podía oírlos una última vez, sus vocecillas, sus risas. No tuvo esa suerte. El único sonido procedente del apartamento era el de la televisión.

Un hilo de sangre brotó de la narina izquierda cuando se le nubló la vista. Al principio la sangre se acumuló en la nariz, y luego, debido a la fuerza imparable de la gravedad, empezó a correrle por los labios. El último sabor que probó fue el de su propia sangre. No dejó de mirarme en ningún momento. No tenía una mirada inquisitiva. No me conocía, pero sabía por qué tenía que matarla. Al cabo de unos segundos murió.

Dejé el cuerpo en el suelo con suavidad y me levanté. Estaba apoyada contra la puerta, en la oscuridad, con las rodillas dobladas, la sangre de la cara empezaba a secarse. Tenía los ojos abiertos pero sin vida. Apenas sentí algo. Estaba aturdido. No experimenté placer por lo que había hecho. En el pasado había atravesado otras fases, como nos sucede a todos, distintos sentimientos: poder, orgullo, culpa, pero no sentí nada de eso. Lo único que sentí fue la satisfacción del trabajo bien hecho. Este debía de ser de los fáciles. Supongo que lo fue.

Me alejé del cuerpo, regresé a la luz de la calle, me volví y empecé a caminar con toda naturalidad. Encontrarían el cuerpo al cabo de unas horas. La canguro empezaría a preguntarse por qué tardaba tanto en volver del trabajo la madre de los niños. Telefonearía a sus padres, que se encargarían de llamar a la tienda de vinos. Al final los padres llamarían a la policía, que sería la que encontraría el cuerpo. Mientras me alejaba, mi ritmo cardíaco recuperó la normalidad. Me quité los guantes y los guardé en la bolsa. Al día siguiente me iría de la ciudad y el crimen quedaría sin resolver. El barrio permanecería sumido en un leve estado de pánico durante unas cuantas semanas. Luego todo regresaría a la normalidad. Para todo el mundo, salvo para la familia afectada, lo sucedido esa noche se convertiría en una historia que los niños se cuentan unos a otros; al igual que un cuento de fantasmas narrado en torno a una hoguera, una muerte real se transformaría en leyenda urbana. La familia de la víctima, al igual que ella misma, no cuestionaría por qué la habían matado, del mismo modo en que yo no cuestionaba por qué la había matado. En realidad, es sencillo. La maté porque yo soy bueno, y ella, mala. Al menos eso es lo que me dijeron, Maria.

Mentiría si no admitiera que en ocasiones aún pienso así.