No lo comprendo. Me has criado. Me has enseñado a cazar con lanza y arco. He vivido bajo tu techo y trabajado en tu forja.

¿Y aun así me pides que crea que no soy tu hijo?

¿Entonces quién es mi padre?

VULKAN DE NOCTURNE

Nadie lo vio morir. La jungla simplemente cobró su vida y se lo llevó. Sin un solo ruido, el soldado desapareció sin más. Su asesino se movió como un borrón, fundido con las sombras hasta que se perdió en la calina. La débil luz apenas penetraba el denso follaje que los cubría. Los hombres, gritando y presas del pánico, echaron mano de los focos de las mochilas, sofocados por la embriagadora penumbra. El calor adensaba el aire, pero los cuerpos de los soldados se helaron con el miedo creciente. Los puñales de luz ahuyentaron a los insectos que se acurrucaban en los huecos oscuros. Las lianas permanecían suspendidas e inertes como serpientes que temieran ser descubiertas. Si tan sólo los hombres pudieran fingirse muertos de la misma forma y pasar desapercibidos para sus depredadores… Las hojas achatadas, que en realidad no eran hojas en absoluto, se movían y pulsaban pero no había rastro alguno del monstruo. Los gritos de pánico remitieron y su lugar fue usurpado por un tenso silencio a medida que la jungla se tragaba las voces y robaba la resolución de la tropa.

El oficial disciplinario del 888.º Faerio del ejército imperial apretaba el puño. Quietos. Quietos… y escuchad. Si escuchamos viviremos. Su brocado y la casaca resultaban incongruentes con su ancho pecho desnudo. Los faerios, nativos de un mundo de la muerte, eran hombres brutales de recia musculatura adaptados a los hábitats de los deltas y los pantanos. Muchos de ellos lucían calaveras colgadas de las bandoleras y los rictus de sus bocas parecían repiquetear divertidos. Los tatuajes de camuflaje cruzaban sus rostros beligerantes y aun así no podían ocultar su temor, a pesar de que se suponía que aquel era su elemento.

Los corazones que palpitaban en doscientos pechos eran un clamor aún mayor que el de la jungla en aquel momento. La espesura contenía la respiración.

Alzando la vara de castigo el oficial disciplinario estaba a punto de ordenar el avance cuando el ciber-halcón posado en su hombro chilló. La advertencia llegó demasiado tarde. Como si de nuevo exhalara, la jungla abrió sus fauces y el oficial disciplinario desapareció. En un momento estaba allí y al momento siguiente ya no. Como el soldado antes que él. Los estaban capturando uno a uno.

El fuego de una docena de rifles inundó el hueco que había dejado el oficial, pero el rastro de su atacante ya estaba frío antes siquiera de que los soldados se dieran cuenta de que le estaban disparando a la nada. El orden se había ido con él, los vigilantes del ejército fueron incapaces de evitar que el grupo de doscientos infantes liberara la furia de sus carabinas y rifles. Láser incandescente y proyectiles sólidos se derramaron en todas direcciones y los hombres dieron rienda suelta a su miedo hasta que los cargadores se quedaron vacíos. Las secciones de artillería Rapier y Tarántula añadieron soporte pesado a la descarga. La densa jungla en la zona inmediata se convirtió en un claro de vegetación triturada en menos de un minuto. Las picanas eléctricas y las órdenes emitidas en alaridos por los amplificadores de voz, a un volumen que hacía sangrar los oídos, finalmente sometieron la locura desatada.

Una pesada quietud cayó sobre ellos, rota sólo por las pesadas respiraciones y los susurros nerviosos.

La tregua fue corta.

De la oscuridad llegaron monstruos. Bestias masivas, con sus chillidos ululantes más potentes que los gritos aumentados de cualquier vigilante, chocaron contra la columna de hombres matando faerios a discreción. En uno de los flancos la línea se debilitó y se rompió, arrasada por seres cubiertos de escamas, hocicos cornudos y caparazones óseos. Los primeros faerios en morir se convirtieron en pulpa contra el suelo, los siguientes salieron despedidos por los aires o fueron eviscerados. Otras bestias, menores pero aun así varias veces más grandes que un hombre, embistieron junto a aquellas moles. Sauriales, como sus parientes mayores, pero con una naturaleza y un aspecto aviar, galoparon entre los pelotones deshilvanados, rasgándolos con sus espolones. Con su cohesión rota tan brutalmente, los desperdigados faerios fueron presa fácil. Los jinetes embozados abrieron fuego con sus largos rifles alienígenas, con sus cascos cónicos relucientes de un blanco perlino.

Desde arriba un graznido partió el aire y un segundo después el follaje fue atravesado por una bandada de reptiles alados. La salva afortunada de un Rapier trituró las membranosas alas de uno, enviando a jinete y bestia en una caída fatal, pero el resto redujo a los artilleros del ejército a una niebla visceral.

El aire pesaba, adensado de sangre y gritos, mientras el regimiento hecho jirones se reagrupaba en el claro que habían abierto. Para entonces eran poco más que una columna, un círculo de cuerpos que disminuía lentamente y que ofrecía una pobre resistencia frente a los alienígenas y sus bestias cubiertas de escamas. Pero aquel claro no era lugar para la resistencia y al poco, el Ejército Imperial corría de nuevo, de vuelta a la oscuridad. El ramaje que lo rodeaba pareció cobrar vida, atrapando muñecas y tobillos, los cenagales abrían sus bocas para tragarse hombres enteros, hordas de insectos se precipitaron sobre él obstruyendo bocas y oídos, como si la jungla entera se hubiera animado para expulsar a aquellos intrusos.

—¡Adelante, por Terra! —gritó uno de los vigilantes, un poco antes de que una lanza alienígena le perforara la garganta.

La figura que enarbolaba aquel arma la extrajo del cadáver con un gesto de desprecio, antes de tirar de las riendas de su montura reptiliana en dirección a un grupo de faerios heridos. El mensaje de la mirada ardiente en los ojos del alienígena era claro.

Muerte a los intrusos.

Cargó. Un reverberante grito de guerra atravesó la jungla como un relámpago, una llamada para sus hermanos jinetes, y en un segundo los faerios fueron tragados por una estampida. El repiqueteo de rifles y carabinas fue breve e ineficaz. Las tropas de retaguardia, lo bastante lejos de la lucha como para no haber sido ensartadas, aplastadas ni despedazadas, simplemente salieron corriendo. Aquellos hombres, aquellos brutos nativos de un mundo de la muerte, gemían mientras se desbandaban a través del calor y los lodazales. Bestias aladas, liberadas de sus correas, descendieron sobre sus presas a su antojo, engullendo enemigos a bocados para la lúgubre satisfacción de sus siniestros amos.

Fue una masacre, un festín de tibia carne humana para los monstruos sauriales de sangre fría.

Más arriba el bosque era un océano de fuego. Hojas rojas y ocres salpicaban el denso follaje como vetas de sangre en el agua. Se veía a los pterodáctilos cazar dejándose caer en picado a través de fisuras invisibles de aquel sólido mar naranja.

* * *

Una voz resonó en el interior del vientre de la nave.

—Contacto del enemigo con la vanguardia del Ejército Imperial, mi señor.

Una figura enorme en la parte posterior del compartimento aspiró el aroma de la ceniza y las brasas. En algún punto tras ella las últimas ascuas ambarinas del fuego ritual se apagaban lentamente. La luz del brasero iluminó sus ojos cuando alzó la mirada. En la penumbra parecía tan cubierto de escamas y draconiano como los monstruos de la jungla bajo ellos.

El tono de su respuesta fue de una profundidad abisal.

—Enviad a la legión.

* * *

El zumbido de un motor pesado se abrió paso por la jungla. Abajo, donde el caos seguía reinando y la siega de vidas humanas no remitía, los pocos faerios supervivientes alzaron la vista al cielo. Como si lo separase una mano invisible, el follaje se partió a la mitad para revelar el recio fuselaje de una cañonera. La rampa de abordaje estaba bajada y en la oscuridad el vientre de la Stormbird se iluminó de sensores ópticos rojo fuego en el momento en que sus ocupantes concluyeron sus juramentos de combate.

El primero de los guerreros saltó a tierra y al tocar el suelo sonó como el estampido de un trueno. Con la hoja-sierra vibrando, el gigante de color verde bosque alzó su pistola bólter.

—¡Adelante! ¡Por la libertad de la humanidad y la gloria de Terra!

Como rayos que golpearan la tierra, otros cruzados revestidos de servoarmadura con el símbolo del dragón rugiente en las hombreras se unieron a él.

Nacidos del fuego.

Todos ellos rugieron al unísono:

—¡Vulkan!

* * *

Había combatido a los eldar antes, pero no de aquella manera. Destinado a la 154ª Flota Expedicionaria había luchado contra piratas estelares, pero se trataba de una raza alienígena totalmente distinta a estos moradores de la selva. Aquellos habían sido horrores, súcubos revestidos de cuero y festoneados con cuchillas de hueso. Emergían del espacio como porciones autónomas del vacío que se desgajaran del mismo y ya habían reducido a cenizas dos fragatas antes de la intervención de la XVIII Legión. Los nativos de Nocturne los llamaban «espectros del crepúsculo». Eran fantasmas, ladrones de almas, y él los odiaba con toda la memoria cultural arraigada en su pueblo.

Heka’tan no había cruzado espadas con los jinetes-saurio nunca antes de aquella batalla. Aquellos alienígenas vinculados a la selva no parecían tan avanzados tecnológicamente como sus parientes, pero a pesar de todo eran eldar. Y eran rápidos.

—Corte a la izquierda.

El aviso verbalizado por el canal de comunicación de la escuadra apareció también como un icono sobre la pantalla retinal. Su pistola bólter aún estaba escaneando, disparando en modo semiautomático a un enemigo tan ágil que la matriz de fijado de blanco no podía ubicarlo. La maleza se deshizo bajo la salva.

—Fuego de dispersión.

Los legionarios dejaron de intentar apuntar a objetivos concretos y concentraron los disparos por zonas. La furiosa andanada combinada derribó al jinete y a tres de sus congéneres.

Heka’tan vio al hermano Kaitar arrodillarse y marcar la guarda de su hombrera con un dedo embadurnado de ceniza, procedente de los restos humeantes de uno de los fuegos que habían ardido en la limpieza de la zona.

—Hacia el yunque, capitán.

Heka’tan sonrió bajo la placa facial de su casco, dirigió un saludo a Kaitar y abrió el canal de voz de la compañía:

—A toda la decimocuarta. Avanzad.

Múltiples Stormbirds habían roto el dosel que formaban las copas de los árboles llevando a los guerreros de la XVIII Legión que relevarían al ejército asediado. Los hijos de Vulkan tomaron posiciones de manera rápida y metódica, tan precisos en el arte de la guerra como su padre.

Varias escuadras de la compañía de Heka’tan avanzaron conjuntamente y una pared de fuego de bólter iluminó la jungla, haciendo retroceder la oscuridad y reduciendo los árboles a astillas. La vanguardia eldar empezó a debilitarse bajo ella. Los pterodáctilos se retiraron como saetas entre el follaje, bramando con gritos que prometían venganza. Una barrera de estegosaurios apareció detrás de las líneas de jinetes de velocirraptores que huían e intentó impedir el avance de los legionarios.

Con un breve gesto de batalla Heka’tan convocó a la división de armas pesadas.

Los condensadores pasaron de zumbar suavemente a bramar con sus vibraciones, a medida que los rayos de conversión alcanzaban la carga necesaria para ser disparados. Una descarga crepitante partió de las bocas de los cañones y cortó limpiamente el follaje antes de detonar contra los estegosaurios. Las explosiones envolvieron a las bestias y no dejaron tras de sí nada más que pedazos de hueso húmedos.

Dos dedos agitados hacia delante en un rápido gesto de corte trajeron consigo de nuevo el fuego de los bólteres. Heka’tan lideraba el avance y enfundó su pistola al comprobar que los Salamandras habían tomado el control del campo de batalla. Poco a poco la resolución de las unidades del ejército regresaba. La aparición de la legión astartes los había alentado a medida que esta había ido avanzando implacablemente en medio de los temblorosos faerios.

Heka’tan clavó la mirada en uno de los vigilantes que estaba intentando restablecer el orden en su pelotón.

—Trae a tus hombres conmigo, soldado.

El oficial dirigió un firme saludo al capitán.

—¡Por la gloria de Terra y el Emperador! —vociferó a sus hombres con un vigor renovado.

A lo largo de aquella sección de la jungla los Salamandras fueron haciéndose con el control de las unidades del ejército y limpiando una ruta de acceso. Con la legión como punta de lanza, el ejército la siguió.

A pesar de la muerte de los estegosaurios y de las muchas derrotas que les habían infligido a lo largo de la brecha de dos kilómetros que los Salamandras habían abierto en la jungla, los eldar seguían resistiendo con tenacidad. A lomos de sus monturas reptilianas los jinetes disparaban sus rifles. Los pterodáctilos siguieron lanzando ataques relámpago sobre los legionarios hasta que sus pérdidas fueron demasiada altas por causa de los bólteres de los Salamandras. Un estegosaurio rojizo se situó desafiante frente a la línea de avance hasta que un misil lo abrió en canal. La bestia se derrumbó y en su muerte aplastó a dos jinetes velocirraptores.

Contra las legiones astartes, las tácticas de guerrilla de los eldar eran inefectivas.

A medida que avanzaban, la jungla frente a los Salamandras comenzó a cambiar. Las ramas se entrelazaron, las hojas y lianas se unieron para formar una gruesa barrera. En minutos un callejón arbóreo había crecido cortando el paso de los legionarios. A través del visor retinal de su casco de combate, Heka’tan aún podía detectar las marcas de los cuerpos de los enemigos que acechaban en la penumbra. Los elementos de despliegue rápido de la fuerza eldar los habían flanqueado de nuevo. Bandas de velocirraptores aparecían y desaparecían como borrones de colores cálidos en su visión periférica y los pterodáctilos se posaban en las ramas de los árboles más altos a la espera de poder lanzar una emboscada.

El icono del quinto sargento Bannon parpadeó junto a la lista de datos de objetivos al lado izquierdo del visor de Heka’tan. El capitán abrió el canal:

—Infierno y llamas, hermano.

El símbolo de confirmación parpadeó una vez antes de que la primera línea completa de los Salamandras se retirara siguiendo los protocolos de fuego de supresión.

El vigilante del ejército cuyo pelotón se había unido a la escuadra de Heka’tan interpretó aquello como una señal de que debía avanzar con sus faerios, pero el legionario lo detuvo.

—Aún no.

—¡Estamos preparados para morir para mayor gloria del Emperador, mi señor!

—Y lo haréis, humano, pero si avanzas ahora tu muerte no servirá a causa alguna.

Heka’tan hizo un gesto con su espada sierra hacia las filas de los Salamandras. El sargento Bannon trajo consigo a la vanguardia seis escuadras de lanzallamas.

—¡Infierno y llamas!

Su grito lo contestó una pulsante ola de prometio sobrecalentado. La jungla crepitó bajo la conflagración. En los flancos, las bombas incendiarias se activaron cuando los velocirraptores que los rodeaban se encontraron con las cadenas de granadas de fragmentación colocadas por los exploradores de los Salamandras que habían estado operando ocultos en los límites de la zona de combate.

En ese momento las naves de desembarco llenaron el cielo, las llamas que hicieron llover sobre la jungla se reflejaron en sus vientres metálicos. Los troncos de los árboles ennegrecidos y los restos de la vegetación calcinada se disolvieron bajo los chorros de los retropropulsores de las Stormbirds. La ceniza tiñó la brisa. Todo ardió.

La mirada de Heka’tan se alzó hacia la furia desatada de la tormenta de fuego. Una nave, apartada de las demás, aún tenía que desembarcar a aquellos que llevaba en su interior.

—Nuestro padre no se ha unido a nosotros.

Gravius también se había percatado de la ausencia del primarca.

El hermano capitán de Heka’tan estaba lo bastante cerca como para verlo escrutar los cielos coronados de humo. Su quinta compañía avanzaba a su lado. Más de cuatrocientos legionarios astartes para domar una simple franja de jungla: algo desmesurado, pensó.

Heka’tan respondió por un canal cerrado.

—Vendrá pronto, Gravius. Cuando lo necesitemos.

La rampa de la Stormbird solitaria permaneció cerrada.

* * *

En el interior de la nave el calor estaba más allá de la resistencia de un ser humano.

Los guerreros reunidos no sudaban. Su respiración era regular bajo el caparazón de las armaduras dragontinas. Las exhalaciones pausadas daban al ambiente un aroma de azufre.

Un guerrero permanecía apartado del resto. Sostenía una alabarda dentada en su puño envuelto en un guantelete. Afilados dientes de dragón del tamaño de un gladio recorrían los lados del casco de combate que sostenía en la otra mano. A pesar de que la cubierta temblaba violentamente con la potencia de los motores de la Stormbird, permanecía inmóvil con la firmeza de una estatua. Una cresta de pelo rojo lava como la hoja de una espada separaba su cráneo afeitado en dos hemisferios. Mantenía la cabeza inclinada mientras se dirigía al gigante que se encontraba en el fondo de la nave.

—La legión ha sido desplegada en el campo. ¿Descendemos, mi señor?

—Aún no —respondió la voz abisal—. Aguardad mientras se templan en el yunque.

* * *

Su aliento se volvió niebla al atravesar la rejilla del respiradero de su casco. Heka’tan comprobó los sensores de la servoarmadura: las lecturas marcaban una temperatura por debajo del punto de congelación. La escarcha que se cristalizaba sobre los árboles devastados le hizo descartar un error del sistema. El hielo y la nieve estaban extinguiendo la purga llameante. Reaccionando al cambio Bannon presionó aún más y ordenó a sus hermanos de batalla que abrieran más las bocachas de los lanzallamas. La luz ardiente se incrementó pero también se intensificó la helada, que lentamente hizo retroceder las llamas.

El prometio se consumía rápidamente. El sargento Bannon no podría mantener la tormenta de fuego mucho más antes de que se hiciera necesaria una recarga. En poco tiempo las hojas festoneadas de hielo y las sendas cubiertas de nieve y salpicadas de charcos helados suplantaron el paraje ennegrecido que habían creado con los lanzallamas. Los árboles calcinados se convirtieron en esculturas de cristal, las hojas incendiadas se transformaron en abanicos de cuchillas de hielo cuando aquel invierno sobrenatural e imposible barrió la jungla. Y tras el agresivo frente frío, el deshielo vino igual de veloz, dejando entrever bajo la nieve reblandecida una vegetación renacida. Los brotes asomaban entre las cenizas y crecían de retoños a árboles maduros en momentos. El calor tropical se había restablecido y de la destrucción que habían llevado los Salamandras no quedaba rastro alguno.

Sólo podía haber una explicación para aquello, pensó Heka’tan. Siseó por el canal de voz:

—Los alienígenas tienen psíquicos cerca. Localizadlos.

La caza de los brujos resultó innecesaria. Emergieron de la selva precedidos por las descargas de rayos esmeralda. Uno de ellos golpeó a un legionario en el pecho anunciando su presencia. Pequeños arcos de energía se propagaron desde el punto de impacto mientras el hermano Oranor sufría los espasmos de la electrocución. Antes de que la carcasa ennegrecida y humeante de su servoarmadura tocara el suelo su escuadra respondió. Las detonaciones de los bólteres florecieron y se disiparon sobre los escudos psíquicos que guardaban a los eldar mientras los Salamandras liberaban su furia impotentes. El aquelarre de doce psíquicos combinó sus poderes, atacando y defendiendo alternativamente. Los escudos cinéticos parpadeaban brevemente con la incandescencia de los misiles que los alcanzaban. Las llamas lamían las guardas psíquicas en estridentes explosiones de colores oleosos, pero los hechiceros permanecían indemnes mientras liberaban tentáculos de relámpagos sobre los legionarios que partían las corazas de las servoarmaduras sin dificultad.

Por encima del rugido de la tormenta, Heka’tan se esforzó por escuchar con más detenimiento.

—¿Están cantando, hermano capitán? —preguntó Lúminor, su apotecario.

Heka’tan asintió despacio. Fijó la vista en una de las brujas del aquelarre: ciertamente sus labios se movían al ritmo repugnante del cántico.

—Es hechicería. No dejéis que entre en vosotros.

El hermano Angvenon estaba junto al otro hombro del capitán haciendo un gesto con la bayoneta de su bólter:

—Pasa algo…

Demasiado tarde, Heka’tan fue consciente del peligro.

—¡Retirada!

La tierra escupió tentáculos erizados de espinas que atraparon a la vanguardia de los Salamandras cuando los eldar emplearon su brujería para volver la jungla contra ellos. Las unidades de apoyo del ejército fueron asfixiadas y aplastadas. Heka’tan repartió tajos con su espada sierra pero rápidamente el mecanismo quedo embotado y bloqueado: los dientes atascados zumbaron desesperadamente hasta detenerse. Luchó contra las ataduras que buscaban inmovilizarlo pero las raíces y las lianas se multiplicaban alrededor de sus miembros. La fibra muscular de los brazos de la servoarmadura se tensó hasta el límite con sus esfuerzos por escapar. Llegó junto al vigilante del ejército pero tanto él como sus hombres fueron rápidamente cubiertos por la vegetación. Sus dedos crispados se movieron espasmódicamente en sus últimos estertores y después desaparecieron cuando la jungla los devoró definitivamente.

Un cambio sutil en el canto de sirena de la bruja hizo que las raíces serpentinas se contrajeran aún más, arrancando armas de manos y arrastrando miembros. A pesar de que lucharon contra ello, los Salamandras estaban siendo tragados por la tierra como los soldados humanos antes que ellos.

—¡Cubríos!

El sargento Bannon trazó un círculo con su lanzallamas para encarar a la selva viviente, pero sus seis escuadras estaban rodeadas antes de que pudiesen descargar lo que quedaba de sus depósitos de combustible.

La primera línea de los Salamandras estaba atrapada al completo por la asfixiante vegetación que había detenido el asalto.

Los gritos de los jinetes de los velocirraptores cortaron el aire, seguidos por los profundos gruñidos de los estegosaurios. Las sombras de los pterodáctilos que planeaban sobre los Salamandras recorrieron sus servoarmaduras.

—¡Liberaos! ¡Contraatacad!

Heka’tan logró liberar una muñeca y trazó una línea de fuego de bólter en la masa selvática que se avecinaba. Su guardia de honor hizo lo mismo, sus espadas-sierra y los gladios acuchillando el follaje poseído.

Frente a él podía oír a los eldar que regresaban.

Y esta vez no venían solos.

Un grave bramido hizo que el suelo bajo los pies de Heka’tan se estremeciera. Detuvo un momento el movimiento con el que intentaba liberar el brazo de la espada para localizar la fuente de aquel sonido.

De las profundidades arbóreas una manada de masivos depredadores alfa se unió al revigorizado asalto eldar. Con tres veces la altura de un legionario, pesadamente musculados y con todos los tendones tensos y la piel cubierta de escamas, los carnodontes eran inmensos. No tan pesados como los estegosaurios, habían sacrificado su masa por una velocidad mortífera y un par de letales dientes de sable. Una fría inteligencia ardía en los ojos de aquellos monstruos y los jinetes sobre sus lomos mostraban toda la arrogancia de reyes salvajes de la selva.

La manada de depredadores irrumpió en medio de la avanzada eldar, adelantando con facilidad a los pequeños velocirraptores y a los pesados estegosaurios. Los pterosaurios, que junto a sus jinetes trazaban círculos alrededor del campo de batalla como aves carroñeras, se mostraban reacios a atacar con los carnodontes en las inmediaciones.

Inmovilizado, Heka’tan supo que los Salamandras sufrirían serias bajas. En el flanco derecho vio cómo el venerable hermano Attion arrancaba las cadenas arbóreas que lo retenían y cómo cargaba contra uno de los depredadores alfa. El dreadnought lo golpeó con el puño de energía esparciendo una lluvia de sangre desde las fauces de la bestia. Intentó apuntar con el bólter pesado, pero el monstruo logró acertarle con una garra y la ráfaga masticó la tierra en lugar de la carne.

Sujetando el cuello del carnodonte con el puño de energía Attion logró mantener alejadas las mandíbulas chasqueantes a la vez que intentaba someterlo. Los pistones de las piernas del guerrero chirriaban enfrentados a la fuerza feroz de la bestia. La cabeza cubierta por el casco, no muy diferente a la de sus hermanos de batalla, simuló la sombra de una emoción: las lentes del visor parecieron arder con la fiera mirada de un Salamandra mientras el lamento de los servos que intentaban dirigir energía a sus brazos daba fe de la lucha titánica que estaba teniendo lugar entre monstruo y hombre-máquina.

Attion descargó una bocanada de llamas del arma montada sobre su hombro y eso le concedió una ligera ventaja, pero sólo duró un instante antes de que la voluminosa cola del carnodonte lo azotara y barriera las piernas del Salamandra. Attion perdió la presa de la garganta de la criatura y cayó.

Tras su máscara facial los ojos de Heka’tan se abrieron tanto como era posible. Nunca jamás había visto caer a un dreadnought con tanta facilidad. Era guerreros eternos, honrados con el internamiento en aquellas monstruosas armaduras de batalla. Antes de que Attion pudiese contraatacar el monstruo había cerrado la mandíbula como un cepo alrededor de la sección del torso que contenía el cuerpo atrofiado del venerable guerrero.

Los colmillos afilados como cuchillas desgarraron juramentos de combate y pergaminos y los esparcieron al viento. Décadas de acciones heroicas y promesas de valor y lealtad cumplidas desaparecieron en unos instantes. La dura adamantina se rajó y después se quebró bajo la presión increíble que ejercía el carnodonte. Las fisuras ascendieron por el pecho abriéndose cada vez más hasta alcanzar el casco de Attion mientras el jinete eldar lo contemplaba con una máscara de indiferencia. Abrió en canal el refugio sepulcral del Salamandra. Unos ojos oscuros, feroces y brillantes recorrieron al legionario empapado de líquido amniótico veteado de sangre. El carnodonte rugió la expresión de su poder y su hambre. En aquel brutal sonido los colmillos marcados de rojo presagiaban el destino de Attion. Había luchado durante las Guerras de Unificación y había estado entre los primeros de la XVIII que habían nacido en Terra. Aquel no era un final digno de tal guerrero.

Momentos después el carnodonte alzó las fauces rojizas, lejos de estar saciado con el exiguo bocado que le había proporcionado el hermano Attion. El jinete del monstruo alzó la lanza de energía, invocando a los demás.

Heka’tan redobló sus esfuerzos.

Los lanzallamas de Bannon fueron los siguientes en sufrir la embestida. Varios de los legionarios fueron aplastados por el avance de los carnodontes, sus corazas quedaron profundamente marcadas por surcos de garras. A uno de ellos una bestia lo partió a la mitad de un mordisco, lo sacudió entre los dientes como un muñeco antes de que el torso se partiera. La sangre y las vísceras sobrehumanas llovieron sobre los hermanos de batalla de los Salamandras muertos, invocando su furia. La misma bestia se precipitó sobre Bannon, pero el sargento había liberado su espada sierra y surcó profundamente el hocico del carnodonte. Las escamas destrozadas cayeron junto a los chorros de sangre del monstruo, otorgándole una pequeña victoria. Bannon intentó esquivar otro ataque pero las raíces lo frenaron lo suficiente para que una segunda bestia le arrancara el brazo. Bannon siguió luchando sólo con su pistola bólter, sangrando y gritando desafiante a los monstruos.

Heka’tan aún contemplaba la escena, medio tragado por la jungla, cuando la voz del sargento le llegó a través del canal de voz. Su respiración era entrecortada y las palabras brotaban con dificultad.

—Se acabó, capitán…

Los saurios menores se acercaban, saltando sobre los heridos, gruñéndose unos a otros compitiendo por sus presas.

Los lanzallamas ya habían sido masacrados. Siete de los monstruos los rondaban, matando y mutilándolos. Tan pronto como los alcanzaran los velocirraptores…

Heka’tan apretó los dientes. Bannon estaba perdido.

—Marcha con honor, hermano. Serás recordado.

El capitán se aseguraría de ello. Su relato para los iteradores y los imaginistas no olvidaría un solo detalle del heroísmo del sargento.

Bannon musitó una última respuesta:

—En el nombre de Vulkan…

Una virulenta tormenta de fuego se desató en medio de la jungla segundos después. Envolvió a los carnodontes y a los velocirraptores más impacientes cuando los hombres de Bannon detonaron sus lanzallamas. El fuego barrió la primera línea, bañando a los Salamandras en el fuego purificador, reduciendo las raíces que los apresaban a polvo.

De las unidades del ejército de vanguardia atrapadas por la vegetación no quedaba rastro alguno. Unos pocos Salamandras estaban muertos o gravemente heridos, algunos otros medio sumergidos en la tierra.

Heka’tan gritó por el canal de comunicaciones:

—¡Vengadlos!

Los restos de la vegetación calcinada tamizaban el campo de batalla de un gris sepulcral. Heka’tan y los demás supervivientes avanzaron a través de la sucia nevada de copos plomizos. Frente a ellos, donde los lanzallamas habían entregados sus vidas, siete montículos permanecían sobre la tierra muerta. Sólo permanecieron en reposo unos segundos antes de que se colapsaran en un aluvión de cenizas. Medio abrasados pero todavía vivos, los carnodontes emergieron de entre el polvo y lanzaron un único rugido antes de cargar al encuentro de los Salamandras.

Algunos de los lanzallamas de Bannon habían perecido en la tormenta de fuego. Pero muchos otros, aun ennegrecidos y quemados, se pusieron en pie y se unieron a sus hermanos. Los Salamandras eran una legión tenaz, pero para derrotar a aquellos monstruos iba a ser necesario algo más que un obcecado rechazo a morir.

El grito de reagrupación de Heka’tan se fundió con el sonido de su espada sierra. Las matrices de puntería del visor de su casco de combate se alinearon sobre uno de los carnodontes en trayectoria de impacto directo. Era el líder de la manada, el que había matado a Attion. Ganando inercia con cada poderosa zancada, avanzaba con una fuerza equivalente a la de un tanque pesado. Sus colmillos eran tan largos como la espada sierra de Heka’tan y podían hendir la servoarmadura del capitán con la misma facilidad que un hacha de energía. Ningún hombre, ni siquiera un marine espacial, podía esperar resistir frente a un monstruo como aquel…

Pero Vulkan era mucho más que ambos.

El primarca aterrizó delante de Heka’tan como un dios cubierto de escamas. Su armadura de combate era antigua e inviolable, forjada por su propia mano. Las cabezas de dragón y la fiera iconografía engastada en cuarzo hacían de su decoración algo único. Placas del verde de un océano profundo, dentadas en los bordes, reforzaban el aspecto de saurio. La guarda de una de las hombreras era el cráneo de Kesare, una bestia que había matado mucho tiempo atrás. La otra estaba cubierta por su manto, la capa hecha con la piel prácticamente impenetrable de un draco de fuego. Tras la rugiente placa facial del yelmo dragontino brillaban dos ojos profundos como simas de volcanes: la intensidad de su mirada emanaba como un aura palpable del primarca. La capa ondeaba con la masa de aire que desplazaba la Stormbird sobre él y blandía el martillo de forja que crepitaba con la energía de un relámpago enjaulado.

Cuando habló fue como un movimiento tectónico, como si su voz poseyera el poder de demoler montañas.

—¡Soy Vulkan, y he matado bestias más feroces!

El avance del carnodonte se hizo más lento. La duda pareció brillar en sus ojos.

El eldar sobre su lomo gritó una orden brusca. Su cara tatuada estaba al descubierto y mostraba todo el odio alienígena hacia los intrusos.

Mostrando los dientes la fiera cargó y abrió la mandíbula en una embestida mortal.

Cuadrando los hombros blindados, Vulkan blandió el martillo con ambas manos. Era rápido, más rápido de lo que debería ser cualquiera que manejara un arma así, y aquello cogió desprevenidos a jinete y montura. El impacto fue espectacular. Una amalgama de esquirlas de hueso, masa encefálica y sangre explotó donde había estado la cabeza del carnodonte. El temblor que partió del golpe puso de rodillas a Heka’tan y al resto de Salamandras. Las ondas sísmicas se propagaron hasta alcanzar a las demás bestias que se tambalearon y cayeron al suelo unas sobre otras. Las manadas de velocirraptores fueron derribadas, los jinetes desmontados. La inercia hizo que la fiera decapitada excavara una profunda trinchera en la tierra que se convirtió en su tumba. Vulkan la ignoró y avanzó hacia los monstruos que aún respiraban.

Siete guerreros cuyas armaduras estaban cubiertas con escamas de dracos de fuego y que portaban hojas y mazas de diseños únicos se unieron a él.

—¡Matadlos! —rugió a la Guardia de la Pira.

Blandió su martillo de nuevo. Tres veces más el relámpago rugió en aquella arma propia de un dios, el mismo número que el de cuerpos de carnodontes que quedaron rotos sobre el suelo carbonizado.

Inspirados por su señor, los Salamandras cortaron al resto en pedazos.

Un fuego glorioso ardía en la sangre de Heka’tan. Luchar en el mismo campo de batalla que un primarca era un honor singular. Se sintió endurecido, fortalecido. El yunque había quebrado a algunos, pero él estaba vivo y templado como acero irrompible. Para cuando aquello acabó estaba ronco y su corazón cantaba la letanía de la guerra.

Su mirada se cruzó con la de Gravius entre los cuerpos destrozados de los alienígenas.

—Hacia el yunque, hermano.

Heka’tan lo saludó.

—Te dije que vendría. Gloria a la legión.

—Gloria a Vulkan —respondió Gravius.

El último de los eldar huyó, tragado por la jungla.

Heka’tan lo vio desaparecer y dirigió la mirada hacia su señor. ¿Cuántas veces el primarca había salvado a sus hijos de una destrucción segura, cambiando el curso de la lucha cuando todo parecía perdido? Los Salamandras eran una de las legiones más pequeñas pero habían servido en la Gran Cruzada con orgullo y honor. Heka’tan no podía imaginar un tiempo en el que no fuera así. Vulkan era tan fiel y firme como la tierra misma. Siempre sería su padre. Ninguna hazaña sería demasiado grandiosa como para que no pudiera triunfar, ninguna guerra demasiado dura como para que no pudiera vencer.

Sintió que su pecho se henchía.

—Sí, gloria a Vulkan.

Numeon extrajo la hoja de su alabarda del cráneo de un estegosaurio moribundo.

—Deberíamos perseguirlos, mi señor. Varrun y yo nos aseguraremos de que no vuelvan —prometió con una mirada feral.

Se quitó el casco de combate y permitió que el calor de la jungla mordiera su piel de ébano.

Vulkan alzó la mano sin cruzar la mirada con la de su campeón.

—No. Vamos a establecer y consolidar nuestra cabeza de puente aquí. Quiero hablar con Ferrus y Mortarion. Si esta campaña va a tener éxito y debe quedar algo del planeta que podamos entregar al Imperio, tenemos que trabajar juntos. La tierra es rica y puede aportar mucho a la Cruzada, pero sólo si no queda esquilmada por la guerra para lograr el acatamiento de 154-4.

Esa era una forma fría y metódica de diferenciar los planetas. Significaba que aquel mundo era el cuarto sometido por la 154ª Flota Expedicionaria.

—No creo que ellos lo vean de la misma manera.

Permanecían apartados del resto, con sólo el silencioso Varrun lo bastante cerca como para oírlos. A su alrededor el campo de batalla resonaba esporádicamente con las secas detonaciones de las ejecuciones de los xenos supervivientes. Más lejos las unidades del ejército estaban siendo reagrupadas e inspeccionadas por los oficiales disciplinarios.

En ese momento Vulkan sí cruzó su mirada con la de Numeon.

—Di lo que piensas.

—La XIV nos trata con desprecio y la X como si fuéramos legionarios de segunda. No veo entendimiento alguno entre ellos y los Salamandras, al menos no sin dificultades.

—No podemos aislarnos, Numeon. Mortarion simplemente es soberbio. En nosotros ve una fuerza tan implacable como su propia Guardia de la Muerte, eso es todo. Ferrus es un amigo para esta legión y para mí aunque… bueno, digamos que mi hermano siempre ha tenido un exceso de celo. A veces eso le nubla la mente frente a cualquier cosa que no sea el credo de los Manos de Hierro.

La carne es débil —Numeon hizo una mueca tras citar la doctrina de la X Legión—. Se refieren a nosotros. Nosotros somos débiles.

La postura agresiva del campeón denotaba su deseo de probar que no era en absoluto así, pero los Manos de Hierro estaban demasiado lejos para un reto, en la península más oriental del continente desértico de 154-4.

Vulkan lo interrumpió.

—Se refieren a cualquiera que no sea de la X. Sólo es orgullo. ¿Tú no estás orgulloso de tu legión?

Numeon cruzó su coraza con un duro saludo. Para tratarse de un Salamandra, se comportaba tan rígidamente como uno de los hijos del mismísimo Guilliman.

Nacido del fuego, mi señor.

Sonriendo Vulkan alzó las manos para indicar que no era su intención faltarle el respeto al veterano.

—Has estado en mi Guardia de la Pira desde el principio, Numeon. Tú y tus hermanos me encontrasteis en Prometeo, ¿recuerdas?

El guerrero se inclinó.

—Está grabado en mi memoria para siempre, mi señor. Reunirnos con nuestro padre fue el momento más grandioso de la legión.

—Sí, también lo fue para mí. Entre todos los Dragones de Fuego siempre has sido preeminente, mi primer capitán, mi palafrenero. No te tomes las palabras de la X como algo personal, hermano. En realidad lo único que quieren es demostrar su lealtad y su valía a su padre, igual que nosotros. A pesar de su hosco comportamiento Ferrus siente un profundo respeto por las demás legiones y en especial hacia la XVIII. Ardes con la pasión y la furia de los Salamandras —Vulkan se dirigió a su capitán con la sonrisa salvaje que impregnaba el tono de sus palabras—. ¿Qué es la fría mente de un medusino en comparación con eso? —palmeó la hombrera de Numeon en un fugaz gesto de cercanía—. Tierra, fuego y metal: la forja de la XVIII es fuerte. Nunca olvides eso.

—Vuestra sabiduría me sobrepasa, pero nunca entenderé vuestra templanza y vuestra compasión, mi señor —confesó Numeon.

Vulkan frunció el ceño como preparándose para compartir alguna verdad oculta que siempre hubiera atesorado, un segundo antes de que su expresión cambiara y se endureciese. Apartó la mirada.

Numeon iba a hablar de nuevo cuando Vulkan levantó la mano en un gesto que ordenaba silencio. La mirada del primarca intentaba penetrar entre los árboles que los rodeaban. A pesar de que Numeon no podía discernir lo que había llamado tan súbitamente la atención de su padre, sabía que la vista de Vulkan era más aguda que la de todos sus hermanos. La tensión en la postura de Vulkan que se había transmitido a su Guardia de la Pira se calmó rápidamente cuando el primarca se relajó de nuevo e hizo señas hacia la espesura.

—Mostraos. No tengáis miedo, no os haremos daño.

Numeon sacudió la cabeza, confuso. Sus ojos rojos llamearon cuando los primeros humanos emergieron de la selva. Blandió su alabarda delante del primarca en un gesto protector. Se sorprendió de no haberlos detectado antes.

—Tranquilo, hermano —dijo Vulkan mientras se aproximaba a los aterrorizados habitantes de la jungla.

Aparecían de sus escondites en lo profundo de la selva, surgían de los huecos y las ramas de los árboles. Algunos salían de la tierra misma, emergiendo de refugios subterráneos. Llevaban las caras marcadas con tatuajes tribales y las tiras de prendas que los cubrían consistían en hojas y cortezas ahumadas. Aunque tenían el aspecto de bestias, eran definitivamente humanos. Y sólo cuando la batalla había terminado se habían atrevido a mostrarse.

Vulkan se quitó el casco, la dragontina calavera rugiente con su cresta flamígera. Las cicatrices honoríficas describían un legado de hechos heroicos en su cara del color del ónice, la que sin embargo poseía cierta suavidad que contrarrestaba la amenazante figura del primarca.

—¿Ves? —dijo a un chico lo bastante valiente como para permanecer en pie frente a él—. No somos monstruos.

Enfrentado a la diabólica y gigantesca figura del primarca la expresión aterrorizada del joven sugería todo lo contrario. Tras él los demás miembros de su tribu se encogieron de miedo.

Incluso arrodillado Vulkan era mucho más alto que aquel chico. El primarca enfundó el martillo de forja mientras se acercaba a él con las manos abiertas para mostrar que no llevaba ningún arma.

La Guardia de la Pira se había congregado a su alrededor. Numeon había convocado a los demás con el canto de batalla de Prometeo, conocido sólo por los Dragones de Fuego, y todos vigilaban con cierta aprensión. Habiéndose consagrado a la protección del primarca, aquellos eran guerreros aparte. Nativos de Terra, no siempre comprendían aquellos sentimientos terrenales de la cultura nocturna en la que Vulkan había crecido, pero conocían su deber y lo sentían en su sangre modificada genéticamente.

Alentados por el chico más refugiados humanos comenzaron a salir de la jungla. Cientos se unieron al reducido grupo inicial. Tras un breve silencio de aturdimiento empezaron a gemir y a sollozar tristemente. Era difícil saber lo que significaban sus palabras, pero había una que se repetía una y otra vez: «Ibsen».

Así que este lugar tiene un nombre después de todo.

Vulkan se irguió y los humanos liberados retrocedieron inmediatamente.

—¿Qué hacemos con ellos, mi señor? —preguntó Numeon.

Vulkan se tomó un momento para considerarlo. En aquel instante debía de haber cientos. Algunas de las unidades del ejército estaban intentando rodearlos, mientras los rememoradores aparecieron como un enjambre venido de la zona de desembarco dispuesto a documentar e inventariar la zona ahora que había sido considerada segura.

Una mujer, quizá la madre del valiente chico, se acercó a Numeon y empezó a llorar y balbucir. El idioma nativo era una especie de mezcla bastarda del eldar y palabras protohumanas. Los xenolingüistas que acompañaban a las fuerzas invasoras tenían dificultades para discernir el significado de lo que decía, pero asumieron que, en un sentido general, aunque angustiados, aquellas gentes estaban agradecidas por haber sido liberadas del yugo de los alienígenas. La mujer se aferró a la servoarmadura del Guardia de la Pira y éste estuvo a punto de forzarla a que se apartara cuando una mirada de Vulkan detuvo su mano.

—Sólo es miedo. Lo hemos visto antes —Vulkan apartó con suavidad a la mujer histérica de su palafrenero.

Arropada por el aura del primarca la mujer se calmó lo suficiente como para que un soldado del ejército pudiera hacerse cargo de ella. A cierta distancia un pictógrafo destelló cuando uno de los rememoradores capturó aquel momento para la posteridad.

—Tú.

El hombre se estremeció cuando Vulkan se dirigió a él.

—¿M… mi señor?

—¿Cuál es tu nombre?

—Glaivarzel, señor. Imaginista e iterador.

Vulkan asintió.

—Entregarás el pictógrafo al oficial disciplinario más cercano.

—¿S… señor?

—Nadie debe ver que somos salvadores, Glaivarzel. El Emperador necesita que seamos guerreros, la muerte encarnada. Ser cualquier cosa menos que eso pondría en peligro la Cruzada y a mi legión. ¿Lo entiendes?

El rememorador asintió despacio y entregó el pictógrafo a uno de los oficiales disciplinarios faerios que había escuchado aquel diálogo.

—Cuando esta guerra termine tienes mi permiso para venir a hablar conmigo. Te contaré algunas cosas sobre mi vida y la llegada de mi padre. ¿Será eso suficiente compensación por la pérdida de tus imágenes?

Glaivarzel asintió y se inclinó. Para ser un iterador, abruptamente había perdido la capacidad de hablar. Cuando se lo llevaron de su presencia Vulkan se dirigió de nuevo a Numeon.

—He visto el miedo. En Nocturne, cuando la tierra se partía y el cielo lloraba lágrimas de fuego. Aquello era miedo de verdad —paseó la mirada sobre los miembros de aquella tribu a medida que avanzaban lentamente—. Debería ver su sufrimiento —su cara se volvió dura e inflexible—. ¿Pero cómo puedo sentir compasión por ellos cuando sus penurias no pueden ni compararse con las que soportó mi propio pueblo?

Perplejo y sin tener mejor respuesta, Numeon contestó:

—No soy de Nocturne.

Vulkan dio la espalda a los refugiados que se retiraban. Un suspiro escapó de sus labios en lo que podría haber sido una expresión de arrepentimiento.

—Lo sé… Dime entonces, Numeon, ¿cómo vamos a liberar este mundo y a asegurarnos su sometimiento a pesar de los sentimientos de nuestras legiones hermanas?

* * *

Una voz áspera y beligerante hacía de narrador de la imagen hololítica que barría un continente desértico. Algunos parches de vegetación erizados de espinas se aferraban al yermo paraje. Sobre él, el brillo de un sol inclemente blanqueaba la arena. Algunos monumentos y cúpulas de adobe asomaban por entre las dunas. Un cúmulo de aquellas estructuras rodeaba un menhir hundido en una depresión natural del terreno. En ese punto la panorámica se detenía y se ampliaba. Había runas grabadas en la superficie exterior del megalito, que estaba pulido y mostraba un diseño alienígena. Unos cristales como rubíes gigantes que emitían una suave luz estaban colocados a intervalos precisos y vinculados por medio de diagramas laberínticos con las runas centrales.

—Los alienígenas extraen su energía psíquica de estos nodos.

La imagen parpadeó cuando el primarca de la X Legión la sustituyó.

Ferrus Manus era un gigante de metal revestido de una servoarmadura azabache. Su mundo natal, Medusa, era un erial de hielo que reverberaba en la fría plata de sus ojos carentes de pupilas y en la piel glacial afeitada a cuchillo. El hermano de Vulkan no se cubría la cabeza, mostrando desafiante su cara modelada por la guerra, enmarcada por el pelo negro casi rapado. Ferrus era un horno atizado constantemente: su furia tendía a alzarse rápidamente y a calmarse muy despacio. Algunos se referían a él como «el Gorgón», supuestamente en referencia a aquella mirada suya que podía petrificar a aquellos sobre los que la posara. Una explicación menos elaborada hacía referencia al nombre de su planeta y lo ponía en relación con una antigua leyenda micénica terrana.

—Nuestros augures han detectado la presencia de tres de estos nodos sobre la superficie de 154-4: en el continente desierto, en el de la llanura de hielo y en el de la jungla…

Una voz baja y cavernosa lo interrumpió:

—Conocemos nuestra misión, hermano. No necesitamos que nos la reiteres.

Un segundo primarca se unió al consejo de guerra y permaneció al lado de Ferrus Manus, aunque en realidad se encontraban a kilómetros de distancia en extremos opuestos del planeta. La yuxtaposición era extraña, uno de ellos rodeado por las ventiscas árticas y el otro bañado en el brillo de un fiero sol. Mortarion de la Guardia de la Muerte era alto y delgado, pero la imposición de su presencia era innegable incluso a través del hololito.

—Lo que quiero saber es por qué estamos aquí los tres para tomar este mundo, tres legiones asignadas a la misma flota expedicionaria… ¿y qué es eso tan digno de mi atención?

El autoproclamado Señor de la Muerte tenía un aspecto lúgubre. Sus rasgos demacrados, casi esqueléticos, parecían ser una reminiscencia de una figura mítica rescatada de antiguas leyendas. Era el segador de almas, el cosechador de los muertos, aquello a lo que todo hombre temía que apareciera para reclamarlo en las horas de la noche, embozado en una capa fúnebre tan gris y efímera como el último aliento al final de una vida. Mortarion era eso y mucho más: mientras que los Amos de la Noche empleaban el miedo como un arma, él era el miedo mismo encarnado. Una piel glabra y cenicienta se sugería bajo la rejilla de la media máscara que ocultaba la mitad inferior de su cara. Una nube de vapor rodeaba su cabeza como un pálido miasma, la atmósfera letal capturada de Barbarus que exudaba de los confines de su austera panoplia. Bronce pulido y acero desnudo lo blindaban. Muchos de los detalles quedaban ocultos por la voluminosa capa gris que colgaba de los angulosos hombros de Mortarion como un jirón de humo, pero una calavera despiadada era visible sobre la coraza pectoral. Incensarios de veneno le cruzaban el pecho como una bandolera de granadas; como su armadura, aquellos también portaban el caustico aire del mundo natal del primarca.

Vulkan se agachó para recoger un puñado de tierra. Mostrándosela a los otros primarcas, dejó que aquella blanda marga se escurriera entre sus dedos.

—La tierra —dijo simplemente—. Hay filones de gemas y minerales valiosos, demasiado numerosos para contarlos, bajo la superficie de este planeta. Puedo saborearlo en su aire, puedo sentirlo bajo mis pies. Si sometemos 154-4 rápidamente podremos conservarlos. Un conflicto prolongado reduciría significativamente la recompensa geológica potencial. Es eso, hermano.

Ferrus habló y la irritación en su voz era obvia:

—Y es por eso que los nodos deben ser derribados simultáneamente según mis órdenes.

Un suspiro de cansancio raspó los labios del Señor de la Muerte.

—Estos debates nos hacen perder un tiempo precioso. La XIV tiene que cubrir más terreno que sus legiones hermanas —Mortarion se quitó la máscara para sonreír al Gorgón en un gesto a la vez intimidante y carente de alegría, muy similar al rictus de una calavera—. Por otra parte, tanto Vulkan como yo sabemos quién está al mando. No tienes que sentirte amenazado, Ferrus.

Existía una rivalidad fraternal entre todos los primarcas, era una consecuencia natural de su origen genético compartido, pero los de los Manos de Hierro y la Guardia de la Muerte parecían sentirla de una forma más intensa que los demás. Cada uno estaba orgulloso de la dureza de su propia legión, pero mientras que una buscaba en el acero y la maquinaria los medios con los que superar la debilidad, la otra valoraba una resistencia más innata y biológica. Por el momento las virtudes de ambos no habían sido puestas a prueba una contra la otra.

Ferrus cruzó los brazos plateados como el mercurio, pero no mordió aquel anzuelo tan evidente.

—¿Tu tarea es demasiado difícil, hermano? Pensaba que los nativos de Barbarus eran más recios.

Los ojos de Mortarion se estrecharon a la vez que aferraba con más fuerza su guadaña.

—La legión sólo deja muerte a su paso, hermano. ¡Ven a las llanuras de hielo y podrás ver por ti mismo cómo se debe dirigir una guerra!

Incapaz de controlar más la lava de su interior, Ferrus espetó:

—Conozco ya de sobra tus estragos, Mortarion. Debemos dejar algo de este mundo intacto que sea útil cuando partamos. Tú y los de tu clase puede ser que medréis en medio de los desechos tóxicos, pero te aseguro que los colonos que nos sigan no.

—¿Los de mi clase? El progreso de tu legión ha sido tan lento y errático como el de las máquinas que admiran. ¿Qué hay del desierto? ¿Está ya ganado?

—Lo que está es intacto. Cualquier cacique puede liberar una fuerza devastadora con legiones astartes bajo su mando. Tus tácticas son desproporcionadas. ¡154-4 no se convertirá en una roca baldía bajo mi mando!

—Hermanos…

Ambos se volvieron para mirar a Vulkan.

—Nuestro enemigo esta fuera, no entre nosotros. Debemos reservar nuestra furia para él y sólo para él. Cada uno de nosotros se encuentra en diversos teatros de guerra. Se necesitan enfoques diferentes y cada cual debe ser quien juzgue lo que es oportuno. Nuestro padre nos hizo generales y a los generales se les debe permitir liderar.

Mortarion sonrió ligeramente.

—Templado como siempre, hermano.

Vulkan prefirió aceptar aquello como un cumplido.

—Pero Ferrus también está en lo cierto. Hemos venido para liberar este mundo, no para convertirlo en cenizas. Un planeta infernal vive aún en mis pesadillas y no tengo intención alguna de añadir otro. Suaviza tu mano, Mortarion. No hay necesidad de que la guadaña caiga tan severamente —se giró hacia Ferrus Manus—. Y tú, hermano, confía en nosotros igual que lo hizo nuestro padre cuando nos encomendó la labor de rescatar a la humanidad de la oscuridad de la Vieja Noche.

Ferrus lo miró intensamente, reacio a concederle la razón, pero finalmente asintió. Las ascuas de su rabia aún ardían. Donde Vulkan era la tierra, sólida y firme, el Gorgón era volátil como un volcán ártico constantemente al borde de la erupción. Al final se calmó, reluctante.

—Tienes un alma lírica, Vulkan. A veces me pregunto si no debería ser un poco más dura.

Eran de una casta similar, los Manos de Hierro y los Salamandras. Ambos eran forjadores, pero donde Vulkan valoraba la belleza y la forma, la fijación de Ferrus Manus era la función. Era una diferencia sutil pero importante que a veces los distanciaba un poco a pesar de la proximidad de su amistad.

—Aparte de la iluminación, ¿qué más has encontrado en la jungla? —preguntó el Gorgón.

—Mi legión se ha encontrado con los eldar. Son pocos, emplean tácticas de emboscada y han doblegado a unas criaturas sauriales para que los sirvan. También tienen hechiceros entre sus filas. Las fuerzas del ejército que nos apoyaban han disminuido y mis hijos han sufrido bajas menores, pero estamos cerca del nodo.

Mostrando sólo un ligerísimo disgusto por las noticias de las muertes de los legionarios, Ferrus añadió:

—Nosotros también hemos luchado con seres en las dunas, criaturas quitinosas que se avanzan excavando bajo tierra y lagartos gigantes. Los eldar los montan como si fueran Land Speeders.

Haciendo su propio recuento, Mortarion dijo:

—He cortado el cuello de una serpiente de hielo en la tundra y hay mastodontes al servicio de los alienígenas.

—¿Crees que las bestias son nativas de este planeta, o que llegaron aquí con los xenos? —preguntó Vulkan.

—Eso no tiene importancia —dijo Mortarion—. Podrían incluso haber sido creadas por medio de alguna aberrante tecnología alienígena —sus ojos ambarinos brillaron—. Lo único que necesito saber es dónde están.

El primarca de los Manos de Hierro consideró todo aquello en un intento de representarse una imagen clara de la zona de guerra.

—Estos eldar no están tan avanzados tecnológicamente como otros con los que he luchado —frunció el ceño—. Me pregunto cómo la población indígena fue esclavizada tan fácilmente…

—Hemos encontrado algunos humanos en la jungla. Unos pocos cientos hasta ahora, pero creo que hay más. No hemos encontrado guerreros entre sus tribus. Sospecho que no son más que gente que necesita nuestra protección.

—Aun así, nuestra preocupación son los eldar —el tono de Mortarion se volvió despectivo—. Hay también nativos en las llanuras heladas, pero mi atención está fija en mi objetivo.

El menosprecio por la debilidad humana rezumaba de cada poro del Señor de la Muerte. Vulkan se sintió avergonzado al comprobar que sus propios sentimientos hacia los moradores de la selva no eran muy diferentes.

—Por una vez estoy de acuerdo con mi hermano —dijo Ferrus antes de dirigirse a Vulkan—. Este planeta ha sido infectado hasta sus raíces. No hay rincón de él, por muy remoto que sea, que esté libre de la corrupción alienígena. Hasta que deje de ser así nuestro propósito no puede estar dividido. Tenlos en cuenta, hermano, pero deja que los humanos se encarguen de su propia protección. Eso es todo.

La figura hololítica se fundió marcando el fin de la conversación. Vulkan inclinó la cabeza ante la orden de Ferrus y se encontró dentro de la tienda de campaña del ejército con Numeon esperando pacientemente en la entrada.

—¿Noticias? —el humor de Vulkan era amargo.

El palafrenero saludó con la formalidad que le era característica y avanzó tres pasos dentro de la tienda.

—Los exploradores del ejército han encontrado el nodo, mi señor. En estos mismos momentos están transmitiendo las coordenadas.

Vulkan salió inmediatamente de la tienda. Las tropas faerias se apartaron rápidamente de su camino.

—Prepara a la legión. Partimos inmediatamente.

Numeon lo seguía de cerca.

—¿Emplazo a las Strombirds?

—No. Iremos a pie.

Algunas cohortes del ejército habían prendido piras con los muertos alienígenas. Extrañamente, pequeños grupos de nativos rodeaban aquellos vastos fuegos sollozando unos en brazos de otros. Lo habían perdido todo, sus vidas y sus hogares, y estaban atrapados en una guerra que no entendían.

Numeon había dicho que era compasivo, pero todo lo que Vulkan sentía era soledad. Incluso entre sus hermanos se sentía aislado, salvo quizá junto a Horus. Existía una cercanía entre ellos. Había algo noble y generoso en el Señor de la Guerra. Inspiraba lealtad en todos aquellos a su alrededor como nadie. Derramaba carisma casi como si fuera un aura palpable. Quizá era eso por lo que el Emperador lo había elegido a él y no a Sanguinius para el título que le había otorgado. Vulkan lo veía como un hermano mayor, uno a quien podía acudir con total confianza. Deseó profundamente poder hablar con él en aquel momento. Sintió sus humores descompensados y volvió a pensar en Nocturne de nuevo. Quizá la larga guerra lo había cambiado. Su expresión se endureció.

—Haremos arder a los eldar.

Mientras miraba los tentáculos de humo retorcerse en su ascenso hacia el cielo, Vulkan retrocedió a un tiempo antes de que supiera de estrellas y planetas y de guerreros en servoarmaduras que estaban destinados a convertirse en sus hijos.

* * *

Unas manos fuertes controlaban el fuelle haciendo brotar una luz anaranjada del metal y dándole forma según su voluntad. Había callos en aquellas manos, testimonios de las largas horas dedicadas a las exigencias de las llamas. Unos dedos ásperos aferraban el mango del martillo que subía y bajaba, golpeando el hierro candente y afinándolo hasta convertirlo en una punta.

—Dame las tenazas…

El herrero tendió una mano tan dura como cuero. Bajo el hollín estaba el saludable bronceado del tiempo pasado en la llanura Arridia en busca de gemas. Cogió la herramienta que le acercó y sostuvo con ella la punta de la lanza. La nube de vapor siseó cuando el metal entró en contacto con la superficie del agua del tonel. Le recordaba a la hija del monte Fuego de muerte, roncando sonoramente y ahogando el cielo con su aliento de humo.

—Ella es la sangre de la tierra —le había dicho una vez su padre.

Recordaba que por entonces apenas tenía un año de vida pero ya era más alto y fuerte que muchos de los hombres del poblado. Juntos, en una de las laderas de la montaña la habían visto gruñir y mostrar su ira. Al principio el chico había querido huir, no de miedo por sí mismo —en ese sentido su voluntad era como el hierro— sino asustado por su padre. N’bel había calmado al chico con un gesto. Posando la palma de la mano contra su propio pecho, había instado a su hijo a hacer lo mismo.

—Respeta el fuego. Respétala. Ella es la vida y la muerte, hijo mío —le había dicho—. Nuestra salvación y nuestra condena.

Nuestra salvación y nuestra condena.

Así era todo en Nocturne.

En la vieja lengua significaba «oscuridad» o «noche» y lo era, aquel mundo sumido en la ignorancia, pero era el único hogar que había conocido.

Tras unos instantes la nube de vapor del metal modelado se disipó y N’bel lo sacó del agua para entregárselo a su hijo.

Estaba increíblemente caliente, el resplandor de la forja aún no se había desvanecido.

—¿Ves? Una punta nueva para tu lanza.

Sonrió y las arrugas como el cuero recorrieron la cara del viejo herrero. El hollín se acumulaba alrededor de sus ojos cariñosos y las mejillas cada vez más delgadas estaban espolvoreadas de ceniza. Llevaba el cráneo afeitado y tenía varias cicatrices en la coronilla.

—Matarás mucho sauros en la llanura Arridia con ella.

El hijo le devolvió la sonrisa al viejo.

—Podría haberla hecho yo mismo, padre.

N’bel limpió sus herramientas, sacudió las escorias y barrió el hollín. En la forja reinaba la oscuridad, lo que facilitaba ver la temperatura del metal y calibrar su estado. En el aire flotaba el denso aroma de las brasas y el aún más denso calor. Lejos de resultarle opresivas, aquellas condiciones estimulaban al hijo. Le gustaba estar allí. Sentía una seguridad y un solaz que no había podido hallar en ningún otro lugar de Nocturne. Las herramientas de su padre colgaban de las paredes, sólo medio percibidas en la penumbra, y descansaban en hileras banquillos y yunques de todas formas y tamaños. El hijo tenía unas manos fuertes y aquí, en la forja y en el taller, era donde podía darles un mejor uso.

N’bel seguía con los ojos fijos sobre su obra y no se percató del breve ensimismamiento de su hijo.

—Soy un humilde herrero. No tengo la habilidad de un maestro metalero ni tengo la sabiduría de un chamán, pero aun así soy tu padre y a un padre le gusta hacer cosas para su hijo bienamado.

El hijo frunció el ceño y se acercó al viejo con indecisión.

—¿Ocurre algo malo?

N’bel siguió limpiando las herramientas unos momentos antes de dejar caer los brazos y suspirar. Dejó el martillo sobre el yunque y fijó la mirada en los ojos de su hijo.

—Sé lo que has venido a preguntarme, chico.

—Yo…

—No hace falta que lo niegues.

El dolor que le provocaba la inquietud de su padre era patente en la cara del hijo.

—No tengo intención de herirte, padre.

—Lo sé, pero mereces saber la verdad. Es sólo que tengo miedo de lo que puede suponer que la sepas.

El hijo apoyó la mano en el hombro del herrero y le sostuvo de la mejilla como si sostuviera una frágil copa. Era como un niño en su inmensa mano, su altura sobrepasaba en mucho la de N’bel.

—Me has criado y me has dado un hogar. Siempre serás mi padre.

Las lágrimas temblaron en los ojos de N’bel, quién se las enjugó a la vez que se apartaba del abrazo de su hijo.

—Sígueme —dijo, y se encaminó a la parte trasera de la forja de piedra.

Desde que el hijo podía recordar siempre había habido un viejo yunque en aquella penumbra. Estaba cubierto por una manta de cuero que N’bel apartó y dejo caer al suelo. La herrumbre se había apoderado de su enorme superficie y el hijo se sorprendió al verlo tan deteriorado. N’bel apenas le prestó atención cuando apoyó el hombro contra el metal rojizo. Empujó con todas sus fuerzas y el yunque se arrastró unos milímetros.

—No he criado a un gigante por hijo para que se quede mirando mientras yo hago todo el trabajo duro —dijo sonriendo con ironía—. ¿Un poco de ayuda para tu viejo?

Avergonzado por haberse quedado mirando, el hijo se colocó a su lado y juntos movieron el inmenso yunque. Él apenas sintió el peso, la fuerza de sus brazos era increíble y se extendía por cada músculo y tendón de su cuerpo, pero el hecho de trabajar junto a su padre lo alegraba.

N’bel estaba sudando cuando terminaron y se pasó una mano por la frente.

—Estoy seguro de que solía ser más fuerte —jadeó.

Aquel momento de frivolidad duró un instante, hasta que señaló un recoveco cuadrado hundido en el suelo.

—Ahí…

Había una gruesa capa de polvo y hollín, pero el hijo se dio cuenta de que había algún tipo de trampilla.

—¿Ha estado ahí todo este tiempo?

—Bendije el día que viniste a nosotros. Eras un milagro y todavía lo eres.

El hijo sostuvo la mirada de su padre, pero éste no dijo nada más. Se arrodilló y empezó a palpar los bordes de aquel hueco en el suelo. Sus dedos encontraron unas rendijas y en un alarde de fuerza que ningún otro hombre del poblado habría podido igualar, el hijo levantó la losa de piedra. Casi sin reparar en su considerable peso, la depositó cuidadosamente a un lado y se quedó mirando un oscuro pasadizo que se adentraba en la tierra.

—¿Qué hay ahí abajo?

—Desde que te tengo nunca has mostrado temor a nada. Ni los dracos del interior de la montaña te han hecho dar un paso atrás.

—Temo esto —admitió abiertamente—. Ahora que la enfrento, no estoy seguro de querer saber la verdad.

N’bel le apoyó una mano en el hombro.

—Siempre serás mi hijo… siempre.

Dio los primeros pasos en aquella oscuridad y se encontró con una escalinata de piedra que resonaba fuertemente con cada una de sus pisadas. A medida que se adentraba más profundamente, el perfil de algo metálico y pesado comenzó a perfilarse en la negrura.

—Veo algo…

—No temas, chico.

—Veo…

Haciendo eco sobre las paredes de la forja, un bramido grave y resonante detuvo su siguiente paso vacilante. En una de las torres un vigía soplaba un cuerno. Incluso en lo profundo de la fragua N’bel y su hijo lo oyeron.

El alivio cruzó la cara del hijo cuando abandonó aquella caverna oscura y regresó a la penumbra de la forja.

—La verdad tendrá que esperar —dijo.

N’bel refunfuñaba mientras buscaba la lanza, su martillo favorito colgando ya de su cinto.

—Espectros del ocaso.

Cada tribu de Nocturne contaba su propia leyenda sobre ellos. Eran demonios de la noche, ladrones de carne, fantasmas oscuros, pesadillas andantes traídas a la vigilia cuando los cielos se volvían carmesíes y las nubes hervían sobre ellos. Pocos de los que los habían visto seguían con vida, y aquellos raros individuos quedaban rotos por la experiencia el resto de sus vidas. Historias de horror dadas forma, eran esclavistas alienígenas que robaban a las gentes de sus hogares y se los llevaban en sus naves a la oscuridad sin fin. Nadie que hubiera sido atrapado había vuelto jamás.

El hijo gruñó.

—¿Seguirán cazándonos por siempre?

—Es el yunque, eso es todo —contestó N’bel—. Sopórtalo, deja que te temple y te volverás más fuerte.

—Ya soy fuerte, padre.

N’bel aferró a su hijo del hombro.

—Lo eres, Vulkan. Más de lo que crees.

Juntos salieron corriendo de la fragua.

Una luz carmesí se cernía sobre Hesíodo y las nubes de color de herrumbre se retorcían y chocaban en los cielos ensangrentados. La ceniza y el humo teñían la brisa, y un denso calor pesaba en el aire como un manto de cadenas invisibles.

—El amanecer del infierno, cuando se parten los bancos de ceniza y el sol arde —gritó N’bel apuntando al cielo—. Es el heraldo de la sangre. Siempre, a esta hora adversa, vienen.

En la plaza del poblado reinaba el pánico. La gente huía de sus casas apretando contra el pecho sus magras pertenencias, aferrándose a sus seres queridos. Algunos gritaban, sabedores de lo que se avecinaba, aterrorizados ante la idea de que esta vez quizá fueran ellos los arrastrados a la oscuridad sin fin.

Breughar, el maestro metalero, emergió de entre la multitud intentando restaurar el orden. Junto a algunos otros hombres gritaba al resto instando a la gente a que buscaran refugio. El cuerno bramó de nuevo, provocando nuevas oleadas de miedo y frenesí.

—Esta locura debe terminar —exhaló Vulkan, estupefacto ante el terror que tomaba presa a su gente.

Aquella gente era fuerte, había resistido la furia de la tierra cuando el suelo bajo sus pies se abría y los volcanes arrojaban fuego a la negrura de los cielos. Y aun así, el miedo que evocaban los espectros del ocaso estaba más allá de toda razón.

Mientras su padre había ido a ayudar a Breughar y a los demás, Vulkan atravesó corriendo la plaza hasta un amplio pilar de roca. Era la piedra ardiente, el lugar donde el chamán subía a meditar cuando el sol estaba en su cénit. En ese momento estaba vacío y Vulkan escaló el monolito sin detenerse y alcanzó la cima en segundos. Acuclillado sobre la plataforma tenía una buena panorámica de las tierras más allá de Hesíodo.

Borrones oscuros de flecos anaranjados ensuciaban la línea del horizonte donde otros poblados eran presa de las llamas. Un humo aceitoso se derramaba hacia el cielo allí donde las antorchas habían caído sobre los habitantes y los habían quemado vivos.

Los pastores de sauros nómadas huían mientras sus rebaños eran masacrados. Carroñeros de alas membranosas recorrían el cielo en perezosos círculos, formas negras recortadas contra un cielo rojo sangre, esperando a cualquier resto que los espectros del ocaso pudieran dejar a su paso. Los pastores no eran conscientes de aquellas criaturas. Corrían hacia las murallas de Hesíodo, pero Vulkan comprendió amargamente que nunca llegarían a ellas.

Los espectros gritaban y se burlaban de ellos. Sus esquifes erizados de hojas afiladas se deslizaban sobre la llanura, siluetas dentadas contra el rojo del amanecer del infierno. Aunque estaba demasiado lejos para oírlo, Vulkan vio gritar a uno de los pastores cuando quedó preso de una red de alambre de espino y una bruja-guerrero medio desnuda lo empaló con su lanza. Otras criaturas ágiles y altas, enfundadas en armaduras segmentadas del color de la noche, lanzaban jabalinas desde aquellas máquinas, disfrutando de la caza. Cuando acabaron con los nómadas y las casas desperdigadas, centraron sus ojos en Hesíodo.

Vulkan apretó los puños. Cada amanecer del infierno era igual. Cuando el cielo se teñía de sangre los gritos empezaban y los espectros del ocaso venían. Ningún hombre debería ser cazado así. Ningún hijo ni hija de Nocturne debería sufrir como lo habían hecho aquellos pastores. La vida ya era bastante dura. La supervivencia ya era bastante dura.

—Nunca más.

Vulkan ya había visto lo que tenía que ver.

Saltó de la roca y aterrizó agazapado. N’bel corrió hacia él, sin aliento por el esfuerzo de ayudar a llevar a los más débiles a lugar seguro.

—Vamos, tenemos que escondernos.

La mirada de Vulkan era severa cuando se levantó y miró a su padre.

—Mientras nosotros nos escondemos, otros sufren.

N’bel jadeó su respuesta.

—¿Qué opción tenemos? Si permanecemos aquí todos moriremos.

—Siempre podemos luchar.

—¿Qué? —N’bel estaba perplejo—. ¿Contra los espectros del ocaso? —negó con la cabeza—. No, hijo, nos destriparán como a esos pastores de las llanuras. ¡Vamos!

Agarró del brazo a Vulkan pero éste se sacudió de su presa.

—Yo lucharé.

A su alrededor la gente de Hesíodo iba desapareciendo en alcobas secretas y cuevas subterráneas bajo el poblado. Sería lo mismo que en el resto de Nocturne. En Témis, Heliosa, Aetonia y el resto —los siete asentamientos mayores del planeta— la gente estaría huyendo a agujeros en la tierra y cerrando los ojos ante aquella pesadilla. Se ocultarían mientras los espectros del ocaso saquearían y masacrarían, destruyendo todo aquello por lo que habían luchado y muerto.

—Te lo ruego, escóndete con los demás.

Vulkan caminó hasta la forja.

—¿Dónde vas? ¡Vulkan! —lo llamó N’bel.

Entró en la forja sin responder. Cuando salió llevaba dos martillos cruzados a la espalda.

—Puede que la sangre de esta gente no fluya por mis venas, pero aun así soy uno de ellos y soy un hijo de Nocturne. Y no veré cómo lo torturan nunca más.

Contemplando la furia de su hijo y su justa ira, la desesperación de N’bel se convirtió en resolución. Aferró con fuerza su lanza.

—Entonces no dejaré que te enfrentes a ellos solo.

Haberlo rechazado habría sido un insulto. Vulkan asintió con la cabeza y a ambos los recorrió una sensación de reconocimiento mutuo. Aunque no compartieran la misma sangre, siempre tendrían aquel vínculo. Lo que sea que esperase bajo la trampilla de la forja no podría cambiar eso.

Juntos caminaron hasta el centro de la plaza y permanecieron frente a las puertas de Hesíodo. Más allá los chillidos de los espectros del ocaso eran cada vez más fuertes.

—Nunca he estado tan orgulloso de ti como ahora, Vulkan.

—Cuando esto acabe quiero que selles la trampilla. No quiero saber nunca lo que hay allí abajo.

—No creo que tengamos oportunidad, hijo —respondió N’bel—, pero si vivimos lo suficiente, ¿qué hay de tus orígenes? ¿no quieres saber de dónde vienes?

Vulkan bajó la mirada hacia aquella tierra volcánica y cuarteada.

—Estos son mis orígenes. Aquí es donde nací. Es todo lo que necesito saber, padre.

Vulkan vio de refilón a Breughar. Portaba su mazo de dos manos cruzado sobre su fornido pecho y los torques trenzados en su tupida barba tintineaban mientras caminaba. Hasta la llegada de Vulkan a Hesíodo, Breughar había sido el hombre más grande y fuerte del pueblo, pero había aceptado el cambio de estatus con una gracia y una nobleza que Vulkan nunca había olvidado. El maestro metalero saludó con la cabeza a N’bel cuando ocupó su lugar junto a ellos.

—Eres el mejor de todos nosotros —le dijo a Vulkan—. Estaré a tu lado, hermano.

Breughar no fue el único. Otros más abandonaron sus escondites para defender la plaza.

—Estaré a tu lado —dijo Gorve, el guardián de las llanuras.

—Y yo —dijo Rek’tar, el amo del cuerno.

Pronto un centenar de nocturnos, hombres y mujeres por igual, aferraban lanzas, espadas, martillos y cualquier cosa que pudiera emplearse como un arma. Eran un pueblo unido y Vulkan era la piedra sobre la que se asentaban.

—No nos esconderemos nunca más —dijo Vulkan preparando sus martillos para la lucha.

Su mirada se estrechó, fija en un punto más allá de las puertas. Igual que a una hoja sostenida sobre la llama de la forja, le dio forma a su ira como si fuera un arma que pudiera esgrimir. Durante demasiado tiempo habían vivido encogidos como presas. Ahora se levantarían.

Como si alguien hubiera ahogado abruptamente la fuente de las voces, los gritos fuera cesaron.

Aquel silencio persistió un momento, teñido de los gemidos distantes de los sauros malheridos y las súplicas de los pastores moribundos que habían caído tan cerca del santuario que buscaban.

Poco después sus torturadores aparecieron.

Ataviados de sombras, se movían con una gracia perversa, escalando las murallas de Hesíodo como jirones de noche. Empapados de una crueldad casi palpable, los espectros del ocaso comenzaron a cruzar por encima de los muros carcajeándose, mostrando los dientes, con las hojas de sus armas plateadas centelleando con promesas de sufrimiento.

Brujas vestidas de cuero, con sus largos cabellos festoneados de cuchillas, que blandían lanzas de puntas aserradas, retorcidos bracamartes y otros instrumentos afilados de los que Vulkan sólo podía imaginar la función, fueron las primeras en cruzar el umbral de la ciudad. Con una seguridad felina se dejaron caer desde las empalizadas, rodando para absorber la caída hasta quedarse en pie con unos movimientos ostentosos que denotaban su increíble arrogancia y su sentimiento de superioridad. Sus ojos brillaban con la anticipación lujuriosa de la matanza y el desafío del rebaño humano que se situaba frente a ellas apenas les provocaba una ligera chispa de entretenimiento.

Avanzaban lentamente hacia el centro de la plaza intencionadamente, buscando amedrentar a sus presas. A su lado, Vulkan podía sentir la tensión de los otros guerreros. También percibía la mentalidad de manada en la formación de los espectros del ocaso. Le recordaba a los cazadores leoninos que recorrían la llanura Arridia. Pero aquellas pálidas criaturas andróginas no poseían nada de la majestuosidad de las grandes bestias.

Los labios de Vulkan se curvaron en una mueca de desdén.

—Fantasmas de almas ajadas, eso es todo lo que sois.

Dio un paso adelante.

—Daos la vuelta —vociferó—. Volved a vuestras naves. Aquí sólo encontraréis acero y muerte esperándoos, y ya no más un rebaño a la espera de ser degollado por vuestros cuchillos.

Una de las brujas rompió a reír. Su risa era un sonido malvado y escalofriante. Dijo algo a otro de los de su especie en aquel dialecto cruel y éste gruñó obedientemente. Sus ojos eran como pozos de brea que se estrecharon cuando se centraron en Vulkan. Con un grito estridente cargó veloz como una víbora hacia el nocturno que se había atrevido a desafiar a sus amos.

—Quedaos aquí —dijo Vulkan y se aprestó a encontrarse con el espectro del ocaso.

La criatura sostenía dos cuchillos de hojas aserradas tras de sí, corriendo agazapado, como una flecha cuya punta era el afilado mentón. No llevaba ni yelmo ni máscara alguna, sólo un tatuaje serpentino sobre el perfil izquierdo.

La distancia entre ambos combatientes se acortó en segundos y justo antes de que chocaran, el espectro del ocaso cambió su vector de ataque, desplazándose en un parpadeo hacia el flanco de Vulkan con la intención de destriparlo desde un punto muerto. Pero Vulkan esperaba aquella finta. Sin la duda del miedo, su instinto de combate estaba afilado como una hoja monomolecular, algo que el ser no podía haber imaginado.

Bloqueó el tajo que debía haberlo rajado con el asta de un martillo y descargó el otro sobre el cráneo de la criatura. Un silencio estupefacto cayó sobre la multitud, invadiendo tanto a la gente de Nocturne como a los espectros del ocaso, cuando Vulkan alzó el martillo de la mancha sanguinolenta que había dejado bajo él. Escupió sobre el cadáver y miró fijamente a la bruja.

—No sois espectros, sois de carne y hueso.

La bruja sonrió y su interés y excitación se despertaron súbitamente.

—Mon’keigh…

Se lamió los labios y se fundió con las sombras. Antes de que Vulkan pudiera ir tras ella la puerta del poblado de Hesíodo explotó en una tormenta de astillas y fuego que lo envolvió y lo convirtió en una silueta oscura y difusa en medio de las llamas. Protegiéndose los ojos, sabiendo que no moriría, salió caminando de la conflagración, sin daño alguno. Aquello paralizó por un momento a los espectros del ocaso a bordo del esquife que se movía a su encuentro a través del hueco rasgado en la muralla.

Guerreros de armadura negra como la noche se derramaron por la grieta bordeando el esquife, blandiendo ansiosamente sus garfios y hojas. Vulkan partió por la mitad al primer espectro que se abalanzó sobre él con un golpe de martillo y machacó a otro con el puño desnudo. Tras de sí oyó a sus hermanos atacar, la gente de Hesíodo devolvía los golpes a los esclavistas que los habían acosado durante siglos.

Saltando por encima de una horda de guerreros, con sus armas cortando el aire, Vulkan aterrizó frente al esquife. Sus dedos como clavos de hierro se hundieron en las bandas de la proa de aquella máquina, antes de que el nocturno lo volcase. Los seres que había en su interior cayeron chillando de la nave y Vulkan la arrojó a un lado como si no fuera más que una lanza descartada. El maltrecho esquife dio varias vueltas sobre sí mismo antes de estrellarse contra el suelo y estallar en una bola de metralla incandescente.

Dos más llegaron tras la estela de aquel, el primero de ellos transportando una cohorte de guerreros. El piloto aceleró el esquife a velocidad de embestida en un intento por empalar a Vulkan con el espolón de proa. Calculando el salto a la perfección, aterrizó sobre la gabarra flotante y corrió sobre el morro blindado como si se tratase de un pequeño peñasco de la montaña.

Los guerreros se abalanzaron sobre él, disparando proyectiles afilados de sus rifles o lanzando estocadas con las hojas dentadas. Vulkan embistió a través de aquellos ataques y se encontró entre ellos, lanzando un martillazo tras otro. El odio alimentaba cada uno de sus golpes junto a la determinación de que aquel ciclo de tortura y miedo acabaría aquel mismo amanecer. Arrancó la silla del piloto del esquife en la que el guerrero que la ocupaba no era ya más que una masa rota y lo lanzó contra el tercer vehículo.

Una llamarada de energía floreció cuando el improvisado proyectil golpeó con el campo de fuerza que rodeaba el último esquife, pero eso no detuvo a Vulkan, quien no se había detenido y ya estaba cargando contra él. La piel le ardió cuando atravesó el escudo de energía y aterrizó en la cubierta para verse cara a cara con una partida de guerreros. Parecían más fornidos que los otros, y blandían unas alabardas que crepitaban con un poder antinatural. Cada uno ocultaba el rostro tras una máscara blanca como el alabastro que contrastaba vívidamente con el rojo visceral de las armaduras ornamentales. Los fantasmas miraron al intruso fijamente. Más atrás su señor también lo miraba, tras las rendijas dentadas de un yelmo cornado. Una orden áspera atravesó la celada labrada de colmillos y los guerreros atacaron.

Uno de los fantasmas avanzó silenciosamente y lanzó un tajo con su alabarda, pero Vulkan lo esquivo igual que al arco ardiente que la hoja dejó tras de sí. Una segunda alabarda se proyectó hacia él y esta vez la desvió con su martillo, sólo para quedarse con un asta humeante en la mano. Otro golpe redujo el martillo que le quedaba a cenizas cuando se vio obligado a parar de nuevo.

Poniéndose en pie, el señor de los esclavistas gruño, irritado por el hecho de que el nocturno aún siguiese con vida.

Con su enemigo desarmado, la arrogancia de los fantasmas se hizo patente y se prepararon para dar el golpe de gracia. Vulkan gruñó con desprecio:

—No necesito armas para matar escoria como vosotros.

En un despliegue de velocidad y brutalidad acabó con los escoltas. Empalados o decapitados por sus propias armas, Vulkan arrojó los restos destrozados por la borda sobre la melé que sobrevolaban. Apuntando al amo con un dedo, prometió:

—El terror acaba junto con tu vida.

El espectro del ocaso extrajo una espada centelleante de la vaina que colgaba de su trono. Una neblina oscura se derramaba de la hoja. Un ruido hueco y cortante escapó de los labios del aquel ser. Resonó a través de la boca monstruosa de aquel yelmo terrorífico. Era una risa.

Vulkan se percató del guantelete erizado de púas que cubría la otra mano del espectro cuando éste lo alzó y lo apuntó con un gesto simétrico de la amenaza que acababa de recibir.

—Dolor… —siseó.

Incluso con su velocidad sobrehumana Vulkan no podría alcanzar al espectro antes de que empleara contra él aquel arma.

—¡Hijo!

La voz de N’bel resonó por encima de la furia que lo rodeaba. El instinto hizo que Vulkan extendiera la mano, un sutil cambio en la brisa a su alrededor le indicaba que algo se movía hacia él. Con sus sentidos pendientes de cuanto lo rodeaba, los dedos de Vulkan se cerraron alrededor del asta de un mazo que aferró a ciegas. Aquella herramienta abandonó sus dedos apenas una fracción de segundo después, girando sobre sí misma, hasta impactar en la máscara de la criatura antes de que ésta fuera consciente siquiera de que estaba condenada. Con la cara partida literalmente en dos, el señor de los espectros dejó caer su espada y cayó por la borda del esquife.

Saltando a la plaza, Vulkan arremetió contra otros espectros sin detenerse. Se había convertido en una conciencia homicida: un espíritu belicoso ardía en su interior y aquello lo aterrorizaba a la vez que lo excitaba. Sin detenerse agarró a otro espectro y le aplastó el cráneo dentro del yelmo. Partió a otro como si fuese una rama sobre su rodilla. Un tercero, un cuarto, un quinto… Vulkan los machacó con las manos desnudas, como si aquella violenta y sangrienta retribución pudiera reparar los siglos de terror cometidos contra Nocturne.

La batalla terminó rápidamente.

Sorprendidos por aquella dura resistencia, el resto de la horda de espectros del ocaso se retiró antes de arriesgarse a terminar destruida completamente. Presas del frenesí sensual del combate, sólo las brujas seguían luchando.

Una de ellas parecía no saciarse nunca, apuñalando una y otra vez con sus cuchillos. Se encontraba al otro lado de la plaza, danzando entre las lanzas y las espadas de los nocturnos, dejando a su paso cuerpos decapitados con cada giro y pirueta. Los ojos de Vulkan se convirtieron en rendijas saturadas de odio cuando localizó las carcajadas de la bruja. Y esa ira se convirtió en pánico cuando vio hacia quién se lanzaba en su siguiente vuelta asesina.

—¡Padre!

Vulkan era mucho más que un ser humano. Poseía una fuerza, una velocidad y una inteligencia mayor que cualquier hombre, y sabía que era diferente de todos sus hermanos. Pero ni siquiera él sería capaz de alcanzar a N’bel antes que aquellos cuchillos.

Maldiciendo la ira anterior que le había hecho abandonar el mazo con el que había matado al señor de los espectros, Vulkan apretó los puños vacíos. El único hombre a quien podía llamar padre iba a ser degollado frente a sus ojos. Cada paso que daba a través de la plaza anegada de sangre parecía distar kilómetros del anterior mientras las hojas de la bruja destellaban y trazaban círculos… trinchaban… hipnóticas… mortales.

Lágrimas ardientes enturbiaron la vista del nocturno, la escena se desarrollaba ante él teñida de una niebla carmesí: quedaría para siempre grabada como una cicatriz en su memoria.

N’bel alzó su lanza…

…la bruja lo abriría en canal y desparramaría sus entrañas…

Sus ojos brillaban y su mirada se cruzó con la de Vulkan en medio de la masacre. Incluso en mitad de aquel movimiento asesino exudaba arrogancia. Recordaría aquellos ojos, afilados como dagas y llenos de un hastío enfermizo. Lo perseguirían desde ese día, aunque no como había esperado…

N’bel estaba desesperadamente sobrepasado. La embestida de su lanza ya se desviaba de su objetivo antes incluso de que aquellos cuchillos centellearan en busca de sus órganos vitales… Pero el golpe nunca llegó a su fin. Con un rugido, Breughar se interpuso entre N’bel y aquellas hojas. El maestro metalero logró parar una de las cuchillas que marcó una herida a lo largo de su antebrazo y lo hizo gritar. Pero su fortuna se agotó para el segundo cuchillo que se hundió profundamente en su vientre, y salió después con el sonido goteante y terrorífico de la piel desgarrada. Las entrañas de Breughar cayeron al suelo en una masa sanguinolenta que desprendía un leve vapor. Por un momento se quedó quieto, perplejo ante la conciencia de su propia muerte, y luego se desplomó. La sangre comenzó a formar un charco bajo su cuerpo, convirtiéndose en un pequeño lodazal rojizo que avanzó hasta alcanzar los pies de N’bel. Éste, mareado y derribado por la embestida del maestro metalero que lo había salvado, apenas podía levantar los brazos para defenderse.

Divertida por el sinsentido del heroísmo de aquel humano, la bruja se acercó a N’bel, pero el sacrificio de Breughar había otorgado a Vulkan el tiempo que precisaba. Alzándose como una montaña de justa ira, el nocturno se abalanzó sobre su enemiga.

—¡Lucha conmigo!

Ella se escurrió como una serpiente en el momento en que Vulkan dejó caer sobre ella los puños. El nocturno no le daba tregua y la bruja apenas podía esquivar los golpes, incapaz de lanzar una respuesta. Dio volteretas hacia atrás, zigzagueó y se retorció hasta que hubo suficiente distancia entre ambos para amenazarlo y después huir. El resto de las brujas estaban muertas o agonizantes. Sólo ella escapó a la matanza.

Fuera de la muralla derribada de Hesíodo una brecha pareció abrirse en el tejido mismo de la realidad. Una oscuridad sin fin parecía clamar desde su interior y los gritos de los condenados resonaban en la brisa, prometiendo el infierno y el tormento a todo aquel que se atreviera a entrar. Se tragó a la bruja y se cerró tras ella, dejando en el aire el hedor de la sangre y el escalofrío de la muerte cercana.

Todo había acabado.

El amanecer infernal terminó y el sol de Nocturne se alzó.

N’bel se reunió con Vulkan en las puertas. El herrero aún temblaba, pero seguía vivo.

—Breughar ha muerto.

No necesitaba oírlo, lo había visto morir.

—Pero tú estás vivo, padre, y por eso le estaré eternamente agradecido.

Su voz aún temblaba con una corriente subterránea de rabia como la que lo había consumido durante la lucha. Su pecho se movía como el fuelle de la forja, empapado de sangre alienígena.

—Ambos vivimos, hijo.

Puso su mano sobre el brazo de Vulkan y algo en la sensación que le provocaban aquellos dedos viejos y callosos lo calmaron, aliviando la tensión.

—Tal odio… Lo sentí, padre. Me tocó tan claramente como ahora siento tu mano.

Se giro para encarar a su viejo padre, sus ojos brillantes como ascuas.

—Soy un monstruo…

N’bel no retrocedió. Al contrario, sostuvo sus mejillas entre las manos.

—Eres un auténtico hijo de Prometeo.

—Pero la furia… —bajó la vista—. La forma en la que los he matado con mis propias manos…

Volvió al alzar la vista para encontrarse de nuevo con la de su padre.

—No soy un herrero, ¿verdad?

La gente del pueblo se estaba reuniendo. A pesar de la muerte que enfangaba las calles, los ánimos estaban exaltados. Saludaban a Vulkan como a un héroe.

N’bel suspiró, y todos sus miedos latentes sobre perder a su hijo desaparecieron.

—No, no lo eres. Vienes de ahí arriba.

Vulkan siguió con la mirada a donde apuntaba el brazo de su padre.

En el cielo ardía un sol como un ojo rutilante, envuelto entre jirones de nubes de humo. Vulkan entrecerró los ojos y dejó que sus rayos lo calentasen, mientras escuchaba la voz de N’bel.

—Viniste de las estrellas…

La estructura recordaba a un menhir de piedra como los que Vulkan había visto adorar en otras culturas primitivas y degeneradas. Aquellas religiones retrógradas estaban más allá de la posibilidad de incorporación en el Imperio y los Salamandras habían quemado mundos enteros corrompidos por tales idolatrías. Aquí, en 154-4, se trataba de un foco del poder enemigo, pero lo derribarían de la misma manera. Algo de su presencia inquietaba a los faerios: los oficiales disciplinarios tenían que obligar a golpe de látigo los ataques contra las posiciones eldar.

Bajo el mandato del primarca, la legión había hecho arder la jungla a su paso hasta aquel nodo psíquico. Como toda vida salvaje enfrentada a un incendio forestal, los eldar y sus bestias habían huido de las llamas. El edicto de Vulkan era absoluto, su avance inmisericorde. No se suavizó ni siquiera cuando se encontraron con los refugiados humanos atrapados entre el martillo y el yunque de la guerra. Todo lo que veía en ellos eran pálidos reflejos de la noble gente de su mundo amado, la dura vida de los habitantes de la jungla no era nada en comparación con las severas condiciones de Nocturne. En los momentos más oscuros se preguntaba si en realidad no despreciaba a aquellos tristes seres por haberse dejado conquistar, si su supuesta compasión se había evaporado. A medida que la tierra ardía y el cielo se teñía del humo, se dio cuenta de que era la presencia de los alienígenas la que ensombrecía su ánimo, eso y los recuerdos de los estragos que habían causado antes de la llegada de las naves imperiales.

La guerra no era más que destrucción: iba en contra de todo aquello que su viejo padre le había enseñado en la forja. Vulkan valoraba la creación, la intuición de la posibilidad previa y la permanencia posterior de la obra. El arte daba quietud a su alma atribulada y solitaria. Su auténtico padre, aquel que lo había creado para ser un general, necesitaba un guerrero, no un herrero. Y un guerrero es lo que Vulkan sería.

Firme en una colina que sobresalía entre la vegetación de la jungla, Vulkan se consoló con el hecho de que con la destrucción del nodo la necesidad de permanecer en 154-4 acabaría y que entonces podría apartar de su mente los recuerdos de su mundo natal más fácilmente.

Ibsen. Ese era su nombre. Y si tenía un nombre y no un mero número, tenía un corazón. ¿Significaba aquello que valía la pena salvarlo? Vulkan desechó la pregunta como desecharía una escoria de un crisol.

Aunque estaba rodeado de la Guardia de la Pira y de dos compañías de la legión que junto a él observaban cómo se desenvolvía la batalla, Vulkan se hallaba solo con aquellas tristes ideas.

Numeon habló, interrumpiendo los pensamientos del primarca.

—Han abierto brecha en el umbral exterior del reducto alienígena. Demo admitir que esperaba una defensa más férrea.

Los murmullos de la Guardia de la Pira corroboraban sus palabras. Varrun asintió, las articulaciones de su servoarmadura reafirmando su respuesta.

Había otros capitanes de los Salamandras cerca, y todos ellos confirmaban el punto de la vista del palafrenero. O bien las fuerzas eldar eran ya escasas, o bien estaban reservando parte de ellas por algún motivo.

Vulkan miraba, pensativo. A diferencia de lo que había ocurrido en la jungla, aquí la variedad de tropas alienígenas era menor. Bajo sus capas verdosas se ocultaban en el follaje, disparando con sus ballestas y sus rifles. El primarca vio a un oficial disciplinario recibir un disparo en un ojo y cómo una estela carmesí de materia cerebral emergió de la parte posterior de su cráneo. Otro tomó inmediatamente su puesto y el intenso asedio faerio continuó.

Los eldar también usaban artillería pesada, pero mucho más maniobrable que la que empleaban las divisiones del ejército, montada sobre plataformas antigravitatorias. Vibrantes rayos laser e incandescentes descargas de plasma reducían a los hombres que emergían de la linde de la jungla a sucias manchas de pasta rojiza. Las unidades Rapier y Tarántula respondían con su seco staccato de proyectiles sólidos.

Los supervisores y los oficiales disciplinarios habían reagrupado a los ferales faerios en cohortes. Densos bloques de hombres musculosos y tatuados avanzaban en formación, con fusiles y autocarabinas desgarrando la penumbra con los fogonazos de sus cañones.

Frente a ellos, agazapados tras escombros de alabastro, los eldar respondían con la misma ferocidad, cosiendo el aire con sus disparos. Los cadáveres se apilaban entre las filas de ambos bandos, los guerreros saltaban en pedazos por los impactos de las armas pesadas o se desplomaban malheridos para ser aplastados por el avance de las tropas que marchaban tras ellos. Y el número de muertos ascendía a medida que las líneas enemigas se acercaban entre sí.

Un templo rodeaba al menhir. Era una construcción aberrante tallada con símbolos alienígenas como los que Ferrus Manus había mostrado a Vulkan a través del hololito. El nodo del desierto era el único del que habían logrado capturar imágenes antes de que los augures imperiales quedaran permanentemente deshabilitados. Pero éste era ligeramente distinto. Los elementos rúnicos de las caras del menhir presentaban una configuración diferente. Se trataba de alguna forma de lenguaje. Con tiempo, un estudio exhaustivo de los signos podría desvelar sus secretos. Pero Vulkan no albergaba tal deseo. Sólo quería destruirlo.

Se giró hacia Numeon.

—Cuando las tropas del ejército alcancen el cuerpo a cuerpo con los eldar prepárate para lanzar nuestro asalto al nodo. Si atacamos con decisión y rapidez podremos destruirlo antes de que tengamos que malgastar demasiadas vidas en esa picadora de carne.

La voz de Numeon sonó cavernosa tras el casco de combate.

—¿Pensáis que la moral alienígena caerá una vez que derribemos el obelisco?

—Es el único motivo por el cual no han huido a la jungla donde pueden emplear sus tácticas preferidas. Toda su motivación de luchar aquí acaba con la destrucción del nodo. Nuestra oportunidad está cerca. Tenemos que ser pacientes.

Los ojos de Vulkan escanearon las defensas exteriores. Las murallas del templo eran ceremoniales, no estaban diseñadas para resistir ninguna forma de ataque organizado, mucho menos aún el de los ángeles de la muerte del Emperador. Detectó los nidos en las torres superiores, parcialmente ocultos por el dosel que la jungla había derramado sobre ellas. Los jinetes de pterodáctilos esperaban en las copas de los árboles, pendientes de la entrada en acción de los astartes. Escondidos en la penumbra de la foresta, también detectó a los velocirraptores. Los eldar mantenían sus tropas de asalto en reserva. No le cabía duda de que también encontrarían más brujos psíquicos. Era necesario neutralizar el objetivo rápidamente, antes de que el enemigo fuera capaz de canalizar su poder.

La vanguardia del ejército ya había sobrepasado las defensas exteriores del templo y luchaban cuerpo a cuerpo. Los faerios eran hombres embrutecidos que luchaban como salvajes contra la elegante letalidad de los eldar, aun así, las unidades del ejército contaban con la superioridad numérica, por lo que la habilidad de sus oponentes no era suficiente para resistirlos. Un eldar ataviado con una capa moteada disparó a quemarropa a un soldado, atravesándole la espina dorsal y el corazón. Dejando a un lado el rifle desenvainó una espada que destelló como mercurio antes de empezar a abrir fuentes carmesíes en las gargantas faerias. Tres de los camaradas del soldado rodaron a la criatura y la machacaron a golpes de culata. Muchos más murieron de maneras igualmente crueles: aplastados bajo botas del ejército, decapitados por cables alienígenas monofilamentales, destripados por bayonetas o tajados por bracamantes. Los faerios se movían en manadas, hombro con hombro, mientras que los eldar eran asesinos solitarios, apenas aliándose momentáneamente entre sí para un combate singular antes de volver a separarse en busca de enemigos frescos. La escena era de una brutalidad primitiva.

El sangriento escenario no se desarrollaba como Vulkan había esperado. Aquella fuerza superior en número no había hecho que los eldar lanzaran el ataque total que deseaba. Pero mientras observaba desapasionadamente la melé se hizo patente que las filas de la defensa alienígena comenzaban a afinarse.

—Van a esperar hasta que nosotros lancemos el asalto —dijo Numeon, como si leyese la mente del primarca: acababa de descubrir las tropas sauriales ocultas en la arboleda y en la jungla que rodeaba el templo.

La mirada ardiente de Vulkan se estrechó hasta convertirse en dos rendijas ambarinas.

—Démosles entonces un estímulo. Lanzad a las compañías 5ª y 14ª de los Nacidos del fuego.

* * *

Heka’tan no era un capitán orgulloso. La emboscada en la jungla le había costado a la 14ª más sangre legionaria de lo que habría deseado, pero era pragmático como todos los Salamandras y sabía que aquello simplemente era la guerra. Perder al sargento Bannon había sido un trago amargo: había luchado a su lado más de un siglo y la división de lanzallamas había sido virtualmente aniquilada por el ataque de los carnodontes. Había redistribuido a los supervivientes entre el resto de escuadras. Le resultaba extraño tener especialistas esparcidos por todas las divisiones de la compañía, pero Heka’tan no podía negar la flexibilidad operativa que tal circunstancia ofrecía. Su hermano capitán de la 5ª, Gravius, había sufrido pérdidas similares en su compañía. Como Heka’tan, era humilde y comprendía cuál era su puesto en la guerra. Incluso así, cuando llegó la orden del primarca, Heka’tan apretó el puño en un gesto de anticipación ante la posibilidad de obtener alguna venganza. Y sabía que Gravius sentía lo mismo.

A la espera junto a las cohortes del ejército, Heka’tan se giró hacia Kaitar.

—El yunque nos llama, hermano. Lord Vulkan quiere ver la herida de nuestra autoestima reparada con el temple de la lucha.

Kaitar asintió mientras comprobaba su bólter. Sobre la guarda del hombro había escrito los nombres de Oranor y Attion con ceniza negra.

—Éste será su réquiem.

—Por los muertos ausentes —añadió Lúminor frente a su capitán, su armadura blanca de apotecario salpicada de sangre de la legión.

La escuadra de mando de Heka’tan se reunió a su alrededor. Todos ellos eran unos guerreros humildes y abnegados, pero como su capitán daban la bienvenida a la oportunidad de vengar a los caídos.

—Hacia el fuego de la guerra —dijo Heka’tan, y abrió el canal de comunicación con Gravius.

—La 5ª se prepara según hablamos —dijo el otro capitán—. La llevaré al flanco del enemigo. Avanzaremos cuando des la señal, hermano capitán.

—Entonces considérala dada, Gravius. Gloria a Vulkan.

Kaitar se giró y rugió a los demás, dando la orden a las escuadras de avanzar:

—¡Gloria al primarca y a la legión!

—¡Nacidos del fuego! —gritaron como una más de doscientas voces en respuesta.

Los lanzallamas repartidos entre todas las divisiones marchaban al frente de sus escuadras extendiendo la cortina de fuego que precedía el avance de la 14ª. Heka’tan los hizo avanzar despacio, reduciendo a los eldar con salvas metódicas de bólter. Mantuvo las armas pesadas en reserva, hasta que los alienígenas desplegaron tropas adicionales para compensar la nueva amenaza.

Las estelas de los misiles nublaron el aire y los densos rayos de conversión de partículas zumbaron cuando los sargentos liberaron la potencia de las divisiones pesadas. Como contraataque los eldar lanzaron los pterosaurios, los reptiles alados precipitándose sobre las armas pesadas de la retaguardia de la formación de Heka’tan. Los bólteres pesados respondieron, llenando el cielo de proyectiles ardientes. Una lluvia de jabalinas cayó como una cascada pero fue casi en su totalidad destruida por las salvas antes de alcanzar a los legionarios. La descarga trituró a los saurios voladores, pero nuevas oleadas descendían de las copas de los árboles.

Los sargentos de las escuadras de vanguardia siguieron avanzando, disparando desde la cadera. Una manada de velocirraptores apareció por un flanco: sus jinetes esgrimían lanzas de energía y escupían maldiciones a los ángeles guerreros del Emperador. Los dreadnoughts avanzaron para cortarles el paso. Attion había estado solo cuando se había batido con el carnodonte, pero ahora era toda una unidad completa de monstruos blindados los que se precipitaban sobre los velocirraptores.

—Desbaratad su flanco, venerables hermanos —se oyó la voz de Heka’tan por el canal de comunicación.

—¡En el nombre de Vulkan! —respondieron mientras sus masas se estrellaban contra los jinetes eldar.

La distancia con el templo se estaba acortando. Heka’tan activó su espada sierra, susurrando un juramento. Su escuadra de mando permanecía a su lado. Abrió de nuevo el canal de voz.

—Que las divisiones pesadas se retiren a la jungla. Capitán Gravius, estamos a punto de entrar en combate cuerpo a cuerpo.

La respuesta llegó rápida y cargada de impaciencia.

—Somos el martillo, capitán Heka’tan. Convertíos en el yunque y veremos a nuestros enemigos hechos pedazos.

—Así será —prometió Heka’tan.

El caleidoscopio infernal de la lucha cuerpo a cuerpo casi los había engullido.

—¡Salamandras, acabad con ellos!

* * *

Desde la cima de la colina Vulkan observaba el ataque de las compañías 5ª y 14ª. Su avance había provocado una riada eldar que había abandonado su cobertura y se había unido a la batalla. En cuestión de segundos el número de defensores del nodo psíquico se había incrementado con tropas de a pie y caballería saurial.

—Han atraído a las reservas eldar —dijo Numeon.

La impaciencia por entrar en combate era patente en su voz, y se transmitió al resto de la Guardia de la Pira. Atanarius apretó con más fuerza su espada de energía de doble hoja como si estuviese estrangulando a un enemigo; los guanteletes de Ganne crepitaban ruidosamente mientras flexionaba y extendía los dedos, Leodrakk y Skatar’var blandieron al unísono los mazos de energía adoptando una postura de combate. Sólo Igataron permaneció quieto, pero una cruda agresividad parecía irradiar de él en oleadas.

Vulkan también lo sentía, pero decidió contener un poco más las brasas de su beligerancia.

Numeon se inclinó al borde de la colina, el pomo de su alabarda clavado en el suelo.

—No veo ninguna de las grandes bestias entre ellos.

No había ninguna. Vulkan no había encontrado rastro alguno de los carnodontes entre los enemigos ocultos en la selva.

—Parece que temen nuestras fuerzas.

Numeon se puso en pie. Varrun estaba tras él, afilando la hoja de su gladio, pero no ofreció su mano al palafrenero. Ningún guerrero de la Guardia de la Pira insultaría jamás a otro haciendo algo así.

—Querréis decir vuestra fuerza, mi señor.

—Mi fuerza es nuestra fuerza, Numeon. Somos uno, la legión y yo.

A pesar de la sensación íntima de distanciamiento, Vulkan sabía que eso era cierto. Salvo quizá Horus, quien tenía al Mournival, el camino de todo primarca era uno solitario. Es sólo que el primarca de los Salamandras lo sentía más intensamente que sus hermanos.

Supervisaba atentamente el campo de batalla cuando su expresión pasó del distanciamiento a una vindicación satisfecha. Una partida eldar hizo su aparición en el claro.

Os estaba esperando…

Cuando habló su profunda voz estaba teñida de amenaza, de una promesa de violencia.

—Atacamos ahora.

Numeon se dirigió a los demás, alzando su alabarda como un estandarte.

—¡Guardia de la Pira, embarcad!

Una Stormbird permanecía a la espera sobre un claro de tierra calcinada. Los motores en reposo rápidamente se reactivaron hasta alcanzar la máxima potencia y la nave despegó en cuanto Vulkan y su círculo subieron a bordo. El resto de compañías, que se quedarían en reserva en la colina, vieron partir a su señor.

La rampa de embarque aún estaba cerrándose cuando Numeon contactó con el piloto.

—Fija el vector de asalto en el nodo. Prepara las baterías de misiles y…

Vulkan lo interrumpió:

—No. Vamos a hacerlo cara a cara. Déjanos junto a los límites del nodo. Quiero derribar esa cosa con mi martillo personalmente.

* * *

A la vez que hundía su espada sierra en las entrañas del eldar, Heka’tan vociferaba a sus guerreros para que continuaran su avance.

—¡Adelante, 14ª! ¡Vulkan os está viendo!

Vulkan siempre nos ve. Igual que el yunque nos templa, así también lo hace el primarca.

Un chorro de sangre brotó del cadáver cuando extrajo la hoja y sin previo aviso tuvo que defenderse de otro ataque. Un eldar que blandía una espada ornamentada forcejeó contra su guardia. Saltaron chispas de las hojas al chocar cuando la agresividad del astartes se encontró con la elegancia mortal del alienígena, pero Heka’tan no quería detenerse, por lo que despachó a su enemigo con un disparo a quemarropa de su pistola bólter. Unas marcas parecidas a quemaduras manchaban el verde profundo de su avambrazo donde la sangre arterial había caído sobre su armadura. Aquel era el bautismo de la guerra y lo abrazó con un grito de triunfo mientras miraba a su alrededor en busca de un nuevo enemigo.

Aquí era donde quería estar, en medio del fragor de la batalla, cara a cara con el enemigo y haciendo rodar cabezas de eldar. Heka’tan era nativo de Nocturne y conocía bien el terror de los saqueos de los esclavistas: los había sufrido de niño. A pesar de que su apoteosis había alterado el recuerdo de aquel tormento, una enemistad intrínseca permanecía. Estos no eran como los espectros, su alma era distinta, pero eran de la raza eldar y aquello era suficiente para Heka’tan.

Una llamarada se derramó en su flanco derecho, recalentando su hombrera y prendiendo fuego a un nido de francotiradores eldar que intentaban tomarlos por sorpresa. No se detuvo. La inercia lo era todo. Era inexorable, metódico y exacto como una avalancha. Gravius estaba igual de entregado: Heka’tan escuchaba los gritos de la noble 5ª que se sumaban a la matanza. La verdad era que la casi derrota en la jungla los había herido. La oportunidad de exorcizar esos sentimientos con el fuego de la guerra era un bien que su primarca les había concedido.

Martillo y yunque, hermanos, se repetía mentalmente, enseñémosles que los Salamandras no se doblegan fácilmente.

La melé era intensa, un caos trepidante de imágenes sangrientas. El olor de la carne alienígena calcinada impregnaba la brisa, mezclado con el aroma acre de sus monturas reptilianas. Gruñendo, aullando, los xenos comprobaban que la legión era un enemigo demasiado duro sin el apoyo de los carnodontes o la intervención de los brujos…

Y en ese momento una tormenta eléctrica envolvió el nodo psíquico y cuatro figuras de largas túnicas aparecieron. Heka’tan estaba lo bastante cerca para presenciar la aparición a pesar del muro de cuerpos entre los que se encontraba. Era como si el propio relámpago los hubiera traído, pasajeros invisibles cabalgando sobre aquella energía preternatural que había surgido del arco. Se posaron sobre la tierra como un hombre podría haber bajado de una nave. Rayos de un verde brillante aún se retorcían sobre los símbolos arcanos de la panoplia de los psíquicos en la estela de la teleportación. Tres brujas permanecían como centinelas alrededor del nodo mientras una cuarta figura apareció.

A pesar de que los eldar eran una raza andrógina, Heka’tan estaba seguro de que aquel último era un varón. No lucía yelmo alguno, sino un intrincado diseño de sigilos tatuados sobre su cara pálida y arrogante. Una diadema le apartaba el largo pelo de la cara, engarzada con un par de rubíes sobre la frente. Tenía el aspecto de una corona y el capitán de los Salamandras sintió desprecio ante la soberbia y la decadencia de los alienígenas. A diferencia de las otras brujas, éste llevaba una túnica viridián con vetas de un azul cerúleo.

El brujo se apartó de su séquito y desenvainó una centelleante espada rúnica de una belleza indescriptible. La hoja estaba vinculada a su portador y crepitaba con un fulgor actínico igual que los ojos del eldar desprendían una luz preternatural.

Los otros alienígenas se apartaron.

En seguida Heka’tan se encontró con vía libre entre él y el hechicero. Kaitar, Lúminor y el resto de la escuadra de mando reaccionaron de manera sincronizada antes incluso de que su sargento diera la orden.

—¡En el nombre de Vulkan, matad esa cosa!

Cargaron juntos. El brujo los vio acercarse y los esperó con la espada en guardia. Llevaba la túnica de un guerrero asceta festoneada de runas y demás iconografía arcana. Momentos antes de la confrontación pareció inclinar ligeramente la cabeza en un gesto que podría haber sido un saludo.

El primer golpe de Heka’tan cortó el aire y alcanzó el suelo, desbrozando la tierra donde había estado el brujo que había esquivado el tajo. Kaitar no tuvo más de éxito: la espada del eldar paró su gladio. Lúminor le descargó la mitad del cargador de su pistola bólter, pero los proyectiles detonaron sobre el escudo cinético que creó el hechicero extendiendo la palma de la mano. Una fuerza invisible golpeó al apotecario haciéndolo girar en redondo y el hermano Tu’var se interpuso entre él y el eldar para salvarlo del siguiente golpe de la espada xenos. La espada rúnica atravesó la guardia del astartes con facilidad, arrancándole el gladio de la mano, atravesando su coraza y hundiéndose hasta la empuñadura en su pecho. Con el mismo movimiento con el que extrajo la hoja del cuerpo, el brujo trazó un arco con el que abrió el plastrón de Angvenon antes de descargar el rayo de energía que lo derribó. Con la servoarmadura humeante, Angvenon intentó levantarse, pero se desplomó a sus pies.

—¡Hacedlo pedazos! —rugió Heka’tan blandiendo de nuevo su arma.

Su mundo se había condensado en aquella lucha, ciego y sordo para el resto de la batalla que no era más que algo sangriento y desenfocado alrededor. Aquel era el yunque, comprendió, el momento en el que se superaría y prevalecería o en el que capitularía y caería.

Eran como tres caballeros armados luchando con un bailarín, el eldar esquivando sus torpes golpes mientras respondía con veloces acometidas de su espada rúnica.

Heka’tan se negaba a rendirse.

Soy un legionario. Soy un guerrero nato.

Aquel brujo había reducido a tres de los ángeles del Emperador a patanes blandiendo pedazos de metal ruidoso y aquello era un agravio para Heka’tan. Volvió a lanzar una estocada pero de nuevo cortó sólo sombras. Alzó la pistola y apretó el gatillo, pero un rayo brotó de la mano del hechicero y se precipitó sobre su puño. Iconos de alerta se iluminaron instantáneamente en la pantalla retinal del capitán. Los supresores químicos del dolor se dispararon en una reacción biomecánica, permitiéndole seguir en pie. La pistola se había sobrecargado y le había estallado en la mano, rociando a Heka’tan con metralla ardiente. Apenas era lejanamente consciente de los espasmos que sacudían sus músculos, pero supo que estaba herido cuando la vista empezó a nublársele.

—¡Nacidos del fuego!

Aquello era más un grito de desafío que una llamada pidiendo refuerzos.

Kaitar y Lúminor cerraron filas junto a él, deteniendo el golpe de gracia del brujo. La vista se le estrechaba y era peor con el casco de combate, por lo que Heka’tan tiró de los cierres para quitárselo y lo descartó. Cayó repiqueteando al suelo y los olores, imágenes y sonidos de la jungla alienígena lo desorientaron por un momento hasta que sus sentidos sobrehumanos pudieron aclimatarse. Aún aferraba su espada sierra, vibrando beligerantemente en su mano. Uno de los lanzallamas de la extinta división de Bannon apareció en la visión periférica de Heka’tan y le gritó por encima del estrépito.

—¡Legionario, infierno y llamas!

Un manto de prometio se derramó sobre los combatientes.

Kaitar cayó, golpeado por la explosión de la llamarada, mientras que Lúminor se escudó con el antebrazo. El brujo desvió la tormenta de llamas con otro escudo cinético, pero al levantar una defensa bajó la otra. Heka’tan se arrojó en medio de las llamas con su espada sierra sujeta con ambas manos y golpeó salvajemente en el momento en el que se precipitó sobre el xenos. Un sonido débil y ahogado escapó de la garganta del eldar cuando tragó un metro de hoja dentada. Todas las guardas y sigilos de protección del alienígena se habían roto, toda su agilidad preternatural desbaratada con un único movimiento brutal. Clavó su mirada a Heka’tan, quien a la vez le respondió con unos ojos rojizos que palpitaban con un fulgor de venganza. El dolor podría haberlo detenido, haberlo alejado de la lucha, pero los hijos de Vulkan eran tenaces, tal y como su padre los había enseñado a ser.

Acercó la cara, con los dientes apretados a mitad de camino entre una sonrisa y un gesto de desprecio.

—Los Salamandras luchamos como uno.

La saliva ácida quemó la mejilla cenicienta del eldar cuando Heka’tan lo escupió, un insulto final antes de que la luz de los ojos del alienígena se extinguiese y muriera. Sacando su hoja del cadáver, Heka’tan se preparó para seguir combatiendo.

Frente a los Salamandras estaba el nodo, pero el brujo había dado al resto del aquelarre el tiempo suficiente para activar su poder. Ondas crepitantes de energía saltaban una y otra vez entre las tres brujas mientras la piedra alimentaba y fortalecía sus poderes.

Heka’tan tuvo tiempo de alzar su espada sierra en una señal de avance justo antes de que un relámpago brotara del nodo. Con el aquelarre eldar canalizándolo, un rayo de energía crepitante desestabilizó a los dreadnoughts y derribó a los Salamandras. Recorrió la legión como una ola, dejando servoarmaduras calcinadas y electrificadas tras de sí. Los eldar que aún estaban trabados en combate cuerpo a cuerpo también fueron alcanzados: aquel ataque había sido indiscriminado y Heka’tan fue consciente en ese momento de todo lo que los xenos estaban dispuestos a sacrificar por proteger el nodo.

Milagrosamente él y su escuadra habían sido perdonados por el primer rayo, pero ya se estaba preparando un segundo. Liberado en cuestión de segundos, acabaría con ellos fácilmente. Aunque dolía como si en su interior ardiera el fuego del infierno, Heka’tan corrió con toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo.

* * *

Con los motores rugiendo, la Stormbird se aproximó a la tormenta de rayos. Un fogonazo iluminó la oscuridad del interior del casco, revelando la amenazadora figura de Vulkan apostada en la compuerta lateral que estaba abierta. El viento golpeaba como un látigo al entrar en el compartimento, haciendo ondear violentamente los juramentos de combate lacrados en su armadura. El primarca se inclinaba desde el umbral, con los ojos entrecerrados, concentrado en el nodo. Su cúspide afilada era el punto focal del que brotaba la tormenta y las runas sobre su superficie pulsaban acompasadas con los relámpagos. Incluso desde arriba y en la distancia, se apreciaba que era una estructura megalítica. Destruirla no sería fácil. La presión de la mano de Vulkan sobre el asta de su martillo aumentó.

Tras él, la Guardia de la Pira esperaba, apenas incapaz de reprimir su agresividad. Dadnos la orden… El primarca podía sentir el deseo de sus hombres de la misma forma que sentía el de su propia sangre.

Un rayo surgido de la nada recorrió el flanco del transporte, arrancando un pedazo de una de las alas, y la nave se estremeció e inmediatamente después se escoró. El humo brotaba de la herida en el blindaje. El impacto no había sido lo bastante grave como para obligar a la Stormbird a retirarse, pero no podría maniobrar hasta llegar al punto que el primarca quería alcanzar sin arriesgarse a ser derribada.

Vulkan ni siquiera buscó un asidero. Su cuerpo permaneció estable, su concentración inviolada. En un momento el piloto recuperó el control y el nodo se hizo de nuevo visible más abajo, vibrando, cubierto por un velo de la energía centelleante. El aquelarre a sus pies estaba preparado para liberar de nuevo aquel poder en otra andanada. La devastación de la primera había sido atroz a juzgar por las marcas de destrucción que había dejado a su paso y que podían verse a desde aquella altura.

Resultaba extraño ver a los eldar proteger aquella construcción cuando sus tácticas demostraban una forma de entender la guerra totalmente distinta. Aquí, resistiendo en el obelisco, exponían todas sus debilidades y trababan sus ventajas. La sospecha de que había algo que no había visto o comprendido nació en la mente del primarca, pero aquel no era momento de análisis: en lugar de eso, se concentró en lo que debía hacer.

Vulkan se acuclilló ligeramente y esperó a que la Stormbird virara y la compuerta abierta quedara alineada con el nodo. El martillo que portaba era un arma que él mismo había creado. Lo había bautizado Portador del alba. Lo había forjado en Nocturne en honor a N’bel y la herencia de aquel planeta. En la cabeza labrada parecía contener aprisionadas las tormentas de su mundo natal, batidas en el propio metal tras horas y más horas de duro trabajo en la forja. No había otro igual. Ningún legionario podía blandirlo. Ningún hombre podría siquiera levantarlo. Sólo Vulkan poseía la fuerza y la maestría necesarias para doblegarlo a su voluntad.

Se ajustó el yelmo de dragón y cerró los sellos magnéticos del gorjal.

—Hermanos, ¿qué viene después del relámpago?

La Guardia de la Pira no contestó. En lugar de eso aprestaron sus armas.

—El trueno…

Saltó de la nave.

El viento aullante golpeaba a Vulkan mientras se precipitaba a través de un cielo veteado de relámpagos. Descendió como un cometa blandiendo un mazo, con el rugido de los dracos de fuego del monte Fuego de muerte en sus labios. Su capa escamada aleteaba tras él, como si el espíritu de la bestia que una vez la había habitado hubiera regresado para bendecir la exaltación de su amo.

Una sonrisa salvaje se formó tras su casco cuando alcanzó la velocidad terminal. El viento era un silbido que podía desgarrar tímpanos. Rodeado por la tempestad, jamás se había sentido tan vivo como en aquel momento. Se preguntó si Corax y Sanguinius sentirían el mismo júbilo cuando ascendían por los cielos.

El obelisco se acercaba. Vulkan aferró el martillo con ambas manos y lo alzó sobre su cabeza. En el momento del impacto golpeó la punta afilada del monolito como si estuviese golpeando la cabeza de un clavo. Con un espasmo de energía, el nodo psíquico se resquebrajó y comenzó la lluvia de esquirlas. El primarca de los Salamandras no se detuvo, siguió cayendo, atravesando más y más de la antigua piedra, abriendo una grieta colosal a lo largo de su eje central. Las ondas de choque que partieron de la roca demolida portaban pedazos de la estructura que golpearon a los eldar como cañonazos. Cada pulso sucesivo de energía liberado por el nodo destruido golpeaba con mayor violencia al aquelarre de brujas psíquicas: se habían convertido en canales del poder del obelisco y ahora estaban recibiendo toda aquella energía desatada como una inundación. Ninguna criatura mortal podía soportar tal cantidad de poder. Vulkan aterrizó y la tierra se hundió a su alrededor en un cráter. En sincronía con el impacto, las brujas murieron al unísono: sus ojos ardieron, la carne se derritió y los cráneos estallaron. Por fin sus cuerpos, decapitados, se desplomaron.

Polvo y fuego rodeaban al primarca como una capa oscilante. Permanecía agazapado, con una rodilla en tierra. Se quedó en aquella postura unos momentos, su armadura subiendo y bajando al ritmo de su respiración. Los restos del nodo cayeron derribados a su alrededor, enormes trozos de piedra que se deshacían en pequeños fragmentos. Para cuando todo acabó, Vulkan estaba rodeado por un cinturón de grava. Las runas grabadas estaban rotas y su luz se disipó.

Los Salamandras se pusieron en pie como si hubieran renacido y atacaron de nuevo, y los eldar emprendieron la retirada.

* * *

Los gritos de victoria que recorrían las filas de la 5ª y la 14ª de los Nacidos del fuego llenaron de orgullo a Vulkan. Tras el feroz yelmo de dragón, sonreía. Vio que alguien se aproximaba.

Numeon saludó a su primarca desde el borde de la devastación. El resto de la Guardia de la Pira había descendido de la Stormbird y estaban acabando con los enemigos rezagados.

—No podía imaginar que saltaríais —confesó.

Vulkan alzó la vista y se lo quedó mirando.

—Fue un impulso.

El palafrenero miró a su alrededor, evaluando el círculo de piedra que eran los restos del nodo destrozado.

—Pero sí pensé que sería más difícil.

Vulkan alzó una ceja.

—¿Crees que ha sido fácil?

Cuando se quitó el yelmo aún estaba sonriendo. Desentumeció los hombros y guardó Portador del alba, antes de dirigir su atención a las psíquicas muertas.

—Emplear la hechicería tiene su precio.

Numeon lo siguió con la mirada mientras abandonaba el círculo para alcanzar el campo de batalla, ahora vacío.

—Eso parece, mi señor —el palafrenero miraba impasible los cadáveres decapitados y carbonizados de los eldar—. Ahora es difícil de precisar, pero creo que la vidente no estaba en este aquelarre.

Vulkan no necesitaba mirar los cuerpos, ya lo sabía.

—No estaba entre ellos, lo cual es… extraño.

—Tal vez ya haya huido. Quizá comprendió que ésta es una guerra que no pueden ganar.

—Quizá, ¿pero entonces para qué luchar siquiera?

Los eldar restantes corrían, todo intento de retirada estratégica abandonado en favor de la supervivencia individual. No quedaba nada que proteger y no tenía sentido mantener una lucha para la que no estaban preparados.

Como después de la batalla de la jungla, los nativos comenzaron a aparecer tras el cese del conflicto. Parecían moribundos, aterrados por sus liberadores y se apoyaban los unos en los otros. Algunos de los niños sollozaban. Una niña se agachó para tocar los dedos de un eldar muerto antes de que su madre la agarrara del brazo. Las unidades del ejército y sus rememoradores ya estaban reuniendo a los refugiados.

—No parecen alegrarse de vernos, Numeon…

—Me cuesta interpretar sus reacciones tanto como las de cualquier humano con el que me encuentro, mi señor.

Vulkan suspiró, incapaz de distanciarse completamente de la escena.

—Parece que tienen miedo, pero no de nosotros, ni de los alienígenas. Me pregunto…

Se detuvo al ver los cuerpos de algunos de los indígenas entre los muertos. La frente de Vulkan se llenó de arrugas de consternación.

—No sabía que había civiles en peligro dentro de la zona de combate.

Los médicos del ejército y los cirujanos de campo estaban retirando a los nativos muertos junto con los faerios. Muchos eran adultos, pero también había niños entre los caídos. La cara fría de una niña que aún sostenía una figurita de madera pareció clavar la mirada en el primarca por unos instantes. Si no fuera por aquella mancha que oscurecía sus ropas, podría haber pensado que estaba dormida. En su reposo final, la cara de la niña parecía particularmente inocente. Vulkan había visto horrores similares antes, después de las incursiones de los espectros o cuando la superficie de Nocturne se partía con la furia de la tierra. Había visto cadáveres amontonados entre los escombros, asfixiados por la ceniza, quemados por el fuego.

—Un guerrero elige su senda. Es violenta y la amenaza de la muerte está siempre presente, pero esta gente… —negó con la cabeza despacio—. Esto no debería pasar.

Numeon no tenía ninguna respuesta. Cuando Varrun se acercó con una vara hololítica la expresión del palafrenero fue de alivio.

—Una llamada de las legiones, mi señor.

Aún con la mirada distraída posada sobre los cuerpos humanos, Vulkan no respondió inmediatamente.

—Adelante —ordenó por fin.

Varrun clavó la vara en la tierra y la activó. En el cono de luz la figura de Ferrus Manus cobró forma. Los dos Guardias de la Pira se arrodillaron inmediatamente en señal de deferencia.

El primarca aún lucía el casco de combate y su coraza mostraba evidencias de que había estado donde la lucha en el continente desértico había sido más cruenta. La brillante armadura mostraba las abrasiones de la arena aunque seguía reflejando la luz del sol. Se quitó el casco y sus ojos plateados brillaron como esquirlas de hielo. Parecía taciturno.

—¿Se ha ganado la jungla, hermano?

Vulkan asintió.

—El nodo eldar ha sido neutralizado. Una victoria más fácil de lo que nos esperábamos, aunque con su coste en sangre. ¿Cómo le va a la legión de mi hermano?

El primarca de los Manos de Hierro gruñó.

—Todavía hay resistencia, pero prevaleceremos. Nos hemos encontrado con dificultades imprevistas que afectan a las unidades mecanizadas. La mayor parte de mis fuerzas marchan a pie y el rendimiento de las divisiones del ejército es pobre.

El mantra de los Manos de Hierro, la carne es débil, estaba grabado de manera indeleble en su mueca de descontento. Respetaba a los humanos, pero le frustraba su debilidad.

Vulkan decidió cambiar el rumbo de la conversación.

—¿Y qué hay de la Guardia de la Muerte? ¿Ha estado nuestro testarudo hermano a la altura de las circunstancias?

Ferrus respondió reluctante.

—Mortarion ha acabado con el nodo, aunque me pregunto qué ha dejado para que colonice la humanidad. Me temo que ha convertido las estepas de hielo en eriales contaminados y que el coste ha sido el daño a la geología del continente.

La imagen parpadeó un momento presa de las interferencias. Tras la figura de Ferrus se hicieron visibles algunas explosiones a las que el primarca no prestó atención.

—La región de las junglas es fronteriza con el desierto. Puedo enviar algunas de mis divisiones para proporcionarte refuerzos, hermano —ofreció Vulkan cuando la conexión hololítica se restableció por completo.

La fría expresión de Ferrus expresó claramente lo que pensaba de tal sugerencia.

—Innecesario.

—Entonces la victoria debe estar ya a tu alcance —Vulkan intentó que su tono no pareciera consolatorio, eso sólo habría soliviantado más a su hermano.

—El continente desértico es vasto, pero se doblegará ante mí —tras él el ruido de los bólteres servía de coro a las detonaciones que cada vez sonaban más cercanas, Ferrus ladeo la cabeza ligeramente—. Contacto con el enemigo de nuevo. Consolida tus fuerzas en la jungla y espera nuevas órdenes.

La conexión hololítica se cortó bruscamente.

—El orgullo, no la carne, es débil —dijo Numeon con un gesto resignado.

—No lo entenderías —susurró Vulkan bajando la vista.

Su padre había buscado hacerlos perfectos, mucho más que humanos en todos y cada uno de los sentidos. Vulkan y sus hermanos eclipsaban a sus hijos legionarios con una fuerza, una habilidad y un intelecto superiores, pero también poseían taras muy humanas. Ser uno entre tantos hijos hacía difícil conseguir el amor y la deferencia de su padre. El orgullo, de una manera u otra, los lastraba a todos. Creaba una rivalidad fraternal y Vulkan a veces se preguntaba si aquello podía llegar a más.

—¿Señor?

La voz de Numeon lo trajo de vuelta de su ensimismamiento.

A través del campo de batalla un astartes se acercaba. Con la espada sierra a la espalda, su paso traicionaba el intento de disimular sus heridas. Se arrodilló frente al primarca después de quitarse el casco de combate.

Los Salamandras se hablan cara a cara.

—En pie, salamandra.

El guerrero obedeció, se puso en pie y saludó golpeando su placa pectoral.

—Capitán Heka’tan —dijo Vulkan mirando al guerrero— de la 14ª de los Nacidos del fuego. Te has templado, hijo mío.

La armadura de Heka’tan estaba calcinada y abollada tras la batalla. También había perdido su arma y apoyaba el peso en la pierna izquierda. El ojo del mismo lado estaba hinchado y tumefacto, y varios tajos le recorrían la frente. El comienzo de una cicatriz honorífica sobre su cuello asomaba un poco por encima del gorjal.

—El yunque ha sido una prueba ciertamente, mi señor —bajó la cabeza de nuevo.

—No tienes que ser tan humilde. Eres un capitán y hoy has derramado sangre por tu legión. Hemos ganado.

Heka’tan no parecía tan convencido. Los ojos de Vulkan se estrecharon.

—¿Tienes algo que decirme, capitán Heka’tan?

—Sí, mi señor. Hemos encontrado a los exploradores del ejército que localizaron el nodo.

Desde que habían transmitido las coordenadas al resto de las fuerzas imperiales se había perdido todo contacto con las secciones de reconocimiento avanzadas. Percibiendo el fatalismo del capitán, la expresión de Vulkan se hizo solemne.

—Y están muertos.

—No todos, primarca —la ardiente mirada de Heka’tan no podía ocultar su recelo—. Hay un único superviviente, un no combatiente.

—¿Un rememorador?

—Eso creo, mi señor.

—¿Y no está herido?

Vulkan ya podía leer la respuesta en la expresión de la cara de Heka’tan.

—Milagrosamente, no.

Vulkan dirigió su mirada a la distancia, donde las fuerzas imperiales estaban hostigando al enemigo en el interior de la selva. Evitó detener la vista en las pilas de nativos muertos que crecían.

—¿Y dónde está ahora ese superviviente?

Heka’tan hizo una pausa.

—Hay más.

Vulkan volvió a girar la cabeza y sus ojos ardientes eran suficiente pregunta.

—Dice que hay otro nodo, mucho mayor y más poderoso que el que habéis destruido.

Un ligero espasmo del músculo de la mejilla de Vulkan fue la única señal de su desagrado.

—Llévame donde está de inmediato.

* * *

El rememorador era una figura vulgar. Vestido con una túnica sencilla de algún oscuro estilo terrano, el superviviente estaba sentado en el suelo con los ojos abiertos y alerta. Sólo el hecho de que estuviese rodeado por los cadáveres de la división de exploradores del ejército enviados a localizar el nodo destacaba su presencia.

—¿Sois el primarca de la legión de los Salamandras? —preguntó.

—Lo soy.

Vulkan se aproximó lentamente tras ordenar a su Guarda de la Pira que permaneciese fuera del círculo de exploradores muertos, una orden que disgustó a Numeon y los otros, aunque la acataron.

Vulkan vio a su alrededor los restos de la masacre. Por la posición de los cuerpos y cómo habían caído, era claro que los soldados habían organizado allí su última resistencia. Alzó la vista hacia el oscuro interior de la jungla.

—¿Os perseguían?

—Desde el sitio del cuarto monolito, sí.

—Y sólo llegasteis hasta aquí antes de que los eldar os alcanzaran.

—Exacto.

Cuando Vulkan volvió a dirigirse al hombre, que parecía sabio y joven a la vez, su mirada era inquisitiva.

—¿Cómo es que todos han muerto y sólo tú vives?

—Me escondí.

Vulkan lo miró fijamente, intentando descubrir si el rememorador le estaba diciendo la verdad. El hombre no parecía incómodo entre los cadáveres y no se había movido.

—¿No me creéis?

—Aún lo estoy decidiendo —contestó Vulkan antes de dar un paso hacia él.

La armadura de Numeon sonó antes incluso que su advertencia.

—Primarca…

Vulkan alzó la mano para calmar la ansiedad de su palafrenero. La mirada del rememorador se dirigió al Guardia de la Pira y luego de nuevo a él.

—Creo que no soy del agrado de vuestros guardianes.

Vulkan estaba frente a él.

—No confían en ti.

—Es una pena.

—¿Cuál es tu nombre, rememorador?

—Verace.

—Entonces ven conmigo, Verace, y cuéntame lo que sepas del otro obelisco.

Al abandonar el lugar de la masacre y pasar junto a Numeon el primarca le dijo en voz baja:

—Vigílalo de cerca.

Verace se puso en pie y alisó su túnica. Numeon lo miró y asintió.

Había algo… extraño en Verace, pero Vulkan no lo sentía como una amenaza. En definitiva, ¿qué amenaza podía suponer para un primarca un hombre de carne y hueso? Pero de vuelta a la Stormbird, recordó a otro extraño que había conocido, uno al que llamaban el Extranjero…

* * *

Vulkan sabía que su agarre no aguantaría mucho más. Incluso con su prodigiosa fuerza, era consciente de que no podría seguir agarrado al borde del precipicio con una mano y a la vez seguir sujetando la piel del dragón con la otra. Aquella había sido una bestia magnífica de escamas bermellón, gruesas y densas como una red de escudos superpuestos. El cuerpo del draco de fuego era terso por la fornida musculatura, sus mandíbulas anchas y poderosas. La montaña rugiente lo había invocado y el dragón había respondido, emergiendo de las profundas simas de la tierra.

La lanza que Vulkan había forjado para cazarlo se había perdido en el río de lava bajo él. Horas de trabajo consumidas en un instante cuando la sangre de la montaña había reclamado el arma, de la misma manera que tomaría su vida si se despeñaba.

El sol cocía su espalda desnuda, pero en comparación su calor era insignificante. Bajo él, el vapor y el humo ascendían hasta cegarlo, saturaban su nariz con el olor del azufre y la ceniza. Habían pasado horas desde que la erupción del volcán lo había dejado colgando del precipicio. Sólo sus reflejos y fuerza sobrehumanos lo habían salvado… o retrasado su muerte.

Incluso Vulkan —campeón de Hesíodo, asesino de espectros— podía morir consumido por la lava.

Tras la derrota de los esclavistas, la noticia se había extendido por los principales poblados de Nocturne. En unas semanas, los reyes de las tribus de los seis asentamientos mayores habían enviado emisarios a los líderes de Hesíodo y pedido conocer al hijo del herrero que se había convertido en una leyenda.

Mientras se agarraba precariamente a la roca del precipicio, Vulkan consideró que aquel sería un final triste para tal figura. Los dedos se le escurrieron y por un momento pensó que aquel era el fin. La sensación de la caída lo atrapó, pero logro aferrarse por pura desesperación a una grieta un poco más abajo. Polvo y grava lo sacudieron como una granizada, pero aguantó.

Aunque su corazón golpeaba como un martillo sobre un yunque en su pecho, intentó no respirar demasiado profundamente. Tan cerca de la sima de lava, el aire era un miasma venenoso de alcaloides sulfurosos y podía notar las quemaduras alrededor de las fosas nasales y en la garganta. Un hombre normal habría muerto mucho antes. Eso sólo remarcó más aún la conciencia de que él no pertenecía a aquel planeta, que Nocturne no era su lugar de nacimiento. Su padre, N’bel, se lo había dicho mucho antes de aquella competición. Le había hecho prometer que sellaría la cámara bajo la forja y su padre así lo había hecho, pero no había podido suprimir su deseo de saber la verdad. Vulkan se lo había preguntado directamente antes de los últimos eventos acaecidos, pero no había obtenido respuesta. N’bel, angustiado por la pena, no había podido dársela. Quizá ya nunca pudiera dársela y Vulkan quedaría por siempre ignorante de sus orígenes.

Con los dedos agarrotados, el brazo ardiéndole como los fuegos de la fragua, Vulkan pensó en dejar caer la piel. Con ambas manos posiblemente lograría remontar la roca y salvarse. La canción crepitante y burbujeante de la lava parecía urgirlo, o tal vez lo estaba tentando para que se dejase caer.

Los últimos ocho días empezaban a pesar. Vulkan no sabía cuánta fuerza quedaba en sus brazos. A decir verdad, ya apenas los sentía y tenía que luchar constantemente contra una extraña sensación de falta de peso que amenazaba con hacerle soltar su agarre inconscientemente.

—No me vencerás…

Dijo las palabras en voz alta como si éstas pudieran fortalecerlo.

La lava rugió bajo él en lo que pareció el ruido de una risa.

Era desconcertante cómo aquel extraño de cara pálida había sido capaz de igualarlo en toda prueba. Nadie sabía de dónde había vendo, aunque algunos sospechaban que era de las tribus nómadas de Ígnea. Vulkan lo dudaba. Cuando había llegado al poblado, el Extranjero —como se lo había empezado a conocer— vestía un atuendo que no le era familiar a ningún nocturno. De Heliosa a Themis, había una serie de particularidades culturales propias de cada zona y en todos los asentamientos había una serie de caracteres comunes. Y el Extranjero no compartía ninguno de ellos.

Sus alardes habían sido muy audaces. Vulkan recordaba las burlas que había suscitado cuando proclamó que podía vencer a cualquiera del poblado, incluso al campeón de Hesíodo, en cualquier competición. Por respeto, o quizá por simple incredulidad, Vulkan había permanecido impasible.

—Dejadle que participe si quiere —había dicho en privado a N’bel cuando éste le había preguntado—. El pobre necio se rendirá o perderá la vida en la montaña. Dejemos que decida el yunque.

Considerando las actuales circunstancias, aquellos comentarios le parecían ahora especialmente desatinados. Bajo él, el río de roca fundida devolvió a Vulkan a su presente, potencialmente, fatal.

¿Cómo era posible que fallara? ¿Qué pensaría su gente de él si aquel pálido extraño lo vencía?

Vulkan sostenía aún la piel del dragón por su larga cola. Oscilaba ligeramente entre el vapor que emanaba de la lava. Sabía que tendría que sacrificar su orgullo en favor de su vida. Estaba a punto de soltar su agarre cuando oyó un grito que provenía de la cima rocosa.

—¡Vulkan!

Asomado entre el denso humo, vio la borrosa silueta del Extranjero. Se descolgaba amarrado a la escarpada ladera hacia él. Sobre el hombro llevaba la piel del dragón más grande que Vulkan jamás había visto. Parpadeó para apartar el escozor de los ojos, en un intento por comprobar además que no se trataba de un espejismo causado por el cansancio y el aire sulfuroso. La piel que aferraba Vulkan era enorme, pero aquella… era simplemente masiva. Eclipsaba a la de la presa del nocturno y en un instante el orgullo de Vulkan se derrumbó.

Ágilmente, el Extranjero descargó la inmensa piel de sus hombros y la usó para cubrir un vasto charco de lava que se interponía entre él y el saliente del que colgaba Vulkan. Empleándola como puente sobre la lava burbujeante, aquel hombre pudo alcanzar el borde del precipicio para extender la mano y agarrar la muñeca de Vulkan.

—Aguanta…

En un alarde de fuerza increíble, el Extranjero alzó a Vulkan hasta ponerlo a salvo, incluso con el peso adicional de la piel de dragón que éste no había soltado.

Exhausto, Vulkan estuvo tendido sobre la roca hasta que el extraño se puso en pie y le tendió la mano para ayudarlo a levantarse. Un poco más atrás la lava reclamó el trofeo del Extranjero.

—No podremos volver por ahí —dijo, sin el más mínimo tono de arrepentimiento.

Vulkan posó su mano sobre el hombro de aquel hombre, mientras notaba cómo recuperaba parte de sus fuerzas.

—Me has salvado la vida.

—Si no hubieras aguantado colgado tanto como lo hiciste no habría tenido la oportunidad de hacerlo.

Vulkan miro al pozo de lava en el que se hundían los restos de la piel de dragón casi consumida.

—Podrías haber vuelto al poblado como campeón.

—¿A costa de la vida de mi oponente? ¿Qué tipo de victoria vacía habría sido esa?

Los envolvió una suave nevada de ceniza y el viento transportó el olor de la combustión, la promesa de un fuego por venir.

—La montaña aún no se ha calmado —dijo Vulkan—. Creo que va a volver a entrar en erupción. Debemos regresar a Hesíodo.

El Extranjero asintió y ambos comenzaron el largo descenso por la ladera de la montaña.

Una celebración recibió el regreso de Vulkan. El poblado entero junto con los reyes y emisarios de los otros seis asentamientos de Nocturne se habían reunido para ser testigos de la conclusión de la prueba.

N’bel fue el primero en salir al encuentro de su hijo. Aunque ya no era el hombre grande que solía ser, el herrero abrazó con fuerza a Vulkan.

—Lo lograste, chico. Sabía que lo harías —se giró y extendió el brazo para señalar al ruidosa multitud a su espalda—. Todo Nocturne te saluda.

Los gritos de su nombre resonaban en sus oídos. Los reyes de las tribus se acercaron para felicitarlo y participar de su gloria. Los juramentos de lealtad se repetían junto al vigoroso aplauso de la muchedumbre. Sólo el Extranjero estaba callado, su vista fija en Vulkan. Pero no había en sus ojos ni juicio ni recriminación alguna. Sólo miraba.

Ban’ek, el rey de Themis, se arrodilló delante de la multitud demostrando su respeto por el campeón de la prueba.

—Un digno trofeo —dijo señalando la piel del dragón que pendía del hombro de Vulkan—. Vuestra nobleza destaca aún más con él como manto.

Vulkan casi había olvidado que lo había traído consigo.

—No —respondió.

Ban’ek se quedó perplejo.

—No entiendo.

Vulkan negó con la cabeza.

—Todo esto, vuestra admiración y parabienes, no los merezco.

Se quitó la piel del hombro y se la ofreció al Extranjero.

N’bel se acercó a su hijo para detenerlo, pero Vulkan lo apartó amablemente.

—Vulkan, ¿qué estás haciendo?

—Sacrificar el propio orgullo por salvar una vida, eso es la auténtica nobleza —su mirada se cruzó con la del Extranjero y vio aprobación en aquellos ojos inescrutables—. Estos honores son tuyos, extranjero.

—La humildad y el sacrificio personal suelen ir juntos, Vulkan. Eres todo lo que esperaba que llegaras a ser.

No era una respuesta que Vulkan hubiese esperado en absoluto. Su cara reflejó su confusión.

—¿Quién eres?

* * *

—¿Por qué me miráis de esa forma?

Verace estaba sentado frente a Vulkan, con su cara semioculta en las sombras de la tienda de campaña. En aquella penumbra los ojos del primarca eran como rescoldos de una hoguera. Su intensidad era tal que los humanos encontraban difícil mirarlos, los humanos, a excepción de aquel rememorador que estaba delante de él.

—No tienes ni un arañazo.

—¿Eso es algo inusual?

—Para alguien que estaba en medio de una zona de guerra, sí.

—Vos estáis también ileso.

Vulkan se rio ligeramente divertido y apartó la vista.

—Yo soy diferente.

—¿Cómo?

Volvió a mirar a aquel humano desenfadado, notando como su humor se deterioraba a medida que aumentaba su molestia.

—Yo soy…

—¿Un solitario?

Vulkan frunció el ceño como si contemplara un problema para el que no hallase solución. Estaba a puno de responder cuando decidió cambiar el tono de la conversación.

—Deberías temerme, humano, o al menos sentirte intimidado —extendió un brazo y alzó el puño a menos de un palmo de distancia de la cara del rememorador—. Podría aplastarte por tu insolencia.

Verace no pareció inquietarse ante la aparente amenaza.

—¿Y lo haréis?

El gesto enfadado de la cara de Vulkan despareció cuando se apartó dejando escapar un bufido. Cuando habló de nuevo su voz era ronca.

—No.

Un extraño silencio surgió entre ambos, sin que humano ni primarca rompieran aquel punto muerto.

—Cuéntame otra vez cómo es ese obelisco —dijo al final Vulkan.

La mirada curiosa de Verace cambió cuando sonrió antes de entrecerrar los ojos para concentrarse en el recuerdo.

—No es un obelisco como tal, más bien es como un arco que fuera parte de una puerta —trazó su forma en el aire con las manos—. ¿Veis? ¿Lo veis, Vulkan?

—Sí —su voz sonó menos firme de lo que habría deseado—. ¿Qué hay de los defensores? ¿Cómo de importantes dirías que son sus fuerzas?

—No soy un guerrero, dudo que cualquier evaluación táctica por mi parte tenga la más mínima utilidad.

—Inténtalo de todas formas.

—Tengo curiosidad por saber por qué os estoy explicando esto a vos en persona y no a uno de vuestros capitanes.

—Porque ninguno de ellos posee mi paciencia —contestó entre dientes—. Ahora, en cuanto a las fuerzas alienígenas…

Verace inclinó la cabeza suavemente para disculparse.

—Muy bien. Los eldar se han concentrado en gran número alrededor del arco. Muchos más que los que protegían el nodo. Vi también… brujas y más de las bestias reptilianas. Las cuadrúpedas fueron las primeras en lanzarse en nuestra persecución. Las colonias de las criaturas aladas infestaban las copas de los árboles, mucho más densamente que cualquier otra ocasión en que las haya visto. Y había bestias mayores, aunque tuve poca oportunidad de estudiarlas según corría.

—Más comprensible que todo el crédito que pudiese concederte —respondió Vulkan, negando con la cabeza.

—Os confundo, ¿verdad?

—Has escapado de una masacre sin daño alguno y hablas de tal circunstancia como si no fuese nada. Te diriges a un primarca como podrías hacerlo a un colega de tu orden. Sí, tus acciones son inusuales. Hay cadáveres por doquier, no sólo de soldados sino también de nativos.

Tras la batalla los exploradores del ejército habían encontrado más indígenas muertos que habían quedado atrapados en el fuego cruzado. La visión de la niña muerta aún perturbaba a Vulkan, y había ordenado que los nativos muertos fueran tratados con el mismo cuidado y respeto que los caídos de la propia legión.

—La guerra no discrimina, Verace. Sé consciente de dónde te encuentras o puede que seas el próximo al que tengamos que enterrar.

—Os ha afectado, ¿verdad?

—¿Quién?

—La niña, la que ha asesinado esa guerra que no discrimina que habéis mencionado.

La cara de Vulkan desveló su malestar.

—Esta gente sufre. Ella me lo ha recordado. ¿Pero cómo…?

—Me fijé en la mirada que le dirigisteis mientras caminábamos hacia la tienda. Al menos, creo que fue ella la que os hizo apartar la vista —Verace se mordió ligeramente el labio inferior—. Queréis salvarlos, ¿verdad?

Vulkan asintió, no tenía sentido dar evasivas.

—Si puedo. ¿Qué tipo de libertadores seríamos si nos limitamos a quemar los mundos que recuperamos para la humanidad? ¿Cuál sería el destino de Ibsen entonces?

—Unos libertadores muy tristes, supongo. ¿Pero qué es Ibsen?

—Es… este mundo. Su nombre.

—Creía que su designación era 154-4.

—Lo es, pero…

—Así que deseáis salvar a la gente de Ibsen, ¿es eso lo que queréis decir?

—Ibsen, designación 154-4, sí, eso es lo que he dicho. ¿Qué diferencia hay?

—Una muy importante. ¿Qué os ha hecho cambiar de opinión?

Vulkan volvió a fruncir el ceño.

—¿Qué quieres decir? —preguntó a su vez, distraído por las voces que llegaban del exterior de la tienda.

La concentración de Verace no parecía afectada.

—¿Qué os hace creer que esta gente es digna de la salvación?

—Al principio no lo creía.

—¿Y ahora?

—No lo sé.

—Descubrid la respuesta a ese dilema y vuestra mente descansará.

—No tengo dilema alguno.

—¿De verdad?

—Estoy…

Numeon apareció en la entrada de la tienda, interrumpiendo la respuesta de Vulkan.

—¿Qué ocurre, hermano? —preguntó el primarca ocultando su irritación.

—Ferrus Manus ha llegado, mi señor.

La victoria estaba más al alcance de los Manos de Hierro de lo que Vulkan había esperado. Momentos después de su última reunión, Ferrus había vuelto a contactar con él para informar del éxito de la campaña en el desierto. A diferencia de su hermano, Vulkan había aceptado la oferta de refuerzos después de informar de la existencia de un segundo obelisco en la jungla mayor que el primero. Parecía que aquello había aplacado el furioso estado de ánimo del Gorgón y que la anterior herida en su orgullo podía repararse gracias a la oportunidad que tenía su legión de ayudar a los Salamandras. Vulkan estaba conforme: no necesitaba probarse a sí mismo ni a su legión.

—Iré a recibirlo de inmediato.

Vulkan recogió su yelmo dragontino.

—Volveremos a hablar —dijo dirigiéndose a Verace.

El rememorador permaneció impasible.

—Eso espero, Vulkan. Sinceramente.

Heka’tan de la 14ª de los Nacidos del fuego avanzaba hombro con hombro junto a las divisiones de los Manos de Hierro. Los guerreros de la X Legión vestían la armadura de ceramita negra con la insignia de la mano blanca en la hombrera izquierda. Muchos de ellos mostraban implantes mecánicos: dedos, ojos cibernéticos, cráneos completos o miembros biónicos para reemplazar los que había perdido en combate. Ofrecían el aspecto severo y frío del granito propio de su mundo natal, Medusa. Pero eran leales y Heka’tan les daba la bienvenida entre sus filas.

Por una vez su compañía era parte de la segunda oleada, detrás de los dracos de fuego. Vulkan era una figura distante en su centro, rodeado de la legendaria Guardia de la Pira. El resto de los Manos de Hierro, los guerreros de élite que se hacían llamar Morlocks, rodeaban a su propio primarca al otro lado del campo de batalla. Heka’tan había intercambiado unas palabras con su capitán, Gabriel Santar, antes de que se organizase el plan de ataque. La parte biónica del palafrenero de los Manos de Hierro era extensa: tanto ambas piernas como ambos brazos eran máquina, no carne. En una primera mirada aquello parecía deshumanizarlo, pero con unos pocos minutos de conversación el capitán de los Salamandras se había dado cuenta de que se trataba de un guerrero templado y sabio que profesaba un profundo respeto a la XVIII Legión. Heka’tan esperaba que aquella no fuera la última vez que combatiese junto al noble primer capitán de los Manos de Hierro.

Heka’tan había oído que el superviviente de la patrulla de reconocimiento del ejército había proporcionado una información vital acerca de la localización del último nodo eldar. Como se sospechaba, aquel nodo no era como los otros. Claramente visible por encima de las divisiones de vanguardia, era un vasto arco de piedra blanca que se alzaba hacia los cielos como una garra. Como el nodo psíquico que Vulkan había destruido, la superficie del arco estaba grabada con runas y engarzada de joyas. Se erigía en un inmenso claro, despejado salvo por poco más de una docena de columnas rotas desplomadas en el suelo, restos arquitectónicos de una cultura antigua y olvidada. Incluso las copas arbóreas de la jungla se habían adaptado al arco, o más bien habían crecido en simpatía con él. Raíces y lianas inmensas, más gruesas que la pierna enfundada en armadura de Heka’tan, se entrelazaban en el plinto y trepaban sobre su superficie, como si aquel artefacto hubiera permanecido dormido durante siglos.

Varios menhires más pequeños rodeaban la estructura formando un círculo. Frente a cada uno de ellos se hallaba una de las brujas restantes. Estaban recitando, o más bien… cantando. La energía psíquica danzaba entre ellas creando un circuito de luz crepitante que formaba un escudo iridiscente alrededor del arco.

Junto a los psíquicos, los alienígenas habían desplegado la totalidad de sus fuerzas para defender aquella última estructura. Eldar enfundados de túnicas o pertrechados con armaduras formaban en filas frente a las fuerzas del Imperio. Las plataformas antigravitatorias de armas pesadas flotaban entre las divisiones enemigas, diferenciables por los símbolos rúnicos que lucían en caras y yelmos cónicos. Una gran manada de jinetes velocirraptores ocupaba un flanco, una fila de brutales carnodontes el otro. Las bestias bufaban y mordían los frenos de las bridas, y arañaban el suelo inquietas. Por encima de todo ello la jungla estaba preñada de los susurros de alas membranosas, interrumpidos con los agudos chillidos de los pterodáctilos. Los pesados estegosaurios formaban en retaguardia, con cañones pesados montados sobre sus lomos y elegantes plataformas para los artilleros eldar.

Después de haber cruzado su espada con los alienígenas dos veces, Heka’tan sabía que la guerra a campo abierto no era donde destacaban, pero la legión había desbaratado sus emboscadas y el primarca había derribado uno de sus nodos con un único golpe de martillo. Superados, poco les quedaba salvo presentar una última batalla. Ciertamente, todos parecían dispuestos a morir en defensa de aquel arco. Heka’tan no podía imaginar cuál sería el propósito de aquella estructura. Parecía alguna especie de puerta, pero a dónde conducía, si eso es lo que hacía, era un misterio. Pero estaba seguro de que su deber era matar a los alienígenas que la protegían.

Aún a varios cientos de metros de la línea de batalla, la orden de avanzar parpadeó como un icono en su pantalla retinal. Además de la 14ª de los Nacidos del fuego, Heka’tan contaba con el apoyo de varias cohortes faerias y dio la orden a los oficiales disciplinarios de marchar. Mientras esperaba que las divisiones del ejército se movilizaran, tuvo tiempo para enviar un mensaje a un amigo.

—Llevad los fuegos de Prometeo, hermano —dijo a Gravius por el comunicador.

—Sí, Vulkan está con nosotros. Te veré cuando todo esto acabe, Heka’tan.

Cortó la comunicación y se dirigió hacia su escuadra de mando. Maltrechos pero aún plenos de fuerza, los Salamandras estaban listos para cobrarse venganza por las heridas recibidas a manos del brujo.

—Hacia los fuegos de la batalla, capitán —dijo el hermano Tu’var, quien había sobrevivido a la hoja que le había atravesado el pecho con su típica parquedad.

Una nueva pistola bólter descansaba en la cartuchera de Heka’tan reemplazando a la que había perdido. Su espada sierra aún tenía manchas de la lucha anterior. La alzó en el aire y gritó:

—14ª Nacidos del fuego, a mi señal… ¡Hacia el yunque, hermanos!

* * *

Una capa de polvo se depositaba sobre el claro tras la andanada que precedía al ataque imperial. Pedazos de tierra machacada, hechos saltar por los aires por los impactos constantes de granadas y cañones pesados, habían creado una atmósfera turbia en el ambiente cargado de la jungla. Los capiteles de las columnas sobresalían de aquella niebla como islas rotas en un mar sucio. Aliados y enemigos se habían convertido en siluetas espectrales entre nubes de barro en suspensión. El humo de incontables estelas de misiles y de los lanzacohetes se movía como una procesión de fantasmas perezosos, mientras algunas lanzas de sol atravesaban las copas de los árboles, convertidas en rayos granulados en aquel aire preñado de partículas, confundiendo aún más la vista.

Aquello no era un obstáculo para Vulkan. Avanzaba decididamente a través de aquel sucio miasma, despachando con su martillo a todo enemigo con el que se cruzaba. Su Guardia de la Pira se mantenía a su alrededor y juntos desbrozaron un sangriento sendero hasta la marca que indicaba la mitad del terreno por atravesar. Un mapa táctico superpuesto sobre la pantalla retinal le indicó la distancia precisa que quedaba hasta el arco. La construcción alienígena era tan masiva que dominaba el horizonte como una presencia constante e innegable tras la membrana iridiscente de su escudo cinético. Los iconos que representaban al resto de la legión indicaban que su progreso era sólido, pero que el primarca y sus pretorianos estaban muy adelantados.

Las unidades del ejército no estaban progresando con la misma facilidad. El fuego automático sostenido había mascado el follaje de la selva y lo había convertido en una niebla que embotaba los pulmones de los faerios y de sus líderes, que no llevaban máscaras de respiración. Entre los gritos de los derribados por las salvas de los eldar o asesinados por los disparos de sus francotiradores, Vulkan podía oír a los hombres que se asfixiaban a causa de la vegetación vaporizada a medida que sus supervisores, impacientes, los instaban a avanzar.

Con el cese del bombardeo inicial del ejército el aire se estaba aclarando de nuevo. La sección de una columna rota se reveló tras la lenta dispersión de las partículas de tierra que volvían a sedimentarse. Arquitectónicamente no era como el templo del nodo con el que se habían encontrado anteriormente y sugería la existencia de una civilización desaparecida anterior a la colonización humana que una vez dominara aquel mundo. Podía tratarse de los eldar, pero de los de una época mucho más remota y amable. Vulkan vio los cadáveres de los alienígenas desparramados alrededor del pinto circular. Aquello era un triste recuerdo de cuánto habían perdido en los milenios oscuros anteriores a la Gran Cruzada y a la preeminencia del hombre en la galaxia. Que los eldar hubieran perdurado tanto era un testamento de su persistencia y su coraje. Cualquier enemigo con la voluntad de resistir la fuerza y el poder de dos primarcas era merecedor de respeto, por muy reticente que fuera a concedérselo.

Lo que incomodaba a Vulkan en el mismo momento en que asaltaba las líneas alienígenas era por qué aquellas criaturas luchaban tan tercamente frente a una aniquilación segura. Si huían podrían vivir. ¿Qué había en este mundo que tanto les preocupara perder? Era poco más que un mundo fronterizo salvaje salpicado de restos de piedra fragmentados que ya no importaban. ¿Por qué se aferraban a él los eldar con tan fatal determinación? Como en ocasiones anteriores, la sensación de que había algo que no captaba recorrió los pensamientos de Vulkan, pero no era capaz de dar forma a su sospecha. Por el momento, la concentración en el combate le daba un propósito que apartaba toda otra preocupación.

Tras el intercambio inicial de fuego de largo alcance la batalla se había convertido en una serie de escaramuzas más cercanas.

A través de la niebla que se disipaba, las divisiones del ejército embistieron con fuerza por varios frentes a la vez con sus bayonetas, cuchillos y disparos a quemarropa. La simple superioridad numérica y la determinación de sus supervisores y oficiales disciplinarios estaban proporcionando a los humanos pequeñas victorias progresivamente más importantes. Los eldar los superaban en combate singular, pero su número no paraba de disminuir.

Divisiones de los Salamandras y los Manos de Hierro continuaban con su avance punitivo, y el aire estaba impregnado del hedor de cadáveres de los reptiles. Ambas legiones era imperturbables y su determinación era férrea. Los hijos de Vulkan atacaban con el fuego purificador, calcinando a los eldar y aplastando a cualquier superviviente, mientras que los guerreros de Ferrus Manus se enfrentaban a su enemigos con la misma furia magmática de su primarca, quebrando la determinación alienígena. Los Morlocks en particular eran unos luchadores singulares, a la altura de los dracos de fuego, y Vulkan se alegraba de combatir junto a su hermano y sus pretorianos.

Tal había sido la ferocidad de Vulkan y su Guardia de la Pira que a su alrededor sólo quedaba una amplia explanada sembrada de eldar muertos o quebrados. Aquello supuso un raro momento de pausa, un breve respiro que permitió a Vulkan buscar con la mirada a Ferrus. No le fue difícil encontrarlo.

El Gorgón luchaba sin su casco de combate, abriéndose paso a golpes a través del flanco enemigo. Rompeforjas subía y bajaba como un metrónomo en sus manos plateadas, destrozando cráneos y aplastando eldar con cada oscilación. Una furia casi fanática irradiaba de aquella cara granítica a la cabeza del avance incansable de los Morlocks. Ambos lados intercambiaban disparos, pero ninguno de los Manos de Hierro dejó que eso ralentizara su avance y mucho menos que los detuviera. Los eldar a los que se enfrentaban pronto fueron sobrepasados y aniquilados. Pero más enemigos se acercaban. Excitados por la sangre derramada, una manada de carnodontes de escamas rojizas gruñeron en señal de desafío. Sus jinetes bramaron y los monstruos cargaron. Los Manos de Hierro aún estaban terminando con los pocos rezagados eldar que quedaban cuando Ferrus bramó una orden. Vulkan pudo leer sus labios e imaginar su ira.

—¡Acabad con ellos de inmediato!

En su deseo por acabar con la lucha rápidamente, el primarca golpeó con su mazo una de las columnas cercanas, que se tambaleó y comenzó a desplomarse. Vulkan se detuvo cuando vio quién estaba en la línea de su caída. Como un fantasma que se materializara en mitad de la niebla, un niño apareció de la nada. Su torso estaba empapado de su sudor y de la sangre de otro, y lloraba medio cegado en su huida. Como si presintiera el peligro inminente que lo acechaba, el niño se quedó paralizado bajo la sombra de la columna que se cernía sobre él, mirando aquella muerte inminente que se acercaba. Sólo pudo alzar unos débiles brazos frente a sus ojos.

No mires, chico…

Vulkan corría, dejando atrás a sus pretorianos. No sería suficiente. Sin su intervención la columna machacaría al niño. Gritó, comprendiendo que sólo presenciar la muerte de aquel inocente dejaría una mancha indeleble en su alma.

Apartado del frenesí de la batalla por la angustia de su hermano, Ferrus se giró y vio el peligro.

—¡Primer capitán! —rugió, y Gabriel Santar apareció inmediatamente.

Los Morlocks avanzaban sin detenerse al encuentro de los carnodontes disparando con sus bólteres. Santar se apartó de la línea y se lanzó contra la columna que caía. Con ambas manos aferró el trozo de piedra y lo sostuvo. Los servos de su brazo y su pierna biónicos chirriaron en protesta por el súbito esfuerzo. Giró la cabeza hacia el niño aterrorizado. Sus ojos grises ardían con la violencia de una tormenta atrapada cuando los clavó en él.

—¡Huye!

Gritando, el niño salió corriendo.

Como si se tratara del heraldo de una inundación, repentinamente cientos de humanos aparecieron. Huían, como hojas arrastradas por el viento, una muchedumbre asustada que se esparcía en todas direcciones.

—Terra y el Emperador… —susurró Ferrus Manus, incapaz de comprender aquel éxodo enloquecido.

—Mi señor…

A pesar de los implantes cibernéticos, Gabriel Santar clavó las rodillas y sus brazos comenzaron a doblarse por el peso masivo de la columna. El Gorgón rápidamente aseguró Rompeforjas a su espalda y se acercó a él. Levantó el pedazo de piedra que sostenía su palafrenero como si pesara poco más que un bólter. Gritó a los Morlocks, separados apenas unos segundos del combate cuerpo a cuerpo.

—¡Abajo! —y arrojó el pilar roto como una lanza.

El carnodonte a la cabeza recibió el impacto del obús improvisado, un aullido de agonía brotó de su garganta cuando le partió las patas delanteras. Golpeó el suelo con las fauces, entorpeciendo la carrera de las otras bestias que lo seguían y haciéndoles perder ímpetu en su ataque. Los Morlocks rápidamente se abalanzaron sobre ellas, con Santar de nuevo entre sus filas.

Ferrus Manus miró a Vulkan, su penetrante mirada destacada entre la multitud.

—Supongo que me vas a decir que intente no matarlos… —declaró a través del comunicador.

Era más fácil decirlo que hacerlo. A pesar de que el niño había alcanzado una zona relativamente segura, Vulkan vio a los cientos lo seguían, nativos que corrían por todo el campo de batalla haciendo caso omiso del peligro. Emergían de sus escondites como una masa presa del pánico, era como si los eldar hubieran deportado a toda la población de un asentamiento importante. Quizá se trataba de una táctica desesperada por parte de los alienígenas que intentaban retrasar así la inevitable victoria del Imperio. Vulkan sintió una renovada ira hacia los eldar. Los dolorosos recuerdos de Nocturne durante la Hora de la Prueba, cuando llovía fuego del cielo y la tierra se abría, parpadearon en su mente. Recordaba el miedo y la sombría resignación de los nocturnos frente al fin de cuanto habían creado, de todo aquello por lo que habían luchado. Quizá las tribus de Ibsen no eran tan distintas después de todo.

Otra vez, Ibsen. Veía aquel mundo con otros ojos, ¿pero por qué?

Ferrus tenía razón: la carne era débil pero, precisamente porque él era fuerte, el deber de Vulkan era protegerla.

Cualquiera que fuera la causa de aquella huída frenética, los humanos corrían un terrible peligro. Familias enteras surgían de entre la niebla que se disipaba, a la vez gritando y gimiendo presas de la histeria. Algunos incluso atacaron a las divisiones del ejército en su desesperado escape, lanzando piedras o golpeando con los puños desnudos. Ninguno se atrevía a acercarse a los legionarios.

¿Y si llevaran carabinas y rifles en lugar de palos y piedras?

Los tatuajes tribales, la aparente docilidad con la que habían sido conquistados, junto a la infiltración total de los eldar: en lugar de despertar su simpatía, Vulkan se preguntaba cuánto se habían alejado los nativos de la luz del Emperador en su caída.

Atravesando el humo liberado por la detonación de una granada, una madre y su hija emergieron, ilesas. Vulkan las vio correr: estaban a apenas unos metros de la posición del primarca, cuando éste vio algo en su camino: una caja de munición. La niña gritaba cuando una segunda granada, liberada de los dedos muertos de un soldado caído, rodaba a su encuentro.

—¡Guardia de la Pira! —rugió Vulkan—, ¡escudadlas!

Los pretorianos reaccionaron ante el peligro. Al estallar la granada se desató una tormenta de metralla candente. Numeon y Varrun interpusieron sus cuerpos entre ésta y las humanas, agazapándose sobre ellas y cubriéndolas con sus capas de piel dragontina. La lluvia de fuego se consumió sin causarles daño.

Numeon se estaba sacudiendo el polvo del visor del casco cuando una pequeña mano se posó en su armadura. Cuando la mirada de la niña se cruzó con la suya se quedó un momento estupefacto. Entonces se fueron, perdidas en medio de la locura. Aquel momento de conexión pasó tan deprisa como se había materializado.

Vulkan llegó a su lado.

—Gracias, hijos míos.

Ambos asintieron, pero los ojos de Numeon se dirigieron brevemente hacia la niebla en la que la niña se había desvanecido.

—Protegedlos —dijo Vulkan suavemente, siguiendo la mirada de su palafrenero.

—Con todo nuestro aliento y con toda nuestra sangre, primarca —respondió Numeon—. Con todo nuestro aliento y con toda nuestra sangre.

Vulkan abrió un canal de comunicación.

—Ferrus, a pesar de su frenesí, son inocentes. Tenlo en cuenta.

—Concéntrate en matar al enemigo, no en salvar a los nativos —espetó el Gorgón, pero su rictus se suavizó antes de enfrentar de nuevo a los carnodontes—. Haré lo que pueda.

* * *

Un anillo de hierro se estaba estrechando alrededor de la defensa eldar. Vulkan sabía que si mantenía su avance por el centro y Ferrus el suyo por el flanco, sus caminos se encontrarían. Juntos destruirían el arco y pondrían fin a la ocupación eldar de Ibsen. Sólo deseaba que aquel logro no supusiera una perdida inaceptable de vidas humanas.

Aún así, nada había logrado penetrar todavía el escudo psíquico que emanaba del aquelarre de brujas eldar que rodeaban el arco. Vulkan aún esperaba ver a la vidente que casi había derrotado a su legión en la jungla. Ella era a quien los eldar habían concedido el liderazgo de sus fuerzas. Si acababa con ella, los alienígenas estarían derrotados. La victoria estaba cerca. Pero algo aún inquietaba al primarca. Sobre ellos, el dosel de la selva era vasto, oscuro y laberíntico. Como sus hermanos, Vulkan poseía un instinto que le avisaba de que algo los vigilaba desde aquellas copas: algo predatorio. Pero su turbación no se debía meramente a eso. A los monstruos podía matarlos con facilidad. No, había estado inquieto desde que había hablado con Verace. Aquel era un sentimiento al que no estaba acostumbrado, al igual que no lo estaba a la manera en la que el humano se había dirigido a él; y aun así, se lo había consentido. Verace ocultaba algo. Sólo en ese momento, con sus pensamientos purificados por el yunque de la guerra, se había dado cuenta. Apretando la mandíbula, Vulkan resolvió obtener respuestas del rememorador.

Aunque, por ahora, la verdad tendría que esperar.

A través de la neblina una banda de eldar cargó contra el primarca. Su armadura era distinta de las de los demás, placas celestes con un aspecto más marcial. Sus cascos empenachados, con un diseño más elaborado que el de los comandos camuflados, ocultaban sus rasgos, y de entre los pliegues de unas capas bermellón extrajeron unas largas espadas curvadas. Un zumbido profundo precedió al crepitar del campo de energía que se extendió por las hojas.

Vulkan hizo una seña a sus pretorianos.

Varios eldar se habían lanzado sobre el primarca para intentar detenerlo, pero su escolta estaba matando a cuanto lo rodeaba.

—Guardia de la Pira… que sea rápido.

Acabando con las vidas de los últimos enemigos que los retrasaban, alcanzaron la posición de Vulkan y cargaron contra los espadachines eldar.

No estaban solos. Un penetrante grito de guerra anunció el avance de una gran manada de velocirraptores. Con lanzas de energía brillantes en sus manos, los jinetes cargaron contra el flanco de Vulkan. Deliberadamente, los espadachines eldar, que intercambiaban veloces estocadas con la Guardia de la Pira, lo habían alejado de sus pretorianos.

—Muy astutos… —susurró Vulkan.

Encarando a los velocirraptores, alzó al Portador del alba.

—¡Esas pequeñas lanzas no pueden siquiera arañarme! —rugió, y descargó el arma contra el suelo.

La tierra… se astilló bajo el increíble golpe del martillo, cuarteándose y fragmentándose frente al primarca en una grieta cada vez más ancha. Con toda su energía, Vulkan proyectó aquella fuerza que hacía vibrar los huesos en un temblor sísmico que irradió su letalidad a los velocirraptores que cargaban hacia él. Los pedazos del suelo se proyectaron como una espuma de grava y esquirlas. Los reptiles chillaron y flaquearon, intentando retroceder enloquecidamente antes de que la onda los alcanzase. Sus jinetes cayeron al suelo: los de vanguardia aniquilados, desaparecidos bajo la tormenta de barro y aplastados por la estampida tras ellos. Entorpecidos por los muertos y moribundos, los supervivientes sólo pudieron gritar cuando Vulkan se abalanzó sobre ellos.

Los eldar y sus reptiles no duraron mucho. Para cuando Vulkan había terminado con ellos, la Guarda de la Pira ejecutaba al último de los espadachines. Ganne presentaba una cuchillada salvaje en la coraza e Igataron había perdido su casco durante la lucha, pero aparte de eso los pretorianos estaban intactos.

—Estamos perdiendo velocidad —dijo Vulkan, viendo cómo Ferrus mataba al último de los carnodontes.

Numeon señaló al frente con la hoja ensangrentada de su alabarda.

—Sólo un remanente disperso se interpone en nuestro camino, primarca.

El palafrenero estaba en lo cierto. Casi habían acabado con los eldar. Habían luchado con uñas y dientes contra el Imperio, pero con la destrucción de los carnodontes su resistencia estaba a punto de ceder.

Sólo quedaba un logro que conseguir para asegurar una victoria total.

El arco monolítico permanecía intacto tras el escudo psíquico, el aquelarre de brujas a su alrededor, con su cántico ininterrumpido desde que la batalla había comenzado. Vulkan escudriñó sus filas a través del velo de energía mística, pero no pudo localizar a la vidente. Aun así la sensación de que lo vigilaba persistía.

—Está aquí, en alguna parte —susurró, alzando la vista al dosel de la jungla que amortajaba el campo de batalla—. Los alienígenas tienen una última carta que jugar antes de que esto acabe.

En aquel momento los Salamandras ya estaban cerca del objetivo. Incluso las unidades del ejército estaban alcanzando los límites exteriores de la estructura del arco. Ferrus Manus no parecía dispuesto a esperar refuerzos: marchaba sobre el aquelarre.

Vulkan se dirigió a su escolta.

—Adelante.

* * *

A pesar de su determinación, hasta el último de los defensores eldar acabó roto frente al brutal avance de Vulkan y sus pretorianos. Una estela de alienígenas mutilados y desfigurados quedaba a sus espaldas. El recuerdo de la muerte de Breughar bajo las crueles hojas de la bruja eldar afloraban una y otra vez a la mente del primarca, atizando las llamas de su violencia. Ya apenas veía a sus enemigos: para él habían perdido ya su identidad, sumidos en el rostro de la esclavista.

—Primarca.

Fue otra vez Numeon quien lo trajo de vuelta, su leal y firme Numeon. Vulkan aferró su hombro.

—Lo siento, hijo mío, los fuegos de la batalla me han consumido por un momento.

Numeon no necesitaba más explicación.

—Hemos llegado.

Luminosas florescencias de energía recorrían el escudo bajo los golpes con los que los Manos de Hierro pretendían quebrarlo. Los proyectiles de bólter estallaban impotentes contra aquella superficie de luz inviolable y el fuego de los lanzallamas y de las armas pesadas no lograba mejor resultado.

Ferrus Manus blandió Rompeforjas, pero el arma rebotó sin hacer mella. Captando a Vulkan con su visión periférica, se giró.

—¿Alguna idea de cómo vamos a derribar esto?

Vulkan miró a través de la membrana psíquica. A pesar de que mantenían su canto ininterrumpido, las brujas eldar comenzaban a mostrar signos de fatiga. El sudor perlaba sus pálidos y misteriosos rostros, y sus rasgos se crispaban poniendo de relieve el esfuerzo de concentración que aquello les suponía. Su fuerza se estaba disipando. Aferró al Portador del alba, disfrutando del tacto de su empuñadura y de la sensación de poder que le proporcionaba.

—Estaba pensando en golpearlo una y otra vez hasta que se venga abajo.

Ferrus sonrió ferozmente, un gesto extraño en el serio y taciturno primarca.

—Será como romper un yunque nuevo.

Estaba a punto de golpear de nuevo cuando un chillido ensordecedor descendió del cielo, haciendo oscilar las copas de los árboles en kilómetros a la redonda. La tierra tembló a medida que el chillido se fue convirtiendo en un rugido bestial. En ese instante la luz murió como si el cielo se hubiese nublado. Hasta ese momento, sobre el velo que cubría el arco había caído una luz moteada que sumaba su brillo al escudo: esa pátina de luz desapareció cuando algo vasto y terrible eclipsó el sol.

Un intenso hedor llenó el aire, haciéndolo denso y pesado. Arrugando la nariz, Vulkan alzó la vista al cielo encapotado. El olor emanaba de un monstruo. La inmensa sombra que descendió sobre ellos tenía una forma a la de un pterodáctilo, sólo que inconmensurablemente mayor. A pesar de que apenas movió sus alas membranosas, la corriente de aire que desplazó puso de rodillas a los faerios. Algunos se quedaron así, paralizados, otros se desplomaron en una postura fetal consumidos por el terror. Los legionarios se mantuvieron firmes junto a sus primarcas, clavando en la bestia las frías miradas de las lentes de los cascos. Una cacofonía de voces reptilianas surgió a la vez que la bandada de pterodáctilos que brotó tras la increíble envergadura del pteranodón.

Ferrus Manus apuntó hacia ella con su martillo.

—¡Lluvia segadora!

Los Morlocks liberaron una tormenta de sus bólteres. Gritando en medio de espirales de pánico, los pterodácticos cayeron desgarrados. Algunos de los proyectiles explotaron contra la correosa piel del pteranodón gigante, pero sólo lograron enfurecer más a la bestia. Era nudosa y antigua, como un monstruo mitológico hecho carne. Una miríada de cicatrices recorría su torso correoso y un cuerno inmenso, ennegrecido por la edad y la sangre, coronaba su huesudo hocico. Sus garras, tan largas como alto era el primarca, surgían de unos dedos ganchudos. Sus escamas, de un ocre oscuro, más gruesas que cualquier coraza jamás forjada, cubrían su lomo y sus miembros, y su larga cola prensil la remataba una púa como un hacha de doble hoja.

Pero a pesar de lo impresionante que era aquel monstruo, la atención de Vulkan estaba centrada en su jinete.

—Ahí estás…

La vidente había sometido a aquella criatura a su voluntad y cabalgaba sobre ella. Increíblemente, no necesitaba las manos para ello y portaba una vara arcana y una rutilante espada cubierta de runas. Envuelta en su panoplia de guerra, su intención se hizo obvia en la mirada que dirigió a los dos primarcas.

Vulkan se quitó el yelmo dragontino, deseando enfrentarse a aquel monstruo cara a cara.

—Tenemos que matar esa cosa, tú y yo.

Un rugido primario ahogó la respuesta del Gorgón, uno que empapó de saliva caliente y hedor de reptil a sus enemigos. Los hombres se estremecieron, algunos incluso se orinaron encima y huyeron. Los legionarios abrieron fuego. Los proyectiles detonaron furiosamente sobre el vientre acanalado. La bestia se alzó sobre los cuartos traseros, extendió hacia los cielos sus alas como una especie de ángel saurial y después golpeó ambas membranas entre sí en un choque tempestuoso. Una ola recorrió el aire tras la explosión sónica que liberó una tormenta sobre las fuerzas imperiales. Los faerios y sus oficiales salieron despedidos por los aires gritando, con sus entrañas reducidas a pulpa por la onda de choque. Giraron como muñecos de huesos rotos arrastrados por el huracán. Los árboles se combaron, se doblaron y al final se partieron. Varios de los troncos astillados empalaron tanques y arrasaron cohortes enteras. Aunque resistieron con determinación, incluso los legionarios cedieron terreno, empujados por la densa nube de restos de la jungla arrojada sobre ellos.

Ferrus apretó los dientes, firme junto a Vulkan. Su furia estaba escrita en su cara.

—No tengo nada que objetar, hermano.

Frente a ellos había aparecido una arena como la de un coliseo, salpicada de tocones destrozados de árboles y flora allanada.

Una sucia pátina cubría sus armaduras y rodeaba a la bestia como una niebla de tierra. Ésta los miró expresando un odio y una malicia tan antiguos como ella.

—Inténtalo otra vez, monstruo —dijo Vulkan, su voz grave como la de un depredador.

Oyó el zumbido de un desplazamiento de aire y registró un súbito movimiento borroso justo a tiempo para asir a Ferrus Manus y arrastrarlo a tierra con él. Un látigo de escamas masivo restalló y la punta como un hacha de doble hoja pasó sobre ellos, a punto de alcanzar el cuello del Gorgón.

Rápidamente, Vulkan ya estaba de nuevo en pie y en movimiento.

—No pierdas la cabeza, hermano.

Ferrus frunció el ceño.

—Preocúpate por ti mismo. Se necesita mucho más que eso para cortar mi carne.

Él también se estaba moviendo, intentando llegar al punto ciego del pteranodón para flanquearlo.

Su monstruoso tamaño y su fuerza descomunal eran ventajas formidables, pero con sus enemigos separados no podía dirigirlas contra ambos. Lanzando un chillido reverberante, cargó hacia Vulkan.

Cazar monstruos era una segunda naturaleza para el primarca de los Salamandras. Nocturne era la cuna de múltiples horrores escamados y quitinosos. De niño Vulkan había matado a unos y otros. El mismo dragón que llevaba como manto era enorme, pero aún así… aquella criatura era un behemot.

Perdió de vista a Ferrus tras la masa del pteranodón, pero permaneció cerca de la bestia para negarle la posibilidad de atacarlo a distancia. El hedor del reptil era aún más potente tan cerca. Un mortal vomitaría con aquel pestilente aroma, pero Vulkan había escalado las laderas del monte Fuego de muerte y soportado sus vapores sulfurosos. Aquello no era nada para él.

Una estela de chispas calientes saltaron de la armadura del primarca cuando el monstruo lo alcanzó con sus garras, antes de que aquel girara sobre sí mismo y lo golpeara en el flanco con Portador del alba. Sus escamas cedieron y se partieron. Las grietas en la armadura natural del monstruo se llenaron de sangre y un chillido de dolor se escapó de su garganta. Un pesado olor a cobre ensució aún más el ambiente y Vulkan supo que lo había herido.

Sigue moviéndote. Era el mantra que el primarca se repetía mientras corría por el flanco de la bestia. Quédate quieto y morirás.

Ningún hombre podía esperar enfrentarse a tal criatura, mucho menos vencerla. Pero los primarcas eran mucho más que hombres, mucho más que marines espaciales. Eran como dioses. Pero incluso los dioses podían caer: como si escuchara sus pensamientos, el pteranodón cargó de nuevo. Lanzó una dentellada y Vulkan esquivó por muy poco aquellos dientes afilados como cuchillas. Intentó lanzar un contragolpe, pero la bestia volvió a arremeter y se vio forzado a esquivar. El monstruo empleó la inercia para embestirlo con su masa y Vulkan quedó ligeramente aturdido antes de retroceder.

Dientes largos como espadas sierra que goteaban saliva se cernieron sobre el primarca.

Blandió Portador del alba en un pequeño arco para relajar la muñeca, preparándose para aplastar el cuello del monstruo, cuando un hatajo de raíces brotó de la tierra y lo atrapó.

Vulkan gruñó. La bruja estaba empleando sus poderes. Con un fuerte tirón liberó el brazo, pero más sogas serpentinas se lanzaban hacia él, inmovilizándolo. Vulkan rugió y la bestia rugió con él, notando que la victoria estaba cerca. Abriendo las mandíbulas, el pteranodón estaba a punto de arrancarle la cabeza a Vulkan de un bocado cuando de repente retrocedió presa del dolor. Retorciendo el cuello para poder ver sobre su hombro, chillo a su segundo asaltante.

—Como te dije, preocúpate por ti mismo, hermano…

Ferrus Manus apareció detrás de la mole, parcialmente visible tras los miembros del monstruo. Había astillado uno de los huesos de aquellas alas membranosas y saltó hacia atrás para esquivar un golpe de la cola. Arrancando las raíces que lo apresaban, Vulkan hundió a Portador del alba en el vientre desprotegido de la bestia. Los músculos se desgarraron y los huesos se partieron, provocando un segundo grito de bestial agonía. Un barrido de la garra que remataba un ala con forma de guadaña evitó un segundo ataque y lo obligo a retroceder, mientras que a Ferrus Manus lo mantuvo alejado con estocadas de la cola.

Acercándose de nuevo, Vulkan arrancó un trozo de piel de su lomo: el golpe propinado con las dos manos hizo brotar la sangre de aquella piel correosa y escarificada, y comprendió que estaban minando su resistencia.

—¡Estamos cerca! —gritó.

Ferrus cargó para partirle la pata al pteranodón. Éste chilló, tambaleándose de dolor. Una densa línea de sangre cruzó la coraza de Vulkan cuando el primarca le aplastó parte del hocico. Se revolvió cuando Ferrus arremetió contra una de sus alas, rasgando parte del tejido membranoso. Entre ambos, los salvajes primarcas estaban machacando al monstruo pedazo a pedazo. Un graznido de pánico se escapó de su garganta, barbotando con la sangre que se escurría de la cavidad nasal y el paladar. Inmediatamente la bestia se dio cuenta de quién era el depredador y quién la presa. Intentó huir, pero los primarcas no le deban tregua, descargando una lluvia de golpes sobre las alas y apaleando su cuerpo como si fuera un cadáver que quisieran macerar.

Un destello sobre ellos precedió al relámpago que golpeó a Ferrus en el pecho y lo hizo retroceder. Aquello bastó para permitir que el monstruo se alzase. Aunque estaba herido, las potentes batidas de sus alas le hicieron ganar altura. Otra descarga psíquica partió hacia Vulkan, pero éste la esquivó y alcanzó el costado del pteranodón.

—No tienes escapatoria —murmuró para sí, aferrándose a las grietas entre las escamas del monstruo, mientras el suelo se alejaba rápidamente y a él se lo llevaban a los cielos.

—¡Vulkan!

El grito de Ferrus fue devorado por el bramido del viento en los oídos de Vulkan. Silbaba a su alrededor, agudizándose a medida que aumentaba la velocidad del ascenso del monstruo. Golpeado por la fuerza de los elementos, Vulkan apretó los dientes y se agarró aún con más fuerza. En medio de la tempestad que se lo tragaba, le pareció oír el tañido del metal contra el metal: el yunque lo llamaba.

Aplastado contra el áspero costado de la bestia, el mundo a su alrededor se había convertido en un alarido borroso y sabía que tenía que escalar. Cuando liberó una mano los dedos de su guantelete estaban empapados de sangre del punto en el que los había hundido. Asiendo otra de las escamas, Vulkan trepó. Su avance era lento. En cada movimiento estaba presente la amenaza de perder el agarre y precipitarse sobre el lecho arbóreo que abandonaban. Las ramas partidas caían como una lluvia tras ellos mientras atravesaban el dosel que formaban las copas de los árboles. Le arañaban la cara como garras y por unos segundos lo cegaron, su visión oscurecida por el follaje destrozado. Aun así, aguantó.

Los golpes sobre el yunque doblaban en sus oídos.

Para cuando alcanzaron el techo de la jungla había sido capaz de arrastrarse un poco más sobre el cuerpo del pteranodón y había alcanzado el nacimiento de las patas delanteras. Luchó contra la creciente sensación de desorientación: toda pista visual y auditiva de su posición había desaparecido en aquel enloquecido ascenso. Las pesadas batidas de las alas pulsaban dolorosamente sus oídos y el concepto de dirección había perdido todo sentido. Sólo quedaba la necesidad de sujetarse y la voluntad de trepar. La bestia ascendió todavía más.

El sol aún ardía en el cielo, envuelto en nubes. No podía deshacerse de él. Apenas tenía fuerza suficiente para trepar, con lo que Vulkan se concentró en aguantar la furia del viento que tiraba de su cuerpo y tironeaba de sus dedos. Hundió estos más aún.

Muy lentamente siguió acortando los metros que lo separaban de su presa. Su mente retrocedió a la sima de lava a tantos años de distancia.

Fue en otra vida.

Alcanzando la protuberancia entre las alas de la bestia, encontró a su enemiga.

—¡Bruja! —llamó, rugiendo para hacerse oír.

Ella se giró, mirando por encima de su hombro. El fuego psíquico se derramaba de las cuencas de sus ojos y una flecha lumínica rozó la cara de Vulkan.

—¡Tendrás que hacer algo mejor que eso! —gritó.

La eldar apuntó entonces al primarca con su vara, liberando un relámpago que abrasó su armadura y quemó una cicatriz en su mejilla. Vulkan apretó los dientes y avanzó con decisión. Aferrándose a los asideros de las escamas, cada vez estaba más cerca. Bajo el cuerpo podía sentir el cansancio del monstruo, oír su respiración jadeante, sentir las protestas de sus músculos que se acercaban al límite de su resistencia.

Incapaz de ascender más, el pteranodón giró y se estabilizó, permitiendo a la vidente eldar abandonar la silla de montar y ponerse en pie sobre su amplio lomo. Se enfrentó al primarca, alimentando la energía de la hoja de su espada.

Vulkan también se puso en pie. Sacó su martillo muy lentamente, con el propósito de que la vidente comprendiese que luchar contra uno de los hijos del Esperador era un acto solemne.

—Ríndete ahora y será rápido —prometió.

En lugar de eso ella corrió hacia él.

Vulkan cargó.

El terreno que formaba el lomo musculoso de la bestia era irregular, pero el primarca logró alcanzar a la vidente sin tambalearse. La espada rúnica se movió en una estocada veloz como la lengua de una víbora, golpeando contra la densa empuñadura de Portador del alba. Atacó de nuevo, alcanzando a marcar la placa pectoral de su armadura. Vulkan devolvió el golpe, pero la bruja se apartó con una elegante pirueta de aquel movimiento mortal, imposiblemente ágil, y se posó en perfecto equilibrio sobre el lomo de la bestia. Volvió a lanzar una estocada dirigida al corazón de Vulkan. El golpe traspasó la guardia del primarca pero la armadura lo desvió. La grieta que se abrió en la hoja precedió a la rotura de la espada. La vidente jadeó cuando la energía psíquica liberada la alcanzó como el reflujo de la marea, retrocediendo instintivamente bajo la descarga, encogida sobre el brazo ennegrecido.

Alcanzando su garganta con la mano enguantada, Vulkan alzó a la eldar.

—Este mundo pertenece al Imperio.

Había perdido la vara y su espada no era más que una empuñadura humeante que tiró a un lado. Todo lo que le quedaba era su desafío en la mirada. Escupió sobre la armadura de Vulkan, sangre mezclada con flema.

—¡Bárbaro! —el idioma imperial sonada basto en aquella voz lírica—. No sabes lo que has hecho… —por sus pálidos labios se escurrían hilos carmesíes y el vigor de sus ojos se estaba apagando—. Si lo destruyes… condenarás este mundo más de lo que ya lo has hecho.

Vulkan aflojó ligeramente la presa y su recompensa fue un golpe traicionero. Una llamarada psíquica brotó entre ellos y para esquivarla tuvo que soltar a la bruja. Una segunda explosión lo derribó y se vio intentando alcanzar algún asidero.

En un movimiento desesperado, la vidente regresó a la silla y ordenó al pteranodón un descenso suicida. En medio de unos tumbos vertiginosos, Vulkan luchó desesperadamente por aferrarse a algo mientras rodaba por el costado del pteranodón.

Ella estaba cantando. Aquella salmodia arrancaba astillas gruesas como lanzas en la selva bajo ellos. Vulkan entrecerró los ojos a la vez que hundió sus dedos entre varias escamas. Con el pecho apretado contra la gélida piel del reptil, soportó la tormenta de restos de madera que súbitamente lo bombardeó.

El descenso fue veloz. La presión de la aceleración pesaba sobre el cuerpo del primarca como un puño que lo estuviese aplastando lentamente. La bestia estaba prácticamente agotada y caía como una piedra. Atravesó la densa masa de las copas de los árboles como si estuviera rompiendo la atmósfera de un planeta extraño, pero no hubo fuego, no hubo aura de calor de reentrada, sólo viento y el avance vertiginoso de la tierra a su encuentro. Cuanto más caía el monstruo más se aflojaba el agarre de Vulkan. La inercia estaba levantando las escamas a las que estaba aferrado, amenazando con destrozar los tendones sobre las que se sostenían y arrancarlas.

La tierra se avecinaba, una extensión plana e intransigente que sólo necesitaba de la gravedad para convertir en pulpa la carne y en astillas los huesos. La vidente intentaba matarlos a ambos. Vulkan se agarró aún con más fuerza, esperando que su resistencia sobrehumana fuese suficiente para salvarlo. A treinta metros del impacto, el instinto de supervivencia del pteranodón se rebeló contra la orden de la eldar. Con un gemido, la bestia intentó alzarse y detener aquel picado letal. Pero era demasiado tarde. Retorciendo su masivo cuerpo en vano, el monstruo se aplastó contra la tierra.

La oscuridad cayó en la forma de una cascada de barro lanzada al aire por el impacto. Arrojado del lomo del monstruo, Vulkan pudo caer limpiamente sobre sus pies. No estaba lejos de donde el pteranodón se había hundido en la tierra. La bestia había absorbido la mayor parte del golpe, y su cuerpo estaba resquebrajado. Sus alas se habían convertido en tiras desgarradas, a pesar de que la membrana era dura como una armadura antifragmentación, los huesos partidos la habían cortado como dagas. Un denso fluido chorreaba del hocico hundido y el cuello formaba un ángulo antinatural. Vulkan corrió hacia él, pensando que quizá la vidente podía también haber sobrevivido a la caída.

La encontró luchando por liberarse de los despojos, en medio de una densa nube de polvo. La sangre tintaba sus ropas y tenías las piernas rotas. Miró al primarca que se aproximaba a ella, gruñendo a través de unos dientes teñidos de rojo. Invocando un rayo, alzó la palma en un último esfuerzo por matarlo. Vulkan blandió su martillo antes de que la naciente tormenta psíquica se manifestase y le arrancó la cabeza de los hombros. La sangre brotó del muñón del cuello unos segundos antes de que aquel cuerpo comprendiese que había sido decapitado y se desplomara en el charco de sus propios fluidos vitales.

Ferrus Manus miró silenciosamente la cabeza alienígena que había rodado hasta sus pies.

—Se acabó, hermano —dijo Vulkan.

El Gorgón alzó la mirada, pensativo.

—Victoria.

La legión y algunas divisiones del ejército patrullaban el campo de batalla, buscando algún resto del enemigo. Los eldar heridos eran rápidamente silenciados, mientras que a los imperiales se los recuperaba o se les daba el tiro de gracia si sus heridas eran demasiado severas. Era un trabajo sucio, pero era necesario. Pequeños grupos de nativos aún deambulaban por la zona, perdidos y asustados. Al principio los nativos respondieron con hostilidad a los esfuerzos por reunirlos para prestarles atención médica y registrarlos, pero poco a poco se fueron sometiendo pacíficamente.

La muerte de la vidente definitivamente había acabado con toda resistencia. Los eldar estaban rotos y no regresarían. Ya se habían enviado a la jungla escuadras de ejecución para cazar a los últimos supervivientes. Ferrus Manus había hecho lo mismo antes de abandonar el desierto y no cabía duda de que Mortarion había expurgado de elementos hostiles las llanuras de hielo.

Los oficiales disciplinarios del ejército habían ordenados a los faerios prender fuego al cadáver del pteranodón. Tal masa de carne y hueso tardaría en consumirse. Vulkan frunció el ceño al ver como algunos soldados hacían gestos triunfales y posaban sobre el cuerpo de la criatura. Aquello era indigno, irrespetuoso.

—¿Cómo ha sido? —dijo Ferrus Manus.

El primarca de los Manos de Hierro estaba en pie a su lado, supervisando las últimas disposiciones.

Vulkan se giró hacia él.

—¿Cómo ha sido qué?

—Montar a lomos de esa bestia. Nunca habría esperado que uno de la XVIII fuese tan impulsivo.

Rió, para indicar que no hablaba en serio.

Vulkan sonrió: el dolor aún no le permitía reír.

—Recuérdame que nunca vuelva a hacer algo así.

Hizo un gesto de dolor cuando el Gorgón le dio una palmada en la espalda. Con la victoria el humor de Ferrus se había templado. Había demostrado su fuerza y su valor, y su legión había logrado el acatamiento de 154-4. Había sido un buen día.

Permanecían en pie frente al arco. El escudo psíquico había caído. Tras su destrucción el aquelarre de brujas eldar había ardido violentamente, como velas en un ambiente sobresaturado de oxígeno. Ahora sólo eran cadáveres calcinados que se quebraban frente al círculo de menhires. Ferrus esparció la ceniza con su bota.

—Éste es el destino de todos nuestros enemigos.

—Resistieron mucho… —dijo Vulkan, mirando el cuerpo de un brujo cuyas manos esqueléticas estaban crispadas como garras—. Aún no logro comprender por qué defendieron este lugar de de una manera tan vehemente.

—¿Quién puede comprender el comportamiento de los alienígenas? —respondió Ferrus de manera displicente—. Una pregunta mejor es qué vamos a hacer con eso —hizo un gesto hacia el arco indefenso—. Quizá quieras astillarlo saltando otra vez desde una Stormbird.

Vulkan no prestó atención a la broma del Gorgón. Miraba fijamente el arco. Una puerta, había supuesto Verace.

¿Pero a dónde?

—Creo que destruirlo sin más podría ser un error. Al menos hasta que sepamos cuál es su finalidad.

El humor de Ferrus pareció congelarse de repente y recupero su gesto adusto.

Debe ser destruido.

Vulkan insistió.

—Podríamos provocar un mal mayor.

—¿Qué es lo que pasa, hermano? —preguntó Ferrus entrecerrando los ojos.

—Algo…

Vulkan negó con la cabeza. Cuando dirigió la mirada hacia el plinto bajo el arco encontró una cara familiar.

—¿Qué está haciendo él aquí?

Vulkan comenzó a avanzar hacia el arco, pero Ferrus lo detuvo sujetándolo del brazo.

—Acabamos de colocar cargas para demoler esa cosa.

Vulkan se apartó de su hermano.

—Discúlpame, Ferrus.

El Gorgón resopló pero lo dejó ir.

Cuando Vulkan alcanzó el plinto no había nadie. Verace se había ido. Caminó alrededor de su vasto perímetro. No había señal alguna del rememorador, pero en su ronda descubrió una zona en la que el patrón que trazaban las runas cambiaba.

Invocó a la Guardia de la Pira.

—¿Ves eso? —preguntó a su palafrenero señalando con el martillo.

Numeon preparó su alabarda.

—Lo veo, primarca. Es una apertura.

Se trataba de una fina línea, una ligera interrupción del dibujo rúnico que cubría la superficie del plinto, pero sin duda se trataba de una puerta.

El palafrenero hizo un gesto a Ganne y a Igataron.

—Abridla.

Los dos pretorianos envainaron sus armas y apoyaron los hombros contra la pared del plinto. Leodrakk y Skatar’var se apostaron junto a ellos con las armas preparadas. Si algo saliera de dentro con intención de atacar hallaría una muerte rápida. La puerta era una losa con runas en relieve lo bastante amplia como para permitir el paso de un legionario. Era de la misma piedra que el arco y se abría hacia dentro. Con un crujido de piedra contra piedra, tras ella se extendían unos escalones que llevaban a una sala bajo el arco.

—Bajad las armas —dijo Vulkan.

Los pretorianos obedecieron. Numeon y Varrun fueron los últimos en hacerlo y no apartaban sus miradas reticentes de las sombras bajo el plinto.

—¿Qué más horrores nos aguardan? —preguntó el palafrenero.

Vulkan recordó la pequeña cámara bajo la forja, aquella que N’bel había sellado bajo un yunque como le había pedido.

—Sólo hay una manera de saberlo —contestó el primarca—. Yo voy primero.

Dio un paso adelante, atravesó el umbral y se sumergió en la oscuridad.

* * *

—Tengo tantas preguntas…

—Las respuestas llegarán, aunque algunas sólo con el tiempo. Muchas deberás descubrirlas por ti mismo.

Estaban sentados juntos, viendo el Desierto de la Pira mientras el sol se ponía tras sus arenas hostiles. Aquello era un yermo, una tierra baldía, pero era su hogar. Al menos eso era lo que Vulkan había creído. Todo lo que había sabido en las últimas horas había cambiado eso, o por lo menos había cambiado su forma de pensar en ello.

Se volvió para contemplar de nuevo el rostro del Extranjero. Era a la vez anciano y joven, sabio e inocente. Había una benevolencia en su tono que sugería comprensión, pero a la vez un peso causado por el dolor que acompañaba a ese conocimiento. El fuego también ardía en sus ojos, aunque no como el de Vulkan: se trataba de un horno mucho más profundo, una llama de voluntad con la que llevar a cabo una labor titánica.

Cuánto de aquello percibía Vulkan y cuánto le transmitía el Extranjero no lo sabía. Sólo sabía que estaba ligado a las estrellas y a una vida más allá de Nocturne. Mientras el viento que recorría la llanura desértica templaba su cara y portaba el olor a cenizas, supo que extrañaría aquel mundo profundamente. Le entristecía pensar en que tendría que abandonarlo.

—¿Y tengo hermanos?

El Extranjero asintió.

—Tienes muchos. Algunos están esperando tu regreso, tan impacientes como yo por encontrarte.

Eso agradó a Vulkan. A pesar de la aceptación incondicional de la gente de Nocturne, siempre se había sentido solo. Saber que había otros en la galaxia que eran sangre de su sangre, y que pronto se reuniría con ellos, era reconfortante.

—¿Qué le pasará a mi padre? A N’bel, quiero decir.

—No tienes que temer. N’bel y toda tu gente estarán seguros.

—¿Cómo, si no voy a estar aquí para protegerlos?

El Extranjero sonrió y la calidez de su expresión acabó con la ansiedad de Vulkan.

—Tu destino es uno grande, Vulkan. Eres mi hijo y te unirás a mí y a tus hermanos en una cruzada que unificará la galaxia y la convertirá en un lugar seguro para la humanidad —su mirada se volvió melancólica y Vulkan sintió el eco de aquella pena en su propio pecho—. Pero debes abandonar Nocturne y lo siento profundamente. Te necesito, Vulkan, más de lo que puedes imaginar, más quizá de lo que llegues a saber nunca. De todos mis hijos eres el más compasivo. Tu nobleza de espíritu y tu humildad serán un fiel para tus dispares hermanos. Eres la tierra, Vulkan, su fuego y su solidez.

—No sé qué me estás pidiendo que haga, padre.

Era extraño llamar así al Extranjero: apenas conocía a aquel hombre, o ser. Y aun así, la conexión que sentía con él era innegable.

—Lo sabrás. Lo lamento, pero tengo que dejarte cuando más me necesitas. Pero estaré a tu lado siempre que pueda.

—Sólo quisiera saber cuál es el fin de todo esto y qué se supone que tengo que llegar a ser.

Vulkan alzó la vista al cielo y vio el sol ardiente que abrasaba Nocturne bajo sus rayos inmisericordes.

—Lo sabrás, Vulkan. Te lo prometo: cuando llegue el momento, lo sabrás.

Una luz dorada comenzó a brotar del Extranjero, irradiando desde el interior de su piel, disolviendo el aspecto con el que se ataviaba y revelando la verdad.

* * *

Enterrada bajo el plinto había una catacumba vasta y cavernosa. Algo parecía tirar de Vulkan, que descendía los escalones como en un sueño. Lo que encontró al llegar al final de la escalera heló su fiera sangre nocturna.

—¿Qué es este sitio? —siseó Numeon.

Unos extraños sigilos estaban grabados en las paredes, alienígenas sin duda, y nichos abiertos en las paredes alojaban los santuarios de deidades aberrantes. La procesión de crudas estatuas, de largos miembros y aspecto andrógino, se alineaban en el pasadizo subterráneo que conducía al centro del complejo. Al final del mismo unas sombras se movían, proyectadas por el fulgor de una pira ritual.

—Un templo.

La voz de Vulkan era profunda, adensada por la furia. Desenvainó su gladio.

El susurro del metal contestó cuando los miembros de la Guardia de la Pira desenvainaron sus propias espadas cortas. Ninguno de ellos ensuciaría las hojas de sus armas dedicadas con unos sucios sacerdotes idólatras.

—Caminad en silencio detrás de mí —dijo Vulkan antes de avanzar hacia la luz parpadeante.

Una sensación de repugnancia se aferró al estómago del primarca, algo que había ido creciendo en su interior desde el encuentro con el niño de la jungla que le había sostenido la mirada. Una especie de garra insidiosa se le había clavado, minando su resolución. Recordó todo lo que había meditado sobre cuál podía haber sido la historia de Ibsen antes de que el Imperio llegase para iluminarlo.

¿Cuánto se han alejado los nativos de la luz del Emperador en su caída?

Vulkan llegó a la entrada de otra cámara. Era vagamente circular, burdamente excavada en la tierra y enlucida con arcilla. Como en las habitaciones anteriores, había signos grabados en las paredes, pero además había unos tótems en los puntos cardinales de la sala. En el centro ardía un círculo de fuego. Un grupo de figuras encapuchadas danzaban alrededor, repitiendo una letanía. Eran los mismos líricos mantras que había escuchado a la vidente. Dentro del anillo ritual, en parte oculta por las llamas, había una figura atada al pilar de madera que soportaba el techo de la caverna. En su superficie estaban grabados los mismos símbolos rúnicos alienígenas.

En el momento en que Vulkan se acercó a la luz uno de los sacerdotes se giró hacia él. Llevaba una máscara que representaba a alguna retorcida deidad eldar y llevaba una runa cortada directamente sobre la piel del pecho desnudo. Al ver al primarca, un gigante surgiendo de las sombras con los refulgentes ojos de un demonio, el sacerdote chilló y los cánticos se detuvieron abruptamente. Los gritos llenaron el aire junto al sonido de dagas curvadas saliendo de sus vainas. Pero aquello era como intentar luchar contra un oso terrano con un alfiler. Viendo que su única ruta de escape estaba bloqueada, los adoradores retrocedieron al fondo de la caverna amedrentados. Algunos escupieron maldiciones, pero manteniendo las hojas bajas para no provocar a los intrusos.

Numeon avanzó con una fina mueca de repugnancia en los labios.

—¡Espera!

Vulkan lo detuvo. Sus pretorianos estaban preparados para matar a los humanos en un segundo.

—Nunca quisieron ser salvados —dijo Vulkan, en parte para sí—. Ya habían sido salvados, pero no por nosotros…

—Primarca, no son mejores que los eldar —espetó Numeon, aún presto a masacrarlos.

—He estado tan ciego…

Envainando su gladio, puesto que no había ninguna amenaza real, Vulkan se acercó al círculo de fuego. Lo que vio atado a la columna lo hizo dar un paso atrás. En seguida se escuchó el repiqueteo de las armaduras de la Guardia de la Pira que se precipitaban hacia su señor, pero éste alzó la mano ordenando que se detuvieran.

—Tenía razón.

Su voz era poco más que un susurro. Su mirada estaba clavada en la figura y la caverna a su alrededor parecía encogerse a su alrededor, presionando sobre el primarca con el peso del destino. Reconocía aquellos ojos, aunque el cuerpo se había encogido por las vicisitudes que lo habían consumido en todo aquel tiempo.

Recuerdo esos ojos, afilados como dagas y llenos de un hastío enfermizo.

Un dolor sordo ascendió por el pecho de Vulkan cuando los recuerdos acudieron para reabrir viejas heridas.

—Breughar…

La imagen del forjador trajo consigo lágrimas de fuego a los ojos del primarca cuando comprendió a quién estaba encarando. Ella también lo reconoció, pero su cara cuarteada como la de un cadáver era incapaz de expresión alguna.

—La bruja esclavista.

De repente la lucha frente a las puertas de Hesiodo no parecía tan lejana.

Los espectros del ocaso también habían atormentado Ibsen igual que había torturado Nocturne siglos atrás. Aquella verdad cayó sobre él, amarga e inclemente. Los humanos adoraban a los eldar porque ellos habían sido sus salvadores. Los habían liberado de los esclavistas, de sus propios congéneres oscuros. Y ahora torturaban a aquella con algún propósito oculto, quizá como salvaguarda contra futuras incursiones, o quizá simplemente para desterrar el terror del mito. En cualquier caso, la rabia de Vulkan ascendió como el magma de un volcán momentos antes de su erupción.

Le dio la espalda a la bruja por última vez.

—Este mundo está perdido.

Se sintió cansado, casi aturdido. Su respiración era rápida y pesada. Apretaba los dientes y los puños.

—Nadie abandona este sitio vivo —murmuró la orden, pero su tono causó pánico entre los sacerdotes—. Matadlos a todos.

Con un peso en el corazón, Vulkan abandonó la cámara, dejando atrás el ruido de la matanza.

Mis ojos se han abierto, padre.

Sabía lo que tenía que hacer.

* * *

Sobre una colina, mirando el inmenso arco rúnico, Vulkan miraba los fuegos arder. Los transportes pesados atravesaban la atmósfera en la distancia, transportando las decenas de miles de divisiones del ejército con destino al siguiente teatro de guerra. Abajo la conflagración consumía lentamente la jungla. Todo ardía. Aquel mundo sería reducido a cenizas, sus minerales extraídos hasta agotarlos para alimentar la Gran Cruzada. Ibsen se había convertido en un mundo de la muerte, igual que Nocturne.

—Hoy he sancionado el asesinato de hombres indefensos —dijo a la calima que venía de las llamas: era una visión incandescente, hermosa y terrible.

—Mejor purificar este sitio y comenzar de nuevo que dejar una úlcera que se infecte —contestó Ferrus Manus.

El Gorgón había venido a despedirse de él hasta la siguiente campaña. Sus Morlocks y el resto de los Manos de Hierro ya habían embarcado, y sólo quedaban el primarca y Gabriel Santar.

—Lo sé, hermano —dijo con un tono de resignación.

—Has arriesgado a tus hombres y has arriesgado tu vida. No puedes salvar a todo el mundo, Vulkan.

—Los nodos que derribamos, mantenían inerte esa cosa —dijo señalando al arco—. Es un portal. Los he visto antes, mucho tiempo atrás. Llevan a la oscuridad sin fin donde sólo aguardan el horror y la tortura. Lo que he hecho, Ferrus, ha sido condenar este planeta al mismo destino que el mío. ¿Cómo se supone que voy a vivir con la conciencia de eso?

—Muchos más mundos arderán antes de que acabe la cruzada: mundos inocentes. Es la galaxia lo que está en juego, hermano. ¿Qué es un planeta en comparación con eso? —espetó Ferrus, dejando entrever la frustración que le provocaba no llegar a comprender lo que oía—. Tu compasión es una debilidad. Acabará matándote.

Ferrus se alejó hacia la Stormbird lista para despegar y Vulkan se quedó a solas contemplando las llamas.

No estuvo solo por mucho tiempo.

—Primarca, las naves están preparadas.

Vulkan se giró hacia su palafrenero.

—¿Has localizado al rememorador como te pedí?

Numeon se apartó hacia un lado, revelando la figura vestida de túnica y con aspecto de erudito.

—Lo he hecho, mi señor.

Vulkan frunció el ceño.

—Este no es Verace.

—¿Primarca?

—Este no es Verace —repitió Vulkan.

El rememorador inclinó la cabeza nerviosamente.

—Mi nombre es Glaivarzel, mi señor. Os ofrecisteis a relatarme vuestros orígenes para que pudiera registrarlos para la posteridad.

Vulkan se dirigió a Numeon, ignorando al humano.

—Tráeme al rememorador Verace. Hablaré con este hombre más tarde.

Inmediatamente Numeon ordenó a Glaivarzel que se retirara, pero al volver a encarar al primarca su expresión era confusa.

—Primarca, no sé de quién me habláis.

—¿Intentas burlarte de mí, palafrenero? —espetó Vulkan irritado—. Tráeme al otro…

Se detuvo. No había ninguna señal de reconocimiento en los ojos de Numeon, ninguna en absoluto.

Las palabras del Extranjero volvieron a su mente.

Estaré a tu lado siempre que pueda.

Toda su furia se desvaneció. Vulkan posó las manos sobre los hombres de Numeon como un padre lo haría con su hijo.

—Perdóname. Prepara la nave. Estaré allí en unos minutos.

Si Numeon comprendió lo que había ocurrido no dio muestras de ello: simplemente asintió y fue a cumplir la orden.

Vulkan se quedó de nuevo a solas con sus pensamientos.

Un océano de fuego devoraba la jungla. Sus árboles se ennegrecerían y morirían, sus hojas serían reducidas a polvo. Una llanura árida sustituiría a aquella tierra fértil y una raza sería condenada al olvido. Imaginó a los colonizadores que vinieran después, los inmensos transportes imperiales atestados de gente. Se trataba de un nuevo mundo para que los expedicionarios lo habitaran, para que los pioneros lo cartografiasen y lo colonizaran. El mundo 154-4. No sería fácil para ellos.

Los espectros del ocaso volverían, Vulkan estaba seguro, pero los colonos tomarían las armas y lucharían, igual que lo había hecho su gente hacía tanto. Sería una vida dura, pero buena y noble. N’bel le había enseñado el valor de eso.

Como primarca había llegado a Ibsen con su mente desequilibrada, su propósito difuso. Había querido salvar a aquella gente y aunque no lo había logrado, había redescubierto una parte de sí mismo que tenía olvidada. La compasión podía parecer una debilidad para algunos, ciertamente, Ferrus Manus pensaba que lo era. Pero el Extranjero le había abierto los ojos a Vulkan y le había enseñado que era su mayor fuerza.

—Llamaré a este mundo Caldera —dijo en voz alta.

Juró que lo protegería con la misma ferocidad que a Nocturne. No sería otro mundo sometido sin más, un número sin alma. Vulkan lo había despojado de tanto que debía darle al menos eso.

Las llamas del incendio crecían. Densas nubes de cenizas serpenteaban por el cielo rojizo en la víspera de un nuevo amanecer del infierno. Vulkan alzó la mirada hacia el brillo de un sol inclemente. Un sol de Prometeo.