406, Park Avenue
Nueva York
2 de marzo de 2011, 10.37 h.
Edmund y Russell entraron en un rascacielos de tamaño medio en Park Avenue, en el centro de Manhattan. Como era de prever, Edmund se había mostrado de mal humor durante el trayecto a bordo de un Town Car desde Greenwich. Russell había insistido en acompañarle. Quería ver si podía calmar a su socio antes de que se reunieran con Gloria Croft. Edmund había sido un bravucón toda su vida, y se sentía incómodo en cualquier situación que no controlara. Y en aquel caso no solo no al mando de los acontecimientos, sino que tenía la impresión de que le estaban manipulando, y encima una mujer, y para colmo una mujer que antes trabajaba para él. Russell dudaba que sus palabras tranquilizadoras hubieran tenido algún efecto.
Cuando llegaron, Gloria utilizó un guión que había aprendido de Edmund, y él se dio cuenta. Los dos hombres llamaron al intercomunicador de la suite, entraron y fueron acompañados a una sala de conferencias con paredes de cristal, donde les dejaron cocer en su propia salsa durante unos quince minutos. La recepcionista fue muy educada, y les ofreció café o agua. Fuera de la sala, la oficina presentaba un aspecto sereno y plácido, pues tan solo el zumbido del aire acondicionado rompía el silencio. Proyectaba una imagen de tranquila autoridad.
Entonces apareció Gloria. Había cambiado de aspecto desde la última vez que Edmund la vio. Una leve onda adornaba ahora su lustrosa melena castaña. Llevaba un traje hecho a medida, con blusa lavanda y zapatos de tacón negros. Lucía el escote justo para resultar insinuante. Tenía un aspecto de diez millones de dólares.
—Caballeros, lo lamento mucho, ha pasado algo en Singapur.
Russell y Edmund se habían levantado al verla entrar, y ella se acercó y les estrechó la mano a ambos. Tenía una sonrisa casi imperceptible en el rostro. No cabía duda de que se lo estaba pasando en grande.
—¡Seguidme!
Salió de la sala de conferencia a toda prisa, y Edmund y Russell recogieron sus abrigos y maletines para correr tras ella.
—Nos hace trotar detrás de ella como si fuéramos un par de caniches —masculló Edmund.
Gloria ya estaba sentada delante de su escritorio cuando los hombres entraron en su despacho. Un cuadro abstracto, gigantesco y probablemente carísimo colgaba de la pared que había tras ella. El escritorio estaba vacío, salvo por varios teléfonos grandes. Los cubículos que había a sus espaldas estaban sembrados de folletos y diversos archivadores. Toda una pared de caoba acogía el obligatorio despliegue de televisores conectados con los canales financieros. Gloria apretó un botón que había en la parte inferior del escritorio, y la puerta del despacho se cerró sin hacer el menor ruido. Cuando habló, lo hizo con algo que podía recordar a la timidez, aunque Edmund sabía que aquello era algo absolutamente impropio de aquella mujer.
—Me siento como si volviera a tener veinticinco años. En aquel entonces era como una rémora nadando entre grandes depredadores, en busca de los restos de comida que hubieran desechado. El mar estaba lleno de sangre. Entonces era mucho más divertido que ahora, ¿no creéis?
A Edmund no le gustó aquella forma de empezar. Ni siquiera él habría sido tan atrevido. Ahora ella era el tiburón, y ellos las rémoras, y era su sangre la que olía en el agua. Se mordió la lengua hasta que Gloria empezó a hablar de las «oportunidades» de que había gozado en el campo de las subprime, oportunidades que agradecía que el mercado (refiriéndose a Edmund y Russell) hubiera puesto a su alcance.
—Bien, Gloria —dijo Edmund mientras intentaba controlarse—, no eres tan lista como te crees. El rollo de las subprime nunca estuvo destinado a triunfar. Sabíamos que iba a fracasar. Nos estábamos vendiendo en corto mutuamente. Nos estábamos vendiendo en corto a nosotros mismos.
—Es posible que lo hicierais, pero no hasta el final. Yo empecé a comprar swaps cinco años antes que vosotros —Edmund resopló—, mientras continuabais apalancando vuestra posición a base de vender bonos carentes de valor hasta que Lehman quebró. Dime que no fue así.
Gloria se había quitado uno de los guantes, como mínimo. Creía que tenía una mano ganadora contra LifeDeals. Quizá la partida durara más si no enseñaba las cartas, pero tenía a Edmund y Russell justo donde quería, y podría disfrutar de su reacción si jugaba su mano en aquel momento. Era probable que, a la larga, ganara el mismo dinero si LifeDeals no salía a bolsa. Dependía de hasta qué punto estuviera Edmund dispuesto a tentar su suerte. Aquella mañana, antes de que llegaran, Gloria se había mirado en el espejo del cuarto de baño y anunciado: «Llegó la hora de la revancha».
Entonces, carraspeó y continuó:
—Los operadores que vendieron aquellas CDO tendrían que haber ido a la cárcel. Todo Wall Street estaba contaminado por esa basura. Inmorales, codiciosos, egoístas… Fue un robo.
—Tonterías —replicó Edmund—. Tú misma lo dijiste: fue una oportunidad. Vosotros destruisteis aquellas empresas. Vuestras huellas dactilares están en los cadáveres. El gobierno ordenó que las entidades de préstamos hipotecarios llegaran a acuerdos subprime. Todo el mundo tenía que ser propietario de una casa. Nadie le puso una pistola en la cabeza a nadie… No entiendo por qué le estamos dando vueltas a esto otra vez. Hemos pasado página. Está claro que tú no, pero te instaría en los términos más perentorios posibles a superarlo de una vez.
Edmund estaba controlándose cuanto podía, y hablaba con voz lenta y calmada. Russell sabía que el volcán estaba a punto de entrar en erupción. Su socio continuó como un robot.
—Tenemos confianza plena en que LifeDeals es una jugada ganadora, y vamos a demostrarlo en un futuro muy cercano.
—¿En serio? —dijo Gloria—. Bien, pues yo tengo medio millón en CDS que me dice que no. Y voy a comprar más. Y te diré que me alegraré cuando quiebre, porque creo que estáis robando una vez más, solo que esta vez os estáis quedando con los seguros de vida de gente vulnerable a la que pagáis una miseria. Son personas mayores desesperadas por tener dinero porque necesitan operarse y no quieren arruinarse porque nuestro sistema sanitario las haya dejado plantadas.
Edmund se estaba masajeando las sienes. Eran banqueros, ganaban dinero, fin de la historia.
—El Tribunal Supremo ha dictaminado que las pólizas de seguros de vida son valores que la gente puede comprar o vender —replicó.
—Estáis pagando el quince por ciento del valor nominal. El diez, si podéis.
—Estamos ofreciendo un servicio financiero legítimo a ancianos estadounidenses que necesitan dinero en metálico por los motivos que sea. Nosotros no hemos creado la necesidad, tan solo la satisfacemos. No me importa lo más mínimo si un individuo utiliza el dinero para pagar una cadera nueva o un crucero a Alaska. Tal vez no deseen que los ingratos de sus hijos se queden con el dinero. No hay nada inmoral o antiético en ello. Estamos contribuyendo a inyectar dinero en la economía. Deberíais darnos las gracias.
—Oh, no me vengas con esas, Edmund. Ahora que el mercado de las hipotecas se ha secado, algún analista inteligente pensó en los seguros de vida. Es otra mina de oro, y da igual qué consecuencias tenga para la gente implicada.
Russell comprendió que aquello no iba a ningún sitio. Se inclinó hacia delante en su asiento.
—Gloria, con el debido respeto, Edmund y yo no hemos venido hasta aquí para debatir sobre la ética de la adquisición de pólizas de vida, aunque debo decir que llevan años en vigor y nadie ha protestado. Tendremos que mostrarnos de acuerdo en que estamos en desacuerdo. Nos gustaría saber por qué estás tan segura de que nos hemos equivocado. He traído conmigo varias investigaciones a modo de respaldo.
Russell colocó delante de Gloria una serie de estados financieros, junto con complicadas gráficas que mostraban campanas de Gauss referentes a la esperanza de vida de la gente cuyas pólizas había comprado LifeDeals, separadas por las enfermedades que padecían los titulares. Le explicó a la mujer el panorama global y permitió que viera más información de la que solían mostrar a los posibles futuros administradores de fondos de inversión libres. A continuación le describió el plan, cómo iban a convertir las pólizas en bonos mediante la titulización, lo cual daría lugar a inmensos ingresos que, después, utilizarían para comprar más pólizas que convertirían en más bonos. Los bonos estaban ponderados: el mayor segmento se basaba en la diabetes, el segundo en las enfermedades cardiovasculares y el tercero en enfermedades renales. Mientras Russell hablaba, Gloria examinaba los estados financieros y las campanas de Gauss. No tardó mucho. Cuando terminó, las apartó a un lado como si no creyera ni una palabra.
Por fin, Russell le explicó que, como las campanas de Gauss podían predecir con precisión cuándo se harían efectivas las pólizas, podrían incluir como factores a tener en cuenta todos los demás datos convincentes, determinar su flujo de caja con extrema precisión y comprar tantas pólizas como permitieran las vías de ingresos. Sus datos actuariales eran enormes, se remontaban a cincuenta años atrás, e incluso más cuando era necesario.
—No hemos dejado nada al azar —afirmó Russell—. Es infalible, basado en cifras reales. Sí, algunas personas tendrán remisiones espontáneas, pero otras pagarán antes de lo previsto. Todo se basa en matemáticas establecidas, y el fundamento son las compañías de seguros. Podría ser la mejor oportunidad de inversión de todos los tiempos, y está apoyada por la legislación del Tribunal Supremo, de modo que no existe el riesgo de que la industria de los seguros pueda cabildear en el Congreso para obligar a cambiar leyes y normas. Las compañías de seguros van a pagar hasta el último centavo que las pólizas hayan acumulado.
Russell enmudeció de repente, falto de aliento. Russell y Edmund miraron a Gloria, quien les sostuvo la mirada durante un par de segundos. Se hizo el silencio.
—¿No lo ves? —preguntó Russell.
—Yo sí lo veo —respondió Gloria—. Sois vosotros quienes no lo veis.
—Es real. Hemos repasado las cifras de arriba abajo, y las hemos confirmado con todas las empresas actuariales. Es real. Ya poseemos cincuenta mil pólizas…
Gloria silbó.
—¿A cuánto ascienden las primas de cincuenta mil pólizas, Russell? Estaréis pagando cuatro, cinco millones al mes. Os quedaréis sin capital a finales del año que viene si no empezáis a tener ingresos significativos.
Russell y Edmund sabían que estaba en lo cierto. Que Gloria era lista no era ninguna novedad para Edmund. De lo contrario, no la habría contratado. Pero en aquel caso todo saldría bien, estarían capitalizados por completo a finales de aquel mismo año. Se preguntó si Gloria se estaría echando un farol, y empezaba a pensar que así era. Hasta el momento, no les había dado nada. Ya se estaba hartando de aquello.
—Gloria, lo único que nos has dicho es que somos unos mezquinos y despiadados hijos de puta que robamos dinero a las viejas —intervino—. Pero eso ya lo sabíamos. Creo que andas a la caza de algo. Dijiste a un tipo que estabas vendiéndonos en corto a sabiendas de que eso nos aterraría y nos obligaría a venir aquí a explicarte nuestros planes. Cosa que hemos hecho. Felicidades. Ahora deberíamos marcharnos y no robarte más tiempo. Será un gran placer para nosotros enviarte por correo electrónico una propuesta a su debido momento.
La expresión irritada de Edmund se había metamorfoseado en el insufrible rictus petulante que Gloria recordaba de cuando le echaba la bronca en el pasado. La mujer abrió el cajón central de su escritorio y sacó un rotulador Sharpie rojo. Sin dejar de mirar a Edmund, cogió una de las gráficas de Russell y copió la campana de Gauss, aunque más escorada a la derecha que la impresa en el papel. Alzó la gráfica.
—Si esto sucediera, ¿qué significaría para ti?
Russell clavó la vista en el papel: era la gráfica de la diabetes.
—Eso no va a ocurrir.
—Compláceme. Lanza una hipótesis.
—Estás proyectando pacientes crónicos de diabetes que viven unos diez años más de lo que les corresponde. Como ya he dicho, eso no va a suceder.
—Digamos que el cuarenta por ciento de vuestras pólizas son de pacientes de diabetes. Si tenemos una curva como la mía en lugar de una como la vuestra, deduzco que vais a quedaros con veinte mil pólizas durante diez años más de la cuenta. Eso son, hum, doscientos cuarenta millones en primas que no esperabais pagar. Eso interfiere en vuestro modelo, ¿verdad? Tal vez sumen la mitad de vuestras pólizas. Creo que la curva necesita moverse un poco más. Quince años, y ya son cuatrocientos cincuenta millones. Vuestra mayor fuente de ingresos se convierte en un sumidero de activos tóxicos.
—Eso es hipotético, y contradice cincuenta años de datos actuariales. ¡Cincuenta años!
Edmund comenzó a gritar, pero Gloria seguía mirando a Russell. Este parecía preocupado.
—Sí, contáis con cincuenta años de datos antiguos. Pero no miráis al futuro. La tecnología puede conseguir que el presente cambie en un abrir y cerrar de ojos. Si tenéis alguna idea estupenda más, haced el favor de compartirla conmigo. Será un placer tomar también posiciones en su contra.
—¿De qué coño estás hablando? —preguntó Edmund.
—¿Sabéis lo que es una célula iPS?
—He oído hablar de ellas, sí. Algo relacionado con las células madre. Pero no veo…
—Células madre pluripotentes inducidas —interrumpió Gloria—. Si miraras hacia el futuro en lugar de al pasado, tal vez supieras que las células iPS van a tener un impacto enorme en la medicina regenerativa.
—¿Te refieres a la terapia con células madre? ¿Esa burbuja que estalló hace diez años, todos aquellos adelantos biotecnológicos? Acciones que se cotizan a menos de un dólar en la actualidad.
—Edmund, continúas hablando del pasado. —Gloria ya estaba harta—. Estás ignorando el futuro.
—Vale, Gloria, ¿qué ves en tu bola de cristal?
—¿Has oído hablar del premio Nobel Tobias Rothman? ¿O de Junichi Yamamoto? ¿O de lo que están haciendo en su laboratorio de investigación del Centro Médico de Columbia?
—No —contestó Russell, que se sentía como si el techo estuviera a punto de aplastarle.
—A través de un contacto que sigue la pista de las patentes biotecnológicas, he averiguado que Rothman tiene órganos de ratones, órganos completos, que ha cultivado a partir de células iPS y que ha vuelto a trasplantar a los mismos ratones que donaron las células. De un momento a otro va a hacer lo mismo con células iPS humanas, si es que no lo ha hecho ya. Podrá cultivar páncreas. Para seres humanos. Que fabricarán insulina. Páncreas hechos a la medida de los pacientes para que no se produzca rechazo. ¿Sabes cuál va a ser el efecto de eso? —Gloria señaló la curva que había dibujado y movió el dedo desde la campana de Gauss de Russell hasta su versión en rojo—. Este.
Gloria se reclinó en su asiento.
Russell había efectuado los cálculos en su cabeza. Gracias a algunos vendedores particularmente agresivos de Texas y Florida, iban sobrados de pólizas de diabetes. De hecho, Gloria se había quedado corta: constituían casi dos tercios de sus pólizas. Lo cual significaba que podrían estar colgados con casi seiscientos millones de dólares en primas adicionales. Nadie podía saber si la ciencia iba a funcionar y cuándo, y no todos los pacientes iban a recibir aquella ayuda, pero, de todos modos, si ella estaba en lo cierto, su paradigma habría quedado destrozado. ¿Existiría algún modo de desprenderse de aquellas pólizas? ¿Podrían titulizarlas de todas formas? ¿Quién invertiría en la empresa, con tantas dudas sobre la naturaleza del riesgo? Russell se estaba haciendo aquellas preguntas. Edmund solo quería salir de allí lo más rápido posible.
—Piensa en LifeDeals como si fuera una piscina —prosiguió Gloria—. Ya está perdiendo agua, y va a entrar mucha menos de la que habíais pensado a corto plazo. Os vais a quedar con el culo al aire y sin salvavidas.
Gloria estaba disfrutando de lo lindo.
—¿Queréis un consejo? Lo dudo, pero voy a dároslo de todos modos. Daos prisa y titulizad y vended esos tramos de inmediato, antes de que otros empiecen a darse cuenta de que LifeDeals está asentada sobre arenas movedizas más que sobre un lecho de roca. En cuanto eso ocurra, nadie querrá vuestros bonos. Si sois listos, y sé que lo sois, podrías esconder parte del dinero procedente de los bonos, pero de ninguna manera vais a recuperar el capital semilla. A menos que queráis violar la ley. Lo cual cierra el círculo a la perfección. Es posible que esta vez acabéis en la cárcel.
—Hemos de irnos, Russell —dijo Edmund mientras su socio recogía sus papeles.
Edmund y Gloria se sostuvieron las miradas. Gloria había jugado sus cartas, y se daba cuenta de que había dado en el clavo.
—Siento que tengáis que iros corriendo, pero tengo que marcharme a comer de todos modos —comentó.
Gloria le entregó a Russell el resto de sus papeles. Ya había decidido fortalecer significativamente su posición contra LifeDeals aquel mismo día. Edmund tenía razón en parte: Gloria había querido que le contaran su plan de negocios y había dado por sentado que la arrogancia de Edmund le llevaría a contarle demasiado. Ahora había visto su modelo, y era peor de lo que había esperado. O mejor. Puede que le costara algo de dinero, pero ya tenía más del que podría gastar en tres vidas.
Aquella expresión de Edmund no tenía precio.
Edmund y Russell guardaron silencio mientras esperaban el ascensor. Russell le echó un vistazo al rostro de su socio, y detectó una expresión que no había visto jamás. Parecía dolor. Entraron en el ascensor.
—Sujétame esto un momento —le dijo Edmund al tiempo que le tendía el maletín y el abrigo. Entonces dio un paso al frente y golpeó la puerta del ascensor con el puño izquierdo. Gritó y se agarró la mano. El dolor, cuando llegó, supuso un alivio.