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Greenwich, Connecticut

1 de marzo de 2011, 21.10 h.

Edmund Mathews fue de nuevo a abrir la puerta, y una vez más era Russell. Esta vez, su socio no había llamado para avisarle. Se había limitado a enviarle un mensaje a la BlackBerry para decirle que iba a su casa. Solo había una razón para que volviera. Edmund supuso que habría descubierto quién estaba vendiendo valores de LifeDeals en corto.

—Tenemos que hablar, Edmund.

—Dime qué has averiguado.

—Necesito una copa, y tú también. ¿Puedes prepararme un whisky?

Edmund sabía que a Russell le gustaba el Talisker de dieciocho años que guardaba en su estudio, de modo que le guió hasta la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Antes había estado allí, leyendo un rato para informarse, y había encendido el fuego de la chimenea. La habitación olía un poco a humo, y cuando Edmund abrió la botella, el aroma a turba del whisky de malta intensificó el efecto de que se encontraban en una posada de las Highlands.

—¿Qué sabes?

Edmund sirvió dos copas y le ofreció una a Russell, que no apartaba la mirad del fuego, con un codo apoyado sobre la repisa de la chimenea.

—Soy adulto, Russell, ya he oído malas noticias antes. ¡Suéltalo!

—Gloria Croft —contestó Russell al tiempo que lanzaba una mirada a Edmund; después vació la copa de un sorbo.

—¿Perdón? Por un momento me ha parecido que has dicho Gloria Croft.

—Eso es. Es ella, Edmund, la jodida Gloria Croft. Lo está haciendo a plena luz del día por mediación de BigSkies.

—Me estás tomando el pelo. ¡Tienes que estar tomándome el pelo, joder!

Edmund gritaba casi a pleno pulmón. Aquello era lo que preocupaba a Russell. Sabía que Edmund iba a cabrearse. Alguien llamó con los nudillos a la puerta, y Alice, la esposa de Edmund, asomó su cabeza rubia.

—Ah, hola, Russell. Edmund, Darius se va a la cama…

Alice le echó un vistazo a la cara de su marido, contraída en un rictus de rabia incontrolada. Comprendió que sería una tarea inútil tratar de conseguir algo de él en aquel estado.

—Le daré las buenas noches en tu nombre. Adiós, Russell —barbotó Alice, y se retiró cerrando la puerta tras ella.

El interludio interrumpió la diatriba de Edmund. Se sirvió otra copa, después le puso otra a Russell, y luego cerró los ojos un momento y respiró hondo. ¿Por qué tenía que ser Gloria Croft?

—Será mejor que me lo cuentes todo.

Russell se sentó en un taburete bajo almohadillado junto al fuego. Edmund se quedó de pie.

—He hecho algunas llamadas. Han bastado dos, en realidad. Llamé al tipo que le dijo a Teddy Hill que había oído algo sobre la venta en corto y él me reveló su fuente. Se trataba de alguien a quien yo había conocido en una convención hipotecaria de Las Vegas. Dirige el maldito boletín financiero de noticias. Lo sabía de buena tinta.

—Pues vaya mierda. ¿Te ha dicho por qué lo está haciendo ella?

—No ha dicho gran cosa. Creo que en cuanto lo soltó se lo pensó mejor y colgó el teléfono enseguida. Se puso nervioso. Gloria es un pez gordo. BigSkies tiene mucho dinero.

Edmund estaba experimentando una sensación de déjà vu muy desagradable. Por medio de su fondo de inversión libre, BigSkies, Gloria Croft se había posicionado apostando mucho por el fracaso de las CDO emitidas por, entre otras, la firma de Edmund y Russell. Había tomado posiciones antes, en 2006, cuando nadie más lo estaba haciendo y cuando salía barato. Cientos de miles de dólares podían convertirse en decenas de millones. Lo que estaba dando a entender era su convicción de que los bonos respaldados por hipotecas AAA fracasarían y pondrían en peligro el futuro de gigantes de Wall Street como Bear Stearns y Lehman Brothers. Casi nadie le dio la razón en su momento: era imposible que sus acciones pudieran bajar tanto. Pero sí lo hicieron, y bajaron aún más.

Russell y Edmund guardaron silencio, el primero con la mirada clavada en el fondo de su copa, el segundo contemplando el fuego que chisporroteaba y silbaba en la chimenea. Echó hacia atrás la rejilla y añadió otro tronco a las llamas.

—Esa tía tiene pelotas —dijo Russell por fin.

—Pues sí.

—Pero la situación es diferente.

—Tienes razón.

Los pensamientos de Russell y Edmund seguían la misma línea. Las hipotecas subprime eran un desastre. Como valores, resultaban simplemente terribles. En su paradigma «Compensación vital», los deudores eran las compañías de seguros más importantes del país, algunas de las instituciones más ricas de la nación. La conclusión era sólida, expresada en uno de los dichos favoritos de Edmund de los últimos meses: «¿Qué van a hacer los titulares de pólizas de seguros, no morir?».

—¿Qué está haciendo esa mujer? —preguntó al cabo de otra larga pausa—. Es absurdo. Conocemos las cifras, ¿verdad? Nuestra solidez es a prueba de bombas. Desde el punto de vista actuarial, nos hemos puesto en el peor caso, gente que vive más de la cuenta por motivos que solo Dios sabe, y hemos considerado esa permisividad. A menos que vaya a vendernos en corto a ti y a mí personalmente. Pero es demasiado lista para eso. Tiene que estar viendo algo en las cifras.

—Si hubiera algo en las cifras, yo lo habría visto —replicó Russell, algo irritado.

—Lo sé, Russell. Ella ve algo que no existe. En realidad no importa por qué lo hace, el hecho es que lo está haciendo y que podríamos quedarnos tirados bajo la lluvia con los pantalones bajados. Maldita sea.

—Entonces ¿qué vamos a hacer?

—Hemos de hablar con ella, averiguar qué sabe —respondió Edmund—. Intentar inculcarle algo de sentido común. Cuando comprenda las ventajas, tal vez podamos ayudarla.

Edmund estaba hablando de ofrecerle a Gloria una posición ventajosa para invertir en la empresa y compartir las enormes ganancias que esperaban obtener.

—Tal vez sea eso lo que desee —dijo Russell—. Está enviando señales de humo.

—Podría llamarnos por teléfono y preguntar. —Edmund reflexionó un momento—. Vamos a llamarla ahora mismo.

—¿Ahora? Son más de las nueve de la noche.

—Da igual, llámala. Siempre está trabajando. No sé si podré dormir esta noche si no hablamos con ella. ¿Tienes su móvil?

—Sí, pero ¿por qué yo?

—Hiciste negocios con ella. A mí no va a contestarme. Así de sencillo.

Hacía años, Gloria había trabajado para Edmund como humilde analista, dos trabajos antes de independizarse. La empresa de Edmund era un club de chicos, y las mujeres tenían que ser muy duras para trabajar allí. Hasta ahí lo que sabía Russell. Lo que no sabía podría resumirse diciendo que la relación no había terminado bien. Russell estaba presente la última vez que Edmund vio a Gloria, cuando ella se marchó de un bar repleto de operadores a punto de dejar de serlo adonde había ido a consolar a una amiga a la que habían despedido. Se fue por culpa de Edmund, que estaba muy borracho y se puso a gritarle.

—Tú eres el motivo de que esta gente se haya quedado sin trabajo —había vociferado Edmund.

Mucha gente habría argüido que eran los productos que vendía él lo que arruinaba empresas y provocaba despidos, no quienes vendían en corto y aprovechaban una oportunidad. Pero desde el punto de vista de Edmund, su participación era un recurso a corto plazo. El papel de Gloria era más causativo.

Russell buscó el número de Gloria Croft en su BlackBerry. Marcó, y ella descolgó al cabo de un par de timbrazos.

—Gloria, soy Russell Lefevre.

—Russell, ¿cómo estás?

La voz de Gloria era desapasionada y decidida. No mostró la menor sorpresa al oír la voz de Russell, pese a la hora.

—Bien, gracias. Espero que tú también. ¿Dónde estás? Confío en que no sigas en el despacho a esta hora.

Russell oyó ruidos de fondo que indicaban que así era.

—Estoy viendo la apertura de Asia. Esperaba tu llamada. ¿Edmund está contigo? Pon el manos libres si quieres.

—Espera un momento, Gloria.

Edmund puso los ojos en blanco y Russell toqueteó los botones de su teléfono, que después apoyó contra la botella de Talisker.

—Vale, Gloria —dijo Russell.

—Hola, Edmund. ¿Cómo estás?

—Muy bien, Gloria —contestó él con la intención de sonar distendido. Le lanzó una mirada implorante a Russell. Era su llamada, ¿no podía continuarla solo?

—Gloria, nos gustaría reunirnos contigo —intervino Russell—. Nos gustaría hablar de algunos temas.

—¿Qué tipo de temas, Russell?

Hablaba con tranquilidad, como si se estuviera divirtiendo.

—Deja de dar por el saco, Gloria —interrumpió Edmund. De su voz había desaparecido todo asomo de delicadeza—. De LifeDeals, como sabes muy bien.

—Ay, el mismo Edmund Mathews encantador que tan bien recuerdo. Si queréis hablar, venid a verme a mi despacho.

Era un movimiento que pretendía demostrar quién tenía el poder, y Edmund hizo un vigoroso gesto de rebanarle el pescuezo con la mano derecha. No quería ir a su despacho y cederle la ofensiva.

—¿Qué te parece si quedamos para comer? —sugirió Russell—. Recuerdo que te gusta Terrasini, y hace tiempo que no voy. ¿Te va bien?

Estaba sugiriendo un excelente restaurante italiano del centro, uno de los favoritos del mundo financiero desde hacía mucho tiempo.

—Lo siento, Russell, estoy muy ocupada. Y me voy de la ciudad. Es aquí o nada hasta la semana que viene.

—Espera un momento, Gloria.

Russell levantó el teléfono y cortó el sonido justo a tiempo.

—Jesús, ¿quién se cree que es?

Edmund tenía las venas del cuello abultadas. Era como si Gloria siguiera trabajando para él y le estuviera replicando.

—Edmund, nos tiene entre la espada y la pared y lo sabe. Tenemos que averiguar qué quiere. Ya iré yo, si tú no puedes soportarlo.

—No, iré yo. Como un maldito suplicante. Me las pagará por esto. En algún momento. Y a lo grande.

Por una vez, la curiosidad de Edmund se había impuesto a su vanidad. Russell volvió a hablar por teléfono.

—Gloria, lo siento. ¿Podemos vernos mañana?

—¿Qué tal a las nueve de la mañana?

Aquello provocó otro desplante de Edmund. Las nueve de la mañana significaba conducir hasta Manhattan y batirse en duelo con todos los trabajadores que vivían fuera. Edmund tenía aversión al transporte público, de modo que ir en tren estaba descartado. Repitió el gesto de cortarle el cuello.

—Lo siento, Gloria, tengo una cita pronto que no puedo anular. ¿Qué te parece las diez y media?

—De acuerdo, Russell —contestó ella divertida. Imaginaba cómo habría recibido su petición Edmund.

—Hasta mañana —dijo Russell, y colgó. Edmund suspiró, agradecido por la ínfima concesión.