Calle Diez Este, Nueva York
26 de marzo de 2011, 2.13 h.
El hombre se percató de que un teléfono zumbaba junto a su oído. Pasó de inmediato de un sueño profundo a una conciencia parcial, pero tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba. Descolgó el teléfono, no reconoció el número, pero aceptó la llamada solo para parar el ruido.
—McGovern. Será mejor que valga la pena, sea quien sea.
—¿Es usted Chet McGovern? —preguntó una voz femenina.
—Eso creo, pregúnteme mañana. ¿Qué hora es, de todas formas?
—Alrededor de las dos y cuarto, le pido disculpas.
—¿La conozco?
—Me llamo Jemima Meads. Llamo del New York Post.
—¿El Post?
La mención del periódico logró que el forense se incorporara. Miró a la pelirroja que dormía como un tronco al otro lado de la cama. La cama de ella, recordó, en algún lugar del Village. ¿Cómo se llamaba?
—Doctor McGovern, estamos investigando una historia sobre dos profesores de Columbia que fueron asesinados con un agente radiactivo, el polonio 210, igual que el coronel del KGB en Londres. ¿Quiere hacer algún comentario?
—Son las dos y cuarto de la mañana —contestó medio dormido.
—Le pido disculpas, pero queremos ser los primeros y asegurarnos de que la historia es correcta.
—Pero pensaba que no íbamos a revelar la causa de la muerte…
—¿Así que nos lo puede confirmar?
—Yo no he dicho eso.
—Más o menos.
—Escuche, hable con mi colega, Jack, él practicó las autopsias. Pero le recomiendo que lo haga mañana, durante el horario laboral habitual.
—¿Jack Stapleton, el forense?
—Sí, ese.
—De acuerdo, gracias. Y siento haberle molestado.
La mujer concluyó la llamada y Chet volvió a la cama. ¿Qué estaba pasando?