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Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

6 de marzo de 2011, 1.00 h.

Pia le pidió al conductor que la dejara lo más cerca posible del edificio de su residencia en Haven Avenue. Todavía había presencia policial, con iluminación artificial en el punto del secuestro y el tiroteo. La carrera costó doce dólares, y ella le entregó al hombre los veinte que Burim le había dado y no esperó el cambio. Durante el viaje de regreso, se había concentrado en Will, sin hacer caso a su padre, que parloteaba sin cesar en el asiento de delante. Intentó no pensar en su odisea. Al menos, ya estaba a salvo. Pia no se había planteado si intentaría establecer una relación con su padre, pero sí sabía que no quería tener nada que ver con Drilon. Todos sus escasos recuerdos de él eran dolorosos.

Pia se concentró. No le preocupaba el hecho de tener que hablar con la policía. Al fin y al cabo, no sería la primera vez. Construiría una muralla alrededor de lo que había sucedido en la casa y no contaría nada al respecto. En todos los demás aspectos podía ser sincera. Y existían algunas verdades de las que estaba decidida a informar a todo el mundo. Sería imposible encubrirlas.

Se acercó al mostrador de recepción de la residencia. Había dos policías uniformados al lado del ascensor, pero Pia confió en que su extraña indumentaria y el hecho de que se hubiera recogido el pelo debajo de una gorra de béisbol la ayudarían a pasar desapercibida. Pese a lo avanzado de la hora, llegaban alumnos que habían estado estudiando en el Centro de Ciencias de la Salud o salido a tomar algo. Otros salían tras haber recibido una llamada urgente del hospital.

Pia conocía a la persona que estaba de guardia en el mostrador de recepción, y le preguntó por Will McKinley.

—¿Eres tú, Pia? —dijo el joven—. La policía te anda buscando. Dicen que te han secuestrado o alguna locura por el estilo.

—No, estoy bien. ¿Cómo está Will?

Pia se llevó el dedo índice a los labios para evitar que el hombre llamara la atención sobre su presencia.

—Ostras, tía, me han dicho que le han pegado un tiro en la cabeza, pero que ha sobrevivido. Se lo llevaron al Instituto Neurológico y lo operaron. Uno de cuarto me ha dicho que está en cuidados intensivos.

Sin decir ni una palabra más, la chica se dio media vuelta y se encaminó hacia Cuidados Intensivos de Neurocirugía. Vio montones de policías y guardias de seguridad, pero iban en busca de una mujer de pelo negro, no de alguien vestido con una sudadera de los New York Jets hasta medio muslo, calcetines de fútbol y gorra de béisbol. Parecía una animadora.

A las puertas de Cuidados Intensivos había más policías. Las enfermeras pararon a Pia y le echaron un vistazo a su poco apropiada ropa y al morado que le oscurecía la mandíbula. Ella les explicó que era estudiante de medicina y enseñó su tarjeta de identificación con el dedo encima del nombre. Confió en que los presentes hubieran estado de guardia toda la noche y no hubieran visto ni oído las noticias. La jefa de enfermeras le prohibió entrar en Cuidados Intensivos, pero llamó al busca del residente.

Cuando llegó el residente, le lanzó una mirada burlona a Pia. Aun así, se mostró más considerado cuando se enteró de que era una estudiante de medicina interesada en el caso. Supuso que era la novia del joven.

—Mantenemos al señor McKinley en un coma posquirúrgico inducido —le explicó el residente, el doctor Hill—. Recibió un disparo en la cabeza, pero la bala atravesó el lóbulo frontal de parte a parte. Es una herida de la que se ha recuperado bastante gente. Pero me gustaría subrayar que es posible que alguien que haya sufrido esa clase de herida tal vez no vuelva a ser la misma persona de antes del disparo y de ser sometida a cirugía cerebral.

—Es amigo mío —dijo Pia—. Yo estaba con él cuando le dispararon.

—En ese caso, es muy importante que sepa que será diferente, aunque se produzca una recuperación en apariencia total.

—¿Diferente en qué?

—Sería demasiado largo explicárselo ahora. Busque el caso de Phineas Gage, de 1848, que implicó un trauma mucho más severo en el lóbulo frontal. Fue el primer caso documentado acerca de cómo las lesiones con penetración en la cabeza pueden afectar a la personalidad.

—¿Puedo verle?

—No veo por qué no. Su familia viene de camino. Tendrá que ponerse una bata y todo eso.

—Por supuesto.

Pia fue a ponerse las prendas protectoras.

Solo entonces el doctor Hill recordó algo acerca de que estaban buscando a una mujer joven.

* * *

En la habitación de Will McKinley, Pia encontró a George de pie al lado de la cama.

—¡Pia, Dios mío! —exclamó su amigo, y la estrechó entre sus brazos—. ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado?

—Estoy bien. Te lo contaré más tarde. Will… ¿Cómo va?

—Nadie lo sabe. Tengo que volver y hablar con más policías, pero quería verle. Lo presencié todo. Vi que le disparaban y te secuestraban. No puedo creer que esté vivo. Y tú también. Gracias a Dios. ¿Qué ha pasado?

George la miraba como si fuera una aparición, pero ella se volvió para observar a Will. Una máquina controlaba su respiración, estaba rodeado de una maraña de cables y tubos, y también de hileras de aparatos con lecturas luminosas. Su cara tenía un aspecto sereno y plácido, y su color era normal. Salvo por el equipamiento médico y los pitidos y chasquidos, podría haber estado durmiendo. Una enfermera merodeaba por allí cerca. Pia paseó la mirada a su alrededor y vio su reflejo en la amplia ventana de la unidad. Tenía un aspecto espantoso, estaba hecha un desastre. Devolvió su atención a George.

—George, siento mucho haberte metido en esto. Te ruego que me perdones —se disculpó—. Si te hubiera hecho caso, todo habría sido diferente, lo sé.

—Pia, me siento tan mal como tú por esto. Estaba dormido mientras tú me esperabas en la estación. No oí tus llamadas. Tendría que haber ido a buscarte. Tendría que ser yo el que está tendido ahí.

—Eso no hace que me sienta mejor. Will no tenía ni idea de lo que estaba pasando, y yo no le dije nada. No sé qué va a ser de mí, de modo que hay un par de cosas que quiero decirte, ahora que todavía puedo.

»Quiero darte las gracias por desviarte de tu camino para ayudarme. No comprendo por qué lo hiciste sin que yo te lo pidiera y sin que te lo agradeciese. Pero hay montones de cosas que no comprendo.

»Creo que la cosa que menos entiendo es a mí misma. Y que tú sí te comprendes a ti mismo, por eso eres capaz de decir que amas a alguien, como hiciste conmigo. Y lamento no haberte escuchado entonces. Siento celos de que seas capaz de hacer eso, y me pregunto por qué yo no lo soy. Creo que hay algo que no funciona en mi interior, o que jamás existió, y hasta ahora no había llegado a darme cuenta. Por muchísimos motivos, me resulta muy difícil confiar en la gente. Como si hiciera falta que te lo dijera… Pero tampoco sé cómo amar a alguien, o cómo aceptar su amor. Que te amen es una gran responsabilidad, y habría que pensárselo mucho antes de rechazar el amor de alguien.

»Pero tú has conseguido que quiera saber más de mí, ver si puedo reparar esa parte rota. Creo que estuvimos juntos en aquella clase, en primero de psicología, sobre las personas con problemas de personalidad que nunca aceptan que ellos son los diferentes, de forma que, cuando van caminando, si empiezan con el pie derecho mientras que todos los demás utilizan el izquierdo, afirman con convicción inquebrantable que son los demás quienes lo hacen al revés, en lugar de ellos. Creo que yo soy así.

Pia echó un vistazo a su alrededor. No se había dado cuenta de que la enfermera había salido, ni tampoco había visto u oído entrar al hombre en la habitación. Era corpulento, y llevaba gorro y bata, como George y ella, sobre la ropa de calle. Estaba de pie en la parte posterior de la habitación, del mismo modo en que ella estaba de pie con George al lado de la cama de Will. El hombre movió la mano como diciendo «¡No se preocupe por mí! ¡Continúe!».

—Nunca he comprendido los sentimientos de la gente, George. Me burlaba de las personas que decían estar enamoradas porque nunca he sabido qué significaba eso. No sé si puedo cambiar, y no sé si es posible enseñar a alguien a amar. Pero sí sé que quiero intentar cambiar.

Pia alargó la mano y le acarició la mejilla a George con la yema de un dedo.

—Intenta perdonarme, por favor.

George cerró los ojos.

—Pia, no hay nada que perdonar. Solo me siento feliz de que estés a salvo.

La joven retrocedió y estudió el rostro plácido de Will, y después se volvió hacia el visitante. Presintió que había ido a hablar con ella.

—Señorita, soy el capitán detective Lou Soldano. Usted es Pia Grazdani, si no me equivoco.

—Sí.

—Tiene que acompañarme.

—Lo comprendo. ¿Le importa que vaya antes al cuarto de baño?

—Por supuesto que no.

Después de decirle a George que le vería más tarde, Pia y Lou salieron de la unidad de cuidados intensivos.

—Me alegro de verla —dijo Lou—. ¿Se encuentra bien?

—Estoy bien —dijo ella antes de desaparecer en el lavabo de señoras, cerca de a los ascensores.

Después de cerrar la puerta con pestillo, sacó su smartphone. Envió a toda prisa un correo electrónico, un mensaje bastante largo que ya había escrito. Después de comprobar que había salido, utilizó el váter. A continuación se miró en el espejo que había encima del lavabo y dijo: «Ahora es cuando la mierda llega al ventilador». Respiró hondo y se calmó para ir al encuentro del detective Lou Soldano, que representaba a su vieja némesis, la ciudad de Nueva York.