Greenwich, Connecticut
1 de marzo de 2011, 15.30 h.
Edmund Mathews fue a abrir la puerta principal de su mansión, erigida a la orilla del agua en un enclave megaexclusivo de la ya exclusiva ciudad de Greenwich, en Connecticut. Era raro que estuviera solo en casa, pero su esposa, Alice, había ido a la ciudad de compras con una amiga y la au pair, Ellen, todavía no había vuelto del colegio con Darius. No había ningún jardinero en la finca, ni empleados en la casa, ni pintores, decoradores, mensajeros, mecánicos, cocineros, ni nadie más en la propiedad. La casa, de diez millones de dólares, estaba silenciosa y desatendida, tal como le gustaba a Edmund.
«Será Russell», pensó Edmund. Edmund y su socio, Russell Lefevre, habían decidido tomarse aquel martes libre porque su trabajo estaba a punto de ponerse complicado. Aquel sería el último día libre que tendrían en meses, y daba la impresión de que iba a perder parte de su tarde de descanso. Russell había llamado unos minutos antes, preocupado, y había dicho que quería ir a verle de inmediato para hablar sobre algo importante. Russell tenía la costumbre de insistir en hablar en persona de cualquier tema delicado. En Morgan Stanley, cuando trabajaban juntos en valores garantizados por activos, grababan sus llamadas por si más adelante alguna de las partes recordaba mal las condiciones de una transacción. Edmund dudaba mucho que alguien los escuchara en la actualidad, pero Russell conservaba la vieja costumbre. Era aprensivo, y siempre lo había sido.
Edmund abrió la puerta y saludó a Russell. Su socio era un hombre alto y ágil, con una mata de pelo rubio veteado de gris. Llevaba pantalones de tenis y un jersey sobre los hombros. Para ser un hombre que solía ir ataviado como un dandi, parecía bastante desaliñado. Cuando no iba con traje, Edmund prefería vestir camisetas viejas y pantalones cortos, incluso en invierno. Era más corpulento que Russell, aunque no tenía sobrepeso, y siempre llevaba el pelo corto y cuidado, pues visitaba semanalmente al barbero de la ciudad.
Edmund observó que Russell había aparcado su Aston Martin DB9 de cualquier manera en el camino de entrada, y no en uno de los garajes, como Edmund prefería. El Aston Martin era una hermosa pieza de ingeniería automovilística, pero resultaba un vehículo demasiado ostentoso para uso diario, en opinión de Edmund. La pintura púrpura chillona no hacía más que exacerbar la sensación. Edmund prefería la desafiante declaración de principios que lanzaba con su Escalade negro, pero, para gozar de la conducción, nada le gustaba más que correr con su pequeño Morgan por las carreteras secundarias de Connecticut. Su orgullo y su alegría lo conducía en muy raras ocasiones: en su garaje había un Ferrari 250 GTO que le había costado millones por aquellos días en que no le parecía una extravagancia.
—Tenemos un problema —dijo Russell en cuanto entró en el patio interior.
—Ya me lo suponía. Vamos a la cocina —dijo Edmund, que prefería mantener los negocios alejados de su casa si podía. Aquel iba a ser uno de aquellos días en que no le quedaba otra opción.
Tanto Russell como Edmund habían trabajado como operadores de derivados financieros en Morgan Stanley. Edmund era uno de los mejores operadores de la firma, ágil, decidido y muy capaz de encontrar a alguien que ocupara el otro lado de la posición que él tuviera. Sabía que Russell adolecía de algunas limitaciones como operador, pero poseía una mente cuantitativa capaz de calcular el riesgo de inmediato, y Edmund podía confiar en que le dijera si lo que estaba planeando era factible. Russell había visto la posibilidad de ganar dinero con las CDO (Obligaciones de Deuda Garantizada), productos financieros exóticos que aprovechaban el mercado de las hipotecas subprime para crear inversiones aparentemente libres de riesgo que podrían producir miles de millones de beneficios para la empresa y decenas de millones para los operadores. Con los precios de la propiedad en una curva que parecía que jamás dejaría de subir, las inversiones eran tan seguras como las casas, tal como le gustaba decir a los iniciados en la materia.
Al final resultó que muchos ejecutivos de las agencias de corredores de bolsa que vendían CDO y de las instituciones financieras de Estados Unidos, Alemania, Japón y otros países que las compraban ignoraban por completo qué era una CDO en realidad. Sabían lo que eran los valores garantizados por activos, pero en aquel caso los activos eran conjuntos de obligaciones hipotecarias divididos y vendidos en paquetes. Muchos de los préstamos individuales que respaldaban las obligaciones eran préstamos subprime que nunca se amortizarían, y bastaba con que fallaran unos cuantos para que todo el paquete quedase en mora. Era inevitable que aquello sucediera.
Cuando Russell le explicó a Edmund con todo lujo de detalles lo que la crisis de préstamos subprime iba a significar para las CDO y otros productos financieros, así como para el sistema en general, Edmund se inquietó y se entusiasmó al mismo tiempo. De inmediato, y en secreto, utilizó su propio dinero para vender en corto su firma y apostar por el fracaso de otras empresas expuestas a las CDO. Continuó vendiendo las obligaciones condenadas, incluso cuando el desastre era inevitable. Ganó cantidades asombrosas de dinero y, al cabo de un tiempo, le contó a Russell, un hombre leal a la empresa que jamás habría soñado con actuar de aquella manera, lo que había hecho. Tal como Edmund había predicho, Russell quiso participar, y Edmund le regaló algunas acciones.
Cuando se produjo la catástrofe bancaria hubo muchas víctimas: inversores que habían perdido su dinero, accionistas que descubrieron la absoluta falta de valor de sus acciones, incontables trabajadores que perdieron su empleo. Los hombres como Edmund Mathews y Russell Lefevre no se contaban entre ellos. En medio del clamor por que los banqueros implicados fueran a la cárcel, abandonaron la firma con cerca de cien millones de dólares de compensación entre ambos.
Hasta cierto punto, Edmund había disfrutado de su primer fin de semana de paro llevando a Darius a su entrenamiento de fútbol sin cargar con la BlackBerry, cenando con Alice y con otra pareja en la ciudad, leyendo el periódico del domingo. Pero a las nueve y cinco minutos del primer lunes, ya estaba muerto de aburrimiento. En el despacho de su casa tenía dos pantallas conectadas a Bloomberg y MSNBC, de modo que se dedicó a jugar un rato y efectuó algunas transacciones humildes por valor de varias decenas de miles de dólares a través de su cuenta online. A las diez, llamó a Russell y le sugirió que volvieran a practicar su juego favorito.
* * *
—Muy bien, Russell, ¿cuál es el problema? —preguntó Edmund después de darle un vaso de agua helada.
Los hombres estaban de pie, uno a cada lado de la isla situada en mitad de la modernísima cocina. Edmund le lanzó un posavasos antes de que Russell pudiera dejar el vaso perlado de gotas de agua sobre la tabla de cortar carne.
—Estaba jugando al tenis con Teddy Hill…
—¿Teddy Hill? Debe de tener sesenta y cinco años. Espero que no abusaras del viejecito.
—Ed, esto va en serio. Juego con Teddy porque conoce a todo el mundo y me cuenta todo lo que llega a sus oídos. Como ha hecho hoy. Cuando me lo ha dicho, prácticamente he salido corriendo de la pista y lo he dejado plantado.
—¿Qué te ha dicho, Russell?
—Están aumentando la presión de posiciones cortas sobre nuestras acciones.
Russell tenía razón. La situación era grave.
* * *
Cuando llamó a Russell durante su primer lunes de presunta libertad, Edmund descubrió que su ex compañero estaba tan ansioso como él por hacer algo. Edmund no lo sabía, pero Russell estaba necesitado de dinero. En 2008, se encontró con que poseía un exceso de bienes raíces, así como una cartera de propiedades en Florida y California que, de repente, valían muchísimo menos que sus hipotecas. Cuando Russell logró solucionar su problema, se quedó con poco capital, así que necesitaba apalancar el dinero de la indemnización para convertirlo en algo más sustancial.
Como habían hecho tantas veces como miembros de un gran grupo empresarial, los dos hombres se fueron un fin de semana a un hotel de Boca Ratón para intercambiar ideas. Antes de centrarse en el asunto, Russell había insistido en acudir al centro comercial local para comprarles unas camisetas a sus cuatro hijos. Edmund esperó a Russell frente al Gap, mientras veía pasar a la gente.
—Mira a esa gente, Russell —dijo Edmund cuando su socio volvió—. ¿Qué ves?
—Familias, paseantes, parejas, montones de viejos. ¿En qué estás pensando?
—Exacto. Viejos. Es Florida, famosa por las naranjas y los viejos. ¿Qué hacen los viejos?
—No sé, ¿primas elevadas del seguro del coche?
—Sí —admitió Edmund—, pero esa generación también tiene montones de seguros de vida.
Y Edmund le contó a Russell su idea. Se llamaba «Compensación vital».
Los socios se dieron cuenta de que habían tropezado con algo grande. Russell estuvo haciendo números durante semanas, mientras Edmund, discretamente, pedía asesoramiento a sus antiguos contactos: abogados, operadores, banqueros, expertos en clasificación crediticia y administradores de fondos de inversión libres. La idea era legal, y también factible. Y Russell afirmaba que las cifras eran incontrovertibles.
—La única manera de que esto no funcione es que se produzca la Segunda Venida y Jesús impida que la gente muera —aseguró Russell.
—Y sabemos que eso no va a suceder.
A principios de 2010, se formó LifeDeals Inc., con Russell como director general y Edmund como presidente del consejo de administración. El dinero utilizado para la puesta en marcha fue la mayor parte de los cien millones que habían ganado gracias a la debacle de las subprime, y lo emplearon en adquirir las pólizas de seguros de miles y miles de norteamericanos desesperados por conseguir dinero en metálico. Edmund contrató a los vendedores más agresivos que conocía y les pidió que, a su vez, contrataran a gente todavía más codiciosa que saliera a patearse la calle y comprar pólizas por no más de 15 centavos el dólar. Había millones de estadounidenses que necesitaban dinero para cuidados a largo plazo, o para financiar una operación que su seguro médico no cubría, o, como era cada vez más frecuente, incluso cuando la cubría pero la cobertura no era la adecuada o la compañía de seguros se las ingeniaba para no pagar. LifeDeals tenía que pagar el saldo de sus primas de seguro, pero cuando el asegurado falleciera, cosa que sucedería con tanta seguridad como la noche sigue al día, la indemnización iría a parar a sus bolsillos.
Al cabo de seis meses, el consejo de administración de LifeDeals se sentía lo bastante seguro como para salir a bolsa. Edmund y Russell tenían opciones que les habían vuelto a hacer muy ricos, pero querían capitalización para comprar más pólizas. La estadística favorita de Edmund era que ahí fuera había más de veintiséis mil millones de dólares en pólizas de seguro esperándoles. Su plan consistía en empezar a titulizar las pólizas, agregarlas y vender bonos. Esta vez, los activos que respaldarían los seguros serían irrebatibles, garantizados por la mismísima Parca. Y miles de personas se despedían cada día de las pólizas que habían estado pagando durante años porque no podían permitirse las primas. Eran fruta madura a punto para la cosecha.
A Edmund le gustaba pensar que algún día su empresa valdría un billón de dólares.
* * *
—¿Quién es? —preguntó Edmund.
—Teddy no lo sabe. Se enteró por un amigo que se enteró por un amigo. Pero confía en la información. Jura que es verdad.
—No es más que alguien que quiere hacerse el listo.
—No. Es una apuesta grande. Sea quien sea, está seguro de que vamos a palmarla.
—Bien, pues más vale que nos enteremos de quién es antes de que cojamos un resfriado.
Russell conocía lo que aquello implicaba tan bien como Edmund. Necesitaban un inversor institucional de envergadura para garantizar su paquete titulizado, y si llegara a hacerse público que la presión de posiciones cortas sobre LifeDeals estaba aumentando, sería muy difícil encontrar ese socio. Todo el mundo recordaba lo sucedido en 2008.
—Hemos de empezar con los trece ahora mismo —dijo Russell refiriéndose a las declaraciones cuatrimestrales que los gerentes de inversiones institucionales tenían que entregar a la SEC[1] con el resumen de sus participaciones—. Y yo tengo que empezar a hacer algunas llamadas.
Russell se había marchado de Wall Street con más relaciones intactas que Edmund, y le resultaba fácil captar todo tipo de rumores. Al fin y al cabo, se trataba de una comunidad muy pequeña. Edmund no tuvo que decir nada, ambos hombres sabían lo que se jugaban.