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Green Pond, New Jersey

25 de marzo de 2011, 21.24 h.

El teléfono de Prek sonó de nuevo. Era Buda, tal como esperaba. Escuchó la noticia sin apenas decir nada hasta que su jefe hubo terminado. Después, le aseguró que todo iba bien en la casa y antes de colgar le pidió que les llevara algo de comer si le iba bien. Buda accedió y dijo que lo compraría en el Swiss House.

—¿Qué pasa? —preguntó Genti después de que Prek colgara.

—Buda va con Fatos camino de un restaurante no lejos de aquí para encontrarse con dos tipos de Ristani que son hermanos. Es posible que la chica esté emparentada con ellos, hija de uno y sobrina del otro. Si resulta que es cierto, yo diría que charlarán un rato y decidirán cómo responderán por su silencio del mismo modo que nosotros hemos respondido por su seguridad. Después, vendrán aquí y descubrirán que nuestra promesa no vale nada. Entonces le pegarán un tiro en la cabeza a Neri y otro a ti en las piernas. Si tienes suerte.

Prek señaló primero a Neri y después a Genti. El primero se había sentado hecho un ovillo en la esquina del sofá. Tenía las manos enlazadas entre las rodillas y el cuerpo derrumbado hacia delante, aunque mantenía la cabeza erguida y miraba a Prek. Tenía un ojo rojo e hinchado a consecuencia del golpe que le había asestado su compañero con la pistola. Se convertiría en un gran moratón si vivía para contarlo. Genti estaba sentado en el otro extremo del sofá. Le habría gustado estar sentado con Prek, que se había acomodado sobre el respaldo del sofá de enfrente con los pies sobre el asiento, pero comprendía el simbolismo. Había caído en desgracia casi tanto como Neri.

—Puto imbécil —le espetó Prek.

—Eh, yo también confiaba en él —respondió Genti.

—¡Yo confiaba en ti! Y tú le pusiste caliente con tanto hablar de sexo.

—Bueno, no me dijiste «Me voy a la furgoneta, Genti. Procura que Neri no se quite los pantalones». Dijiste «El jefe dice que aún no lo sabe, dejad en paz a la chica», y nos lo dijiste a los dos. Supuse que él lo había oído tan bien como yo.

—De modo que decidiste echar una siestecita.

—Tú saliste a tomar el aire, Prek. Si estabas tan preocupado por ella, ¿por qué no te quedaste? Tienes tanta culpa como yo.

—¿Yo tengo la culpa?

—Vale, no fue culpa tuya, pero yo no la he tocado. ¿Qué pasa con este cabronazo?

Agitó la mano en dirección a Neri.

—No he hecho nada —dijo el joven en voz muy baja.

—¿Qué has dicho? —preguntó Prek.

—Ha dicho que él no ha hecho nada —intervino Genti—. Dice que se lo has impedido. Ya te lo había dicho.

—A mí no me dio esa sensación.

—Yo me inclino por creerle. Yo lo haría, si alguien estuviese a punto de volarme la cabeza, como tú hiciste, y después me golpeara en la cara con una pistola… Yo a ese tipo le digo la verdad. Escucha, Prek, la chica no recordará nada, con independencia de lo que haya pasado.

—Esa no es la cuestión. —Prek había empezado a chillar—. Está diciendo que él no ha hecho nada, y yo digo que eso no es lo que he visto.

—¿Qué parte, Prek?

—¿Cómo que qué parte?

—¿Qué has visto?

Lo que Prek había visto por la ventana había sido a Neri con los pantalones bajados y encima de Pia. No había otra conclusión, la estaba violando. Cuando destrozó la ventana y disparó la pistola, fue con la intención de asustar a Neri, pero la bala había pasado demasiado cerca, apenas unos siete centímetros por encima de la cabeza del joven, para atravesar a continuación un armario barato y hundirse en la pared de ladrillo de detrás. Pero había logrado el efecto deseado. El disparo despertó a Genti, que dejó entrar por la puerta al furibundo Prek. Este se abalanzó enseguida sobre Neri, que todavía tenía los pantalones caídos alrededor de los tobillos, y le golpeó en la cara.

Neri se sentía muy humillado y más que un poco asustado. Estaba diciendo la verdad, no había violado a la chica, pero no porque no lo hubiese intentado. Descubrió que padecía el mismo problema con una bella durmiente que con cualquier puta: no podía conseguir una erección. Había querido demostrarse algo, pero había fallado. Y en aquel momento, aquello no era lo peor. La chica se había retorcido a base de bien debajo de él. Tenía miedo de que no estuviera tan dormida como aparentaba.

* * *

Pia iba sintiéndose cada vez más despierta. Le dolía la cabeza, pero recordaba algunas cosas. Recordaba estar en una estación de metro cerca del hospital, y que George iba a ir a buscarla. Y que Will estaba con ella. A Will le había pasado algo. Recordaba que la calle estaba mojada porque estaba lloviendo. Se había hecho daño en una rodilla al caer. ¿Por qué se había caído?

La habitación en la que se encontraba era un lío de formas que le costaba descifrar. Estaba tumbada en una cama, lo notaba. Oía voces en una sala cercana. ¿A quién pertenecían aquellas voces? Sacudió la cabeza. Exacto, estaba en un coche. No, una furgoneta. Y alguien le clavaba una aguja en el muslo. Ay. Escuchó. Las voces pertenecían a los hombres que la habían atacado en la habitación de la residencia. Eran los hombres que le habían hecho algo a Will. «Y uno de ellos me estaba haciendo algo. He de largarme de aquí», pensó para sí.

Podía mover los brazos y las piernas. Le sorprendió descubrir que no estaba atada. Echó un vistazo a su alrededor y vio una puerta cerrada a un lado y una ventana rota en el otro. También había oído un ruido muy fuerte. Y un hombre encima de ella. Algo reaccionó en el cerebro de Pia. Tenía que salir de aquella habitación, aunque solo fuera pasar al otro lado de la puerta o huir por la ventana; cualquier cosa sería mejor que quedarse allí. Las voces de los hombres se oían cada vez más altas y le llegaban desde el otro lado de la puerta. Por la ventana, entonces.

Bajó las piernas por el lado de la cama y trató de ponerse en pie, pero cayó de rodillas, y después sobre las manos. Evitó las esquirlas de cristal, caminó a cuatro patas hasta la ventana y se irguió. Aquella vieja ventana tenía un pomo al que pudo aferrarse. Cuando lo giró, el bastidor que no tenía cristal se abatió y ella quedó medio colgando sobre el marco. Le costó cierto esfuerzo apoyar las manos en la tierra, al pie de la ventana, y arrastrarse hacia delante utilizando las manos hasta que pudo levantar una pierna, después la otra, y pasarlas por encima del alféizar. Se derrumbó en el suelo. Pia supuso que había hecho mucho ruido, que quienes gritaban en la otra habitación la habrían oído. No obstante, continuaba oyendo las voces, tenues pero aún presentes, que seguían discutiendo.

* * *

—¿Qué le vas a decir a Buda? —preguntó Genti. Ahora estaba asustado.

—¿Qué crees que debería decirle?

—Dile que no ha pasado nada. Mírale a los ojos y dile que no ha pasado nada.

—No quiero mentirle. ¿Por qué he de hacerlo? Sois vosotros los que habéis fallado.

Neri miró hacia la puerta del dormitorio donde dormía Pia. «Será mejor que no recuerde nada —pensó—, o soy hombre muerto».

* * *

Acuclillada, la joven reprimió el ansia de cerrar los ojos, tumbarse y volver a dormir aunque todos los huesos de su cuerpo se lo estaban pidiendo. No era la primera vez en su vida que una descarga de adrenalina la impulsaba a continuar. Miró hacia la furgoneta, pero comprendió que debía verse perfectamente desde el lugar de donde procedían las voces. Y no se hallaba en estado de conducir. Se estrellaría contra el primer árbol que se cruzara en su camino.

No tenía ni idea de dónde estaba, de modo que intentó analizar la situación. Tenía frío, eso sí lo sabía. Había estado en una casa, y no veía ninguna otra a su alrededor, ni luces. Clavó la mirada en la oscuridad que se extendía delante de la vivienda. ¿Aquello era agua? Sí. ¿Un río? ¿Un lago? ¿El mar? No tenía ni idea. Vio la luz de una luna mediada, oculta casi por completo por las nubes, pero no supo decir si estaba saliendo o poniéndose. Pia continuó agachada, pero empezó a desplazarse hacia la derecha, lejos de la furgoneta. Ya veía mejor, y al otro lado del agua distinguió una casa solitaria en la que brillaba una luz. Había otras casas, pero las que veía al otro lado del agua y cerca eran simples formas geométricas.

Había un camino de entrada de gravilla que se alejaba de la casa formando una curva, y Pia lo siguió en paralelo con paso inseguro, intentando no pisar las piedras. Tenía la sensación de que las piernas iban a fallarle de un momento a otro. Cuando llegó a un tramo de calzada, no supo qué dirección tomar, si izquierda o derecha. Observó que se hallaba en el campo, rodeada de bosque. Tomó una decisión arbitraria y giró a la derecha. En la carretera intentó acelerar el paso, pero se tambaleó como si estuviera borracha. Supuso que le habrían administrado alguna droga. Una vez más, recordó el dolor del pinchazo en el muslo.

La calzada era lisa y recta, y Pia fue dejando atrás caminos de entrada a la derecha, pero ninguno a la izquierda. Los árboles mantenían la carretera a oscuras. No había luz en ninguna de las viviendas ante las que pasaba. Aguzó el oído por si escuchaba el ruido del motor de la furgoneta al encenderse. De pronto, la carretera murió y se dividió en una explosión de caminos de entrada que se adentraban en la oscuridad. La luz de la luna se había abierto paso entre las nubes y, entre un hueco de los árboles, Pia distinguió agua a su izquierda. Agua a su izquierda, agua a su derecha. Experimentó la inquietante sensación de que estaba avanzando hacia el final de una península.

Volvió sobre sus pasos, pero entonces oyó que el sonido estridente de un motor al encenderse rompía el silencio del bosque. Procedía de delante de la casa de la que acababa de escapar. La luz de los faros osciló cuando la furgoneta bajó a toda prisa por el camino de entrada. Si el vehículo giraba a la derecha, sería un blanco fácil. Pia dio media vuelta y bajó corriendo por un camino de entrada que había a su izquierda, intentando hacer el menor ruido posible sobre la grava. Al llegar a la casa, se desvió por unas losas hundidas en la hierba que la rodeaba y no tardó en llegar a una pequeña playa arenosa. Entonces pudo ver que se encontraba al borde de una caleta circular de unos doscientos o trescientos metros de longitud, cuyo istmo, relativamente estrecho, se alejaba a su izquierda hacia un lago de buen tamaño. En aquel punto, la orilla opuesta distaba unos doscientos metros, y allí era donde se hallaba la casa con la luz encendida.

Pia sopesó sus opciones. Si gritaba, sabía que solo la oirían los hombres de la furgoneta. Podía esconderse, pero a la larga tendría que moverse y, cuando alguna luz la iluminara, los hombres que la habían secuestrado la verían sin problemas. Al reparar en una pila de piedras que rompían la superficie del agua en mitad del angosto trecho que la separaba de la orilla opuesta, se preguntó si la profundidad del agua sería lo bastante escasa como para poder atravesar la distancia a pie. Aunque sabía que el agua estaría muy fría, concluyó que cruzar la caleta representaba su mejor oportunidad.

Se quitó los zapatos y la falda, los apretó contra su pecho y entró en el agua. Tal como esperaba, estaba helada. Cogió aire y miró hacia atrás, pero no distinguió las luces de la furgoneta. El fondo de la caleta era de arena, después encontró barro resbaladizo y algunas piedras. Cuando el agua le llegó a la cintura, predominaban las rocas y resbaló, de manera que se sumergió en el agua casi por completo. Recuperó el equilibrio y continuó adelante. De pronto, los faros destellaron sobre el agua delante de ella y después seis metros a su derecha. Pia caminó más despacio cuando llegó a la pila de rocas. Tenía las piernas y los pies entumecidos por completo; parecían más zancos que piernas. Después de sortear las piedras, solo le quedaban unos quince metros por recorrer.

Sin previo aviso, el fondo cedió y los pies de Pia se deslizaron por una pendiente cubierta de sedimento viscoso. Un instante después, estaba intentando vadear el agua con una mano mientras sujetaba los zapatos y la ropa por encima de la cabeza con la otra. Trató de nadar conteniendo el aliento en el agua helada. Casi de inmediato, sus músculos empezaron a perder algunas de sus funciones. Jadeó en busca de aliento. Sentía todo el cuerpo entumecido, salvo la cara. Dejó de sostener su ropa por encima de la cabeza. Tiró los zapatos e intentó nadar algunas brazadas. Consiguió avanzar un poco más deprisa, aunque tenía la sensación de que apenas se movía.

Por fin, su pie derecho tocó un fondo arenoso. Se irguió con el agua hasta el cuello y avanzó hacia la orilla. Temblaba tanto que le costaba sujetar la ropa mojada. Al cabo de unos metros, el agua descendió hasta el nivel de su cintura. La casa iluminada se hallaba a unos treinta metros a su izquierda. Intentó gritar, pero solo pudo emitir un susurro. Se tambaleó. Las piernas le fallaban. Por fin, salió del agua a una especie de promontorio con laderas tanto en el lado del lago como en el de la caleta. Pero la ruta hasta la casa iluminada, que seguía el borde del lago, estaba bloqueada por grandes rocas, maleza y numerosos árboles. Tendría que llegar hasta ella por la carretera.

Pia descubrió una especie de sendero que atravesaba un terreno irregular y vio que un largo camino de entrada sumido en la oscuridad comunicaba la carretera con la casa. Se encaminó hacia él para alcanzarla. Sintió piedras afiladas bajo sus pies entumecidos, e iba cargada con su ropa empapada. ¿Qué pensaría aquella gente? Llegó a la calzada y torció a la izquierda. Caminar era difícil, pero la casa ya estaba más cerca.

Entonces, detrás de ella, oyó que un vehículo se acercaba. No sabía a qué distancia se encontraba. Mientras el pánico se iba apoderando de ella, miró hacia la oscuridad que se cernía a su espalda y vio el resplandor de los faros que se acercaban. No tenía tiempo para esconderse y sabía que tampoco podía correr. Intentó gritar, pero el débil sonido que emitió quedó ahogado cuando una luz brillante la bañó. Tal vez fuese otra persona, le dijo una parte de su cerebro. Pia miró, protegiéndose los ojos adaptados a la oscuridad con la mano libre. El vehículo frenó y se detuvo a escasos centímetros de su cuerpo semidesnudo y tembloroso.

«Por favor, por favor, por favor».

El corazón de Pia dio un vuelco. Era una furgoneta, una furgoneta azul.