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Weehawken, New Jersey

25 de marzo de 2011, 20.48 h.

—Bien, Berti, ¿qué me dices de esa tal Grazdani? —preguntó Buda—. ¿Alguien de tu organización podría estar emparentado con ella? Me han dicho que tiene unos veinticinco años y es muy atractiva. Un bombón.

Berti Ristani estaba sentado detrás de su escritorio, en su despacho de un pequeño edificio industrial de Weehawken. El despacho de Berti parecía el puesto de trabajo de un respetable constructor. Había catálogos de suministros apilados sobre la mesa, la habitación estaba forrada de archivadores y al fondo había un baúl para guardar planos arquitectónicos. Buda sabía que Ristani era constructor, pero no todos sus contratos estaban relacionados con aquel mundo.

Berti se reclinó en la silla y su enorme cuerpo provocó que el armazón se quejara amargamente. El rostro rubicundo de Berti, surcado de vasos sanguíneos rotos, se contrajo un poco mientras meditaba sobre la pregunta de Buda.

—Ah, sí, el asunto por el que has venido. Pero ya no te veo nunca, Aleksander, ¿es necesario que hablemos de negocios? ¿Te apetece una copa?

—Es un cabo suelto, Berti. Es algo de lo que he de ocuparme cuanto antes, y trato de hacer lo correcto. No puedo dejar que la situación se prolongue demasiado.

Berti Ristani no quería hablar de negocios con Buda, y se sentía un poco ofendido por su insistencia en hablar del problema de la tal Grazdani. Le habría gustado hablar con él de los viejos tiempos, cuando llegaron de Albania. En aquellos días, no era fácil entrar en Estados Unidos. Ambos habían tenido suerte. Además de tener un pasado común con él, Aleksander Buda era uno de los líderes de bandas que Berti respetaba, y se llevó una agradable sorpresa cuando apareció sin anunciarse.

—Muy bien, vamos a averiguarlo. No conozco a nadie con ese apellido, pero dos de mis mejores hombres tienen un apellido similar. Eso sí, no es albanés. Es italiano. En cualquier caso, aunque me queje, agradezco tu preocupación al respecto. Ya ha habido demasiadas reyertas familiares. Gracias por venir a hablar conmigo.

—De nada, Berti. Sería una imprudencia actuar de otra manera.

Ristani inclinó su peso hacia delante y la silla volvió a quejarse. Apoyó sus carnosos brazos sobre la mesa y oprimió el botón de un intercomunicador.

—Drilon, ¿puedes venir a mi despacho un momento? —Ristani miró a Buda—. Drilon es uno de mis hombres más leales. Él y su hermano, que ha ido a hacer un trabajo.

—¿Algo especial?

—No. Lleva un puñado de cuentas en South Jersey, hasta Filadelfia. Le gusta pasar a cobrar los viernes por la noche. Es más listo que el hambre, al contrario que Drilon, que, como suele decirse, no es el más listo de la clase. Ah, Drilon, entra.

Drilon ya estaba acostumbrado a que el jefe le llamara a su despacho en numerosas ocasiones todas las noches que estaba de guardia, apostado cerca de la entrada del edificio. Por lo general, Ristani quería comer algo, y eso era lo que su hombre esperaba que sucediera en aquella ocasión. Entró en el despacho y vio la espalda de una figura sentada delante del escritorio de Ristani.

—Drilon, el señor Buda quiere preguntarte algo.

¿Buda? ¿Había oído bien? El hombre se volvió en su asiento y Drilon le vio la cicatriz de la frente. Era Aleksander Buda, un tipo importante. ¿Qué querría?

—Una pregunta sencilla —dijo Buda sin emoción—. ¿Conoces a una mujer llamada Pia Grazdani?

—Repítalo —dijo Drilon. Pensó que estaba alucinando.

—Pia Grazdani.

Había oído bien. El nombre activó una película que se reprodujo de manera acelerada en la mente de Drilon. Hacía unos veinte años o así, como mínimo, había estado bebiendo, bebiendo mucho. Va a la casa donde vive con su hermano, Burim, y la esposa de este, Pia, y allí está ella casi en cueros y guapísima. Y Burim se va del apartamento para hacer un recado, como hacía siempre, para intentar ascender en la organización de Rudaj, una de las primeras y más notorias mafias albanesas. Pero la muy zorra rechaza sus insinuaciones, aunque lo estaba pidiendo a gritos, y le clava las uñas en el pecho, y Drilon pierde los papeles. Se vuelve loco. Lo que sucede a continuación, no lo tenía planeado. Coge su pistola encolerizado y le mete una bala en la cabeza. ¡Bam! Fin de la historia. Pero la niña está allí, la pequeña Pia. Piensa si también debe matarla, pero de repente oye gente en la casa de al lado, de modo que le pega un golpe en la cabeza con la pistola, registra el apartamento y se lleva el alijo de quinientos dólares que los hermanos habían escondido en el horno. Vuelve al bar donde había estado bebiendo, bebe más, se queda hasta que cierra, duerme una hora en un banco del parque y vuelve a casa para dar la alarma de que su cuñada ha sido asesinada por unos intrusos.

Las consecuencias fueron mínimas. Burim aceptó la historia del intruso como si estuviera contento de haberse librado de su esposa y hubiese estado pensando en dejarla plantada. La organización de Rudaj y la banda se ocuparon de todo. No hubo investigación, nada. Para todo el mundo, era como si Pia hubiera desaparecido y abandonado a su hija.

¿Se refería Buda a alguna de las dos Pias?

—¿Y bien? —insistió Buda. Había reparado en la pausa y la expresión estupefacta de Drilon—. ¿Conoces a una tal Pia Grazdani?

Drilon sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se ruborizó, y lo notó. Tres preguntas cruzaron a toda prisa por su mente. Una: ¿el hombre hablaba de Afrodita, su sobrina, o de Pia, su cuñada? Drilon no había pensando en ninguna de ambas desde hacía más de veinte años, pero una estaba muerta, y la otra, a saber. Dos: ¿le habría formulado Buda la misma pregunta a Burim? Y tres: ¿cuál coño era la respuesta correcta?

—Hum, no creo —contestó—. ¿Por qué lo pregunta?

Drilon se había dirigido a Buda, pero fue Berti Ristani quien habló:

—Lo pregunta porque quiere saberlo. Yo también te lo pregunto a ti, Drilon. No he llamado a tu hermano porque está ocupado en este momento. He asumido que sabrías si tú o tu hermano sois parientes de esa chica. El apellido es muy parecido.

—Déjeme pensar, somos una familia numerosa —repuso Drilon. De modo que Burim no lo sabía. Aquello le concedía ventaja. Y quizá no fuera ella, al fin y al cabo. Aunque le daba miedo que fuera la niña a cuya madre había asesinado, un secreto que había ocultado durante todo aquel tiempo. Pero si Aleksander Buda preguntaba por ella, debía de estar ya medio enterrada. Drilon no veía motivos para cambiar la situación. Nada podía relacionarle con la chica—. Creo que nunca he oído ese nombre.

—¿Estás seguro, Drilon? Lo has pensado mucho.

—Ya me conoce, jefe, no soy muy listo. Y, como ya le he dicho, somos una familia muy numerosa, pero la mayoría vive en la patria.

—Eso me han dicho —dijo Ristani.

—Exacto, jefe.

—¿Cuál es tu apellido? —preguntó Buda. La expresión de su rostro no se había alterado en todo aquel rato.

—Graziani —contestó Drilon.

Había sido idea de Burim abandonar el apellido Grazdani después de que la banda de Rudaj fuera disuelta y muchos de sus miembros enviados a la cárcel. Graziani fue el nombre que se le había ocurrido a su hermano cuando le pidió trabajo a Ristani, ya hacía años. Era el apellido de uno de sus jugadores de fútbol favoritos, italiano, y le gustaba además el hecho de que se pareciese mucho al suyo, del que se diferenciaba solo por una letra.

—Se parece, pero es diferente. Italiano, en lugar de albanés —dijo Berti—. Parecido, pero no exacto. Gracias, Drilon.

El hombre salió del despacho. Estaba sudando y había empalidecido por completo. Quería esconderse lo más lejos posible de Buda hasta que el tipo se marchara.

—¿Quieres interrogar a alguien más? —preguntó Buda.

—No, conozco a las familias de los demás chicos y nunca he oído hablar de un Grazdani.

Los dos hombres se abrazaron un momento, pero a Buda le costó rodear a Berti con los brazos.

—No dejemos que pase tanto tiempo —dijo Berti mientras le despedía con un gesto de la mano.

Buda subió a su coche, pero antes de ponerse en marcha llamó a Fatos Toptani, su hombre de confianza en el Bronx. En la organización de Buda, Fatos era el número dos.

—Soy yo. Necesito que secuestréis a alguien ahora mismo. Se llama Burim Graziani, es de la banda de Ristani. Está trabajando en New Jersey… No, no, nada fuerte, solo quiero hacerle una pregunta. Sí… Hay algo que no encaja.

Ristani, en su despacho, esperó un par de minutos, y cuando pensó que Buda ya estaría lejos, también hizo una llamada.