Barrio de Belmont, Bronx
Nueva York
25 de marzo de 2011, 20.05 h.
Aleksander Buda se alegró cuando recibió el mensaje de texto de Prek. Estaba algo preocupado por la operación, aunque se tratara de un trabajo relativamente sencillo. Sabía por dolorosa experiencia que «la mierda a veces pasa». Fuera como fuese, aquella muchacha entrometida estaba inconsciente en la parte posterior de la furgoneta y sus hombres iban de camino hacia el lugar concertado de antemano, la casa de verano de Buda. El novio había muerto. Habían abandonado la furgoneta blanca utilizada en el golpe. Ahora el único enigma que quedaba por resolver era el destino de la chica.
Buda confiaba en que Pia Grazdani no estuviera relacionada con ninguna de las bandas mafiosas albanesas importantes de la zona. Habría oído el apellido, que sin duda era albanés. El problema consistía en que si estaba emparentada con alguien de una banda de cualquier punto de la Costa Este hasta Detroit, la costumbre dictaba que se le debía conceder cierto grado de protección. Aun así, Buda había debatido consigo mismo si habría estado justificado acabar con ella al mismo tiempo que con su amigo. Habría sido pulcro y eficiente. Desde luego, se había convertido en un grano en el culo, sobre todo por haber descubierto, sin ayuda, lo del polonio. Pero los baños de sangre de la mafia albanesa se habían prohibido salvo que mediara una provocación. Buda había decidido que debía asegurarse.
Hombre precavido, había adoptado la medida de investigar a Pia de una manera discreta. El FBI le conocía, por supuesto, y Buda sabía que a dicha agencia le encantaban las pautas y no creía en las coincidencias. Si el jefe de una banda albanesa, como él, llamaba de repente a los demás jefes locales en rápida sucesión, sabía que había muchas probabilidades de que los federales se enteraran y fuesen a husmear.
Por lo tanto, había enviado emisarios a las bandas de Queens y Staten Island y le había pedido a un socio que llamara a una banda de Pennsylvania por si acaso. También se había ocupado de Manhattan y Brooklyn, y como controlaba el Bronx, aquella estaba cubierta. Había recibido informes negativos de todas partes, incluso de Detroit. No había ningún Grazdani relacionado con ellos. El futuro de la joven no era prometedor.
Pero quedaba una unidad por investigar: la banda de Berti Ristani, con base en Weehawken, New Jersey. Ristani era un cliente particularmente desagradable, capaz de hacer cualquier cosa por labrarse un nombre. Buda cayó en la cuenta de que hacía un año que no veía al sujeto. Pensó que no sería mala idea hacerle una visita por motivos políticos, además de para proporcionarse una coartada para aquella noche, por si acaso. Cogió las llaves del coche y partió hacia Weehawken. Sabía que no tenía que llamar por anticipado. A Ristani siempre se le podía encontrar en el mismo lugar.