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Delante del Centro Médico de la Universidad de Columbia

Broadway, Nueva York

25 de marzo de 2011, 18.45 h.

Pia salió del metro por la misma entrada que había utilizado para salir de camino al IML. Se detuvo cerca del plano de la zona metropolitana, a la sombra de los edificios art déco del Centro Médico de la Universidad de Columbia. Había salido corriendo del Instituto de Medicina Legal, con la cabeza dándole vueltas a toda velocidad. Estaba oscuro, las calles estaban mojadas y resbaladizas y daba la impresión de que había cientos de personas en las aceras. Pia no podía soportar la idea de atravesar la ciudad bajo la lluvia, incluso con paraguas, así que tomó una ruta diferente. Caminó hasta Park Avenue South y la estación de la calle Veintiocho para coger la línea 6 y después viajó hasta la estación Grand Central y tomó el tren S, la lanzadera que atravesaba la ciudad hasta Times Square. Allí había hecho transbordo al tren expreso A hasta Washington Heights.

Durante todo el desagradable trayecto, había actuado como una zombi, aparentemente ajena a su entorno. Algunas personas, casi todos hombres, habían intentado hablar con ella, pero no respondió a nadie. Estaba como aturdida, repasando una y otra vez los acontecimientos ocurridos desde que Rothman y Yamamoto habían enfermado. Era como si estuviera viviendo una pesadilla en directo. El hecho de haber corroborado sus sospechas en el IML no le había deparado la menor satisfacción. Lo único que había conseguido era fortalecer sus temores y la sensación de pavor. No sabía si el agente letal que les habían suministrado era polonio, pero su intuición le decía que sí. Qué debía hacer a continuación era una pregunta para la que carecía de respuesta. Quizá debería huir y esconderse en algún sitio hasta que las piezas encajaran donde debieran. Lo cierto era que en el IML había abierto las compuertas. Le gustara o no, fuese aquella su intención o no, la policía iba a intervenir, junto con alguna otra agencia del orden público. Como se decía en su lengua vernácula, la mierda estaba a punto de llegar al ventilador.

Pia pretendía volver corriendo a la residencia cuando saliera del metro. Creía que George era su único recurso. Aunque no albergaba la menor esperanza de que su amigo supiera qué debían hacer, sí confiaba en poder utilizarle como tabla de salvación. Lo cierto era que no tenía a nadie más. Durante un momento pensó en implicar a los otros dos pilares incondicionales de su vida (Sheila Brown y la madre superiora) para que le dieran consejo, pero la historia era demasiado larga y complicada y, más importante todavía, se negaba a ponerlas en peligro. En aquella situación, estar informado era un riesgo.

Aunque Pia estaba desesperada por llegar a la residencia, también tenía mucho miedo. En cuanto salió de la relativa seguridad del metro, se sintió extraordinariamente vulnerable. Los hombres que la habían atacado le habían dicho que la tenían vigilada, y les creía. Aquello quería decir que estaban allí, al acecho bajo la oscuridad que rodeaba el centro médico. Aunque el punto donde se encontraba en aquel momento, cerca de la esquina de Broadway con la calle Ciento sesenta y ocho, estaba iluminado y atestado de transeúntes, el tramo de aquella calle en dirección oeste era muy distinto.

Se puso el paraguas bajo el cuello y sacó el móvil, que había desconectado antes de entrar en el IML. Lo encendió. Observó de inmediato que tenía más de diez llamadas perdidas y tres mensajes de voz. Llamó a George, pero su amigo no contestó. Entonces le dejó un mensaje: «George, soy yo. Son las siete menos cuarto. Estoy en la entrada del hospital que da al metro de la calle Ciento sesenta y ocho. ¿Puedes venir a buscarme para volver juntos a la residencia? Vale, te esperaré aquí».