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Instituto de Medicina Legal

520, Primera Avenida, Nueva York

25 de marzo de 2011, 17.30 h.

Chet McGovern esperaba impaciente a que la hermosa estudiante de medicina sentada frente a él le dijera si deseaba preguntarle algo a Jack Stapleton, el encargado de practicarles la autopsia a los investigadores muertos por los que estaba interesada. El forense intentó leer su expresión. Unos minutos antes, cuando le dijo que los cadáveres ya no estaban en el edificio, había dado la impresión de sentirse decepcionada pero en aquel momento parecía haberse animado. Al cabo de unos instantes de reflexión, debió de ocurrírsele una idea.

—Bueno, tal vez podría preguntarle algo —dijo Pia.

—¿Qué? ¿Qué quiere que le pregunte?

McGovern intentó disimular su ansiedad, preocupado por si la asustaba.

Pia recordó el signo de Blumberg de Rothman, que había sido la primera en detectar. Era un síntoma de peritonitis, demostración de lo que estaba pasando en el intestino de Rothman. El tifus atacaba el intestino delgado. Por sus recientes investigaciones sabía, que el aparato intestinal también era sensible a la radiación, sobre todo las células que lo recubrían. Pero eran ambos intestinos, no solo el delgado. Si el polonio había intervenido, todo el intestino estaría afectado.

—Me gustaría saber si los resultados de la autopsia fueron típicos de la fiebre tifoidea.

—Voy a buscarle —dijo McGovern al instante—. Ningún problema. ¡No se mueva!

Antes de que Pia pudiera cambiar de opinión se puso en pie de un salto y salió como un rayo del despacho, en dirección al despacho de Jack Stapleton. Llamó con los nudillos a la puerta y entró sin esperar respuesta. Para su disgusto, vio que el despacho estaba desierto.

—¡Maldita sea!

Corrió al despacho de Laurie, la esposa de Jack, cuya puerta estaba entreabierta, como de costumbre. Descubrió complacido que ambos estaban dentro.

A Laurie y a Jack les gustaba reunirse en alguno de sus despachos al final de la jornada laboral, comentar los casos del día y, tal vez, hacer planes para la noche. El tráfico de la hora punta, especialmente intenso los viernes, se calmaría un poco si esperaban y salían después de las seis; con la canguro interna que atendía las necesidades de JJ, no había prisa. Aquel era su momento de tranquilidad, y lo disfrutaban porque no abundaban, pues siempre estaban muy ocupados.

—Jack. Gracias a Dios. Ah, hola, Laurie, ¿cómo estás? Escucha, Jack…

Chet comenzó hablando con gran nerviosismo y en voz alta, pero luego adoptó un tono conspiratorio. Miró hacia atrás y cerró casi del todo la puerta del despacho de Laurie para que nadie pudiera escucharle.

—Jack, tengo en mi despacho a la estudiante de cuarto más atractiva que haya visto en mi vida. En serio, en toda mi vida. Necesito que mantengas su interés hasta que pueda extraerle información. Esta noche no tenía nada que hacer, pero entonces apareció ella. Es como una señal. Tienes que ayudarme, tío.

Como de costumbre, a Jack le hizo gracia la actitud de Chet, su antiguo compañero de despacho y amigo desde hacía mucho tiempo. Había oído innumerables episodios de las andanzas sociales de McGovern. Laurie, por su parte, estaba harta de aquel mujeriego. No pudo resistir la tentación de atormentarle un poco.

—Chet, ¿cuántos años tienes? —preguntó.

—Lo sé —contestó él fingiendo sentirse avergonzado.

—No, en serio, ¿cuántos años tienes?

Jack pensó que debería mediar entre su esposa y su amigo.

—¿En qué puedo ayudarte, Chet?

McGovern se asomó al pasillo para asegurarse de que Pia no se había ido.

—¡Escucha! Ha venido una estudiante de medicina de Columbia a preguntar por los dos casos de tifus en los que trabajaste ayer. De hecho, en teoría había venido para interesarse por la optativa, pero supongo que solo era una coartada. Por algún motivo quiere comprobar los cadáveres para ver si hay restos de radiación alfa, porque en el laboratorio donde trabajaban tus dos pacientes habían estado utilizando radioisótopos emisores alfa. Hasta se ha traído su propio contador Geiger. Cuando le he dicho que ya se habían llevado los cuerpos, se ha quedado decepcionada. ¡Gracias por ser tan eficiente con los certificados de defunción y el registro de los casos, Jack!

—De nada, colega.

Jack y Laurie intercambiaron una mirada de complicidad. Era el típico comportamiento de McGovern. Todas las semanas aparecía en su vida una nueva y excitante perspectiva. Antes Laurie sentía lástima por él, pues creía que se sentía solo. Pero aquello había cambiado. Ahora estaba convencida de que Chet no quería encontrar pareja. Lo que gustaba era la emoción de la caza, y nunca se cansaba.

—Cuando le he comentado que los cuerpos ya no estaban, ha querido que te preguntase si tus resultados eran los típicos del tifus.

—Dile que sí, pero de un caso muy grave, de una variedad extremadamente virulenta.

—¿Por qué no se lo dices tú mismo? Se quedará más impresionada.

Jack miró a Laurie, que se encogió de hombros como diciendo «Allá tú». Jack se puso en pie, le dijo a su esposa que volvería enseguida y siguió a Chet hasta su despacho.

McGovern hizo las presentaciones y Jack comprendió el entusiasmo de su amigo. Grazdani era impresionante. Se fijó en el contador Geiger. Interrogó a Pia sobre su interés por los casos. Ella le contó la misma historia que a Chet, y Jack no le llevó la contraria, aunque estuvo tentado. Finalmente le dijo:

—Tengo entendido que le interesa saber si los resultados de la autopsia fueron los típicos de la fiebre tifoidea. Sí, lo fueron: de una forma muy virulenta de esa enfermedad. El intestino, su órgano objetivo, se hallaba en muy mal estado, por eso murieron con tanta rapidez. Había múltiples perforaciones en la cavidad peritoneal.

Pia se irguió en la silla.

—¿Había visto antes algo así? —preguntó.

—Pues no, al menos no hasta tal punto. Pero ha de recordar que la fiebre tifoidea, y sobre todo un caso tan extremo, se ve muy poco en la actualidad. Ya no es la plaga que solía ser antes de los antibióticos.

Laurie apareció de repente. Había decidido que no quería quedarse al margen. Chet se la presentó a Pia, que le estrechó la mano y después volvió a centrar su atención en Jack.

—La cepa con la que estaban trabajando, la que causó la infección, era extremadamente virulenta porque se cultivó en el espacio, en un programa de la NASA.

—¿De veras? —preguntó Jack. Tomó nota mental de preguntar por qué nadie le había mencionado aquel dato.

—¿Solo estaba afectado el intestino delgado, o todo el aparato intestinal?

—Todo el aparato. Desde el duodeno hacia abajo incluyendo el recto. En ese sentido, es un caso único. El tifus suele concentrarse en el intestino delgado. Es algo tan peculiar, que guardé algunas muestras grandes en formol. Pensé que podrían utilizarse en un futuro para proyectos docentes. Aquí nos tomamos muy en serio nuestras responsabilidades pedagógicas, ¿verdad, doctor McGovern?

La pulla logró que Chet McGovern murmurara algo, y Jack se echó a reír. Pia parecía confusa, pero en realidad estaba aturdida. No había oído el comentario sarcástico de Jack. ¡Solo había oído que había guardado partes del intestino! Los cadáveres ya no estaban, pero los fragmentos del intestino de marras estaban a su disposición.

—Es decir, no puedo enseñarle platinas porque las muestras todavía no han sido procesadas, ya que la autopsia se practicó ayer. Pero si quiere ver las muestras grandes, se las enseñaré con mucho gusto. En cuanto a las platinas, si me da su información de contacto, la avisaré cuando estén preparadas para que vuelva o, si lo prefiere, podría enviarle algunas a la Facultad de Medicina de Columbia.

—Oh, me encantaría ver esas muestras grandes —dijo Pia—. Y también querré ver las platinas cuando estén preparadas.

Jack miró a McGovern con una sonrisa.

—Doctor McGovern, no se olvide de apuntar la información de contacto de la señorita Grazdani.

—Será un placer —contestó su amigo, también sonriente.

—Bien, vamos —dijo Jack, y los cuatro salieron del despacho de Chet en dirección a la escalera.

Pia cargaba con el paraguas y la bolsa de la compra que contenía el contador Geiger.

Al llegar a la cuarta planta entraron en el laboratorio de histología. La supervisora, Maureen O’Conner, aún estaba trabajando. Jack habría podido jurar que, como las pelirrojas se habían puesto de moda últimamente, los rizos de Maureen se habían vuelto aun más rojos de lo que ya eran.

—¿Qué os trae por aquí un viernes por la tarde? —bromeó Maureen—. ¿Es una fiesta o va de trabajo?

Miró primero a Jack y luego a Pia, pasando por Laurie y Chet. Este se encargó de las presentaciones y Maureen le estrechó la mano a la joven.

—Querría mirar unas muestras, si no te importa, Maureen —dijo Jack—. Sé que es tarde.

—Ay, nunca es tarde para ti, Jack —dijo la mujer, y Laurie puso los ojos en blanco. Jack le había caído muy bien desde el principio, y le mimaba con especial atención. Las platinas de Jack siempre estaban disponibles antes que las de cualquier otro.

Siguiendo las instrucciones de Stapleton, Maureen sacó varios frascos de muestras llenos de formol de la zona de almacenamiento y los dispuso sobre un banco cercano y razonablemente vacío.

Después de ponerse unos guantes, Jack sacó las pálidas muestras de intestino y las dejó sobre la encimera. Le mostró a Pia las perforaciones y la marcada erosión del epitelio mucosal interno que forraba el órgano. Cuando vio que el hombre se disponía a devolverlas a los frascos de muestras, Pia le formuló una pregunta con la mayor indiferencia posible.

—¿Le importa que compruebe la muestra con mi contador Geiger?

Jack se encogió de hombros.

—Por mí, ningún problema.

Pia sacó el aparato de la bolsa de la compra. Después de abrir la ventana de mica especialmente diseñada para detectar las partículas alfa, la chica conectó la máquina y colocó el contador Geiger lo más cerca posible de la muestra de intestino sin llegar a tocarla. El contador empezó a emitir de inmediato los chasquidos que anunciaban la presencia de radiación. Cuando Pia acercó más el instrumento, los chasquidos se intensificaron hasta convertirse en un ruido continuo. Después, la aguja del calibrador del contador se salió de la escala.

—Uau —dijo Jack—. ¿Qué es eso?

Pia no dijo nada, alejó el contador de la muestra y luego volvió a acercarlo. No había duda, el fragmento de intestino emitía radiación, un montón de radiación. Repitió la maniobra solo para asegurarse y después apagó el contador y lo devolvió a la bolsa de la compra.

Los tres estupefactos forenses se miraron entre sí, y a continuación observaron a la joven estudiante de medicina. Algo no cuadraba. La muestra de intestino era de un hombre que había sido catalogado como fallecido a causa de envenenamiento por salmonela, pero la muestra emitía altísimos niveles de radiación de partículas alfa. Aquella chica les había dicho que habían utilizado radioisótopos en el laboratorio con fines experimentales, pero ¿podría ser aquello la causa de tal radiación?

—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó Laurie a Pia. Su voz era calma y neutra—. Todo esto es bastante sorprendente. ¿Tiene alguna explicación?

A Pia se le había acelerado el corazón, se sentía como si estuviera a punto de entrar en estado de shock. No estaba preparada para afrontar la realidad de que las muertes de Rothman y Yamamoto fueran una copia del caso de Alexander Litvinenko en Londres. Hasta entonces, la había aterrado la posibilidad de fracasar a la hora de descubrir la verdad. En aquel instante, cuando daba la impresión de que la había descubierto, solo sentía angustia y paranoia. Lo único que deseaba era salir a todo correr del IML, volver a la residencia y tener oportunidad de pensar en las consecuencias del descubrimiento y en cuál debía ser su siguiente paso.

—Señorita, tiene que decirnos lo que cree que está sucediendo —exigió Laurie, y su voz se endureció hasta cierto punto—. Se trata de un hallazgo inesperado y muy significativo.

Pia siguió sin decir nada. Sentía las miradas de los forenses clavadas en ella. Nunca había tenido motivos para confiar en alguien que ostentara una posición de autoridad. Aquellos tres no eran de la policía, ni de seguridad del hospital, pero trabajaban para la ciudad. ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos? No lo sabía. La pregunta más importante era: ¿hay buenos? Tenía que salir de allí.

Jack estaba tan atónito como los demás.

—Ha hablado de isótopos, radioisótopos que se utilizaban en el laboratorio del doctor Rothman, ¿no es cierto?

—Hum, tendré que hacer más averiguaciones para asegurarme —dijo Pia—. Volveré por la mañana. ¿Abren los sábados?

Recogió el paraguas y se colgó del hombro la bolsa de la compra. Lanzó una mirada a la puerta que daba al pasillo.

Chet McGovern intentaba recordar lo que Pia le había dicho sobre los emisores alfa.

—Antes ha dicho algo acerca de plomo y bismuto, algo como plomo 213 y bismuto 212, ¿no es así?

—Era al revés: plomo 212 y bismuto 213, en realidad. Pero sí, he mencionado esos isótopos. Ahora he de volver a comprobar que fueron los que utilizaron. Tengo que irme. —Consultó su reloj—. Oh, Dios mío, son casi las seis. Prometí volver a las seis, y hay tres cuartos de hora en metro hasta Washington Heights.

Los forenses captaron la intensa angustia de Pia. Su exhibición de sorpresa no había convencido a nadie.

—Creo que debe quedarse aquí hasta que lleguemos al fondo del asunto —intervino Laurie—. Es posible que se haya expuesto a la radiación. Los emisores alfa son peligrosos si se ingieren o aspiran. Puede que haya más gente que deba someterse a análisis.

—Muchísimas gracias por su ayuda —dijo Pia nerviosa, con la vista fija en Laurie y Jack pero sin mirarles a los ojos. Se moría por largarse—. Ya me pondré en contacto con ustedes mañana para comentar lo de los isótopos.

Pia no quería quedar atrapada cuando los forenses llamaran a las autoridades, cosa que harían enseguida. Tenía que poner fin a aquella situación de manera ventajosa.

—Jovencita, ¿qué está pasando? —preguntó Jack—. Aparece con un contador Geiger en una bolsa de la compra y moratones en la cara. ¿Es usted estudiante de medicina de verdad? ¿Quién la ha enviado aquí?

—No me ha enviado nadie —contestó ella—. Sé que esto parece extraño, pero soy estudiante de medicina. Deben confiar en mí. Nadie más ha resultado contaminado, estoy segura. Pero no puedo quedarme aquí, tengo que volver, lo siento.

Pia empezó a caminar hacia la puerta, pero Jack la detuvo.

—No puede retenerme aquí si quiero marcharme —se revolvió Pia—. Y quiero irme. ¡Ahora mismo!

Laurie tocó a Jack en el hombro, y él se detuvo. Pia dio media vuelta y se marchó a toda prisa. Chet la siguió y se volvió para mirar a Jack con desconcierto pintado en la cara. No tenía ni idea de lo que debía hacer. Ni siquiera tenía su número de móvil. Pia y Chet desaparecieron. Maureen también estaba confusa, se preguntaba si debería llamar a seguridad.

—Tiene razón, Jack, nadie puede retenerla. Ha dicho que estudia en Columbia, no será difícil localizarla.

—Si es que eso no era también mentira.

En parte, a Jack y Laurie les gustaba el trabajo en el IML por las cosas inesperadas que sucedían. Aquello era algo nuevo por completo.

—¿Qué deduces de todo esto? —preguntó ella.

—No lo sé —contestó Jack—. Oculta muchas cosas. Sospechaba que existía radiación en los cuerpos. Está claro, ¡hasta se ha traído su propio contador Geiger! Pero cuando ha descubierto lo que estaba buscando, se ha asustado mucho. Estaba aterrorizada.

—Sin la menor duda —admitió Laurie—. Hemos de seguirle la pista.

—Estoy de acuerdo.

Jack pensó un momento.

—Vamos a examinar al otro sujeto enseguida.

Maureen se alegró de poder hacer algo. Fue a buscar las muestras de Yamamoto. Buscaron con ahínco lo mismo que en Rothman, imágenes especulares en realidad. Pero no tenían ni idea de si proyectaba radiación. Pia se había llevado el contador Geiger.

—¿Llamamos a De Vries para averiguar cómo podemos determinar cuál es el radioisótopo al que nos enfrentamos? —sugirió Jack. Se refería al jefe de toxicología del IML.

De repente, Laurie recordó un kit de emergencias que el IML había reunido después de que la agencia se recuperara del 11-S, cuyos acontecimientos les habían pillado, a ellos y a casi todas las agencias de la ciudad, totalmente desprevenidos. Se preocuparon porque, si el 11-S hubiera sido un atentado terrorista nuclear, el IML no habría podido superarlo. Con el fin de que no les cogieran desprevenidos, habían preparado aquel kit de catástrofes.

—Creo que en el kit hay un instrumento que detecta la radiación —dijo Laurie—. Podría identificar los isótopos implicados. ¿Te acuerdas? Bingham insistió en tenerlo.

Jack no se acordaba, pero confiaba en la memoria de Laurie. Cuando ella se marchó para ver si podía obtener el artefacto, Jack llamó a John de Vries, el toxicólogo, y le preguntó si sería capaz de identificar el material radiactivo.

—La verdad es que no tengo ni idea, Jack. No he tenido que hacerlo en toda mi carrera, gracias a Dios. Los únicos casos radiactivos que han pasado por el IML desde que estoy aquí fueron pacientes tratados con medicina nuclear, de manera que ya conocíamos la identidad del radioisótopo. Supongo que utilizaréis absorción atómica, pero tendré que llamaros otra vez. Es viernes por la noche, Jack.

—Lo sé, John. Muchas gracias.

Habían llegado, de momento, a un callejón sin salida. Entonces regresó Laurie. Había encontrado el kit y, dentro, un Sistema de Vigilancia y Medida Modelo 935 portátil de la Berkeley Nucleonics Corp., capaz de identificar isótopos individuales. Ambos leyeron las instrucciones y después utilizaron el aparato para medir las emisiones del intestino de Rothman. Al cabo de unos cinco minutos, obtuvieron el resultado. Aunque la mayoría de las partículas emitidas eran alfa, también existía un nivel bajo de radiación gamma. Fue la radiación gamma lo que condujo al resultado: ¡polonio 210!

—Los certificados de defunción están mal, los dos —dijo Jack—. Maldita sea, se me escapó por completo. No fue un accidente.

—Es evidente. ¿Qué sabes del polonio?

—Resulta que tengo alguna idea. En primer lugar, no se utiliza en medicina. De hecho, ¿sabes para qué se utiliza principalmente? Se mezcla con berilio, de manera que las partículas alfa del polonio provocan que el berilio libere neutrones, que, a su vez, actúan como disparador de armas nucleares.

—¡Santo Dios! —exclamó Laurie—. ¿Cómo lo sabes?

—No sé cómo lo sé, pero lo sé. —Jack recordó otra cosa—. Lo utilizaron para asesinar a aquel tipo en Londres, ¿te acuerdas?

—Ah, sí, ¿el ex agente desertor del KGB?

—Exacto.

El matrimonio se había interesado por el caso desde el punto de vista profesional unos años antes, como la mayoría de los patólogos forenses.

—Hemos de informar de esto a Seguridad Nacional —dijo Laurie.

—Sí. No significa que Rothman y Yamamoto estuvieran fabricando armas nucleares, pero sí que no murieron solo de fiebre tifoidea. Padecían fiebre tifoidea debido a la salmonela, pero no cabe duda de que hubo radiación sobreañadida. Yo diría que el tifus sirvió para disimular el polonio, que debió de ser el agente letal. Tendría que haber cuestionado el hecho de que todo el aparato intestinal estuviera afectado.

—No te atormentes. Puedo asegurarte que nadie habría podido llegar a ese diagnóstico.

—Supongo que tienes razón —admitió Jack, aunque durante un instante se preguntó si no se estaría excusando—. Debo decir que es un método diabólicamente ingenioso de matar a alguien. Y quienquiera que lo haya hecho ha estado a punto de salirse con la suya. Me ha engañado. Se le habría pasado por alto a todo el mundo, de no ser por esa chica. ¿Dónde estará Chet? ¿La habrá convencido para que se quede?

Jack sacó el móvil y llamó a su amigo.

—Chet, ¿la chica sigue aquí?

Stapleton escuchó un momento.

—De acuerdo. Será mejor que vuelvas. —Jack cortó la comunicación y miró a Laurie—. Se ha ido. Según Chet, le daba igual lo que le dijeran; ha salido corriendo del edificio. Y no ha conseguido su información de contacto.

—Hay que encontrarla. Podría estar en peligro.

—Tienes toda la razón. Si alguien implicado en el caso sabe lo mismo que ella… —Jack no terminó la frase. Laurie supo instintivamente a qué se refería—. Llamaré al jefe. Esto será una bomba y un circo mediático.

—Y yo llamaré a Lou. Y después a Paula. Tengo la sensación de que vamos a pasar aquí parte de la noche del viernes.

Jack asintió. Miró a Maureen.

—Lamento todo esto —dijo—. Una emergencia. ¿Te importaría traer el resto de las muestras? Habrá que ponerlas en un contenedor blindado.

—Lo haremos —contestó Maureen. Había captado la angustia de Jack y Laurie.

La pareja salió corriendo del laboratorio de histología, bajó la escalera y volvió al despacho de Laurie. Mientras tecleaba el número del doctor Harold Bingham, jefe del IML, Jack ya era consciente de los problemas que iban a plantearse: era un caso de perfil alto que implicaba a importantes investigadores médicos, y ellos habían errado en el método y en la causa de la muerte. Al menos, lo habían descubierto, pero era improbable que aquello aplacara a Bingham. Era él quien tendría que informar del descubrimiento a las diversas agencias gubernamentales y lidiar con ellas, un trabajo que Jack agradecía no tener que hacer.

Mientras su marido llamaba a Bingham, Laurie llamó al móvil de Lou Soldano.

—Lou, soy Laurie. ¿Puedes hablar?

Pasó de las cortesías de rigor.

—Hola, Laurie, me alegro de oírte —dijo el policía en tono cauteloso—. ¿Qué pasa?

—Se ha producido un problema en el despacho. Parece que tenemos un caso de envenenamiento por polonio. ¿Recuerdas aquel caso de hace cuatro o cinco años en Londres?

—¡Pues claro! —replicó Lou muy serio.

Laurie le informó de lo que sabía: la misteriosa estudiante de medicina que había llegado con su contador Geiger, el hecho de que la había disgustado la ausencia de los cuerpos de los investigadores y de que al final había podido analizar el tejido guardado por Jack, y su radical reacción ante los resultados.

—Si tienes razón y es una copia de lo de aquel tipo ruso, y además sumas las palabras «KGB» y «radiación», se va a desencadenar una tormenta de mierda, y perdona la expresión. Todas las agencias del alfabeto, los medios… Y si los rusos están implicados, el asunto es grave. Hay que mantenerlo en secreto.

—Jack está llamando a Bingham en este momento. Yo llamaré a la gente de RP para que silencie el asunto.

—Te lo agradezco, Laurie. Ahora hemos de encontrar a esa chica. ¿Algún motivo para pensar que no volverá a Columbia?

—Espera un segundo, Lou, Chet acaba de entrar.

Laurie se volvió hacia McGovern.

—Chet, ¿la chica ha dicho adónde iba?

—No, se fue casi corriendo por la calle Trece, en dirección oeste. Supuse que volvía a Columbia. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué pasa, Laurie?

Laurie ignoró su pregunta.

—Supongo que va de regreso al metro, Lou. Hará unos diez o quince minutos que salió.

—¿Lou? ¿Estás hablando con Lou Soldano?

Laurie le indicó que se callara con un gesto de la mano. Jack estaba de pie en un rincón, con el teléfono en una mano y un dedo en la otra oreja, sin parar de repetir «sí, señor» y «no, señor».

—Lanzaré una orden de busca y captura si me das su descripción. ¿Dices que parecía asustada?

—Mucho. Se moría de ganas de largarse de aquí.

—Da la impresión de que sabe más de lo que debería. ¿Cómo la describirías?

—Tal vez uno sesenta y cinco, esbelta, pelo negro largo hasta los hombros. Piel exquisita.

—«Piel exquisita» no es una descripción, Laurie.

Jack había terminado de hablar con Bingham e intervino.

—Es increíblemente atractiva. Tal vez una mezcla de francesa, marroquí y eslava. Chet McGovern babeaba como un perro.

Chet le cogió el teléfono a Laurie.

—Yo diría que parece más bien italiana. Piel morena, como de color oliva. Facciones dulces, ojos castaño oscuro. Muy atractiva, como una supermodelo. Me ha dicho que su apellido era Grazdani, nada más. ¿Crees que corre peligro?

Laurie le arrebató el teléfono.

—Lou, soy Laurie. No te olvides de que es estudiante de medicina y cursa cuarto en Columbia.

—Bien visto —le dijo Lou—. Si tenemos suerte, podríamos conseguir una foto en Columbia, si es que de verdad estudia allí. Bien, tenéis que cerrar la boca a cal y canto, chicos. Mantenedme informado si pasa algo. Tengo que dejarte, Laurie. Voy a reunir un grupo de trabajo que incluya a la unidad del crimen organizado del NYPD. Esto es grave, Laurie. Lleva «crimen organizado» escrito por todas partes. Y los rusos están implicados de alguna manera. Dios mío, Laurie, el polonio está relacionado con armas nucleares.