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Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

25 de marzo de 2011, 17.25 h.

Antes, mientras Prek y Genti permanecían sentados en la furgoneta, Neri Krasnigi, el recluta que Buda les había endosado por razones que solo Dios sabía, se había dedicado a pasear por la calle Ciento sesenta y ocho y el pequeño tramo de Haven Avenue comprendido entre la entrada de la facultad de medicina y la furgoneta. Le habían ordenado que tuviera el móvil en modo radio para que funcionara como de walkie-talkie y pudiesen mantenerse en contacto. Neri iba vestido con uno de los uniformes de guardia de seguridad, que en aquel momento parecía muy mojado debido a la lluvia. Prek sabía que corrían el riesgo de que Neri se topara con un guardia de seguridad de verdad, pero había decidido aceptarlo. Quería detectar a Pia o George en cuanto aparecieran, camino de la residencia. No obstante, al final le había ordenado a Neri que regresara al vehículo.

Prek estaba bastante satisfecho, teniendo en cuenta la situación. Estaba nervioso, como siempre antes de un golpe, sobre todo porque se había tomado un par de Red Bulls. Tenía otro al lado por si acaso lo necesitaba. En la radio de la furgoneta sonaba heavy metal, con el volumen bajo. Mientras esperaba, se masajeaba metódicamente la cicatriz del labio superior. Era una costumbre de la que no se daba cuenta. Eran casi las cinco y media.

Aleksander Buda había llamado para ver cómo iban las cosas a las cinco, y Prek había tenido que explicarle que habían avistado a la chica, pero que la habían perdido en el metro. Buda soltó una ristra de improperios en albanés que cuestionaba la virtud de la madre y toda la parentela de Prek, así que este tuvo que apartarse el teléfono del oído y hasta enrojeció un poco. A Neri, que oía a Buda con claridad aunque estaba sentado sobre una caja de leche en la parte posterior de la furgoneta, se le escapó una risita sin poder reprimirse, lo cual le granjeó una mirada furibunda de Prek. En cuanto el volcán de Buda se calmó, Prek volvió a acercarse el teléfono al oído.

—¿Iba cargada con algo, como una bolsa de viaje?

—No. Solo una bolsa de la compra y un paraguas. Estoy seguro de que volverá.

—Más le vale… ¿Y el chico?

—Aún no le hemos visto. Puede que esté en clase o lo que sea que hagan los estudiantes de medicina. Ahora están saliendo, pasan muchos al lado de la furgoneta. Siempre es posible que ya esté en la residencia, si había salido antes de que llegáramos. Pero como la hemos visto a ella, estamos seguros de que habrán quedado. Y nosotros estaremos aquí.

—No la caguéis —dijo Buda, y finalizó la llamada.

Prek paseó la vista alrededor de sus pies y cogió una de las latas de Red Bull vacías que había tirado al suelo; a continuación la arrojó hacia la parte posterior de la furgoneta en dirección a Neri.

—Capullo, ¿crees que esto es divertido? Ponte el uniforme de seguridad seco. Vas a dar un paseíto.

* * *

La charla magistral sobre radiología que George Wilson no había querido perderse había terminado al fin. Por desgracia, no había sido gran cosa. El conferenciante tenía una voz soporífera, y a George y al resto de los asistentes les había costado permanecer despiertos. Las conferencias a horas avanzadas de la tarde suponían un problema para la mayoría de la gente, sobre todo cuando las luces disminuían de intensidad para proyectar las diapositivas de rigor. A mitad de la charla, el chico había desconectado para preguntarse qué estaría descubriendo Pia en el centro, y si estaría a salvo y sin meterse en líos. Sabía que si causaba problemas y llamaban a Bourse desde el IML para quejarse, aquello significaría, probablemente, el final de la facultad de medicina para Pia, al menos en Columbia. Mientras el conferenciante continuaba dando la lata, George se dio cuenta de que habría deseado acompañarla.

Recogió sus cosas y salió de la sala de conferencias. No había aprendido nada, de aquello sí estaba seguro. Cuando llegó a la calle, se puso el abrigo y se subió el cuello. Más que llover, lloviznaba. Tenía un nudo en el estómago debido a la preocupación que sentía por Pia. Estaba angustiado por haberla dejado marchar sola y se preguntó cuándo tendría noticias de ella.

George, espoleado por el aire que anticipaba la noche, caminó hacia la residencia entre un grupo compacto de estudiantes de primero y segundo. Dejó atrás a un joven guardia de seguridad que parecía patrullar la fachada del edificio. Se fijó en él brevemente porque el individuo no llevaba paraguas y su chaqueta negra de piel falsa, con su cuello de piel falsa, parecía empapada. Aparentaba unos diecisiete años, y George no le prestó atención. Entró en el edificio de la residencia y esperó el ascensor junto con el resto del grupo. Por enésima vez, le echó un vistazo al móvil. No había mensajes de Pia, ni llamadas o correos electrónicos.

Cuando llegó a su habitación, se dejó caer sobre la cama, exhausto y hambriento. De pronto, se sintió solo y asustado. Sabía que estaba muy lejos de ser tan duro como Pia. Por lo poco que sabía de su infancia, era consciente de lo mucho que su amiga había sufrido en la vida. Él no había padecido ni la mitad de penurias. Sí, su padre había muerto cuando él era joven y nunca dispusieron de mucho dinero durante su infancia y adolescencia, pero su madre siempre había demostrado que le quería y cuidaba. Prestaba atención a su educación, se aseguraba de que estudiara, y estuvo a su lado durante el instituto y la universidad hasta que llegó a la facultad de medicina. Siempre estaba ahí, comprobando que se esforzaba lo suficiente como para justificar las becas que necesitaba para matricularse en la Universidad Estatal de Arizona y después en la Facultad de Medicina de Columbia. En general, George había gozado de apoyo y seguridad toda su vida, justo lo contrario de Pia. Se preguntó vagamente dónde estaría hoy de haber compartido las experiencias de su compañera. Lo más probable es que fuese camarero en una hamburguesería.

De repente, George echó de menos oír una voz amiga. Llamó a su madre, pero solo consiguió contactar con el antiguo contestador automático que la mujer se empeñaba en conservar. No dejó mensaje. Después, consultó su reloj y llamó a su abuela, Sally Mason, a Phoenix. Pensó que aquella hora de la tarde sería un buen momento para localizarla, pero no fue así. Aquella vez, sí dejó un mensaje.

* * *

Después de que George pasara de largo y entrara en la residencia, Neri se acercó a la ventanilla del conductor de la furgoneta. Prek la bajó, miró al novato y sintió pena por él. Tenía un aspecto horroroso con el pelo oscuro pegado a la frente.

—Vale —dijo Prek—. Vuelve a la furgoneta, pero no te quites el uniforme.

—Gracias —dijo Neri, y lo agradecía de corazón. Entró a toda prisa por la puerta deslizante del vehículo.

Prek le miró por el retrovisor mientras se quitaba la chaqueta mojada. Genti seguía el ritmo de la música golpeteando el salpicadero con un lápiz.

—¿Te ha mirado ese tal George? —preguntó Prek, sin dejar de observar al sicario por el espejo. Era más fácil que darse la vuelta.

—Sí. Me ha mirado a los ojos. ¿Por qué lo preguntas?

—Simple curiosidad.

—Da igual, ¿verdad?

—Ni puta idea. Esperaba que vinieran juntos, pero qué vamos a hacerle. Cuando acabes de cambiarte, trae esa caja de leche aquí delante y siéntate con nosotros. Quiero que vigiles a través del parabrisas por si aparece la Grazdani. Seis ojos valen más que cuatro.

El reguero de estudiantes de medicina se había convertido en una horda. Eran como ganado que volviera al establo desde los pastos.

La furgoneta estaba aparcada en el lado oeste de Haven Avenue, encarada hacia el sudeste. Prek y los demás vigilaban a los alumnos que llegaban desde el complejo del centro médico y pasaban junto a la furgoneta por el lado del pasajero.

—Tenemos un pájaro en el nido. Bien, ¿dónde coño está el otro? ¿Adónde demonios habrá ido?