Primera Avenida con la calle Treinta
Nueva York
25 de marzo de 2011, 16.40 h.
Cuando las últimas luces del día amenazaban con desvanecerse por completo gracias a las nubes bajas y la lluvia, Pia se detuvo delante del Instituto de Medicina Legal y contempló la fachada del edificio de medio siglo de antigüedad. No era acogedor, por decir algo, con su extraña fachada de losas azules esmaltadas, que le recordaban la puerta de Ishtar de la antigua Babilonia. Había visto fotos de aquella construcción en una Enciclopedia Británica casi igual de antigua, en la academia. Echó un vistazo a las losas y después a las anticuadas ventanas con marco de aluminio estilo años sesenta. Era feo con avaricia.
Pia estaba preocupada por si no llegaba a tiempo, pero tuvo suerte con los trenes. Ahora que ya estaba allí, no se sentía tan segura de presentarse así, sin más. Carecía de contactos en la institución, no tenía a nadie de confianza, y no le gustaba aquella sensación. Era muy consciente de que aquello era el IML de Nueva York, y de niña había tenido muy malas experiencias con diversas agencias municipales. Puede que el estado le hubiera proporcionado comida y techo, pero también había alimentado y hospedado a sus enemigos, además de abusar de ella. No había muchos motivos para no pensar en que aquella agencia municipal no fuera igual de desagradable.
Pia pensó de otra forma. ¿Qué sucedería si entraba y tenía éxito en su misión? ¿Y si solicitaba ver el cuerpo de Rothman, le concedían permiso y descubría que había sido irradiado? Aquello demostraría que Yamamoto y él habían sido asesinados. Su mente bullía de ideas. Se produciría una enorme intervención policial y ella estaría en el centro. Sería un circo mediático. Ella y George serían interrogados, tendría que verbalizar su miríada de sospechas, colaborar en las pesquisas, hacer declaraciones y, tal vez, presentarse ante un tribunal. Pero después se tocó la mandíbula dolorida y recordó la paliza y la advertencia que había recibido la noche anterior. No tenía alternativa. Las respuestas a sus preguntas se hallaban en aquel edificio, o en ninguna parte.
Respiró hondo para darse ánimos, se encajó el paraguas bajo el brazo y entró por la puerta principal.
La zona de recepción era una clara demostración de los cincuenta años de antigüedad del edificio. Estaba oscura y algo deslucida; tenía un sofá de piel marrón oscuro y algunas sillas gastadas y desparejas. El suelo de linóleo estaba agrietado y rayado. Sobre una mesita auxiliar baja descansaban varias revistas muy manoseadas, con la etiqueta de la dirección arrancada de la portada. Había un montón de gente apoyada contra los muebles o la pared. No tardó en hacerse evidente que iban todos juntos, eran miembros de una afligida familia negra en la que había, como mínimo, tres generaciones representadas. Dos chicas adolescentes estaban abrazadas en un rincón y lloraban en voz baja.
—Perdón —dijo Pia cuando se acercó a la recepcionista. Un guardia de seguridad estaba sentado a otra mesa situada a un lado, junto a unas puertas de cristal. La recepcionista, muy bien vestida y agradablemente rellenita, llevaba una placa de identificación que rezaba «Marlene». Alzó la vista. Su sonrisa era cordial.
—¿Sí, cariño?
—Hola. Soy estudiante de medicina y me gustaría mucho hablar con uno de los forenses.
—¿Has venido para informarte sobre las oportunidades pedagógicas del IML, como la optativa para estudiantes de medicina?
—Quizá —contestó Pia, que prefería dejar abiertas sus opciones.
—¿Quizá? —preguntó Marlene con una sonrisa—. ¿De qué quieres hablar exactamente con el forense?
La joven titubeó.
—La verdad es que me gustaría comentar un caso concreto. Dos casos, para ser más precisa.
—¿Parientes tuyos?
—No.
—Tal vez sea mejor que hables con el departamento de relaciones públicas si se trata de información sobre un caso concreto, teniendo en cuenta que no eres pariente.
Pia se dio cuenta de que estaba perdiendo terreno. Lo último que deseaba era que la derivaran al departamento de relaciones públicas, que sin duda le impediría el acceso al cadáver de Rothman. Con miedo a que la rechazaran, Pia estudió el rostro de la recepcionista mientras pensaba en la mejor manera de abordarla. Daba la impresión de que Marlene era una persona simpática, y durante un breve instante Pia jugueteó con la idea de decirle, al menos, una verdad parcial. Desechó la posibilidad de inmediato. Cualquier forma de explicar el motivo de su presencia allí que se acercase a la verdad sonaría demasiado extravagante.
—En realidad, también quiero hablar de las oportunidades docentes que se ofrecen aquí. Los dos casos que he mencionado son casos pedagógicos de los que me han hablado. He venido desde Columbia. —Pia sonrió para intentar disimular las posibles inconsistencias—. Estoy interesada en la ciencia forense. Muy interesada.
Marlene estaba confusa. ¿Qué quería en realidad aquella chica? También se sentía impresionada por el hecho de que hubiera ido desde el Centro Médico de Columbia, en Washington Heights. Aquello implicaba un cierto esfuerzo, sobre todo un viernes por la tarde. La recepcionista no tuvo valor para despedirla sin que hablara con alguien. Además, era muy guapa, y Marlene sabía exactamente quién se sentiría más que complacido de hablar con ella.
—Muy bien. Llamaré al doctor McGovern.
—¿Es forense?
—Es forense, y resulta que también es el coordinador de docencia del IML.
—Gracias.
Pia estaba encantada.
Marlene llamó a Chet McGovern y le indicó a Pia que tomara asiento. Esta se alejó del mostrador de recepción. No se sentó porque no había sillas libres. Eran cerca de las cinco de la tarde, de modo que debía hacerse una impresión rápida del tal McGovern. Un momento después, las puertas de cristal se abrieron y apareció una mujer corpulenta con bata de laboratorio y sosteniendo una tablilla. Se presentó a la llorosa familia como Rebecca Marshall, coordinadora de identificación, y les pidió que la siguieran. Todo el clan, obediente, desapareció a través de una puerta con el letrero de SALA DE IDENTIFICACIÓN.
Pia ocupó una de las sillas vacías y trató de armarse de paciencia. Mientras esperaba, intentó decidir cómo debía abordar al forense. ¿Debería mostrarse agresiva o tímida? Al final, decidió esperar a ver qué tipo de hombre era el doctor McGovern. Confiaba en que fuera relativamente joven, alguien con quien pudiera flirtear hasta cierto punto. A lo largo de los años había descubierto que atraía a la mayoría de los hombres, y pensó que aquella era una esas situaciones en que podría sacar alguna ventaja de dicha circunstancia. Por lo general, era todo lo contrario.
Pocos minutos después, sus oraciones fueron atendidas cuando un hombre joven atravesó las puertas interiores. Llevaba una bata larga de laboratorio y aparentaba el típico aire de seguridad en sí mismo de un médico. Cuando echó un vistazo a Pia, la única persona que había en la sala de espera, su rostro se iluminó. Ella reconoció la reacción. La había observado muchas veces. El hombre parecía tener unos cuarenta años, cincuenta a lo sumo. Era rubio y apuesto de una forma masculina, muy norteamericana, más o menos como George, y Pia observó que estaba en buena forma.
Se dirigió hacia ella como una abeja hacia la miel y se presentó. Pia hizo lo mismo, pero evitó su mirada. Reconoció el tipo de inmediato: un Lotario incontenible que consideraba que toda mujer atractiva más joven que él y sin compromiso era un desafío. Aquello la animó.
Después de las presentaciones, durante las que el hombre repitió orgullosamente que era el actual coordinador de docencia del IML, McGovern dijo:
—Vayamos a mi despacho a ver si puedo ayudarla. Gracias, Marlene.
El doctor le guiñó un ojo a Marlene sin que Pia le viera, y la recepcionista puso los ojos en blanco.
Mientras McGovern acompañaba a Pia a su despacho del tercer piso, la ametralló a preguntas sobre en qué parte de la facultad de medicina estaba, qué año cursaba y en qué quería especializarse. Le habló de lo interesante que era la medicina forense y detalló sus credenciales.
Pia le siguió la corriente, contestó a sus preguntas de McGovern y se comportó como si estuviera interesada en la historia de su vida y milagros. Entraron en el pequeño despacho de doctor y se sentaron uno a cada lado del desordenado escritorio del forense.
—Disculpa el desorden. Bien, ¿en qué puedo ayudarla, señorita, hum…?
Los ojos de McGovern brillaron cuando se esforzó sin éxito en recordar su apellido.
—Grazdani. Gracias por recibirme sin previo aviso.
—Es un placer, se lo aseguro.
—Quiero informarme sobre las autopsias que se les practicaron aquí al doctor Tobias Rothman y al doctor Junichi Yamamoto, del Centro Médico de la Universidad de Columbia. Murieron la madrugada del 24 de marzo, ayer, de fiebre tifoidea. —Pia fue al grano, y pilló desprevenido a McGovern—. Doy por sentado que las autopsias ya se han practicado.
—Hum, bien, eh, yo no participé en ninguna, y no me he enterado de mucho, aparte de que uno de ellos era el famoso investigador galardonado con el premio Nobel. Solo me dijeron que murió de una infección muy agresiva. Pero déjeme comprobar qué sabemos.
McGovern estaba más que dispuesto a ayudarla. La miró, y ella le dedicó una media sonrisa. El forense utilizó el ordenador de su escritorio para buscar los nombres y averiguar así los números de acceso del IML. Después localizó los casos individuales.
—Aquí los tenemos. Sí, dice que las autopsias se practicaron la tarde del 24, y eso fue, sí, ayer. El día que murieron.
McGovern examinó un archivo y después el otro.
—En ambos casos se trataba de infecciones graves con severa erosión del intestino, tanto el grueso como el delgado. ¡Vaya! De todos modos fueron considerados casos OSHA, y ese es el principal motivo de que se les practicara la autopsia.
—¿Casos OSHA? —preguntó Pia. Había oído el acrónimo, pero no recordaba qué significaban las iniciales.
McGovern levantó la vista.
—La Administración de Seguridad y Salud Ocupacional. Es una agencia gubernamental que interviene cuando se producen muertes en el puesto de trabajo relacionadas con problemas de seguridad pública. Los resultados de la autopsia le serán comunicados a la OSHA, pues la ley así se lo exige al IML.
El hombre volvió a mirar la pantalla.
—Bien. El doctor Jack Stapleton se ocupó de ambos casos. Es nuestro supermédico y se ocupa de más casos que nadie. Nunca está satisfecho, siempre busca más, trabaja como si no tuviera vida.
»Vamos a ver. La causa de la muerte en ambos casos se define como enfermedad infecciosa, fiebre tifoidea, y la forma de la muerte es accidental. Permítame preguntarle, ¿sabe por qué la forma de la muerte se considera accidental?
Pia contestó que no, sin añadir que tal vez ella cuestionara aquel veredicto oficial.
—Si los dos investigadores hubieran enfermado de tifus después de comer en un restaurante, como la cafetería del hospital, sus muertes se habrían considerado naturales, puesto que el tifus es un patógeno que se transmite por la comida. Pero como contrajeron la enfermedad en el laboratorio, o en el puesto de trabajo, es accidental, porque no puede considerarse un proceso natural.
McGovern intentaba imprimir a su voz un tono autoritario.
—Y si por algún motivo los investigadores se infectaron a sí mismos a propósito, la causa de la muerte sería suicidio. Y por último, pero no menos importante, si alguien les infectó a propósito, sería homicidio.
McGovern rió y extendió las manos a los lados, como diciendo «Mira qué buen profesor soy».
Pia no le acompañó en sus risas, ni siquiera sonrió. Para ella la actuación de aquel hombre era de lo más obvia. «Me está hablando como a una colegiala», pensó.
Después de una pausa algo incómoda por la falta de respuesta de Pia, el forense continuó:
—¿Tiene alguna pregunta concreta sobre la autopsia? En ese caso, puedo llamar a Jack y preguntárselo a él. Sé que todavía sigue en el edificio.
Nada le habría gustado más a Chet McGovern que hacer que Pia estuviera en deuda con él por su ayuda. Una hora antes se había enterado de que sus planes para la noche del viernes se habían ido al garete, y detestaba pasar solo la mejor noche de la semana. Estaba a punto de preguntarle si estaba libre y quería cenar con él cuando observó que la joven depositaba su bolsa sobre el escritorio. Después introdujo la mano en su interior y sacó un instrumento amarillo, una sonda y con una especie de micrófono incorporado. Tardó un momento en darse cuenta de que era un contador Geiger.
—Bien —dijo Pia—, para ser sincera, lo que de verdad me gustaría es comprobar si Rothman y Yamamoto emiten una pequeña cantidad de radiactividad. O sea, si le parece bien.
—Supongo que sí —dijo McGovern. No quería negarse, pero aquella extraña petición lo hizo sentirse confuso. Era evidente que la chica le estaba ocultando algo, pero decidió seguirle la corriente—. ¿Por qué cree que podrían emitir radiactividad?
Aquella era la pregunta del millón. Pia aún no había decidido cómo iba a responder, aunque estaba casi totalmente segura de que la pregunta iba a surgir. Podía jugarse el todo por el todo y verbalizar sus sospechas o ser más prudente y tratar de hacerse la tonta. Se decidió por esto último.
—Estoy participando en un proyecto para una tesis relacionada con los radioisótopos utilizados en la investigación —contestó. Decidió que no era el momento de despertar sospechas sobre el motivo de su presencia en el IML. Aún no quería enseñar sus cartas. No quería que llamaran al centro médico y hablaran de su visita, porque revelaría a quien estuviera implicado en la conspiración que no había dejado de entrometerse.
»Trabajé en el laboratorio del doctor Rothman durante más de tres años, y sé que en ese período se utilizaron ciertos isótopos para diversos experimentos. Solo quiero asegurarme de que el personal no se ha contaminado. Comprobé su laboratorio y descubrí en el despacho una cantidad muy pequeña de lo que queremos creer que era radiación aislada, al lado de la cafetera. Espero que pueda ayudarme. Es para que todo el mundo se quede tranquilo.
Pia calló. Sabía que lo que acababa de decir no era del todo lógico, pero sonaba bien. Le dedicó su sonrisa más agradable y confió en que no pareciera tan falsa como ella creía. Intuía que McGovern se sentía suspicaz y vacilante, pero que no había descartado aceptar su petición.
—¿Ha sido eso lo que le ha dicho a Marlene abajo? —preguntó.
—Le he dicho que estaba interesada en un par de casos concretos.
—Ah, vale. A mí me ha comentado que usted quería informarse sobre las optativas del IML. Da igual. Escuche, tenemos detectores de radiación en la zona del depósito de cadáveres por si acaso, y últimamente no ha sonado nada, sobre todo ayer. Lo sé con certeza.
—Bueno, no me sorprende, porque los isótopos que hemos estado utilizando en el laboratorio eran todos emisores alfa para terapia alfa, como el bismuto 213 y el plomo 212; los detectores de radiación general, fabricados para radiación beta y gamma, no los habrían detectado.
Pia sonrió de nuevo y McGovern asintió con aire de complicidad, aunque no tenía ni idea de lo que la joven estaba diciendo. Hacía más de una década que no leía nada sobre radioisótopos, debió de ser cuando todavía estudiaba para obtener la especialidad. El forense adoptó una expresión pensativa. Pia supuso que estaba pensando en las partículas alfa. Pero en realidad McGovern estaba repasando una lista mental. Al principio, había dudado; pero no, ahora ya estaba seguro. Jamás había visto una estudiante de medicina tan atractiva, lo cual era decir mucho, puesto que, en su opinión, cada año eran más guapas, al menos en la Universidad de Nueva York, de donde procedían la mayoría de los estudiantes de medicina que llegaba a conocer por su cargo de coordinador de docencia del IML. Debería pasar más tiempo en Columbia, pensó.
—Por lo tanto, ¿tan solo quiere asegurarse de que los cuerpos de los doctores Rothman y Yamamoto no emiten radiación alfa? —preguntó solo para estar seguro de que la había entendido.
—Exacto. Por eso he traído este contador Geiger. Está especialmente programado para detectar partículas alfa.
McGovern volvió a su monitor.
—Vamos a ver. Podría haber un problema. Los cuerpos de los casos infecciosos no se quedan aquí mucho tiempo, por motivos evidentes… ¡Sí! —dijo de repente, y dio unos golpecitos en la pantalla con el dedo índice—. Justo lo que pensaba. Hay un problema. Como ya le he dicho, en casos infecciosos graves, como fiebre tifoidea y algunas otras enfermedades contagiosas, los cuerpos no se quedan en el IML. Después de finalizar las autopsias y confirmar la causa de la muerte, se les entregan a las familias y a las respectivas funerarias para ser incinerados. En otras palabras, los cuerpos de los investigadores ya no están aquí. Ha llegado unas veinte horas demasiado tarde.
Pia masculló un «mierda» reprimido, cosa que McGovern captó y apreció. Asociaba el lenguaje subido de tono con ser guerrero, y le encantaba que las mujeres fueran guerreras. Confiaba en que, tras comprobar que los cuerpos ya no se encontraban en el IML, pudieran pasar a temas más interesantes, como los planes para el viernes por la noche. Entretanto, Pia tenía la mirada perdida, estaba pensativa. No podía reprochárselo a sí misma. Veinticuatro horas antes, cuando los cuerpos fueron trasladados, ni siquiera había oído hablar del polonio 210.
Al ver la expresión de la estudiante, Chet de repente tuvo miedo de que, tras recibir aquella información, la joven se levantara y se marchara. No cabía duda de que se sentía muy decepcionada. Para el forense, que Pia se fuera entonces constituiría una gran tragedia, porque hasta el momento no había averiguado ni su móvil ni su dirección de correo electrónico.
—El tipo que practicó las autopsias está justo al final del pasillo —le recordó—. Es amigo mío. Si quiere formularle alguna pregunta concreta sobre lo que descubrió, será un placer para mí ir a formulársela.
Pia estaba desilusionada. Jamás se le habría ocurrido que ya hubieran enviado los cuerpos de Rothman y Yamamoto a las funerarias. Durante un instante pensó en tratar de averiguar los nombres de las funerarias, pero no sabía cómo hacerlo sin levantar montones de sospechas. En cuanto a hablar con el forense del final del pasillo, ¿de qué iba a servir?