Calle Ciento sesenta y ocho con Broadway
Nueva York
25 de marzo de 2011, 15.56 h.
—¡Hostia puta, allí está! —exclamó Genti señalando hacia delante con el dedo. Prek estaba girando a la derecha desde Broadway hacia la calle Ciento sesenta y ocho, que se extendía entre el Centro Médico de la Universidad de Columbia a la izquierda y el Armory a la derecha. La mirada de Genti se había posado en la mujer, cargada con una bolsa de la compra, cuando el viento sacudió su paraguas y amenazó con llevárselo por los aires. Distinguió su cara con claridad, y era la tal Grazdani, no cabía duda. Caminaba a buen paso hacia la entrada del metro.
—¡Para! —gritó Genti al tiempo que Prek disminuía la velocidad.
—¿Quién va con ella?
—Nadie, no he visto a nadie —gritó el primero de ellos—. Déjame bajar. Esperadme aquí.
Genti, que hacía las veces de guardia armado, saltó de la furgoneta en cuanto Prek pudo parar. Corrió detrás de Pia, que iba unos veinte metros por delante de él en dirección a la entrada del metro. Mientras corría, Genti comprobó que tenía el arma a mano en el bolsillo de la chaqueta. No estaba seguro de qué iba a hacer si la alcanzaba. ¿Debía dispararle en plena calle? ¿Agarrarla y conducirla a rastras hasta la furgoneta?
Solo sabía que lo único que no podía hacer era perderla.
Vio que Pia desaparecía de su vista cuando bajó a toda prisa a la estación mientras él esquivaba coches, taxis ilegales, autobuses y furgonetas en la transitada esquina de Broadway con la calle Ciento sesenta y ocho. Llegó a la entrada del metro y bajó corriendo la escalera, pero no la vio. ¿Iba a coger el tren A o el 1? Probablemente el expreso, el A, pensó. La buscó con desesperación y avanzó apartando a la gente a empujones.
—Perdón, perdón.
No quería ponerse demasiado agresivo. Los neoyorquinos eran propensos a reaccionar con violencia. Genti iba muy pocas veces en metro y no tenía tarjeta multiviajes para poder atravesar los tornos, ni tampoco tiempo para pararse a comprar una en las máquinas. Con la esperanza de que no hubiera policías a la caza de infractores, siguió a un colegial y atravesó el torniquete detrás de él.
Genti tenía que elegir, el A o el 1. Cambió de opinión y optó por el 1. Cuando se acercó al gigantesco y achacoso ascensor que llevaba a los viajeros al andén subterráneo, divisó a Pia a la cabeza de un grupo de pasajeros que acababan de subir. Las puertas empezaron a cerrarse. Vio que la chica estaba parada a un lado, preparada para ser la primera en salir. Corrió hacia delante.
—¡Paren el ascensor! —gritó—. Paren.
Genti se lanzó hacia las puertas cuando estaban a punto de cerrarse y trató de detenerlas. Durante un momento, la mano se le quedó atrapada y se vio obligado a apartarla de inmediato. Paseó la vista a su alrededor. Escaleras. El albanés desechó toda cautela. Empujó a un lado a una anciana y bajó las escaleras de tres en tres. No sabía que la distancia hasta el andén equivalía a ocho pisos, de manera que continuó descendiendo, esquivando a los pasajeros que subían o bajaban, gritando a la gente que se apartara de su camino. Estaba sin aliento cuando llegó abajo, pero descubrió que el ascensor ya había descargado a sus pasajeros, y otros nuevos estaban entrando.
Inhaló profundas bocanadas de aire con las manos apoyadas en las rodillas. Era el primero en admitir que no estaba en su mejor forma. Después, oyó cerca el chirrido agudo de los frenos del metro. ¿A la parte alta de la ciudad o al centro? Supuso que la chica se dirigía al centro, como la mayoría de la gente. Siguió adelante y oyó el sonido mecánico de las puertas del tren al abrirse. Entró en un pasillo abovedado que conducía a la estación en sí. De pronto, una multitud de personas avanzó hacia él y llenó el túnel de un extremo a otro. Acababan de bajar del convoy y el hombre tuvo que abrirse paso entre ellas. Cuando llegó al andén, miró a uno y otro lado y vio a Pia a unos metros de distancia.
La vio con claridad meridiana. Estaba allí, quizá unos tres metros por delante de él. Entró en un vagón.
Entonces, el hombre cometió un error. Mientras esperaba la advertencia de «Por favor, tengan cuidado con las puertas al cerrarse» que siempre precedía a la salida del tren, avanzó por el andén para intentar entrar por la misma puerta que ella. En aquel momento, cuando llegó a su altura, las puertas se cerraron sin previo aviso. Genti las golpeó con los puños y miró hacia el revisor, que se hallaba a unos dos metros de distancia.
—¡Eh, tío, la puerta!
El revisor no le hizo caso y los frenos del tren se liberaron con un siseo de aire. Genti miró al interior del coche. Su mirada se cruzó con la de Pia durante un breve instante, antes de que el tren empezara a alejarse de la estación. Pia tan solo vio a un tipo que intentaba subir al metro.
El albanés se volvió para mirar al revisor, que metió la cabeza en su cabina con una leve sonrisa en el rostro mientras el tren aceleraba. Genti lo contempló mientras se internaba en el túnel, con la vista clavada en los faros traseros hasta que el tren desapareció en la negrura.
Había fallado.
Regresó caminando al ascensor. En cierto sentido, se sentía avergonzado por no haber atrapado a la chica, pero razonó que era mejor así. Tal vez hubiera tenido problemas para sacarla de la estación sin interferencias. Además, siguió pensando, si también debían atrapar al chico, sería más fácil pescarlos juntos y ocuparse de los dos al mismo tiempo. Si la hubieran raptado a ella, tal vez el chico se hubiese escondido y habría sido más difícil encontrarle.
Cuando Genti subió al ascensor, se sentía mucho mejor por haber perdido a Pia. Y había recordado lo guapa que era. Ansiaba secuestrarla en la calle y llevarla a la aislada casa de verano de Buda, donde nadie podría oír lo que pasaba dentro.
Salió a la calle y buscó con la mirada la furgoneta blanca, pero no la vio. Llamó a Prek, que le dijo que se encontraban pasado el Instituto Neurológico, donde había dado con una buena plaza de aparcamiento entre la facultad de medicina y la residencia, justo después de que la calle Ciento sesenta y ocho desemboque en Haven Avenue.
Genti caminó hacia el oeste y no tardó en ver la furgoneta. Subió y les contó que la había perdido en el ascensor, y después, por segunda vez, cuando estaba subiendo al vagón del metro. Dijo que le había faltado tan poco que se sentía frustrado.
—No es lo peor que habría podido suceder —dijo Prek, como un eco de los anteriores pensamientos de su compañero—. Este lugar es perfecto. Si hay suerte, cuando aparezca será con su novio, y nosotros estaremos esperando. Creo que nos conviene cogerlos juntos.
—¿Cómo sabremos que es él? —preguntó Genti—. Apuesto a que tiene un montón de novios.
Como si Aleksander Buda les estuviera leyendo el pensamiento, el móvil de Prek zumbó. Era un correo electrónico de su jefe con un adjunto. Cuando abrió el JPEG se encontró mirando la foto de admisión en la facultad de medicina de George, con los datos de su altura y peso.
—Metro noventa, pelo rubio —dijo Prek—. Más alto que la mayoría. Identificarlo no debería darnos muchos problemas.
—Tal vez venga solo —repuso Genti.
—No, mi intuición me dice que estarán juntos; parece que pasan mucho tiempo juntos últimamente. Yo lo haría si fuera él. Imagino que se reunirán cuando ella vuelva del sitio al que haya ido.