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Barrio de Belmont, Bronx

Nueva York

25 de marzo de 2011, 15.28 h.

Aleksander Buda finalizó su llamada de móvil y sostuvo el aparato en la mano para después utilizar su dedo índice, que parecía una espátula, para presionar el botón de fin de llamada. Había surgido un problema en una operación que hasta el momento había ido como la seda, y él detestaba los problemas. Le causaban acidez de estómago. Localizó el envase de pastillas de antiácido de diferentes colores que siempre llevaba encima, cogió un puñado y las masticó a toda prisa, una tras otra. Buda tenía cincuenta y pico años; el pico no lo sabía, porque su familia había abandonado Albania con unas cuantas ollas y sartenes y algo de dinero, pero sin documentación que indicara cuándo había nacido. Con el tiempo, primero en Italia y después en Estados Unidos, había conseguido los papeles esenciales de un inmigrante, incluida una fecha de nacimiento en 1958, pero no tenía ni idea de si era cierta.

Buda no era un hombre grande, mediría tal vez un metro setenta y dos, pero llevaba el pelo muy corto y lucía una cicatriz que se le hundía en el cuero cabelludo por el lado derecho de su cara ancha, además de suficientes tatuajes carcelarios en los brazos como para que cualquiera, si se tomaba la molestia de enseñárselos a alguien, se lo pensara dos veces antes de abordarle. Buda vestía con discreción, aquel día con una camisa de manga larga de color tostado, vaqueros y mocasines. Cualquiera pensaría que era el manitas de un grupo de edificios de apartamentos del East Side, trabajo para el que se ofrecía de vez en cuando, en lugar de lo que era en realidad: el jefe de una banda de la mafia albanesa.

La banda, o clan, de Buda estaba menos organizada desde un punto de vista jerárquico que una familia de la Cosa Nostra; el liderazgo solía ser fluido y se basaba solo en los resultados. Mediante una combinación de prudencia y brutalidad, nadie había desafiado el poder de Buda desde hacía años. Los miembros de la banda compartían la reputación de hombre despiadado y violento de su compatriota, que se la había ganado durante más de veinticinco años de actividad criminal agresiva. Los albaneses habían llegado tarde a la escena de Nueva York, y se habían esforzado por recuperar el tiempo perdido. Aceptaron cargos de escasa importancia en las organizaciones italianas para luego ir escalando y desafiar a los incondicionales de la mafia.

En Europa, los grupos albaneses contaban con una fuerte presencia en el tráfico de drogas duras y suaves, dominaban el negocio de la heroína en muchos países y transportaban el material en bruto desde Afganistán a través de Turquía hasta Albania. La heroína procesada y otras drogas podían distribuirse desde allí a cualquier parte del mundo mediante núcleos como las terminales de Port Newark, New Jersey. La heroína era solo uno de los muchos negocios en que las bandas estaban implicadas. También tenían intereses en actividades tan prosaicas como la extorsión, la usura a intereses exorbitantes y el juego ilegal. Aleksander Buda contaba con lugartenientes que se encargaban de tales operaciones para que él pudiera pasar desapercibido y dedicarse a proyectos más lucrativos, como aquel en el que estaba trabajando en aquellos momentos, el que le estaba causando problemas.

Buda era muy consciente de que las bandas albanesas habían desarrollado mala fama. Una con base en Queens había sido desarticulada por el FBI hacía unos años; otra, de Staten Island, fue disuelta en 2010. En aquel momento vivían más de doscientos mil albaneses en la zona metropolitana de Nueva York, tal vez trescientos mil. La inmensa mayoría, salvo unos doscientos, trabajaba con ahínco y respetaba la ley. Buda y sus hombres entraban y salían de aquella diáspora albanesa y se escondían entre ellos a plena vista. Los grupos de la mafia eran exclusivistas y reservados, hipersensibles a cualquier tipo de insulto y propensos al uso de la violencia para vengarse. Según el código albanés de la besa, la palabra de un hombre era vinculante, y un apretón de manos suponía un trato inquebrantable. Buda había acordado terminar su tarea, y se dio cuenta de que tendría que arriesgar a algunos de sus hombres para ocuparse de aquel problema en particular. Y trabajar en público era otra de las cosas que le ponía nervioso.

* * *

Después de que Jerry Trotter le hiciera su propuesta a Edmund tres semanas antes, este había tardado dos días en llamar al número que Trotter le había proporcionado. Diez, quince veces se había dicho que no llamaría, que arrojaría a la chimenea el trozo de papel y se olvidaría de todo. En otros momentos, se autoconvencía de que Jerry estaba intentando poner a prueba su determinación, de que si llamaba a aquel número sería Trotter quien contestaría. Pero en otros momentos, por lo general a altas horas de la madrugada cuando estaba solo en su estudio bebiendo whisky, Edmund meditaba sobre cómo sería hacer aquella llamada. Suponiendo que aquel tipo fuera un asesino a sueldo, ¿cómo te presentas a alguien así? ¿Qué dices? Imaginaba que si llamabas por un asunto semejante, no lo hacías desde tu propio teléfono.

Por fin, llamó al número desde la cabina de un Laundromat de la Segunda Avenida, en la parte de las calles Sesenta de Manhattan, un lugar muy frecuentado y sin cámaras de seguridad visibles. Se armó de valor, introdujo las monedas y marcó el número. Alguien descolgó, pero no habló, y Edmund recitó las frases que había ensayado.

—Hola, un amigo me ha dado este número. Quiero hacerle una propuesta. No es broma.

Edmund no dijo nada más. La comunicación se cortó enseguida.

Una hora después, Edmund volvió a llamar desde la misma cabina.

—¿Podemos reunirnos en alguna parte? Creo que va a interesarle lo que tengo que decirle…

Clic.

Al día siguiente, al cuarto intento, a las diez de la mañana, una voz con un acento marcado dijo:

—Llame dentro de una hora. Hilera de cabinas de Grand Central. Vestíbulo de la planta baja.

Edmund obedeció.

—Tome el tren seis hasta Morrison Avenue, salga por el andén del lado norte y espere.

Había llegado al punto de no retorno. Hasta el momento se había limitado a hacer unas cuantas llamadas telefónicas, pero ahora iba a reunirse con alguien que sabía que era un asesino. Miró a los viajeros que atravesaban la Grand Central, gente corriente, como él. Si seguía adelante, ya no sería corriente. Durante los últimos días y noches, interminables e insomnes, Edmund había sopesado los posibles costes de hacer lo que Jerry exigía y los de no hacer nada. Si no actuaba, se arruinaría económica y personalmente. Pero el terrible plan de Trotter le daba una oportunidad.

A Edmund se le ocurrió otra idea que no pudo ignorar. Aquellos médicos estaban destruyendo su negocio. Era culpa de ellos que estuviese en aquella situación, y no iba a permitir que se salieran con la suya.

Fue en metro hacia un barrio del Bronx que jamás había pisado. Bajó del tren en un andén elevado azotado por el viento. Apenas había nadie a las once de la mañana, solo dos hombres que se habían bajado del metro, uno que iba sentado en el vagón de Edmund y otro en el de atrás. Mathews salió de la estación, bajó a la calle y se paró junto a la salida. Consultó su teléfono y cruzó y volvió a cruzar la calle en busca de alguna señal de vida.

De repente, una furgoneta azul oscuro se acercó a él y las puertas traseras se abrieron. Una voz le dijo desde el interior que subiera, y él obedeció. La furgoneta arrancó y al instante le inmovilizaron los brazos, le taparon la boca con cinta adhesiva y le pusieron en la cabeza una bolsa de tela. Lo cachearon de arriba abajo, le metieron las manos en las axilas y en las ingles. Después, le quitaron la ropa, todas las prendas, y se quedó desnudo, atado y amordazado, en el suelo del vehículo. Avanzaron traqueteando por la calle, y después, tras lo que se le antojó una eternidad, aparcaron en algún sitio.

—Muy bien, señor Edmund Mathews, rico banquero de Greenwich, ¿cómo ha conseguido ese número de teléfono?

La voz procedía de la parte delantera de la furgoneta.

Edmund intentó hablar, pero tenía la boca tapada. Masculló algo.

—Qué grosero soy —dijo la voz—. Dejad hablar a este hombre.

Le arrancaron la cinta con brutalidad, y Mathews tuvo arcadas.

—Me lo dio un amigo mío. No me dijo dónde lo había conseguido.

—Eso ya lo veremos. ¿Qué quiere?

Edmund expuso sus deseos. No tardó mucho, pero tuvo que explicar un par de veces la necesidad de utilizar polonio para llevar a cabo los asesinatos.

—Muy bien, esto es lo que vamos a hacer: vaya a la estación de metro de Middletown Road mañana a las once. Llévenos un anticipo como gesto de buena voluntad. Digamos, cincuenta mil dólares en billetes de Ben Franklin. A fondo perdido. Devolvedle la ropa a este hombre.

Le liberaron los brazos y las piernas y Edmund se vistió a toda prisa. La furgoneta volvió a moverse, paró al cabo de unos minutos y las puertas se abrieron. Mathews bajó en un desierto aparcamiento que había detrás de un edificio abandonado. Averiguó dónde se encontraba, a menos de un kilómetro de donde le habían recogido, y volvió a Manhattan en metro.

Aquella noche, más que en cualquier otro momento de aquel calvario, Edmund sintió un intenso deseo de huir. Si llamaba al FBI, podría denunciar a Jerry y al otro individuo, fuera quien fuese, y al menos se vería libre de aquel complot demencial. Pero eso no le libraría de LifeDeals, Gloria Croft y su inminente destrucción. Los datos de Statistical Solutions habían llegado por fin, y se limitaban a subrayar lo que Russell y Edmund ya sabían. Su modelo saltaría en mil pedazos en cuanto la medicina regenerativa se convirtiera en realidad. Su necesidad de plantar cara se impuso.

Mathews se desplazó de nuevo al Bronx, y aquella vez también lo recogieron en una furgoneta, aunque de otro color. Una vez más, le ataron y desnudaron, pero en aquella ocasión no tardaron tanto en devolverle la ropa ni le amordazaron con cinta adhesiva, cosa que agradeció. Notó que el sobre con los cincuenta mil dólares ya no estaba en el bolsillo de su chaqueta.

—Gracias por el dinero —dijo la misma voz—. Un hombre más precavido le arrojaría de la camioneta ahora mismo y se alegraría de lo recaudado en un solo día de trabajo, pero he leído acerca de usted, señor Mathews, y me siento intrigado. Después, investigué acerca de la gente que quiere que muera y pensé «¿Qué están haciendo? No lo entiendo, soy un estúpido palurdo». Luego, pensé «Este tipo va en serio». No sé por qué pero es lo que opino. También creo que es una idea muy cara. Alguien ha de ir a Rusia, comprar ese material radiactivo a unos hombres muy malos y no morir en el intento. Tienen que administrarle el material a los objetivos, además de las bacterias, y no morir en el intento. Podemos hacerlo, pero no por un millón de dólares.

—¿Cuánto, pues?

—Dos. Y medio.

—Jesús.

—Señor millonetis, sé dónde vive, cuánto dinero gana. Esto no es una negociación de Wall Street. Yo no negocio… Ese es el precio. Y mañana será mayor.

—De acuerdo.

—Lo siento, hable en voz alta, por favor.

—De acuerdo.

Los dos hombres se encontraron una vez más, tres días después. Edmund le dijo a Russell que necesitaba una enorme cantidad de dinero, pero no para qué. Su socio se lo preguntó una vez, y Mathews le contestó con muy malos modos, de modo que Russell se limitó a hacer lo que le pedía. Tardó dos días y medio en reunir un millón y medio de dólares de diversos negocios y cuentas personales. Edmund lo metió en una bolsa grande de béisbol y fue en coche a la dirección que le habían dado por teléfono. Era el mismo aparcamiento donde le habían abandonado el primer día. Una vez más, subió a la furgoneta y fue sometido al mismo proceso degradante.

—Supongo que confía en mí —dijo la voz—. Ahora tengo un millón y medio de dólares suyo y no he hecho una mierda. Pero soy un hombre de negocios, y cumpliré mi parte del trato.

El hombre le dio instrucciones para pagar el resto del dinero una vez concluido el trabajo, que se llevaría a cabo el mes siguiente. Edmund no dijo nada.

—Pero antes, una cosa más. Tengo que saber algo, de lo contrario me temo que no podré continuar adelante.

Edmund calló.

—¿Quién le dio mi número de teléfono? ¿Fue su socio, el señor Russell?

—No.

—Bien, ¿quién fue?

Mathews guardó silencio.

—Necesito saberlo, en serio.

Edmund se lo dijo.

—De acuerdo, gracias. Liberad al señor Mathews.

Un hombre se volvió hacia Edmund desde el asiento delantero de la furgoneta. Llevaba gafas de sol y una gorra de béisbol, pero Edmund distinguió en su frente una cicatriz cárdena que ascendía hacia el cuero cabelludo. El tipo le tendió la mano derecha.

—Estrécheme la mano, y trato hecho.

Los hombres se estrecharon las manos, y Edmund no supo nada más de ellos hasta el 25 de marzo.

* * *

Aleksander Buda reflexionó un poco más sobre la información que acababa de recibir y, con el teléfono todavía en la mano, llamó a Edmund Mathews.

—Ayer seguimos al pie de la letra el procedimiento que usted recomendó y no funcionó. Ya me lo imaginaba. Tengo a alguien infiltrado en las instalaciones, y me dice que hoy la ha visto rondar con un contador Geiger, ella y ese chico con el que sale. ¿Sabe lo que eso significa? Significa que alguien ha descubierto su brillante plan.

—Mierda.

—Sí, mierda. En la que estamos hundidos hasta las rodillas. A menos que hagamos algo ahora mismo, nos ahogaremos en ella.

La conversación era demasiado específica para el gusto de Buda, pero creía que debía obtener el visto bueno del banquero y asegurarse de que se diera cuenta de que el precio había aumentado. El trabajo en sí no debería ser difícil, la chica no estaba siendo nada discreta, pero a él le esperaba una tarea muy fastidiosa. Cuando supo que el apellido de la chica era Grazdani, hizo una pausa. Parecía albanés y quería estar muy seguro de que, al asesinar a una chica albanesa, no iba a perjudicar a nadie. No quería ser la causa de una reyerta familiar como las de los noventa. Tendría que secuestrarla, retenerla y enviar exploradores a averiguar si había más Grazdanis en las bandas de las zonas vecinas. Pero ¿qué probabilidades había?

—De acuerdo —dijo al fin Edmund, con la misma sensación de entumecimiento que había experimentado cuando accedió al acuerdo por primera vez.

—Son dos, en realidad —le dijo Buda—. Será otro diez por ciento.

—¿Diez por ciento del total o del resto?

—Ah, siempre pensando en el dinero. Del total.

* * *

Buda colgó y llamó a su despacho, situado en un remolque aparcado en un almacén de techo bajo, a Prek Vllasi y Genti Hajdini. Buda les echó una severa reprimenda en albanés a sus lugartenientes principales.

—Anoche os comportasteis como unos inútiles. No la asustasteis. ¿No le hicisteis nada?

—¿Lo ves? —dijo Genti a Prek—. Tendríamos que haberle dado un escarmiento cuando pudimos. Como te dije anoche. Darle una paliza no iba a ser suficiente. —Se volvió hacia Buda—. Es una zorra resistente.

—Ya me doy cuenta —dijo Buda. Genti había estado cuidando todo el día de su ojo amoratado—. Ahora todo el plan se va a venir abajo por su culpa. Sabe lo ocurrido, Dios sabe cómo. Vais a volver allí ahora mismo, eliminaréis a ese novio suyo y a ella la secuestraréis en plena calle.

—¿Novio? —preguntó Prek—. ¿Qué novio? ¿Se refiere al chico que iba con ella anoche? A menos que esté con ella cuando la raptemos, no sé si le reconoceremos.

—¡Es el tipo que se la tira! —replicó Buda con brusquedad. Estaba muy cabreado, pero pronto comprendió que Prek tenía razón al pedir cautela. Matar al hombre equivocado podría ser antiproductivo.

»Conseguiré una foto del chico en la base de datos de la facultad de medicina y os la enviaré a los teléfonos. Se llama… George Wilson —dijo al tiempo que consultaba una nota.

»Y acordaos, secuestrad a la Grazdani —dijo Buda—. Y tú no la toques, animal, a menos que no sea pariente de nadie importante, en cuyo caso es toda tuya. ¿Comprendido, Genti? Dicen que estaba en el laboratorio de Rothman hace unos minutos, husmeando. Llevadla a la casa de campo y llamadme cuando lleguéis. Y llevaos a Neri Krasnigi con vosotros. Parece que entre los dos sois incapaces de manejarla.

Krasnigi era relativamente nuevo en la banda, más joven, inexperto, y más cruel que Genti o Perk. La orden ofendió a los dos hombres, pero no lo demostraron.

Cuando los dos salieron del remolque, Buda gritó:

—Utilizad la furgoneta blanca para el rapto, y después abandonadla. Id a la casa con la azul.

Prek alzó un pulgar y se fue.

Prek y Genti encontraron a Neri Krasnigi sentado en una vieja butaca raída que había en la parte trasera del almacén leyendo un Playboy alemán. Prek le dijo que les siguiera y los tres hombres subieron a la furgoneta blanca. Las matrículas estaban ocultas por lo que parecía barro seco, pero en realidad se trataba de yeso aplicado con astucia.

Cuando salieron a Lorillard Place para ir en dirección a East Fordham Road, Prek informó a Neri sobre los detalles de la operación de la tarde. Tenían intención de emplear un par de especialidades albanesas: un velocísimo secuestro, y a plena luz del día si era necesario. Para la mentalidad albanesa, aquello no importaba. Neri estaba entusiasmado; aquel iba a ser su primer golpe oficial. Comprobaron que sus pistolas automáticas estaban cargadas. Amontonados en la parte trasera de la furgoneta estaban la cinta adhesiva, las mantas, los pasamontañas, dos uniformes de policía del Centro Médico de la Universidad de Columbia y una lata de Ultane, un anestésico volátil y de inducción rápida.

La furgoneta blanca entró en un garaje. Genti se bajó y se subió a la azul. La puso en marcha y siguió a Prek, que continuaba en la furgoneta blanca. Aparcaron la azul cerca del puente George Washington y se dirigieron de nuevo en la furgoneta blanca hacia el Centro Médico de la Universidad de Columbia.