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Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

25 de marzo de 2011, 14.48 h.

George se sintió aliviado al alejarse de Spaulding y del laboratorio ileso. Albergaba la esperanza de que no le comunicaran a Bourse su transgresión. Corrió para alcanzar a Pia, y la encontró esperándolo en el ascensor.

—Tercer encuentro con ese individuo. Deberías mantenerte alejada de él.

—No pasa nada —contestó Pia—. Ya no tengo motivos para volver al laboratorio. Captamos unos cuantos chasquidos en las tazas de café, pero no era lo que yo esperaba. No sé si será lo bastante concluyente. Necesitamos más pruebas.

—Temía que fueras a plantarle cara a Spaulding por el cuaderno del congelador.

—Lo pensé. Es un capullo. Carece de autoridad para impedirme el acceso adonde sea. No tengo ni idea de si lo que descubrimos en la instalación de almacenamiento es relevante. Si alguien utilizó una muestra de salmonela del congelador para infectar a Rothman y Yamamoto, no habrá forma de saberlo.

—¿De veras crees que Spaulding tuvo algo que ver con la muerte de Rothman?

—Si fue así, tuvo un papel muy pequeño en algo más grande. No es lo bastante listo para haberlo pensado todo él solo.

Pia pensó en lo que eso podía implicar, en quién podría estar involucrado si existía una conspiración más amplia. Si habían reclutado a Spaulding, cualquiera podría significar una amenaza para ella, y aquella idea le provocó un escalofrío. Se sentía extraordinariamente vulnerable, igual o más que durante su infancia. Por difícil que fuera, tenía que hacer acopio de valor y buscar más pruebas.

—George, ¿puedo quedarme en tu habitación esta noche? No quiero estar sola.

—Pues claro —contestó él. Le gustó que se lo pidiera. Ojalá las circunstancias fueran diferentes.

Cuando llegaron a la calle, el joven supuso que Pia se dirigiría hacia la residencia. En cambio, le acompañó al hospital. Estaba lloviendo y el viento soplaba de lado. La gente avanzaba con la cabeza gacha, con el cuello del abrigo subido para protegerse del frío.

—Entonces ¿no estás satisfecha con las lecturas de las tazas de café? —le preguntó—. ¿No consideras que sea suficiente para acudir a los medios?

—Creo que no. Puede que los escasos chasquidos que oímos no sean tan extraños. No lo sé, la verdad. Es evidente que han lavado las tazas, pero no a fondo. Quiero inspeccionar el pabellón de enfermedades infecciosas. Es posible que el asesino haya podido limpiar el laboratorio, pero no creo que también lo haya hecho en el pabellón. A menos que tengan gente entre el personal de limpieza.

Lo cual era muy posible, pensó Pia.

—¿Es ahí donde vamos? —preguntó George. Consultó su reloj. Aún faltaba un poco para que empezara la conferencia.

—Sí.

Llegaron al pabellón y enseguida se dieron cuenta de que su esfuerzo iba a ser inútil. Había nuevos pacientes en las habitaciones que habían ocupado Rothman y Yamamoto. Un pabellón de enfermedades infecciosas tenía que mantenerse impoluto, debido a la naturaleza de las enfermedades e infecciones que allí se trataban. El hospital siempre era meticuloso con sus precauciones generales, y allí todavía más.

Al cabo de un par de minutos de merodear por allí, Pia consultó su reloj.

—Estamos perdiendo el tiempo. Volvamos al depósito de cadáveres.

En aquella ocasión bajaron en ascensor al sótano, siguiendo la ruta oficial. De día, había un poco más de actividad que la que habían encontrado en su visita de la noche anterior, cuando el lugar estaba presidido por el ayudante forense del casting central. El lugar no había ganado lustre. Como no tenía ventanas, podía ser de día o de noche, seguía estando lúgubre y deteriorado. Había varios hombres cincuentones de aspecto normal cuyo trabajo consistía en controlar las idas y venidas de los cadáveres. Se mostraron colaboradores, como si agradecieran la visita de personas vivas. Pia y George les preguntaron si recordaban haberse ocupado de los cadáveres de Rothman y Yamamoto. En efecto, se acordaban porque se había producido cierto alboroto, entre otras cosas por el aviso de la posibilidad de que hubiera tifus y por las instrucciones sobre precauciones generales.

—Desinfectamos el exterior de las bolsas de cadáveres después de que depositaran los cuerpos dentro —explicó el primer hombre—. Fuimos muy precavidos en todo momento, por supuesto.

Pia y George vieron que los hombres no llevaban placas de identificación y consideraron prudente no decir sus nombres.

—¿Qué camillas utilizaron? ¿Fueron tratadas después?

—Claro que las trataron. Aún siguen donde lo hicieron.

—¿Le importa que eche un vistazo?

El ayudante condujo a los dos estudiantes a otra antigua sala de autopsias. Esta contaba con un sistema de ventilación especial, porque la utilizaban para casos «sucios», o de cadáveres en descomposición. Pia procedió a pasar el detector de radiación por las camillas, pero no encontró nada.

—¿Qué están buscando, exactamente? —preguntó el ayudante.

—Uno de los pacientes se había sometido a una terapia de isótopos radiactivos —se apresuró a explicar Pia—. Queremos asegurarnos de que no se produjeron escapes. Y no se han producido, de manera que gracias.

Mientras los dos jóvenes volvían hacia el ascensor, George felicitó a Pia por lo rápido que se le había ocurrido la idea de los isótopos radiactivos.

—Tenía que inventarme algo. Quizá utilice la misma historia cuando vaya a las oficinas del IML. —Después añadió—: ¡Ni hablar! El médico forense no se lo tragaría. Por la autopsia ya sabrán que ninguno de los dos hombres padecía cáncer.

Volvió a reflexionar.

—Ya lo sé. Diré que Rothman y Yamamoto estaban utilizando un emisor alfa en su investigación y queremos asegurarnos de que no se contaminaron con él, además de contraer la salmonela. Les diré que se trata de un problema de seguridad.

—Suena bien.

Ya habían llegado al vestíbulo del hospital.

—He de comer algo antes de ir al centro. Las oficinas del IML cierran a las cinco, creo, pero me desmayaré si no como algo. Ni siquiera sé si comí algo ayer. Sé que hoy no. ¿Cómo vas de tiempo?

—Quedan unos minutos para la conferencia.

* * *

Fueron a la cafetería del hospital. Había mucha gente, incluso a aquella hora, pues las enfermedades y sus tratamientos no se ceñían al horario de nueve a cinco. El personal médico, los pacientes y los visitantes comían cuando podían. Pia se decantó por algo sustancial, mientras que George pidió un café y una galleta.

—Bien —comenzó el chico—, ¿qué te parece si reconsideramos la idea de ir a la policía y contarle lo de los chasquidos que obtuvimos con el contador Geiger? No puedo creerme que se trate de una conspiración. Aunque lo asesinaran con polonio, estoy seguro de que existe una explicación mucho más banal. Algo en lo que no hemos pensado. No sé, tal vez contrajera deudas de juego.

—No podría estar menos de acuerdo. Si fuera polonio, tendría que ser algún tipo de operación de alto nivel. Es imposible conseguirlo. Significaría que la planificación se estuvo gestando durante semanas, incluso meses. Tiene que haber gente poderosa implicada, por fuerza. Yo prácticamente viví en una conspiración durante años. Ya te dije, George, que si hubieras visto lo que yo, sabrías que la gente es capaz de cualquier cosa.

George era consciente de que un par de clientes, gente a la que no conocía, les estaban mirando desde sus mesas. El maquillaje de Pia no alcanzaba a disimular todas sus contusiones, sobre todo bajo las ásperas luces fluorescentes de la cafetería. Se inclinó hacia su amiga y bajó la voz.

—¿Qué intentas hacer exactamente antes de tirar la toalla?

—Solo hay un sitio más donde buscar radiación significativa: los cadáveres que hay en el IML. Si no la hay o no puedo entrar para comprobarlo, abandonaré la investigación. ¿Te parece bien?

—¿Cómo vas a franquear la puerta del IML? —preguntó su compañero al recordar su conversación de la noche anterior con el residente de patología.

—Todavía no lo sé —replicó ella con un toque de irritación—. Si me limito a contarles lo que creo, pensarán que estoy loca. «¿Recuerda a esos investigadores de Columbia que les trajeron? Pues me parece que alguien les puso polonio en el café…». Tal vez utilice la idea del emisor alfa de la que te he hablado. No lo sé. Ya veré cómo está el patio. Tendré que improvisar sobre la marcha.

—Quizá deberías limitarte a ir a descansar a tu habitación. Deja por hoy lo de ir al IML. Has estado yendo de un sitio a otro como una loca y anoche te dieron una paliza, por el amor de Dios. Esta tarde no puedo acompañarte, pero tal vez podríamos ir juntos por la mañana.

—Mañana es sábado. No tengo ni idea de si el IML abre. Tampoco sé cuánto tiempo conservan los cadáveres allí. Imagino que el instituto pide a las familias que la funeraria vaya a recoger a sus parientes lo antes posible. Además, si vamos mañana, es probable que haya poco personal. Lo más seguro es que nos digan «Vuelvan el lunes». Y yo no puedo quedarme sentada sin hacer nada. Tengo que saberlo.

—Es posible que tengas razón con respecto a lo de los sábados, pero…

—No, George, voy a ir hoy. Tú vete a clase. Es imposible que me meta en líos en el IML.

—Cuentas con muchos recursos —dijo George con una sonrisa irónica.

Pia hizo caso omiso del comentario.

—Me voy. ¿Te importa quedarte la taza de café? Yo me quedaré el contador Geiger, y ojalá lo necesite.

Su compañero cogió la bolsa.

—En absoluto. Nos veremos en cuanto vuelvas. —Contempló cómo una concentrada Pia se levantaba de un brinco y cogía la bandeja de la cafetería—. ¡Y ve con cuidado! ¡Intenta no meterte en líos!

Ella se limitó a mirarle con el ceño fruncido antes de marchar.

* * *

George la vio alejarse entre las mesas, depositar la bandeja en la ventanilla y salir. Se le ocurrió la idea de llamar a la policía ahora que Pia ya no estaba delante. Pero sabía que si lo hacía, fuera cual fuese el resultado, su amiga no volvería a dirigirle la palabra. Estaba seguro de que lo consideraría una traición.

Apuró los restos de su café y se puso en pie. Al menos, iba a llegar puntual a la conferencia.