Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
25 de marzo de 2011, 14.01 h.
El breve sueño de Pia se vio interrumpido cuando George llamó con suavidad a su propia puerta. Se despertó sobresaltada y se dio cuenta de que no estaba en su habitación. Se incorporó con la sensación de tener resaca. Al instante cayó en la cuenta de en dónde estaba y recordó de nuevo toda la experiencia de la noche pasada. Se levantó de la cama, se tambaleó un momento y caminó hacia la puerta.
—¿Quién es?
—George.
Pia apartó la silla con la que había atrancado la puerta. Después, corrió al compulsivamente limpio cuarto de baño de George y se miró la cara; hizo un gesto de dolor cuando se tocó la parte izquierda de la mandíbula, amoratada, y volvió a fruncir el ceño cuando se dio cuenta por primera vez de que se le estaba poniendo el ojo morado. Cerró el que tenía sano para comprobar que veía bien. También se examinó el corte del labio, y luego se enjuagó la sangre incrustada en las fosas nasales. A continuación, empezó a llenar el lavabo para lavarse la cara.
—¿Qué hora es? —preguntó a través de la puerta abierta. Estaba recuperando la lucidez mental, y el mareo que había experimentado al levantarse de la cama de George había desaparecido por completo.
—Más o menos las dos, un poquito más tarde —contestó George—. ¿Quieres comer algo?
—¡No! No hay tiempo. Hemos de ponernos en marcha. Cuanto más esperemos, menos probabilidades habrá de encontrar algo. Tal como hemos averiguado, el polonio tiene una vida media relativamente breve y puede eliminarse con facilidad, como si fuera tierra.
—¿Así que sigues con la idea del polonio?
George albergaba alguna esperanza de que Pia hubiera desechado su extravagante teoría para cuando él volviera.
—Por supuesto. Encaja muy bien. Admitiste que encajaba, ¿verdad?
—Eso parece. Siempre que no se nos ocurra otra explicación para la caída del cabello. Pero los detalles prácticos parecen abrumadores. Y estás segura de que se le había caído el pelo, ¿verdad?
—Oh, Dios, sí, George, estoy segura. Tú mismo lo viste.
El chico la miró cuando salió del cuarto de baño. La expresión de su cara era de determinación. Parecía sentirse muy complacida con los poderes de su razonamiento deductivo, o al menos con la elegancia de la trama para asesinar a su mentor.
—¿Tienes idea de lo difícil que debe de haber sido montar esto? —preguntó la joven—. A su lado el asesinato de Kennedy parece fácil.
—Creo que Oswald actuó solo.
—Vale, un mal ejemplo. Tiene que ser una conspiración de una envergadura considerable, con bastante gente implicada. Una vez confirmemos lo del polonio, no puedo permitir que las autoridades tergiversen la historia, cosa que harán. Tengo que asegurarme de que mi versión de la historia, que es la verdadera, salga a la luz.
—Pero si existen pruebas, la policía te protegerá.
—Chorradas. A quien más temo es a la policía. Escucha, cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que tienen que haber sido otros investigadores o médicos. La ciencia en que se apoya es impresionante. O sea, tuvo que ser alguien con conocimientos médicos quien lo planificó todo. De lo contrario, como tú has dicho, ¿por qué no pegarles un tiro? —Pia se detuvo—. Me estoy precipitando. Hemos de buscar restos de radiación en el laboratorio. Si hay en algún sitio, tiene que ser allí, de eso estoy segura. Necesitamos ese contador Geiger, pero antes pasaremos un momento por mi habitación. Tengo que maquillarme un poco. El hecho de que parezca que me ha atropellado un coche suscitará curiosidad.
—Pues démonos prisa. Solo he conseguido arañar un par de horas más. Debo estar de vuelta en el Departamento de Radiología a las cuatro, porque hay una conferencia importante.
* * *
Un residente del Departamento de Medicina Nuclear les prestó un contador Geiger sin poner trabas. Era un aparato que ya no se utilizaba y que iban a reciclar, aunque era mejor para detectar partículas alfa que los modelos nuevos. Con el detector en mano, se dirigieron al laboratorio de Rothman para comprobar si había restos de radiación.
Vacilaron ante la puerta del laboratorio.
—La única persona con la que no quisiera toparme es Spaulding —dijo Pia—. Solo él podría causarnos problemas. Nunca tuve la impresión de caerles bien a los demás técnicos, pero no creo que vayan a impedirnos el acceso por la fuerza.
—¿Quieres que entre y pregunte si está? —preguntó George.
—Buena idea.
Su amigo tardó menos de un minuto. Cuando volvió a aparecer, dijo que la secretaria le había informado de que Arthur Spaulding había salido a comer.
—Qué suerte —repuso ella—. Entremos.
La pareja accedió al laboratorio, con Pia al frente. Marsha Langman alzó la vista. La joven le dijo que iba a recoger algunos objetos personales. Marsha se encogió de hombros y retomó su trabajo, fuera el que fuese.
Pia caminó en línea recta hacia la unidad de bioseguridad. Ambos se pusieron el equipo protector rápidamente. Tenían prisa y no querían que les interrumpieran. Pia quería empezar por la unidad, porque era donde Rothman y Yamamoto habían pasado toda la mañana del fatídico día, así como toda la jornada del día anterior.
El contador Geiger era una pequeña caja amarilla del tamaño de una linterna grande, con un asa encima. Pia sujetaba el instrumento principal con la mano izquierda y, con la otra, pasaba el sensor, muy parecido a un micrófono, sobre las superficies de los bancos. El aparato emitía leves chasquidos cada pocos segundos debido a la radiación de fondo. Para disgusto de Pia, no encontraron nada, ni siquiera bajo la campana de gases.
No hablaron mientras se quitaban los equipos protectores. Salieron al laboratorio y se encaminaron hacia el pequeño despacho de Pia para contentar a Marsha. Le habían dicho que iba a recoger algunos objetos personales, así que continuaron fingiendo. Como de costumbre, O’Meary seguía en el despacho, con la mitad del cuerpo dentro del techo. Bajó la cabeza cuando oyó entrar a los estudiantes.
—¿Ha vuelto, señorita Grazdani? Dios mío. ¿Qué le ha pasado en la cara?
Pia no dijo nada.
—Buenas noticias. Al fin he localizado el cortocircuito. Estaba entre este espacio y el despacho del doctor. Hoy nos iremos. Lamento los inconvenientes.
Pia no le hizo caso.
—¿Eso es un contador Geiger?
—Hicimos un marcaje de radioisótopos aquí —contestó Pia—. Estamos comprobando si el lugar está limpio. Y así es.
—¿Cómo funciona ese trasto?
—Mírelo en internet. Como hice yo.
George se sintió incómodo por el hecho de que Pia fuera tan seca con aquel individuo. Como su familia era de clase obrera, George sentía cierta afinidad con gente como los empleados de mantenimiento.
Decepcionada por no haber encontrado la menor contaminación en la unidad de bioseguridad, Pia empezaba a sentirse muy desilusionada. No obstante, había otro sitio que quería investigar: el despacho de Rothman. Además de en la unidad de bioseguridad y la unidad de baños de órganos, era el único lugar en que tanto Rothman como Yamamoto pasaban algo de tiempo. El problema eran Marsha y su mentalidad de perro guardián. Incluso con Rothman fallecido, sospechaba que Marsha se comportaría como siempre.
Mientras Pia y George regresaban al laboratorio, ella iba dándole vueltas en la cabeza a posibles maneras de manejar a Marsha. Por suerte, el asunto se solucionó por sí solo. Marsha ya no estaba sentada a su mesa. Pia supuso y esperó que hubiera salido a comer tarde, como Spaulding.
Como la secretaria ya no estaba montando guardia, Pia y George entraron con sigilo en el despacho de Rothman. Era evidente que lo estaban desmontando, porque había cajas de cartón abiertas y medio llenas de libros y papeles. Pia pasó la sonda por el escritorio, los estantes de detrás del mismo, el sofá y la mesita auxiliar donde los invitados de Rothman, por lo general periodistas, tomaban asiento y confiaban en perforar las firmes defensas del científico. Siempre acababan decepcionados, sin excepción. A continuación, probó en el cuarto de baño privado de Rothman, un espacio que se había ganado gracias a su condición de celebridad. Ningún otro laboratorio contaba con un cuarto de baño como aquel. Pero el contador Geiger guardó silencio en todo momento salvo por los chasquidos de fondo, como en la unidad de bioseguridad.
Pia casi se olvida, pero había otra sala; no era tanto una habitación como una zona de almacenamiento donde Rothman guardaba suministros científicos y de oficina. El lugar estaba atestado de papel higiénico y toallas de papel, vitrinas con vasos de precipitación y tubos de ensayo, resmas de papel y expedientes antiguos. Y allí se encontraba también la querida máquina de Nespresso de Rothman. Bien, pensó Pia, quizá. Solo quizá.
El contador Geiger emitió unos cuantos chasquidos caprichosos al lado de la máquina de café y a Pia se le aceleró el pulso. Al lado de la Nespresso había una bayeta, doblada por la mitad y meticulosamente extendida en el pequeño espacio que había entre la cafetera y los utensilios del café. Cuatro tazas de porcelana descansaban sobre un paño: dos de tamaño exprés y dos normales. Estaban boca abajo. Se oyeron más chasquidos cuando Pia pasó el sensor sobre las dos tazas grandes. Entonces, sujetó el contador con la mano izquierda y les dio la vuelta a las tazas. Introdujo la sonda en la primera y después en la segunda. Existía actividad, no cabía duda. No superaba los límites, pero había más actividad en las tazas que en el resto del laboratorio.
—Envenenaron a Litvinenko con un té —dijo Pia muy nerviosa—. Tal vez en este caso hayan utilizado el café. Eso explicaría por qué los dos resultaron afectados al mismo tiempo y que nadie más enfermase.
—No parece que haya mucha radiación. ¿Crees que es significativa?
—No es gran cosa, pero está registrando partículas alfa. Debieron lavar las tazas, pero aún queda algo. En cualquier caso, no hay duda de que es significativo. Salgamos de aquí.
Pia cogió una de las tazas y la agarró con cautela por el asa. Buscó un sobre acolchado, introdujo la taza en su interior y la guardó en la bolsa de la compra que contenía el contador Geiger.
George y Pia volvieron sobre sus pasos y salieron a la parte principal del laboratorio. Por desgracia, les aguardaba una sorpresa. Al parecer Marsha no había ido a comer, y Spaulding había regresado ya. Los dos, con expresión indignada, les cortaron el paso. Spaulding tenía los brazos en jarras y fulminó a Pia con la mirada.
—¿Cómo se atreve? —le espetó con altivez—. Le dije que no volviera por aquí. ¿Y qué está haciendo con eso?
Señalaba el contador Geiger.
Pia le indicó a George que la siguiera. No tenía intención de darles conversación. Empezó a rodear a Spaulding, pero el jefe técnico la agarró del brazo. George se dispuso a interponerse entre ellos para proteger a su amiga.
—Tranquilo, George —le dijo ella con voz calma—. Arthur, suéltame el brazo o te denunciaré a las autoridades del centro médico por acoso sexual.
Spaulding la soltó.
—¿De quién es ese contador Geiger? ¿Pertenece a este laboratorio?
Escupía al hablar.
—No te preocupes, Arthur, firmamos la salida en el departamento correspondiente.
—Pero ¿por qué están utilizándolo en mi laboratorio? Le exijo que me lo explique.
—Es un detector de sandeces, Arthur. Ah, mira. —Pia levantó el sensor hasta la altura de su cara, y el aparato emitió sus habituales chasquidos de fondo—. Parece que funciona bien, al fin y al cabo.
Pia sorteó a Spaulding y le lanzó una mirada de indiferencia a Marsha antes de salir de la oficina.