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Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

25 de marzo de 2011, 11.20 h.

George volvió con el hielo. Pia estaba sentada a su escritorio, escribiendo furiosamente en una libreta, intentando encontrarle un sentido a lo que había sucedido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Él cogió un poco de hielo y lo envolvió en una toalla para que Pia se la apretara contra la cara. El resto lo dejó en el lavabo. Después, se sentó en la cama y la observó mientras escribía página tras página.

La joven puso a prueba su prodigiosa memoria con la intención de aislar los hechos de las especulaciones. Trabajó hacia atrás, a partir del hecho incontestable de que la habían atacado y amenazado en su propia habitación. Aquel era, sin la menor duda, un acto delictivo, pero ¿qué más hechos de los dos últimos días habían supuesto una actividad ilegal? Mientras trabajaba en el «qué», también trabajaba en el «quién». Intentó ensamblar un reparto de personajes a partir de la información de la que se sentía segura. Dos hombres habían entrado en su habitación, pero ¿quién más estaba implicado, y cuán amplia era la conspiración de cuya existencia ya no dudaba?

Al cabo de una hora, Pia se detuvo.

—Esto no va a llevarme a ningún sitio. Podría ser cualquiera. Además, han sucedido muchas cosas, y apuesto a que no sabemos ni la mitad.

—¿Qué te parece si intentamos establecer una cronología? ¿No es lo que hacen en las series policíacas de la tele? Utilizan una pizarra: «18.42, sospechoso visto en el bar de O’Leary…».

—Pero no sabemos quiénes son los sospechosos, a menos que incluyamos a todo el mundo. Y no podemos investigar nada. Pongamos que consideramos que Springer está implicado de algún modo. Los únicos momentos en que sabemos lo que estaba haciendo son aquellos en que yo estuve con él. No puedo descolgar el teléfono y exigirle que me conteste a unas preguntas sobre su paradero en cualquier otro momento.

—Por eso creo que deberíamos llamar a la policía —dijo George—. Pueden investigar en profundidad y preguntarle cualquier cosa que les plazca.

—Dado que existe una conspiración, una de las cosas que no sabemos es por qué.

—Solo que, como tú dices, la mitad de la raza humana odiaba a Rothman. Por supuesto, eso suscita la pregunta ¿por qué mataron también a Yamamoto? Era bastante popular, ¿no?

—Sí, la gente le adoraba. Estaba dedicado a Rothman en cuerpo y alma. Eran como carne y uña cuando trabajaban juntos. Si no estaban trabajando juntos, ya fuera en la unidad de bioseguridad o en la unidad de baños de órganos, Yamamoto estaba en el despacho de Rothman. Hasta comían juntos si dedicaban algún rato a comer, que no siempre era el caso. Yamamoto era la única persona a la que Rothman permitía utilizar su máquina de café particular o beber el agua mineral embotellada de la nevera particular de su despacho. Eran como gemelos siameses.

—Por lo tanto, son más las cosas que no sabemos que las que sabemos en cuanto a lo que otras personas pensaban o hacían. ¿Qué sabemos, aparte de que te atacaron anoche y te dijeron que dejaras de investigar el caso?

Pia se volvió hacia su escritorio, levantó la pluma y añadió un par de líneas a la página.

George consultó su reloj. Estaba preocupado por volver al hospital, pero decidió que Pia le inquietaba más. El residente que le habían asignado aquel día era bastante vago, por decirlo con delicadeza, y era probable que ni siquiera hubiera reparado en la ausencia de George. Además, quería quedarse para distraer un rato a su amiga. Le preocupaba que hubiera sufrido una conmoción cerebral a causa del ataque y quería estar seguro de que su estado mental no se alteraba. Además, razonó, Pia no podría meterse en más problemas mientras estuvieran en su habitación.

De repente, ella se dio media vuelta.

—¿Sabes sobre qué sabemos más?

George se encogió de hombros.

—Sobre la enfermedad de Rothman y Yamamoto, aun sin los resultados de la autopsia y sin ver sus gráficas. Estaba en el laboratorio cuando se manifestó, los vi en el hospital, hablé con la médico que les trató, examiné a Rothman en persona, diagnostiqué síntomas nuevos, hablé con el jefe del departamento implicado.

—Bien, sí.

Ya habían hablado de aquello antes, pero teniendo en cuenta las circunstancias, a George no le importaba volver a hacerlo. Pia arrancó de la libreta las hojas que había escrito, formó una bola con ellas y la arrojó en dirección a la papelera. Falló. Se puso a escribir de nuevo, esta vez más despacio.

—Vale —dijo mientras trabajaba—. Hagamos una cronología de la infección. El inicio fue extremadamente rápido. Rothman o Yamamoto apretaron el botón del pánico y un equipo médico se presentó en el laboratorio casi al instante. Yo los vi llegar. Ambos doctores sabían lo que debían buscar, así que desde el primer síntoma hasta la llegada del equipo médico debieron mediar solo diez minutos, a lo sumo. Springer hizo acto de aparición y entró en el laboratorio. Después, se quedó y habló con el personal mientras se llevaban a Rothman y Yamamoto a la planta de enfermedades infecciosas y los metían en aislamiento. Iniciaron el tratamiento. Yo diría que llegaron allí en cinco o seis minutos. Y Springer nos dijo que era un caso clásico de fiebre tifoidea: fiebre elevada, delirios, etcétera, de modo que el diagnóstico fue inmediato. Sin demoras. Se les administraron antibióticos al cabo de una hora de manifestarse los síntomas iniciales.

Pia se había apoyado la libreta sobre las rodillas.

—De modo que Rothman y Yamamoto presentaron todos los síntomas desde el primer momento. Por lo visto, no se trató de la secuencia habitual, en la que un paciente presenta un síntoma al principio y después otro al cabo de unas horas. Fue veloz como el rayo. Por lo que yo sé, la fiebre tifoidea no se desarrolla así. Luego, los pacientes presentaron el signo de Blumberg, mucho más ominoso, aquella misma noche. Todo sucedió muy deprisa.

—Has dicho que se trataba de una cepa particularmente virulenta.

—Es cierto. Una de las cepas de gravedad cero. La cepa alfa. Pero aun así…

—Y también has dicho que los estudios sobre sensibilidad del propio Rothman sugerían que el antibiótico administrado habría tenido que dejar a dicha variedad fuera de combate.

—Exacto, el cloranfenicol y después la ceftriaxona.

—Entonces ¿qué me estás diciendo? ¿Estás insinuando que no pudo ser la cepa de salmonela?

—No. La cepa tuvo que intervenir, puesto que se cumplieron los postulados de Koch.

—Lo cual significa que consiguieron el cultivo a partir de muestras tomadas del paciente.

—O utilizando técnicas de ADN más modernas, sí.

—Pia —se lamentó George—, me estás confundiendo. ¿Cuál es la conclusión? ¿Qué estás intentando decirme?

—Le sugerí a Springer que tal vez hubiese una segunda bacteria implicada. Una bacteria o un virus más virulento que la salmonela, y resistente a los antibióticos. Eso podría explicar el sorprendentemente rápido curso clínico que experimentaron Rothman y Yamamoto.

—¿Cuál fue la reacción de Springer a tu sugerencia?

—Se puso hecho una furia conmigo —dijo Pia con desagrado—. Fue el final de la entrevista, porque se fue en busca de refuerzos, es decir, de la decana.

Pia dejó la libreta y la pluma sobre el escritorio.

—De modo que crees que podría haber dos bacterias implicadas —comentó George.

—En este momento es lo único que se me ocurre. El curso clínico fue demasiado rápido, sobre todo teniendo en cuenta que les administraron dos antibióticos al cabo de pocas horas de que se presentaran los síntomas iniciales, y se sabe que ambos son eficaces contra la salmonela. Sé que va en contra de las normas de diagnóstico reconocidas; la más importante dice que hay que buscar un solo agente causante incluso con síntomas múltiples. Pero es la única manera que se me ocurre de explicar lo que hemos visto en Rothman y Yamamoto.

Se volvió hacia el escritorio y leyó sus notas.

—Aquí tenemos todos los síntomas: fiebre, delirios, postración, aumento de la fiebre, sudoración, recuento bajo de leucocitos (algo que suele asociarse con la salmonelosis), y todo ello conduce a la aparición del signo de Blumberg debido a perforación intestinal. Y por fin, a la muerte.

George se levantó de la cama y fue al cuarto de baño. Pia le estaba agobiando. Le asombraba que se acordara de los postulados de Koch, que habían estudiado en microbiología de segundo. Él no, desde luego. Puso un poco de hielo, que ya se estaba fundiendo en el lavabo, en una toalla limpia, la enrolló y la acercó al escritorio. La cambió por la primera que había utilizado. Pia estaba contemplando la hoja, dándole la espalda.

—Toma un poco más de hielo —dijo.

Pia se volvió en su silla y George se estremeció cuando vio su mandíbula tan de cerca.

—¿Te duele mucho?

—No demasiado. Estoy un poco mejor con el hielo.

Ella cogió la toalla nueva y se la apretó contra la cara. Una imagen destelló en su mente: Rothman tendido en su lecho de muerte, sudando en la almohada, delirante… De pronto, miró a George a los ojos con una intensidad tan feroz que obligó a su compañero a desviar la mirada.

—¡La pérdida del cabello! —exclamó Pia poco a poco, con énfasis—. ¿Qué me dices de la caída del cabello?