Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
25 de marzo de 2011, 8.07 h.
Pia se despertó por fases. Primero, cuando aún era de noche, rozó la superficie de la conciencia pero enseguida volvió a sumirse en la oscuridad. Después, más tarde, ya había luz fuera, y tomó conciencia de su respiración, del agudo dolor que sentía en la nuca y de una sensación palpitante en la mandíbula. Por fin despertó, y estaba histérica: había hombres en su habitación, la perseguían, tenía que huir. Intentó levantarse, pero su cuerpo no obedecía sus órdenes. Se derrumbó de nuevo sobre la cama y cerró los ojos.
Entonces recordó. Había unos hombres escondidos en su cuarto de baño y la habían atacado. Lo último de lo que se acordaba era de que la habían pinchado con una aguja. Se palpó aquel punto de la pierna, y le dolía. Miró la herida de la punción. De modo que la habían drogado y golpeado. No era de extrañar que se sintiera tan mal. Se tocó entre las piernas: nada. Experimentó cierto alivio.
Aturdida entre la neblina de la resaca de las drogas, Pia no sabía muy bien qué hacer. Pensó en George. Recordó la conversación que habían sostenido delante del ascensor, las confesiones de su amigo y su expresión cuando ella le dijo que no pensaba en aquel tipo de cosas en aquel momento. La noche anterior quería que George la dejara en paz; en aquel instante deseó que estuviera allí con ella.
Cuando los efectos de la droga empezaron a disiparse, el dolor de la mandíbula se intensificó. La joven se levantó. Estaba mareada. Consiguió llegar al cuarto de baño. Se miró la cara en el espejo, y estaba hecha un espanto. Un verdugón de un rojo cárdeno, acompañado de una pequeña laceración, le cubría gran parte del lado izquierdo de la mandíbula. Tenía el labio hinchado y ensangrentado, y marcas rojas donde le habían arrancado la cinta adhesiva. Recordó el forcejeo, que le había propinado una patada a uno de los hombres en la ingle y que la habían abofeteado como respuesta. Se inclinó hacia delante y se miró los ojos. Vio que estaban hinchados y rodeados por círculos oscuros. Hacía siglos que no gozaba de una buena noche de sueño. Estar inconsciente durante horas no contaba. Volvió a mirarse y confió en encontrar una respuesta a la pregunta: ¿qué iba a hacer ahora?
Se lavó la cara con agua fría y se dio una larga ducha caliente. Se puso la sudadera y los pantalones de pijama más cómodos que tenía. Localizó un bote de Advil en su bolsa de viaje y se tomó cuatro pastillas con ayuda de dos vasos de agua. A continuación llamó a George al móvil. No contestó, y Pia no le dejó un mensaje, pues temía no poder articular algo coherente. En lugar de eso, le envió un mensaje de texto: «Ha pasado algo. Ven, por favor. Urgente. P.».
Se tumbó en la cama y esperó.
* * *
El teléfono de George vibró en su bolsillo. Se alejó un poco del grupo que hacía las rondas de radiología y leyó el mensaje. Se acercaba la pausa para el café y supuso que podría esperar hasta entonces para contestar. Era probable que Pia hubiera imaginado una manera de acusar a alguien más en su teoría conspirativa, y él se lo había pasado bien siendo un simple estudiante de medicina durante las dos últimas horas. Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo y se reunió con su grupo.
* * *
George llamó a Pia después de terminarse una taza de café en la sala de descanso de los técnicos de radiología. Eran las diez menos cuarto de la mañana. Al principio, creyó que había poca cobertura, porque no entendía lo que Pia le decía. Salió de la sala para evitar su cháchara de fondo y, una vez en el pasillo, se situó junto a una ventana.
—¿Me oyes, Pia? Yo te oigo muy lejos. ¿Qué pasa?
Lo que la joven intentaba decirle era «¿Puedes venir a mi habitación, por favor?». Pero al principio no sonó así.
—Repítelo, Pia. No te entiendo.
Ella lo repitió.
—¿Quieres que vaya?
—Sí.
El chico se sintió confuso por cómo sonaba la voz de su amiga, y se preguntó si el estado mental de Pia estaba relacionado con la forma en que había concluido su conversación de la noche anterior. Se le pasó por la mente que Pia estaba borracha, pero más bien parecía que tuviera la boca llena de algodón.
—Vale, ya voy.
George le explicó a otro de los estudiantes que le habían llamado por asuntos relacionados con el hospital y se encaminó hacia la habitación de Pia. Descubrió que estaba menos ansioso por verla de lo habitual. La noche anterior había tomado una decisión y reconoció que iba desencaminado con Pia. No confiaba en ser capaz de ceñirse a ella, pero al menos iba a intentarlo. Por su tranquilidad.
Un cuarto de hora más tarde, llamó a su puerta. Cuando ella abrió y le vio la cara, todos sus planes, dudas y recriminaciones se desvanecieron. Se convirtió al instante en el perrito fiel que era desde hacía tres años.
—Oh, Dios mío, ¿qué te ha pasado?
Pia sacudió la cabeza y se señaló la mandíbula. George fue a buscar la silla del escritorio de Pia y la sentó.
—Despacio, cuéntame qué te ha pasado.
—Había dos hombres en mi habitación. Anoche —dijo Pia. Hablaba con lentitud y determinación.
—¿Anoche? ¿Esto sucedió anoche? ¿Por qué no me llamaste?
—Me drogaron. Acabo de despertarme.
—Jesús. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué te hicieron? ¿Te…?
George vaciló, no estaba seguro de que quisiera saberlo.
—No, no me violaron, si es lo que ibas a preguntar. Me advirtieron que me mantuviera alejada del caso Rothman.
—Por Dios, Pia. ¿Quieres acostarte?
—No, estoy bien.
—Voy a llamar a seguridad. Y después a la policía.
—¡No! ¡No lo hagas!
La joven sacudió la cabeza vigorosamente, un movimiento que le provocó mucho dolor. Todavía estaba aturdida a causa del sedante, pero las nubes iban despejándose.
—Ni a seguridad ni a la policía. He de tomarme muy en serio lo que dijeron. Estaban esperándome en mi habitación. Dijeron que me vigilarán. O sea, que ya me estaban vigilando. ¿Comprendes lo que eso significa, George? Significa que yo estaba en lo cierto. Hay una conspiración detrás de las muertes de Rothman y Yamamoto.
—Espera un momento, Pia, para el carro. ¿Esos dos hombres que estaban en tu habitación, y que obviamente te pegaron, te dijeron específicamente «Mantente alejada del caso Rothman»?
—No de esa forma, pero lo dijeron.
George estaba horrorizado, pero su primera reacción fue de escepticismo.
—¿Los reconociste?
—Llevaban la cara tapada con pasamontañas, pero iban vestidos con el uniforme de seguridad del hospital. Mierda, George, tal vez fueran de seguridad del hospital. Eso significaría que el hospital está encubriendo algo. Spaulding, la decana, Springer, toda esa gente…
Pia se levantó como si quisiera huir.
—Oh, venga, Pia. Esto es Nueva York. Estados Unidos. Tal vez en las películas o en una dictadura del Tercer Mundo maten a sus propios médicos y den palizas a estudiantes de medicina, pero aquí no. No puedo creer que pienses eso. Cálmate.
—¡Pues alguien me ha hecho esto! —dijo Pia, y se señaló la cara temblorosa, en parte de rabia y en parte de miedo—. Sé de qué son capaces las instituciones, George, lo que la gente es capaz de hacerle a una persona de quien, en teoría, ha de cuidar. Si hubieras crecido en el mismo sistema que yo, quizá fueses un poco más cínico. De algo estoy segura: todo el mundo tiene motivaciones secretas. Si te entrometes, te pasan cosas como esta.
Pia sollozó y se encogió de hombros.
—Tranquila, Pia.
George se puso en pie y estiró los brazos hacia Pia, que se refugió en ellos. Él la abrazó con fuerza.
—Creo que deberíamos llamar a la policía. Necesitas una ambulancia, y también…
—¡No! —Pia se deshizo de George de un empujón—. Necesito pensar en lo que esto significa. Si llamamos a la policía, llamarán a administración y a seguridad, y hasta donde yo sé, son los que me atacaron. Necesito pensar. —Pia se agarró la cabeza con ambas manos y la sacudió—. La droga. No puedo pensar con claridad.
—Tal vez deberíamos ir a mi habitación —sugirió George.
—Lo saben todo sobre ti, George. Allí no estaremos más seguros. Ahora no van a hacer nada, solo estoy sentada en mi cuarto.
George paseó la vista a su alrededor.
—¿Crees que te están vigilando tan de cerca?
—Bueno, piensa un poco. Cada vez que nos movíamos, nos atrapaban. Sucedió dos veces en el laboratorio.
—En una ocasión no.
—Pero no encontramos nada importante esa vez, ¿recuerdas? Y nos dejaron llegar al depósito de cadáveres sin problemas porque no había nada que descubrir.
—Me cuesta mucho creer que toda esa gente esté involucrada en una conspiración. Bourse, Springer… La doctora Da Silva, que trató a Rothman. ¿Por qué, Pia? ¿Cuál es el objetivo de la conspiración? Además, no existen pruebas de que las muertes hayan sido más que accidentes.
—Deja que te refresque la memoria otra vez. No tienes ni idea de cuánta gente odiaba a Rothman. Yo lo veía cada día en su laboratorio. No le caía bien a nadie. Era grosero, desconsiderado, mezquino. Y tenían celos de él por el trato que recibía del hospital, por el Nobel y la posibilidad de que le concedieran otro. Tenía montones de enemigos, por todo tipo de motivos, incluida gente de su propio laboratorio.
—Vale, pero no matas a alguien porque te caiga mal. ¡Es demasiado, es una exageración!
—Bien, ¿cómo explicas esto? —Pia se señaló la cara—. Me atacaron —gritó—. Me ordenaron que me mantuviera alejada. Ahora estoy segura de que asesinaron a Rothman. Su muerte no fue accidental, sino deliberada. De lo único de lo que no estoy segura es de por qué no me mataron anoche en lugar de tan solo advertirme. Debe de darles más miedo la reacción de la gente a mi desaparición que el hecho de que no acate la advertencia. Como ellos mismos dijeron, si yo callo, todo esto se termina. Si desaparezco, hablarán contigo y descubrirán qué pensaba yo del caso.
George experimentó un súbito escalofrío. Si Pia tenía razón, él podría ser el siguiente en recibir una visita. Pero ¿cómo podía estar en lo cierto? Era demasiado excesivo. George también necesitaba tiempo para pensar.
—¿Quieres que vaya a buscarte un poco de hielo para la cara? Solo me alejaré unos metros.
—Claro, gracias.
El joven fue hacia la máquina de hielo que había al final del pasillo de Pia, pero estaba averiada. Podría bajar a la cafetería, donde sabía que siempre había hielo disponible, pero eso significaría dejar sola a su amiga en su habitación durante unos minutos. Volvió hacia su puerta y la abrió, lo cual sobresaltó a Pia.
—Mierda, George, ¿no sabes llamar?
—Lo siento. La máquina de hielo no funciona. Voy abajo a buscar un poco. Vuelvo enseguida.