Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
24 de marzo de 2011, 23.30 h.
En cuanto las puertas del ascensor se cerraron tras George, Pia ya lo había relegado al lugar que le correspondía en su mente, muy abajo en la lista de sus preocupaciones inmediatas. No le gustaba ser brusca con él, pero tampoco quería enzarzarse en una conversación larga y tendida. Estaba agotada por no haber dormido bien la noche anterior. Por desgracia, cuando llegó a su planta, tuvo un poco de mala suerte. Se había topado con Lesley y se había visto obligada a hablar de Rothman y Yamamoto. Pia sentía curiosidad por saber si Lesley tenía alguna idea interesante, así que había tolerado la cháchara, pero al cabo de unos diez minutos, cuando quedó patente que su compañera no iba a aportar nada significativo, interrumpió la conversación.
Pia introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de su habitación, entró y golpeó la puerta con el talón derecho para cerrarla. A oscuras por completo, tanteó la pared con la mano izquierda en busca del interruptor y lo activó. Con la mano derecha tiró las llaves en dirección al escritorio. Lo único que deseaba era darse una ducha rápida antes de acostarse. No había parado en todo el día, y el siguiente no iba a ser mucho más tranquilo, teniendo en cuenta la visita al IML que tenía planeada.
Se acercó a la ventana y cerró las persianas. Se quitó la bata de laboratorio y la tiró sobre el brazo de la butaca de lectura. A continuación, se desprendió del jersey y lo dejó encima de la chaqueta. Abrió la puerta del armario y se quitó los zapatos de un patada, primero el izquierdo, y después el derecho. A continuación, se desabrochó la falda negra y luego el sujetador y los dejó caer al suelo. Se moría de ganas de darse una ducha caliente. Apoyó la mano sobre la puerta del cuarto de baño y pensó que era raro que estuviera cerrada. Nunca cerraba la puerta del baño, ni siquiera cuando utilizaba el váter.
Antes de que pudiera procesar otro pensamiento, la abrieron con brusquedad y el pomo se le escapó de la mano. Una figura alta se materializó en el umbral, le puso la palma de la mano sobre la clavícula y la arrojó con fuerza al suelo. Pia se golpeó la cabeza contra las baldosas. Un grito involuntario se formó en su garganta, pero el hombre, montado a horcajadas sobre ella, con las rodillas sobre sus brazos y la mano izquierda tapándole la boca, lo ahogó. La joven intentó pensar con claridad, pero le zumbaban los oídos. El hombre llevaba un pasamontañas, y Pia distinguió una segunda figura casi oculta por la primera. También iba encapuchada. Ambos portaban uniformes de seguridad del hospital.
El primer hombre intentaba aplacar a Pia. Echó la mano derecha hacia atrás y el segundo hombre le entregó un rollo de cinta adhesiva. El primero miró hacia atrás de nuevo y agitó la cinta.
—Córtame un trozo —dijo en un inglés con mucho acento, y su colega obedeció. Liberó la boca de Pia, cogió el trozo de cinta con ambas manos y se lo pegó sobre los labios antes de que ella pudiera emitir más que un chillido ahogado.
—No te muevas. No vamos a hacerte daño —dijo el primer hombre.
Pia se revolvió una vez más, pero tuvo que parar. Debía esforzarse para conseguir que le llegara el suficiente oxígeno a la nariz, y además le dolía la cabeza debido al golpe que se había dado al caer. Los brazos se le estaban entumeciendo, puesto que el hombre se los apretaba con las rodillas. Le miró a los ojos y asintió.
—Vale. Voy a dejar que te levantes. No hagas ninguna estupidez.
El hombre se puso en pie y, al hacerlo, la clavó las rodillas a Pia en la parte carnosa de los brazos. Retrocedió y ella se levantó. Se sentía muy pequeña. Solo llevaba puestas las bragas, y aunque los hombres iban provistos de pasamontañas, sabía que las miradas de ambos le estaban recorriendo el cuerpo de arriba abajo. Iban a violarla, estaba segura. Pia levantó los brazos para masajearse los tríceps doloridos y cubrirse los pechos.
Pia pensó: «Solo hay tres metros hasta la puerta».
Pia pensó: «No se esperan que haga nada».
Pia pensó: «No quiero que me violen. Otra vez no».
Pia examinó alternativamente a los dos hombres y después clavó la mirada en el suelo. Quería que se relajaran, aunque solo fuera un poco. Después, se puso de puntillas, plantó el pie derecho en el suelo detrás de ella y, con un solo movimiento, utilizando los brazos primero para conservar el equilibrio y después para golpear hacia delante, lanzó el talón derecho contra la ingle del primer hombre. Este se dobló en dos, se tambaleó hacia atrás y fue a colisionar contra su colega. La joven avanzó al instante y golpeó al segundo hombre dos veces en la cara, unos puñetazos de boxeo para aprovechar el espacio angosto en que se encontraba. Ambos estaban heridos, pero no lo suficiente. Pia lanzó un par de golpes más que les dejarían moratones, pero los dos hombres se recuperaron enseguida y cargaron contra ella. El primero, con la ingle muy resentida, hizo dos fintas, y después alcanzó a Pia en la mandíbula con un gancho de la mano derecha que la dejó inconsciente.
* * *
Cuando Pia se despertó, le dolía muchísimo la cabeza y no podía mover las extremidades. Comprendió por qué: la habían atado a la silla con cinta adhesiva, los brazos a la espalda y los tobillos juntos. Apenas podía abrir los ojos, pero vislumbró que uno de los hombres se acercaba a ella moviendo el brazo hacia atrás y luego adelante. Se estremeció, y a continuación recibió en plena cara el jarro de agua fría que el hombre le había lanzado con la fiambrera que a veces utilizaba para guardar harina de avena.
—Eso es lo que haces cuando te digo que no hagas estupideces, ¿eh?
El rostro oculto del hombre estaba muy cerca del de ella. Sus ojos azules se clavaron en los de Pia. Ella intentó hablar, o al menos resoplar.
—Eres una buena luchadora, pero nosotros tenemos más experiencia y somos dos. Sentimos respeto por ti porque somos hombres de familia. Pero conocemos a algunos jóvenes que son menos… ¿cómo se dice? Civilizados. De hecho, son animales. Si hubieran estado ellos aquí en lugar de nosotros… que Dios te ayude.
El hombre le hablaba en un susurro. La escaramuza y los muebles volcados habían provocado que la vecina de arriba golpeara el suelo para que se callaran. Los hombres no querían poner a prueba su paciencia.
—Lo diré solo una vez. Hemos venido para darte un mensaje. Abandona lo que estás haciendo. Deja de hacer preguntas. Tu doctor fue descuidado y él y el otro médico se infectaron. Puso en una situación comprometida a todo el centro médico. Todo se solucionará con rapidez y discreción, y todo el mundo continuará con su vida.
Pia se mecía adelante y atrás en la silla, con los ojos muy abiertos de par en par y llenos de furia. Su rebeldía volvía a surgir.
—¡Deja de mecerte!
Pia no paró. El hombre la abofeteó en la cara, no con mucha fuerza, solo lo suficiente para que la mandíbula le doliera todavía más que antes. Ella se quedó inmóvil.
—Te vigilarán. Nosotros no, nuestros amigos. Si continúas entrometiéndote, si llamas a la policía, nuestros otros amigos, los animales, vendrán, te raptarán y al cabo de un par de días les pedirás que te maten. Se lo suplicarás. ¿Comprendido?
Pia miró al hombre. Él se acercó todavía más y la tela tosca del pasamontañas le rozó piel. Sintió su aliento cálido a través de la lana húmeda. Habló apenas en un susurro.
—¿Comprendido?
Pia esperó un momento, y después asintió.
—No le dirás a nadie que hemos estado aquí. Si hablas con alguien, como con el chico con el que estás, también lo matarán. Si vas a la policía o a las autoridades médicas, te matarán. Es fácil. Solo abandona, sigue con tu vida y todo esto pasará.
El hombre se levantó. Su colega se adelantó y hundió la aguja de una jeringuilla en el muslo de Pia. Ella lanzó una exclamación ahogada de dolor y perdió el sentido casi al instante. El hombre le arrancó la cinta adhesiva que le inmovilizaba las manos; la piel que había estado en contacto con ella estaba roja e hinchada. Cuando le quitaron la de la boca, le desgarró la herida de la mandíbula y le abrió más un corte en el labio. La sangre le resbaló por la barbilla. El primer hombre la secó con un pañuelo de papel que sacó de una caja que había sobre el tocador de Pia. Se lo guardó en el bolsillo después de utilizarlo. La levantó en volandas y la depositó sobre la cama con la cabeza colgando a un lado. Sabía que el fármaco que le había administrado tenía tendencia a causar vómitos.
Los hombres se quitaron el pasamontañas, preparados para marchar. Si Pia hubiera estado consciente, habría visto al instante que la cara de uno de los hombres, el líder, se distinguía por su labio leporino. El otro tenía la nariz peculiarmente puntiaguda. El primero de ellos abrió la puerta unos centímetros y, al ver el pasillo desierto, salió a toda prisa de la habitación, seguido por el segundo hombre. Se pusieron sus gorras oficiales, se ajustaron los uniformes y caminaron a buen paso hacia la escalera.