35

Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

24 de marzo de 2011, 20.50 h.

El viento soplaba con fuerza en Haven Avenue, y penetraba en el cañón de la calle Ciento sesenta y ocho. Impulsados desde atrás, Pia y George avanzaron con rapidez y mucho frío desde la residencia hasta el centro médico. Estaba lloviendo, y George forcejeó con un paraguas barato hasta que al final se le dio la vuelta por tercera vez y lo tiró a un cubo de basura. Pia continuó caminando con la cabeza gacha y la capucha de la sudadera puesta sobre la cabeza.

Una vez dentro del hospital, descendieron a las entrañas laberínticas del edificio casi centenario, camino del depósito de cadáveres. Olía fatal, estaba mal iluminado y plagado de aparatos anticuados. El depósito hacía las veces de estación de paso para los muertos. En los casos sencillos, una funeraria recogía los cadáveres. Una furgoneta del IML, el Instituto de Medicina Legal, aparecía si existían factores que los complicaban.

Tanto a Pia como a George les costaba relacionar aquel lugar sucio y destartalado con el hospital y el centro médico tal como los conocían. Algunos edificios del campus estaban algo desvencijados por fuera, pero por dentro eran modernos y estaban impolutos. El depósito de cadáveres, en cambio, era un desastre por dentro y por fuera, y a aquella hora de la noche parecía que todos los habitantes del reino de los vivos lo hubieran abandonado. Abundaban las puertas anticuadas de madera con letreros metálicos que proclamaban que solo estaba permitida la entrada al personal autorizado. El único sonido que se oía en aquel lugar olvidado de la mano de Dios era un zumbido eléctrico y el goteo del agua sobre el suelo de cemento.

Siguiendo su olfato, entraron en las gradas del anfiteatro de la abandonada sala de autopsias, que parecía el decorado de una película de terror ambientada en la era victoriana. Algunos asientos estaban rotos. El foso, con sus dos antiguas mesas de autopsia, se utilizaba como almacén de fragmentos de tubería, lavabos viejos y retretes inservibles. Con la constante lucha por el espacio que tenía lugar en el centro médico, George se preguntó en voz alta por qué no habían remozado la zona.

Pia y George llegaron finalmente al depósito de cadáveres propiamente dicho. A lo largo de las paredes había una serie de refrigeradores empotrados. Los quince cadáveres de la sala descansaban cada uno sobre su camilla, algunos cubiertos por mantas, otros expuestos por completo. Algunos de los cuerpos aún llevaban sujetos los diversos tubos y cables utilizados para tratarlos y controlarlos cuando todavía estaban vivos. Un par de cadáveres estaban vestidos, otros desnudos. La mayoría llevaba todavía las batas de hospital con las que habían expirado. También vieron un par de bolsas de cadáveres negras.

Los dos amigos se estaban preguntando por qué no había nadie trabajando allí cuando el ayudante del patólogo les sobresaltó.

—¿Qué quieren? —les preguntó el hombre. Era evidente que no le gustaba que le molestaran. Tendría unos cincuenta o sesenta años, era de corta estatura e iba vestido con una bata de laboratorio manchada. Tenía una cabeza bulbosa, demasiado grande para su cuerpo, con un emparrado que disimulaba muy mal su calvicie. Utilizaba unas gafas ovales pequeñas y entornó los ojos para mirar a sus invitados indeseados. El equipo de cásting de la película de terror victoriana había hecho un buen trabajo—. ¿Cómo han entrado? —añadió antes de que Pia y George pudieran contestar a su primera pregunta.

—Por ahí —dijo Pia señalando su ruta de entrada.

—Eso es la entrada de atrás. Se supone que los visitantes han de venir por delante. Nadie entra nunca por atrás.

—Hemos venido a interesarnos por un par de autopsias —dijo George—. Es posible que se hayan practicado hoy aquí. Los pacientes serían dos miembros del personal médico que han muerto esta mañana temprano. Los doctores Rothman y Yamamoto.

El ayudante lanzó una carcajada cínica, como si aquello fuera lo más divertido que hubiese oído en años.

—Hace cincuenta años que no se practica ninguna autopsia aquí. Jamás he oído hablar de esos pacientes. No están aquí, si es eso lo que desean saber. Y si ha habido autopsia, la habrán practicado en el departamento de anatomía de la facultad de medicina, donde todavía las hacen. Con fines pedagógicos. Han de ponerse en contacto con el residente de patología que esté de guardia. Salgan por delante.

El hombre señaló la salida acostumbrada. Después se quedó allí parado con expresión implacable.

George miró a Pia, que no parecía de humor para discutir.

—De acuerdo —dijo el joven—. Gracias.

Mientras ambos esperaban a que bajara el ascensor, George volvió la mirada hacia la cámara de los horrores.

—¿No te parece increíble ese tipo?

—He estado en unos cuantos lugares escalofriantes, pero este se lleva la palma.

—¿Crees que sale alguna vez?

—Da la impresión de que vive aquí.

—Me alegraré si no vuelvo a verle el careto nunca más.

—Yo opino lo mismo —dijo Pia—. Si volvemos a bajar aquí, significará que estamos muertos.

* * *

De vuelta en el país de los vivos, George llamó al patólogo residente de guardia. El doctor Simonov accedió a recibirles y les pidió que subieran al laboratorio de patología clínica. Cuando Pia y George lo encontraron, Simonov se estaba tomando un descanso en un pequeño despacho sin ventanas. Tenía un gigantesco tazón de café cargado sobre el escritorio, delante de él.

—¿Qué puedo hacer por vosotros? Casi nunca me llama ningún estudiante de medicina. ¿Qué pasa?

Simonov era ruso, pero había vivido en Occidente el tiempo suficiente para haber perdido casi por completo el acento. Solo el olvido de algún que otro artículo lo delataba. Había ido a la universidad y a la facultad de medicina en Estados Unidos.

—Nos preguntábamos si hoy se ha practicado la autopsia del doctor Rothman o la del doctor Yamamoto, o la de ambos —contestó George. Le había sugerido a Pia que, en aquella ocasión, le dejara hablar a él. A ella le dio igual—. Han muerto esta madrugada cuando…

—Sí, sé quiénes eran —interrumpió Simonov—. Todo el mundo les conocía en el centro médico. ¿Por qué lo preguntáis?

—Se han suscitado preguntas respecto a la rapidez con que murieron —dijo Pia antes de que George pudiera hablar—. Empeoraron sin remedio pese al tratamiento de urgencia…

—Aquí no se les ha practicado la autopsia —interrumpió de nuevo Simonov—. En general, aquí ya no se realizan muchas. Es una pena, pero así son las cosas. No hay dinero. Pero a Rothman y Yamamoto no se les habría practicado aquí bajo ninguna circunstancia. El hecho de que hayan fallecido de una enfermedad infecciosa mientras trabajaban significa que son casos que corresponden al médico forense, así de sencillo. Lo único que hicimos aquí fue meterlos en bolsas de cadáveres, cerrarlas y descontaminar el exterior. Después, vino a recogerlos el IML.

Les explicó que se trataba del Instituto de Medicina Legal.

—Sé lo que es el IML. ¿Conoces los resultados?

—¡Resultados! —Simonov se rió de la pregunta de Pia—. Puede que dentro de tres semanas o más. Allí reciben muchos cadáveres, y por lo general tardan lo suyo.

—¿Allí dónde? —preguntó Pia—. ¿Dónde está exactamente el IML?

—¿Vas a ir allí? Yo no te lo aconsejaría. Pero, vale, como quieras. Está en el East Side, Primera Avenida con la calle Trece, cerca del Centro Médico de la Universidad de Nueva York.

—Gracias. Si les llamamos, ¿crees que contestarán a nuestras preguntas?

—¿Ahora?

—Mañana.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Puede que ningún estudiante de medicina les haya hecho preguntas. Pero está asociado con el Centro Médico de la NYU, que es un hospital universitario. Tal vez hasta tengan una asignatura optativa para estudiantes de medicina.

—¿A quién deberíamos llamar? ¿Preguntamos por alguien en particular?

—Conocía a uno de los forenses, pero ya no está allí. No obstante, hay un departamento de relaciones públicas. Yo llamaría allí. Tal vez se pongan en contacto con el investigador forense del caso.

—¿Crees que nos dirían los resultados si llamáramos? —preguntó George.

—¿Te refieres a llamar a la oficina del IML? —Simonov sonrió y lanzó una breve carcajada—. ¿Crees que con la burocracia de esta gran ciudad llamas y te dan los resultados enseguida? Ni de coña. Este caso es importante, eran peces gordos. Será un gran acontecimiento mediático. Es probable que se entablen pleitos acerca de la seguridad, ese tipo de cosas. Como es un caso de infección, es probable que ya se hayan practicado las autopsias, pero no anunciarán los resultados antes de tres o cuatro semanas, cuando se hayan terminado las pruebas toxicológicas. Pero no habrá acceso general a la información, y desde luego no van a darles los resultados a un par de estudiantes de medicina novatos.

—Es probable que tengas razón —dijo Pia. Sabía más que la mayoría de la gente sobre instituciones municipales.

—En vuestro caso, yo buscaría otra cosa que hacer. Pero es vuestra vida. Si insistís en investigar este caso, yo iría allí. No llamaría por teléfono. Si vais en persona y dais con alguien que más o menos se apiade de vosotros, tal vez averigüéis algo.

Simonov le guiñó el ojo a Pia. Ella recibió el mensaje, pero hizo caso omiso.

—Si estáis tan convencidos —continuó Simonov—, id al IML. Pero no contéis con obtener respuestas. En cuanto a llamar, sería como llamar al 311.

Simonov se refería al número de atención al ciudadano, al que la gente llamaba para informar sobre un gato atrapado en la copa de un árbol o un set de grabación demasiado ruidoso en la calle. Simonov consultó su reloj y levantó el café.

—Si decidís llamar al 311, decidles que todavía hay un gran socavón en mi calle. Está allí desde Acción de Gracias.

* * *

De vuelta en la noche lluviosa, Pia y George caminaron trabajosamente por la calle Ciento sesenta y ocho, lo más alejados posible del bordillo. Cada vez que pasaba un taxi amarillo, inundaba la acera de agua.

—Bueno, ha sido casi inútil —logró articular Pia a pesar del viento.

—No estoy seguro de que debamos considerarlo totalmente inútil. Nos ha recordado que es un caso en el que intervendrá la política. También ha subrayado que sin la menor duda va a abrirse una investigación a fondo, como preludio a cualquier acción legal. Creo que se trata de una información que deberías tomarte en serio. Ha llegado el momento de dejarlo correr, Pia.

—Ni lo sueñes. No abandonaré hasta conseguir respuestas.

—Eres imposible —comentó George.

En aquel momento, una repentina ráfaga de viento sopló desde Haven Avenue y detuvo su avance durante un momento. Habían llegado a Fort Washington Avenue. Pia miró a un lado y vio que se encontraban frente al edificio de investigaciones Black.

—¿Qué hora es? —preguntó.

George consiguió echar un vistazo a su reloj.

—Más de las diez. Hora de ir a la cama.

A George, la idea de la cama le resultó atractiva de inmediato. Le recordó el hecho de que aquel día habían mantenido relaciones sexuales, o al menos Pia las había mantenido. Siempre optimista, se preguntaba si tal vez, después de acompañarla al hospital para averiguar lo de las autopsias, Pia se plantease una segunda parte. George cerró los ojos y se armó de valor para hablar.

—¿Quieres venir a mi habitación? ¿A pasar la noche? O podríamos ir a la tuya, si lo prefieres.

—¿Para qué? —preguntó Pia sin comprenderlo.

—Bueno, para empezar, esta tarde liquidamos el asunto un poco deprisa. Tal vez si tuviéramos más tiempo…

—No es mala idea —dijo Pia, como inquieta—. ¿Te has dado cuenta de dónde estamos?

George alzó la vista. La verdad es que no le había prestado mucha atención a su entorno inmediato.

—Estamos justo delante del edificio Black —añadió Pia—. Son más de las diez, como tú has dicho. Quiero subir al laboratorio para echar otro vistazo rápido a ese maldito congelador. No me quedaré satisfecha hasta que lo haga, y este es el mejor momento. He estado ahí cincuenta veces en noches como esta.

—¡No, Pia! —dijo George con firmeza—. Es demasiado arriesgado.

—No creo que exista el menor riesgo. Vuelve a la residencia. Solo tardaré veinte minutos, como máximo.

George miró hacia la residencia, cuya silueta se intuía en la noche neblinosa. Se le antojaba un paraíso de calor y seguridad. Miró a Pia. Ella le sonrió, segura de sí misma, como de costumbre. Lo más importante, no había dicho que no a su sugerencia de dormir juntos.

—¿De veras crees que no hay peligro, que no aparecerá nadie de repente?

—Por supuesto. Tardaré veinte minutos. Te llamaré en cuanto vuelva a la residencia.

—¿Y recuerdas que, descubras lo que descubras, no demostrará nada?

—Soy consciente de ello.

La mente de George comenzó a bullir. Tal vez fuera una buena idea. Tal vez si se quitaba de la cabeza el maldito congelador abandonara su investigación autodestructiva.

—De acuerdo —dijo George con repentina resolución—. Te acompaño. Tal vez pueda ayudarte a acabar antes.

La agarró de la mano y tiró de ella hacia la entrada del edificio Black.

Pia se resistió.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro —contestó George. La única imagen que ocupaba su mente era la de los dos metiéndose en la cama, muy apretados el uno contra el otro.

Pia se encogió de hombros.

—Puede que entre los dos sea más rápido. Muy bien, vamos allá.

Sin una sola palabra más, Pia y George entraron en el edificio Black. El hombre de seguridad conocía bien a Pia y ni siquiera pestañeó. La joven utilizó su llave para abrir la puerta principal del laboratorio, puesto que Spaulding no se la había pedido. El cuaderno de trabajo estaba de nuevo donde ella esperaba encontrarlo, sobre el escritorio del jefe técnico. Dentro de la unidad de bioseguridad utilizó la llave que Rothman guardaba en su despacho para abrir la cámara de almacenaje. Trabajaban con rapidez y eficiencia.

George no habría querido que un médico le tomara la tensión durante la visita, pero Pia parecía fría y concentrada.

Le pidió a George que le leyera en voz alta cuántos ejemplares de cada muestra había registrados en el cuaderno de trabajo mientras ella contaba las muestras reales. Tal como Pia sospechaba, faltaban tres muestras del congelador de almacenamiento, al menos según el cuaderno. En teoría, tenía que haber treinta muestras de Salmonella typhi cultivada a gravedad cero, divididas a partes iguales entre lo que se llamaba alfa S. Typhi y beta S. Typhi. Una de las muestras desaparecidas era de la cepa de salmonela beta, las otras dos de la cepa alfa, la que había infectado a Rothman y Yamamoto. En la parte exterior de la unidad, cerca de las campanas extractoras, Pia descubrió una pequeña colección de seis placas de Petri etiquetadas en la incubadora. Cada etiqueta decía si eran de alfa o de beta.

Una vez abandonaron la unidad de bioseguridad y se quitaron el traje protector, Pia descubrió al lado del lavamanos de Spaulding dos ejemplares sin etiquetar del mismo tipo de contenedores con tapón que se utilizaban en la instalación de almacenaje.

Después de devolver a su sitio el cuaderno de trabajo y la llave extra, Pia le dijo a George:

—Muy bien, hemos terminado.

El corazón del joven se calmó en cuanto salieron del laboratorio sin incidentes.

—¿Qué significa todo esto, Pia? —preguntó mientras bajaban en el ascensor.

—No lo sé —admitió ella—. Puede que no signifique nada, pero toda información es importante. Lo que me gustaría hacer es repasar las discrepancias con Spaulding, si consigo encontrar una forma de hacerlos.

—Buena suerte —contestó George.

Pia y George volvieron a la residencia luchando contra la climatología. Aunque estaba agotado, George se sentía extrañamente entusiasmado. Ambos habían trabajado verdaderamente unidos. Sabía que había sido de utilidad, y era muy sensible a los gestos de Pia, como la forma en que le había puesto la mano sobre la parte baja de la espalda para invitarle a atravesar antes que ella la puerta exterior de la residencia. No cabía duda de que estaba contenta con lo que habían logrado. Se detuvieron en el vestíbulo y apretaron el botón del ascensor. Ambas cabinas estaban en los pisos superiores.

Pia observó con fijeza el lento indicador de planta del ascensor. George carraspeó para hablar, pero ella no quería oír lo que tuviera que decir. Solo deseaba irse a la cama e intentar dormir.

—Pia, tienes que saber lo que siento por ti. He intentado decírtelo cien veces. Más incluso. Pia, ¿quieres hacer el favor de mirarme?

La joven se volvió hacia George de mala gana. Estaba muy serio.

—Sabes que me preocupas porque siento algo por ti. Te quiero, ya debes de saberlo. Pienso en ti constantemente.

Al escuchar aquellas palabras, algo cobró vida en el cerebro de Pia. Un animal de laboratorio aprende a dejar de repetir un determinado comportamiento, como tocar un botón rojo, si cada vez que lo hace recibe una descarga eléctrica dolorosa, aun cuando previamente ha recibido una recompensa, como comida. En la mente de Pia, existía una relación entre las manifestaciones de afecto y el dolor. Había descubierto que la gente que pronunciaba aquellas palabras le hacía daño, y debía evitarlo a toda costa, como si fuera una descarga eléctrica.

Volvió a apretar el botón del ascensor, pues parecía que la cabina se había atascado en el piso octavo. No dijo nada.

—Nuestra relación no puede ser totalmente unilateral.

—¿Qué quieres decir con «relación»? Mira, George, no es el momento ni el lugar para esto.

—¿Cuándo es el momento, Pia? Hace años que quiero decirte que te quiero.

Por fin llegó el ascensor, las puertas se abrieron y un grupo de ruidosos estudiantes salió en tromba de su interior. En la habitación de alguien había empezado una fiesta, y ahora la estaban trasladando a un bar de Broadway.

George arrastró a Pia a un lado cuando la puerta se cerró. Ella puso los ojos en blanco.

—Venga, George. Ahora no.

—Lo siento, pero he de decirlo. Ya sé que no quieres oírlo, pero es que no te comprendo.

—Ya somos dos.

—Pero nos necesitamos mutuamente, ¿no crees? Yo sé que te necesito.

—No sé lo que significa eso, «necesitar» a alguien. No quiero tener la responsabilidad de que alguien me necesite.

Llegó el segundo ascensor, con un estudiante rezagado que corrió para alcanzar a sus amigos. Pia entró en la cabina y sostuvo la puerta para que George entrara.

—Entra, George, por Dios.

Pia pulsó el botón del piso undécimo, donde estaba su habitación, y el del séptimo para George. Mensaje enviado. George entró a regañadientes. Pia ya tenía la cabeza llena de problemas difíciles (Rothman, las hermanas, África, el resto de su vida), y ahora se sumaba otro. Se preguntó cómo sería pensar en alguien siempre, como George decía que le pasaba con ella. Era un concepto extraño. Miró a su amigo, que tenía la mirada clavada en el suelo. No tenía ni idea de qué estaría pensando o sintiendo. El ascensor se detuvo en la planta séptima y Pia apretó el botón de retención. George vaciló un momento, y después salió.

—Buenas noches, George —dijo Pia.

Él se limitó a asentir mientras las puertas se cerraban. A Pia se le antojó patético.