Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
24 de marzo de 2011, 17.07 h.
Pia y George se acercaron al edificio de investigaciones Black y atravesaron el control de seguridad con sus identificaciones de estudiantes de medicina. Iban en dirección contraria a la multitud, porque pasaban de las cinco de la tarde y casi todo el personal había terminado la jornada laboral. Se separaron en los ascensores, donde Pia le dijo a su amigo que iría a buscarle a la biblioteca cuando acabase su visita.
Ya en el interior del ascensor, la joven se alegró de que George no la acompañara. Podría hacer lo que deseaba más deprisa sin él. Se alegró, aunque no fuera una sorpresa, de que la cinta de precaución hubiera desaparecido de la entrada del laboratorio. Más buenas noticias: la puerta no estaba cerrada con llave, lo cual significaba que el laboratorio había vuelto oficialmente a la normalidad. Pero los sentimientos positivos no tardaron en desaparecer cuando vio que algunos de los habituales del laboratorio habían aprovechado la misma oportunidad para acercarse y continuar con las tareas más urgentes. Marsha Langman estaba limpiando su escritorio, pues su anterior pulcritud prístina había sido víctima del celo de los investigadores del CDC que habían registrado casi todos los archivos del laboratorio. Por desgracia, el jefe técnico, Arthur Spaulding, también se encontraba presente por motivos similares, intentando que todo volviera a la normalidad.
Ver a Spaulding le supuso una decepción. Su presencia le impedía entrar en el laboratorio de bioseguridad. Si la veía, sobre todo si la veía en la unidad de almacenamiento refrigerado, montaría una escena sin la menor duda. Pia se maldijo por lo bajo por no haber llegado al laboratorio antes que los demás. Ni Martha, ni Spaulding, ni ninguno de los demás técnicos, la saludaron; más bien la ignoraron abiertamente. Era como si no existiera. Aquello la sorprendió, porque todos estaban atravesando el mismo trauma relacionado con la muerte de sus jefes. Parecían un grupo de autómatas.
Pia se encaminó hacia la puerta abierta de su pequeño despacho con la idea de recoger sus cosas, marcharse y regresar más avanzada la noche para echar un vistazo al congelador de almacenamiento microbiológico de bioseguridad. Estuvo a punto de llevarse por delante al empleado de mantenimiento del día anterior, O’Meary.
Por supuesto, sabía el nombre de Pia.
—¡Señorita Grazdani! Me alegro de volver a verla. Nos enteramos hace diez minutos de que podemos volver mañana por la mañana para terminar el trabajo. Solo estoy echando un vistazo, comprobando que las herramientas siguen aquí. —Se inclinó hacia Pia y susurró—: No me hace precisamente feliz estar aquí después de lo que sucedió ayer. Pero hay que terminar la faena. ¿Cree que estamos a salvo? Mi jefe dice que sí.
—Creo que estamos a salvo —contestó Pia—. No creo que nunca haya sido de otra forma.
—Me alegra saberlo.
O’Meary se irguió de nuevo y apuntó con el pulgar al techo.
—Creo que hemos identificado el problema del cortocircuito. Está ahí arriba, de manera que deberíamos poder dejarla en paz mañana hacia la hora de comer.
Pia no contestó. Dudaba que el problema llegara a solucionarse en algún momento. Además, ella no estaría allí al día siguiente a mediodía, ni ningún otro día.
—Espero que no la molestemos mucho mañana —continuó O’Meary, con la intención de ser amable.
Hizo ademán de marcharse. Pia le detuvo.
—Sé que solo llevan aquí dos días, pero ¿vio algo raro ayer por la mañana? Antes de que empezara la agitación. ¿Observó algo que le pareciera extraño?
—Ese tal Springer ya me lo preguntó, y también la gente de Control de Enfermedades. Me tuvieron mucho rato con ello.
—Estoy segura de que fueron muy concienzudos, pero me pregunto, ya que estuvo aquí toda la mañana y en diferentes partes del laboratorio con sus cables, si vio a alguien a primera hora que ya no estuviera más tarde en el laboratorio. Alguien que no tuviera pinta de trabajar aquí.
O’Meary entornó los ojos, pero en plan juguetón.
—¿Qué pasa, ahora es policía?
—No, no soy policía.
—Yo no estaba trabajando en esa unidad de biología donde enfermaron, así que no conozco a nadie de allí. ¿Está segura de que aquí no corremos peligro? La gente de enfermedades infecciosas hablaba de contaminación, en plan «Antes de la contaminación…», y cosas así. ¿De veras que esto es seguro?
—Estoy convencida. Yo he vuelto, y no tengo intención de arriesgarme con esa bacteria.
—Entonces ¿a qué vienen las preguntas? Me está poniendo nervioso.
—Solo estoy investigando un poco por mi cuenta. En teoría, no descubrieron nada anormal en el laboratorio ni en la unidad de bioseguridad. ¿Vio en algún momento a los doctores Rothman o Yamamoto?
—Ni siquiera sabía cuál era cuál. Mucha gente entraba y salía del laboratorio, para entregar cosas.
—¿Conoce a Arthur Spaulding, el jefe técnico?
—Sí, nos lo presentaron el primer día que vinimos a trabajar.
—¿Le vio cuando estaba usted en el despacho de Rothman?
—Claro, algunas veces. Entradas y salidas rápidas.
—¿Alguien más que entrara con frecuencia?
—La secretaria, Martha.
—Marsha.
—Sí, eso. ¿Sabe?, habla como un policía de verdad.
—No soy policía, tan solo una estudiante que tiene unas cuantas preguntas. Siento haberle entretenido, pero si recuerda algo raro, localíceme.
—¿Estará aquí?
—Pues no. Le daré mi número de móvil. Si recuerda algo, haga el favor de llamarme. Lo utilizo muy poco, pero recibiré un mensaje.
«Un mensaje del que puedo hacer caso omiso si no es pertinente», pensó Pia. Por lo general, se resistía a dar su número de móvil. O’Meary lo anotó.
—De acuerdo. Ya lo tengo.
Pia vio por encima del hombro de O’Meary que Spaulding le daba las buenas noches a Marsha y se iba. Aplaudió en silencio. Ahora ya podía ir a echar un vistazo al congelador de almacenamiento.
Por si acaso, Pia recorrió el laboratorio con la mirada para ver quién más había. Dos miembros del personal de mantenimiento estaban limpiando la zona principal, y Marsha estaba muy ocupada en recepción, pero no había nadie que pudiera entrar en la unidad de bioseguridad. Entró en el despacho de Spaulding y cogió el cuaderno de trabajo referente al congelador de almacenamiento microbiológico que sabía que el jefe técnico guardaba en su escritorio. Se puso el equipo a toda prisa en la antesala de la unidad y, una vez dentro, utilizó su llave para entrar en el enorme congelador. La puerta se cerró automáticamente a su espalda. Le sorprendió ver que la luz interior estaba encendida; era raro, porque Spaulding era muy escrupuloso en lo tocante a apagar la luz cuando se iba. Cuando Pia empezó a pensar qué podría significar aquella anomalía, la puerta se abrió de golpe. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Se encontró cara a cara con un igualmente sorprendido Arthur Spaulding.
—¿Qué está haciendo aquí? —se apresuró a preguntar Pia, fingiendo indignación.
—He venido a apagar la luz. Pero me parece más relevante saber qué está haciendo usted aquí. Está prohibida la entrada a todo el mundo, salvo a Nina Brockhurst, Panjit Singh, Mariana Herrera y yo. Usted lo sabe. ¿Y cómo ha entrado, maldita sea?
—Tengo una llave —contestó Pia al tiempo que la sacaba y la hacía oscilar delante del rostro enmascarado del hombre—. El doctor Rothman me la dio y me autorizó a entrar.
Spaulding se la arrebató de la mano, cosa que volvió a sobresaltar a Pia.
—Tal vez no se haya enterado, pero el doctor Rothman ya no está para darle su autorización.
—Estoy segura de que se alegra de ello —le espetó Pia. En cuanto el comentario se le escapó de la boca, se arrepintió.
—De momento estoy a cargo de este laboratorio, y a partir de ahora ya no tiene autorización. También me quedaré eso.
Spaulding se apoderó del cuaderno de trabajo que llevaba Pia.
La alumna se quedó inmóvil un par de segundos, sin saber qué hacer. Ya se había recuperado del susto de la aparición inesperada de Spaulding, ya solo estaba enfadada. Aquel hombre nunca le había caído bien. Se dirigió hacia la puerta del congelador.
—Ya no eres la princesita, querida Pia. Tu acceso a todo el laboratorio ha sido revocado, como sin duda confirmaría sin problemas la decana si se lo preguntara.
Ella no dijo nada. Se quitó el equipo protector en la antesala y no se molestó en recogerlo del suelo. Enfurecida, volvió a entrar en su diminuto despacho y recogió las escasas pertenencias y archivos que había acumulado en algo más de tres años. Encontró una caja vacía y lo guardó todo en ella. Sin mirar atrás, cerró la puerta del despacho y caminó hacia la entrada del laboratorio. Marsha Langman no alzó la vista cuando pasó a su lado. Pandilla de gilipollas, pensó Pia.
* * *
Hecha una furia, Pia comenzó a caminar en dirección a la residencia, pero entonces recordó que George la estaba esperando en la biblioteca. Giró sobre sus talones, le localizó enseguida y llamó su atención con un gesto. Después, salió. George se apresuró a cerrar la revista que estaba leyendo y la siguió hasta el pasillo. Tuvo que correr para alcanzarla. No era difícil adivinar que estaba muy enfadada.
—¿Puedo preguntar qué ha pasado? No has tardado mucho. ¿Continuaba prohibido el acceso al laboratorio?
—Tal vez habría sido mejor que lo estuviera —contestó Pia—. Espero que tengas hambre, porque yo estoy famélica.
—Tengo hambre. Vamos a la cafetería.
—De acuerdo.
Salieron del hospital. Hacía frío y estaba oscuro. Apretaron el paso.
—Aún no me has contado qué ha pasado —le recordó él.
—Lo que ha pasado es que ese cerdo de Spaulding me ha sorprendido en el congelador de almacenamiento y ha acabado expulsándome del laboratorio para siempre. El muy imbécil se había dejado la luz encendida y volvió para apagarla. Qué mala suerte que sea tan anal. Lógico, es tonto del culo.
—No puede sorprenderte que se enfadara. ¿Y qué más da que te haya echado del laboratorio? El lunes irás a otro. Ya puedes borrar a otro miembro del personal de tu lista de felicitaciones navideñas.
—Yo no envío felicitaciones de Navidad.
—Es una manera de hablar, tú ya me entiendes. De modo que ahora tienes verdaderamente prohibido el acceso al laboratorio, ¿eh?
Pia asintió.
—Eso creo.
—No puedes hacer mucho más, entonces, a menos que quieras entrar por la fuerza en el despacho de Springer.
Pia miró a George con aire de confusión.
—Es broma. En serio, no puedes hacer nada más. Has hablado con el médico a cargo del cuidado de Rothman y Yamamoto, y ahora no puedes volver a entrar en el laboratorio. Tienes que dejarlo correr y permitir que las autoridades hagan su trabajo. No te quepa duda de que hay una investigación en marcha. O sea, que deberías dejarlo. ¿Vale?
Pia no estaba prestando atención al discurso de George.
—Pia, ¿me estás escuchando?
Lejos de dejarlo correr, Pia se estaba preguntando si Spaulding ocultaba algo. Pero ¿qué podía hacer? ¿Y qué iba a hacer con el resto de su vida? Sin su mentor y su programa, ¿continuaba la investigación siendo una posibilidad? Antes, convertirse en médico parecía aportarle seguridad a su vida, algo que anhelaba. Pero Rothman había conseguido que cayera en la cuenta de que su incomodidad con los pacientes, con la gente en general, tal vez no fuera lo más adecuado para una carrera como aquella. Se encontraba en una encrucijada y no tenía respuestas. Pensar en ello la ponía nerviosa.
Pia soltó un suspiro y George le preguntó qué ocurría. Ella ignoró la pregunta. De pronto, comprendió que su preocupación por descubrir lo que le había pasado a Rothman le estaba permitiendo evitar pensar en su carrera y en las decisiones que tenía que tomar. Era su primera línea defensiva. El futuro podía esperar. Pia dejó de andar y detuvo a George ante la puerta de la residencia.
—No pienso rendirme. Tengo que averiguar por qué ha ocurrido esta tragedia. Hay demasiados interrogantes. Cada vez que me paro a pensar, surgen más preguntas, hay más gente que actúa de una forma extraña. Los de enfermedades infecciosas insistieron en utilizar un antibiótico de hace cincuenta años y los pacientes murieron al cabo de pocas horas pese a que les habían diagnosticado y tratado. Y a nadie, insisto, a nadie, le caía bien Rothman. Todos sus colegas le tenían envidia porque tenía un Lasker y un Nobel, y posiblemente estuviese a punto de recibir otro. Sí, Spaulding se ha cabreado al encontrarme en la unidad de almacenamiento, con la que siempre se ha mostrado extrañamente posesivo, y supo que había estado en su despacho cuando vio el cuaderno de trabajo. Pero ha actuado de una forma extravagante, como si ahora el laboratorio fuera suyo. Ese tarado no es más que un puto técnico. No es investigador. ¿Y qué me dices del hecho de que yo, una simple estudiante de medicina, fuera quien detectó la peritonitis? Tal vez si le hubieran llevado antes a quirófano todavía seguiría vivo.
—¿Qué quieres que te diga? —preguntó George. Intentó mirar a Pia a los ojos, pero ella evitó el contacto visual.
—¿De veras te parezco una paranoica? No contestes. Sea como sea, no he acabado de investigar esto, ya que parece que nadie más lo está haciendo.
—¿Cuántas veces he de recordarte que este es uno de los mejores centros médicos del mundo? ¿De veras crees que puedes aportar algo? Vas a quemarte, Pia. ¿Es eso lo que quieres? ¿Acabar con tu carrera?
Pia reflexionó un momento.
—Tal vez.
—Aunque persistas en esta investigación autodestructiva o como quieras llamarla, no veo cuáles son tus opciones. Springer, Bourse, Spaulding… Todos te han dado el último aviso.
—Spaulding no me da miedo. Se ha quedado con mi llave, pero aún sé dónde guardaba Rothman la suya. Ha actuado como si tuviera algo que ocultar.
—Como ya he dicho antes, creo que esto es una locura. Escucha, si te empeñas en continuar con esto, ¿por qué no les echas un vistazo a las autopsias? Tiene que existir una explicación patológica sencilla para el tratamiento clínico de Rothman y Yamamoto. O incluso una explicación complicada, no lo sé. Pero es ahí donde encontrarás las respuestas, no cabreando a todo el personal del hospital. Es probable que las hayan llevado a cabo hoy para poder deshacerse de los cuerpos, ahora que todavía están calientes.
—¿Calientes?
—Sí, calientes, contaminados por la salmonela —replicó con brusquedad George. A veces, Pia era lenta captando las ideas. Aún parecía confusa, como si su mente no estableciera la relación—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
—Has dicho que alguien lleno de virus está «caliente».
—Exacto. Ningún departamento de patología quiere tener cuerpos calientes durante mucho tiempo. Te diré lo que deberías hacer: esta noche vas a ver a uno de los residentes de patología y le preguntas qué sabe, o qué puede averiguar. En ese departamento aún no te han echado, ¿verdad?
—De hecho, es una buena idea. No lo había pensado.
—Si quieres investigarlo, te acompañaré para que te portes bien.
George sonrió al decirlo. No la estaba regañando, sino bromeando, porque sabía que no sería capaz de evitar que se metiera en líos si ella estaba decidida a hacerlo. Lo había demostrado en más de una ocasión.
—Pero no voy a volver al laboratorio —añadió—. Si tú quieres hacerlo, estás sola. Es posible que Spaulding haya avisado a seguridad. Y si hubiera desaparecido una muestra del congelador, ¿qué significaría eso? ¿Qué demuestra? Aparte del hecho de que Spaulding no es tan bueno en su trabajo cómo a él le gusta pensar. Otra cosa que tú ya sabes.
—No creo que Spaulding avise a nadie. No tiene tanta autoridad, pese a los humos que se ha dado. Pero de momento no tengo pensado volver al laboratorio. Creo que seguiré tu sugerencia e investigaré en Patología. Como ya he dicho, no lo había pensado. Es una buena sugerencia.
—En tal caso, te acompañaré. Me sentiría culpable si te abandonara a tu suerte, hicieses de las tuyas otra vez y te echaran de la facultad.
—Me da igual —contestó Pia. Se sentía intrigada. Se preguntó por qué no se le había ocurrido a ella.