Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
24 de marzo de 2011, 14.05 h.
A pesar del rato que Pia llevaba sentada en la estrecha sala de espera del doctor Helmut Springer, su determinación de verle no flaqueaba. Su encuentro sexual con George había logrado fijar en su mente lo que debía hacer. Sentía una necesidad acuciante de saber dos cosas. El motivo por el que había enfermado el doctor Rothman era una de ellas. Otra, por qué el alabado y tan cacareado equipo médico de Columbia había, al parecer, cometido un error con el tratamiento. Sabía que solo era una estudiante de medicina de cuarto curso, pero desde su punto de vista era imposible hallar una razón convincente para la muerte de los doctores Rothman y Yamamoto, sobre todo menos de un día después de que los hombres ingresaran en el pabellón de enfermedades infecciosas del hospital. No se hallaban en algún lugar olvidado de la mano de Dios: aquella era una de las mejores instituciones médicas del mundo.
Aunque a Springer no le haría ninguna gracia verla, confiaba en que si hablaba con él le convencería de que la ayudara en la investigación de lo sucedido. Al fin y al cabo, era un especialista en enfermedades infecciosas de fama mundial. Pia conocía su reputación de no tratar a los estudiantes de medicina con el más mínimo respeto, y sabía que su entrevista del día anterior no había terminado bien. Aun así, se sentía optimista. Si ignoraba que ella había sido la primera en reconocer la incipiente peritonitis de Rothman, ella misma se lo diría, pues creía que aquello debería contar para algo.
Al cabo de tres cuartos de hora de espera, la recepcionista de Springer por fin le anunció que el médico iba a recibirla. Pia entró en su despacho a toda prisa. El doctor estaba sentado ante su escritorio, de cara hacia la pequeña habitación. No había más sillas. Era su método para abreviar las entrevistas.
—Doctor Springer, lamento molestarle de nuevo, y sé que le irrité la última vez que nos vimos. Me disculpo por ello. Pero soy estudiante de medicina, y si no puedo aprender a partir de mis experiencias, no podré considerarme una buena alumna. También le pido disculpas por cuestionar…
—Sí, sí —la interrumpió Springer. Sus disculpas estaban claramente ensayadas y no había nada que recordara al arrepentimiento en sus ojos. Lo peor era que su agenda estaba llena de residentes que, en aquel momento, esperaban su llegada a la sala de urgencias. Carraspeó—. A juzgar por nuestra última charla, sospecho que cree saber mejor que algunas de las autoridades más destacadas del país lo que ha ocurrido aquí. Bien, quiero disuadirla de tal idea. También me gustaría decirle que no le habría dedicado tiempo esta mañana de no ser por el hecho de que descubrió las primeras señales de peritonitis en el doctor Rothman. La doctora De Silva me habló de una estudiante de medicina, a la que supuso en rotación, que detectó el signo de Blumberg, que no se había manifestado anteriormente, en el abdomen del doctor. Pasaremos por alto el hecho de que esa estudiante de medicina en realidad no estaba en rotación y básicamente había irrumpido en el pabellón sin autorización para acercarse a los pacientes. Por supuesto, más tarde me enteré de que la estudiante de medicina era usted.
Pia tardó unos segundos en darse cuenta de que Springer le estaba dedicando un pequeño cumplido, aunque encubierto por una reprimenda sardónica. Pia lo interpretó como una oportunidad.
—Lo admito, y tal vez no debería haber entrado allí, pero fue un descubrimiento importante, con consecuencias importantes. No cabía duda de que Rothman estaba empeorando, lo cual me lleva a preguntarme por qué se eligió el primer antibiótico.
—Por favor —dijo Springer. Su rostro comenzaba a tomar un cariz púrpura—. Ahí nos quedamos la última vez. Acabo de indicarle que agradecimos su ayuda, y ahora me vuelve con esas tonterías. No hay manera. Le repito que nada señala que el cloranfenicol no estuviera cumpliendo su función dadas las circunstancias. Y, tal como hemos dicho unas cincuenta veces, estábamos informados, gracias a los estudios sobre la sensibilidad llevados a cabo por el propio doctor Rothman, de que era la elección de antibiótico correcta. Actuamos bajo la asunción de que el trabajo del doctor Rothman en tal estudio era tan concienzudo y preciso como de costumbre.
Pia no daba crédito a sus oídos. ¿Estaba Springer intentando descargar parte de la responsabilidad sobre Rothman? En ese caso, parecía especialmente insensible insinuar siquiera que la culpa era de la víctima.
—Entonces ¿cómo es posible, considerando esos estudios sobre la sensibilidad, que ni el doctor Rothman ni el doctor Yamamoto mostraran la menor señal de reacción al antibiótico elegido?
Springer cerró los ojos un momento.
—La respuesta a su pregunta es sencilla. La virulencia de la cepa de salmonela implicada se impuso tanto al antibiótico como a las defensas de los pacientes. Recuerde que los antibióticos, en contra de lo que afirma el mito, no curan. Es el sistema inmunológico del paciente lo que cura. Es evidente que, en el caso de Rothman y Yamamoto, sus sistemas inmunológicos se vieron superados por completo. Así de sencillo.
Pia hizo ademán de contestar, pero Springer la interrumpió.
—Escuche, ya hemos comentado este problema. Déjeme añadir que un jefe de departamento de este hospital no sostiene este tipo de conversaciones con un estudiante de medicina. Un jefe de departamento no sostiene este tipo de conversaciones, punto. Deben observarse protocolos, se convocan comités si surgen interrogantes sobre los diagnósticos o tratamientos. No está claro que en este caso existan interrogantes. Jesús, ¿por qué me estoy justificando ante usted? En esta casa no hacemos las cosas así.
Pia no estaba captando la creciente indignación de Springer. Le había acorralado en su despacho y quería respuestas.
—¿Por qué no controlaron a Rothman y Yamamoto con más atención?
—Se les ha controlado con muchísima atención. Cada uno tenía su propia enfermera.
—¿Con muchísima atención? ¿Cómo es posible que una estudiante de medicina tuviera que observar las señales de una peritonitis en desarrollo?
—Eso fue una casualidad. Se habría detectado enseguida. Créame. Bien, ¿puedo ayudarla en algo más, alguna otra política del hospital que desee criticar?
El sarcasmo de Springer le pasó desapercibido.
—Este caso me confunde —continuó Pia—. De hecho, es uno de los peores casos de salmonelosis o fiebre tifoidea con los que me he topado.
—A lo largo de su extensa experiencia.
—Según mi experiencia, sí.
—Bien, ¿a qué se refiere? Estoy seguro de que se refiere a algo concreto. Haga el favor de iluminarme.
—Una de las primeras cosas que nos dijeron cuando llegamos aquí estaba relacionada con el diagnóstico: «Cuando oigas un resonar de cascos, deberías pensar en caballos, no en cebras».
—Sí, por supuesto, es el dicho más antiguo en medicina. ¿Cuál es el problema?
—¿Deberíamos buscar cebras en este caso, doctor Springer?
—Aquí no estamos buscando nada más, señorita Grazdani. Pero me muero de ganas de saber qué es lo que está buscando usted. De modo que ilumíneme de nuevo.
—Muy bien. ¿Es posible que este caso represente una forma extraña de una reacción anticuerpo/antígeno que pueda padecer el cuerpo, como una reacción Shwartzman? En cuyo caso, ¿no habría sido lógico utilizar Decadron o un agente antiinflamatorio similar, algo potente, para intentar atajarla?
—Si esa es su gran revelación, bien, lamento decirle que no es gran cosa. Porque utilizamos Decadron por la noche, cuando resultó evidente que los dos investigadores estaban muy graves. Tal vez debería revisar las gráficas de los pacientes antes de lanzar acusaciones como esa.
—Por supuesto. Si hubiera tenido acceso a las gráficas no habría cometido la equivocación. Pero no estoy lanzando acusaciones. Solo quiero saber la verdad, doctor Springer.
—Todos queremos la verdad, señorita Grazdani.
De pronto, un gran cansancio se apoderó de Springer. Hablar con Pia Grazdani era frustrante, y aquella tarde tendría que lidiar con otras personas que iban a resultarle una carga aún mayor. Acudirían los inevitables periodistas y las familias de los fallecidos. No sería un buen día, puesto que, a fin de cuentas, lo que más le preocupaba eran los pacientes.
—¿Cree que podría haber otra bacteria implicada, además de la salmonela, una bacteria o un virus disimulado o camuflado por la salmonela? ¿Y si esa bacteria fuera totalmente resistente al cloranfenicol y los hubiera matado?
Se hizo el silencio, mientras Springer intentaba controlar su ira. Aquello era demasiado. Clavó la mirada en los ojos de Pia, que mantuvo la compostura a la espera de una respuesta mientras se contemplaba los pies. Por fin, Springer estalló con emoción contenida.
—Me resulta totalmente imposible imaginar una posibilidad más ridícula. Realizamos el diagnóstico siguiendo la hipótesis de Koch. La enfermedad fue causada por la salmonela, cuya presencia fue determinada de múltiples maneras, pero sobre todo por el cultivo de sangre. También clasificamos la cepa de múltiples maneras, en particular por medio del análisis de ADN. El organismo causante fue, sin la menor duda, la cepa alfa de Salmonella typhi que el propio Rothman había cultivado en el espacio con la colaboración de la NASA. No hubo ningún otro patógeno, por el amor de Dios. Los hemocultivos solo revelaron la salmonela. ¡Nada más! ¡Nada en absoluto!
Impertérrita, Pia cambió de tema sin transición.
—¿Qué me dice de la pérdida de cabello? ¿Una salmonelosis grave provoca la caída del pelo?
A Springer le estaba costando controlarse, pero ella parecía estar muy serena.
—La tensión de casi cualquier enfermedad grave, sobre todo de las que presentan un cuadro de fiebre elevada, puede causar la caída del cabello. En cualquier caso, ¿de qué caída del cabello está hablando?
—Detecté la pérdida de cabello de Rothman antes de descubrir el signo de Blumberg. La residente sugirió que podía atribuirse al cloranfenicol.
—Eso no lo sabía —dijo Springer—. ¡Por el amor de Dios! —exclamó airado de repente—. ¡Espere aquí!
Springer se levantó de su silla de un salto, pasó como un rayo junto a Pia y desapareció. La joven esperó. Al cabo de unos minutos, Springer reapareció y se sentó, al tiempo que le lanzaba a Pia una mirada amenazadora. Convencida de que ya había sacado de la conversación todo lo que iba a obtener, Pia miró a la puerta.
—Le he dicho que espere —dijo Springer—. ¡Quédese ahí!
Confusa, Pia obedeció. Reinaba el silencio, salvo por la respiración trabajosa de Springer. «Este hombre está echando humo —pensó ella—. No voy a llegar a ninguna parte». Pia volvió a mirar hacia la puerta.
—Doctor Springer, le agradezco de todo corazón el tiempo que me ha concedido.
—¡Quédese donde está! —exclamó el doctor con brusquedad.
Pia puso los ojos en blanco, confusa. «Primero, se muere por deshacerse de mí, y ahora quiere que me quede…». Entonces la doctora Helen Bourse, decana de estudiantes, irrumpió en la habitación.
—Ah, decana Bourse, me resulta imposible hacer mi trabajo si una estudiante de medicina convencida de que debería ser la directora de mi departamento no para de acosarme. Se cuela en la planta y ve a pacientes sin autorización, cosa que podría causarnos toda clase de problemas legales. Cuestiona sin cesar mis conocimientos médicos y critica las decisiones que se tomaron, y ahora me viene con la disparatada insinuación de que tal vez no detectáramos otro organismo que fue el verdadero responsable de la muerte de Rothman y Yamamoto. Esto es indignante y tiene que detenerse.
Pia miró a Springer y fue incapaz de disimular el desprecio que sentía hacia él. Había huido como un cobarde y llamado a la decana para que viniera a regañarla. Miró a Bourse, que estaba inmóvil con los brazos en jarras y una dura expresión en la cara. Estaba enfadada y estupefacta.
—Me gustaría que el doctor Springer comprendiera que no intento hacer su trabajo —se defendió Pia—. Solo estoy intentando encontrar respuestas a algunas preguntas que considero importantes. Presiento que algo no encaja en lo sucedido.
Ni Springer ni Bourse daban crédito al descaro de la joven. La pregunta que apareció en la mente de ambos: ¿quién se cree esta que es? Springer fue el primero en recuperar la voz.
—¿Comprende ahora a qué me refiero? Esta joven es una maníaca. Voy a hablar con Groekest sobre la conveniencia de rescindir el puesto que se le ha ofrecido como residente y candidata al doctorado. Esto es absurdo.
Ante la mención del jefe del departamento de medicina interna, Helen Bourse le indicó a Pia con un gesto brusco de la cabeza que debía salir del despacho de Springer. La alumna obedeció de buen grado. Después, la decana cabeceó en dirección a Springer para indicarle que tenía controlada la situación.
—Ya le diré algo. Lo lamento.
Después, Bourse siguió a Pia hasta el pasillo. Tal vez la joven estuviera transitoriamente desequilibrada, pero Springer era un bravucón, y ya había dejado clara su posición. Antes de que Pia tuviera la oportunidad de decir algo, Bourse se volvió hacia ella.
—¿Qué demonios se cree que está haciendo? Cuando hablamos esta mañana y le concedí tiempo para tranquilizarse, no recuerdo que le aconsejara ir a ver al doctor Springer ni marear al responsable de enfermedades infecciosas con preguntas sobre sus pacientes o sus diagnósticos. ¿Es que no tiene habilidades sociales? ¡Por Dios, mujer! Todo el mundo sabe que a Springer no le gustan los estudiantes de medicina en general, pero este episodio le ha llevado al límite. Nunca le había oído tan exasperado como cuando llamó.
Pia empezó a hablar, pero la decana aún no había terminado con ella.
—Se está ganando a marchas forzadas fama de persona problemática, señorita Grazdani, y eso no será bueno para su currículum si queda reflejado. Está aquí, en esencia, como invitada de una institución, y los invitados no se comportan así. Si lo hacen, se les suele pedir que se marchen. Le concedí un par de días para superar la trágica muerte de su mentor, no para venir aquí y removerlo todo de nuevo.
—Pero ¿no cree que hay que contestar a esas preguntas?
—No, sobre todo si él no lo cree.
Bourse señaló la puerta.
Pia empezó a hablar de nuevo, pero la decana ya estaba harta.
—¿Ha mostrado síntomas de fiebre?
—No.
—Pues vuelva a su cuarto. Si me entero de que está causando más problemas relacionados con este desgraciado asunto, me plantearé seriamente expulsarla de aquí. Lo cual sería una tragedia para usted, teniendo en cuenta que solo le quedan dos meses para graduarse. Y sería una tragedia para nosotros, porque estaríamos admitiendo que cometimos una equivocación al admitirla. No creo que el doctor Springer acuda al doctor Groekest por decisión propia, pero podría hacerlo. Así que vaya con cuidado, jovencita. Oficialmente se encuentra en una situación muy peligrosa. Tal vez no me expresara con claridad la última vez que hablamos. ¿Me explico ahora?
—Sí —dijo Pia—. Perfectamente.