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Centro Médico de la Universidad de Columbia

Nueva York

24 de marzo de 2011, 12.10 h.

Después de salir del despacho de la decana, Pia se pasó el resto de la mañana inquieta en su habitación. Sus sentimientos eran un auténtico caos, las emociones y los pensamientos entraba y salían a toda prisa de su conciencia, de modo que en un momento dado se sentía muy deprimida y al siguiente estaba lúcida y motivada. Seguía enfadada con Rothman por haber enfermado, y también con Springer, el jefe de Enfermedades Infecciosas, por permitir que el doctor muriera. En opinión de Pia, era responsabilidad de Springer por haber elegido un antibiótico anticuado, aunque existiera una presunta prueba de sensibilidad realizada por el propio Rothman. ¿Y por qué había tenido que ser ella, una humilde estudiante de medicina de cuarto año, quien efectuase el diagnóstico de peritonitis incipiente, cuya aparición había anticipado la muerte del hombre?

Pero, sobre todo, Pia sabía que estaba desolada por el simple hecho de que Rothman estuviera muerto. Pensar en lo que aquello significaba para su futuro la deprimía. Tenía mucha práctica a la hora de desmenuzar con frialdad una situación e identificar cómo la afectaba. Eran los aspectos emocionales de su estado mental lo que más la contrariaba.

La argumentación de Rothman de que no estaba dotada para la medicina clínica la había convencido por completo, puesto que era cierto que casi nadie le caía bien, y menos los enfermos que se quejaban de su condición. Apenas sentía compasión por los pacientes, y ninguna por los quejicas. Una vez, durante su residencia, después de treinta y seis horas sin dormir, había tenido que extraerle sangre a un hombre, un joven policía de aspecto duro que tenía un miedo mortal a las agujas. Mientras el hombre se retorcía y contorsionaba, de modo que Pia era incapaz de encontrarle una vena, le dijo que «dejara de gimotear como un bebé». Por suerte, nadie la oyó y el hombre no presentó una queja, aunque el personal se preguntó por qué se había esforzado tanto por evitar a Pia durante el resto de su ingreso.

Desaparecido Rothman, no sabía si tendría fuerzas para continuar hasta conseguir el doctorado, lo cual era imprescindible si realmente deseaba dedicar su futuro a la investigación. Lo que más la atormentaba era el tema de lo que le había sucedido a su jefe, pues pensaba en ello sin cesar. Sabía que podría haber sido un accidente, pero le resultaba muy improbable conociendo tan bien a Rothman. Era demasiado precavido, demasiado obsesivo. ¿Y que los dos enfermaran al mismo tiempo? Era absurdo. Pero las alternativas parecían igualmente remotas, sobre todo la idea de que el hombre lo hubiera hecho de manera deliberada. Solo había otra posibilidad que parecía aún más improbable: que un tercero lo hubiese hecho a propósito, alguien como Panjit, que podría haber tenido la oportunidad.

Cuanto más rato pasaba Pia sentada en su cuarto, más nerviosa y más motivada para entrar en acción se sentía. Pero ¿qué podía hacer? Paseaba de un lado a otro como podía, teniendo en cuenta los estrechos confines de la zona de estar. Se tumbó en la cama, pero le resultó intolerable. Pensó en llamar a Will o Lesley, pero no sabía qué podría decirles. Recorrió el pasillo hasta la máquina de refrescos, pero no le apetecía beber nada. Su mente bullía de ideas, saturada.

De pronto, Pia supo lo que debía hacer para centrarse, para recuperar un poco la calma. George había pasado por su habitación para ofrecerle su ayuda. Pensó que sí que había algo que podía hacer por ella, algo que ya había hecho varias veces en el pasado. George no era tan diferente de los demás hombres que había conocido. Pero cada vez que había sucedido, cuando Pia pensaba que sus necesidades habrían aplacado a George, él aparecía de nuevo al día siguiente.

Pia supuso que George estaría en la pausa del almuerzo, uno de los beneficios de hacer la rotación en algo predecible como la radiología o la patología. Se ceñían a un horario preestablecido. Pensó en llamarle, pero no encontró su móvil. Y cuando lo localizó, en el bolsillo del abrigo, vio que se había quedado sin batería. Enchufó el teléfono al cargador y llamó a George, que en aquel momento, como esperaba, se dirigía a la cafetería.

—Iba a pasar a verte después para asegurarme de que estabas bien —dijo George. No se habían separado de manera muy amistosa después de su encuentro con la decana, y la perenne inseguridad de George acerca de Pia había emergido de nuevo.

—Me ofreciste tu ayuda. ¿Sigue en pie o todavía estás enfadado conmigo por meterte en líos?

—No estoy enfadado contigo, estoy preocupado por ti.

Pia puso los ojos en blanco.

—¿Me ayudarás?

Aquello era extraño. Pia quería que George dijera que sí, que iría de inmediato. En cambio, dijo:

—No si eso significa volver al laboratorio.

—No, George. Lo que quiero que hagas es venir aquí unos minutos.

—¿Ahora mismo?

—¡Ahora mismo, George! Supongo que es la hora de tu pausa para comer.

—De acuerdo —dijo George—. Ya voy.

Pia se preparó. Casi en el momento justo en que ella había calculado su llegada, llamaron a la puerta. La abrió de par en par.

George abrió los ojos como platos. Estaba totalmente estupefacto. Miró a un lado y a otro del pasillo, nervioso, para asegurarse de que nadie podía ver lo que él estaba viendo. Pia estaba de pie en la puerta, desnuda.

—Esto no es lo que esperaba —balbució George, pero Pia tiró de él para que entrara en el cuarto.

Lo tenía todo premeditado, como en anteriores ocasiones, y una vez más, como en las anteriores ocasiones, George no se resistió. En aquellas circunstancias, ella era más fuerte que él, y George se sentía indefenso. Pia le agarró por el cinturón, y él acabó el trabajo por ella. Después, le quitó el jersey y la camiseta por encima de la cabeza. Pia lo lanzó contra la cama y le dio un condón, como en las anteriores ocasiones. Él ya estaba listo, dolorosamente listo, así que ella se puso de inmediato a horcajadas sobre él. Cerró los ojos y alzó la cara mientras se mecía rítmicamente y con toda su fuerza contra él. George sabía que solo era sexo, que ella buscaba el chute de endorfinas, y no tardó en provocárselo; se estremeció ligeramente al conseguirlo.

En cuanto terminó, Pia apoyó las manos sobre el pecho de George y se levantó. Le miró a los ojos, pero fue como si no le viera.

—Gracias. Lo necesitaba —dijo.

Se encaminó al cuarto de baño, abrió la ducha y, al cabo de un par de segundos, se metió en ella.

George se puso las manos detrás de la cabeza y bajó la vista unos segundos. Después, se quitó el condón, entró en el cuarto de baño, lo arrojó al retrete y tiró de la cadena. Desde la perspectiva del control de natalidad, había sido un desperdicio. Pia había terminado de ducharse y se estaba secando con la toalla. George no pudo por menos que admirar su cuerpo atlético, los pechos exquisitamente moldeados, la piel perfecta de color miel.

—¿Te mataría darme un beso?

George estaba aturdido. No sabía qué pensar. Sabía que le estaban utilizando y no entendía por qué.

—No me gusta besar. Me deja indiferente.

George se dio cuenta de que la mente de Pia ya estaba en otra parte. Era absurdo decirle «Bien, ¿y yo qué?». Ya imaginaba su respuesta: «¿A qué te refieres?». George no sabía qué podía añadir. Cada vez que practicaban sexo, él confiaba en que supusiera un adelanto en su relación, en que salieran del estancamiento y pasasen a un nivel de verdadera intimidad. Pero nunca había sucedido. Tampoco aquel día. Ella era un tren que corría por una vía diferente. En muchos aspectos, el papel de George era irrelevante; cualquiera habría podido tumbarse en su cama.

—Gracias —repitió Pia con desenvoltura cuando salió del cuarto de baño. No sentía pudor, ya fuera fingido o real. Durante su infancia no había tenido siquiera la oportunidad de fingir.

—¿Por qué? No he hecho nada.

—¡Ya lo creo! De veras. Me has reiniciado, como hay que hacer con los módems de vez en cuando. Has logrado que me dé cuenta de lo que debo hacer, en lugar de quedarme sentada aquí paralizada.

—¿De eso se trataba? Yo quiero… Quiero que nosotros… —George se sintió de nuevo como un adolescente desesperado. Pia se estaba vistiendo a toda prisa. Él estaba de pie, desnudo, y se sentía muy cohibido. Se puso los calzoncillos—. Dime, ¿qué vas a hacer?

—Meterme en más líos, supongo.

—¿Qué significa eso?

—Deberías irte, George. Mi problema es que no considero que trataran a Rothman de la forma correcta, tanto si la gente lo cree como si no. Se puso enfermo de una manera rara y le trataron de una manera rara. ¿Cloranfenicol? Ya casi nunca se prescribe. Ahora se llevan las cefalosporinas de tercera generación, de modo que ¿por qué le administraron algo antiguo que puede provocar secuelas catastróficas?

—Tú misma me lo dijiste. Lo utilizaron debido a los estudios de sensibilidad del propio Rothman.

—Eso dijeron ellos. No tendría que haber muerto, punto, pero aun así falleció transcurridas ¿cuántas?, ¿quince, dieciséis horas? Empeoró en el hospital. No hubo retraso en el tratamiento, lo llevaron directamente al pabellón en cuanto mostró los primeros síntomas. Creo que el tratamiento empeoró su estado.

—Vale, entiendo que te sientas frustrada, pero la decana te ha dicho claramente que no te inmiscuyas. Que no juegues a los epidemiólogos. ¿Quieres que te expulsen a patadas en cuarto curso?

—Tengo unos días libres. Si sigo aquí sentada, me volveré loca. Voy a hablar con Springer del tratamiento y de por qué no funcionó. Nadie me ha dicho que no pueda hablar con él.

—¡Springer! Todo el mundo sabe que odia a los estudiantes de medicina. Solo Rothman le superaba en reputación. Si te toca en la rotación de medicina interna, la mitad de los estudiantes intentan cambiarse al cabo de una semana. Y la otra mitad está haciendo cola en el tejado para saltar a la calle. Por no hablar del hecho de que ya le has cabreado.

—No te preocupes, George. Procederé con mi diplomacia habitual.

—Eso es justo lo que me preocupa.