Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
24 de marzo de 2011, 6.30 h.
Pia bajaba dando trompicones por Fort Washington Avenue, agarrándose el estómago con fuerza. Creyó que iba a vomitar, así que se detuvo junto a un cubo de basura, pero solo fue capaz de inclinarse sobre el borde e intentarlo un par de veces sin conseguirlo. Se incorporó y respiró hondo. Tenía que serenarse, pero ¿qué iba a hacer? Había un problema que debía afrontar de inmediato, y casi se sintió agradecida por la distracción: recordó que George y ella tenían que reunirse con la decana de estudiantes a las siete, de modo que se dirigió hacia la residencia.
* * *
George se había puesto el despertador a las 6.15. Estaba acostumbrado a dormir como un tronco, a pesar de que los rigores de la facultad de medicina significaran que solo pudiese hacerlo tres o cuatro horas seguidas. Pero aquella noche había sido incapaz de dormir, salvo por breves cabezadas, pues no había parado de darle vueltas en la cabeza a los acontecimientos de la noche. En un momento dado, se había rendido y se había sentado durante casi una hora en la no demasiado cómoda butaca que había junto a la ventana. Se había servido un vaso de Jack Daniel’s de una botella que tenía desde que empezó en la facultad. A través de la ventana veía una parte del puente George Washington y un tramo de los muelles del río Hudson a su paso por Nueva Jersey. Se sentía muy confuso y humillado por sus motivaciones.
La noche anterior, Pia había estado desesperantemente cerca de arruinar todos los planes de George. El joven se contuvo. No había sido culpa de Pia que él la siguiera como un perrito. Tenía que asumir parte de la responsabilidad. El problema era que la chica le importaba demasiado para permitir que se metiera en aquellos líos a ciegas y sola y, tanto si lo reconocía como si no, Pia necesitaba su ayuda. De todos modos, sabía que llegaría un momento en el que tendría que parar y anteponer sus intereses. Lo que no sabía era cuándo llegaría aquel momento.
Llevaba dormido poco más de una hora cuando sonó el despertador. George lo apagó sin enterarse. Nueve minutos después, repitió la jugada, y lo habría hecho una tercera vez si la llamada de Pia a la puerta no le hubiera despertado. Se alegró de verla, hasta que percibió la expresión de su cara y comprendió que algo iba mal.
—¿Qué ha ocurrido? Espera, ¿qué hora es? Hemos de ir a ver a la decana…
Pia entró en la habitación como un zombi reanimado y se desplomó sobre la cama de George. Murmuró algo contra la almohada.
—¿Qué pasa?
El joven comprobó la hora y empezó a vestirse. Al cabo de unos segundos, se acercó a la cama, se sentó en el borde y le apartó unos mechones de la mejilla a Pia. Era un caso perdido.
—Cuéntamelo —susurró.
—Ha muerto. Los dos han muerto.
—¿Quiénes? ¿Rothman? ¿Yamamoto?
—Sí.
—Oh, Pia, lo siento. Lo siento mucho. —George le puso una mano sobre el hombro—. No sé qué decir, Pia. Dios, esto es una verdadera tragedia. A juzgar por lo que me has dicho, estaban a punto de lograr algo enorme. Qué revés para la medicina regenerativa, tal vez un retraso de años, puede que incluso de una década. Nadie podrá sustituirles.
Pia guardó silencio. George apartó la mano. Ella se volvió para mirarle. Su rostro ya no estaba inexpresivo, solo furioso.
—En este momento, me importa una puta mierda el futuro de la medicina regenerativa. ¡Dios!
Pia se levantó de la cama de un salto y salió en tromba de la habitación. George la siguió mientras se metía la camisa por dentro de los pantalones. Al principio no la vio, pero oyó sus pasos al bajar la escalera.
—¡Espera, Pia!
Bajó corriendo a la calle en pos de su amiga, que se dirigía hacia el despacho de la decana a toda velocidad. La alcanzó y corrió a su lado.
—¡Pia!
Ella sacudió la mano para que se callara.
—Escucha, lo siento.
Ella se paró en seco, cerró los puños con los brazos pegados a los lados de su cuerpo y lanzó un grito profundo de exasperación. Se volvió y miró a George a los ojos.
—George, no me digas que lo sientes. ¡Limítate a cerrar el pico, por favor!
Sin más, se alejó y dejó a George parado en mitad de la calle como un amante abandonado. George dejó caer los hombros. Estaba claro que dar el pésame no era su fuerte, pero creía que no se merecía aquel rapapolvo ni por asomo. Recordó su larga noche de autoexamen. Si aquella mujer le necesitaba, sobre todo en aquellos momentos, tenía una forma muy rara de demostrarlo.