Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
23 de marzo de 2011, 19.38 h.
La noticia de la enfermedad de Rothman y Yamamoto se propagó con celeridad entre toda la comunidad médica de Columbia. George Wilson, como todos los demás, se había enterado, y solo podía imaginarse el efecto que aquello estaría teniendo sobre Pia. Preocupado, se había puesto a buscarla. Tardó un rato, pero al fin consiguió localizarla. No contestaba al móvil, y Will y Lesley tampoco la habían visto, así que había tenido que ir a buscarla en persona. George dio con ella entre los libros de la biblioteca, un lugar que sabía que le resultaba reconfortante. Después de engatusarla un poco, Pia accedió a acompañarle a la cafetería de la residencia.
La joven no recordaba haberse sentido tan afligida en su vida. Estaba especialmente preocupada porque sus emociones se hallaban en conflicto. Por lo general, a lo largo de su tumultuosa vida, la angustia había tenido una causa definitiva, pero en aquel momento no sabía si se sentía inquieta por el alarmante estado de Rothman o enfadada por el hecho de que se hubiera dejado infectar por la bacteria con la que estaba trabajando. Y existía un trasfondo: Pia estaba aterrorizada por su propio futuro; creía haber sido muy cuidadosa al trazárselo, pero ahora tenía la impresión de caminar sobre la cuerda floja. También estaba furiosa consigo misma por haber permitido que Rothman penetrara en su tan bien construido escudo protector. Y encima, tenía que lidiar con la distracción añadida de George, que intentaba ser solícito, pero solo lograba empeorar la situación con sus preguntas.
—No puedo continuar aquí sentada —dijo Pia de repente; había interrumpido a George, pero le daba igual.
—No has comido nada —señaló él mirando hacia a su bandeja—. Tienes que comer algo.
—No puedo —se quejó Pia—. Sentir que tengo el control de la situación es importante para mí. Y no creo tenerlo. Mi vida se está desmoronando. He de ver a Rothman. Es preciso.
La seguridad era esencial para Pia, así como el control. En ese momento no experimentaba ninguna de las dos sensaciones.
—¿Está permitido visitarle?
—Ni siquiera sé si está consciente. Pero yo no soy una visita, estoy preocupada por el tratamiento que le han prescrito.
—Te acompañaré —dijo George.
Pia no sabía si quería que la acompañase.
—¿No tienes nada que hacer?
—Nada importante. Quiero ayudarte.
—¡Como quieras!
Pia se levantó de un salto, y dejó la bandeja de la comida intacta. George se metió el bocadillo de pavo de Pia, todavía en su envoltorio, en el bolsillo de la chaqueta y corrió detrás de la joven. Mientras ella caminaba a grandes zancadas hacia el hospital, George procuraba no quedarse rezagado. Intentó hablar con ella, pero renunció cuando no le contestó. Pia tenía una misión.
La planta en la que estaban ingresados Rothman y Yamamoto estaba plagada de enfermeras y camilleros. Se veían pocos pacientes. La mayoría estaban demasiado enfermos para andar paseándose por los pasillos. Pia localizó a la residente de guardia, la doctora Sathi de Silva. Era la única residente de enfermedades infecciosas, de modo que estaba ocupadísima, y no solo con sus dos pacientes famosos, sino con un pabellón lleno de enfermos y varias personas más en la sala de urgencias a la espera de que los atendiera. Pia y George llevaban la bata blanca de la facultad de medicina, así que la doctora De Silva les tomó por estudiantes que debían de estar en su rotación de medicina interna. La doctora se tomaba muy en serio sus responsabilidades lectivas, de modo que cuando Pia empezó a hacerle preguntas sobre el doctor Rothman, hizo una pausa en sus actividades.
—Como contestación a su pregunta, los doctores Rothman y Yamamoto están gravemente enfermos. Ambos sufren delirios y no es posible comunicarse con ellos.
—Tengo entendido que les están administrando cloranfenicol. ¿Qué opina de esa elección?
La doctora De Silva se encogió de hombros.
—Creo que es una buena opción. Sí. Se trata de una situación única, porque existen nuevos antibióticos, pero en este caso contamos con estudios sobre sensibilidad que demuestran la especial sensibilidad de las cepas de salmonela implicadas. El doctor Springer cree que es nuestra mejor esperanza. Estamos monitorizando los posibles efectos secundarios, pero aún no hemos observado ninguno. Si surgen problemas, siempre podemos recurrir a una de las nuevas cefalosporinas de tercera generación.
—Un caso extraño —comentó Pia.
—De lo más raro —admitió De Silva—. Y no deja de ser irónico.
—¿Sabemos cómo se infectaron?
—Si es así, no me han comentado nada. Sé que los epidemiólogos del CDC han analizado el laboratorio y en particular la zona de contención del nivel tres donde se guardaba la cepa de salmonela. Creo que sus preocupaciones iniciales estaban relacionadas con un fallo de funcionamiento de la campana protectora, pero por lo visto marchaba a la perfección. Había algunas bacterias en la campana, pero eso es de esperar. Tomaron muestras, y tendremos los resultados antes de veinticuatro horas. Todo esto lo sé por rumores. Mi trabajo consiste en cuidarlos.
—Por supuesto —dijo Pia—. ¿El CDC ha terminado con el laboratorio?
—El doctor Springer me dijo hace una hora que la mayoría de expertos ya estaban de vuelta a Atlanta.
El móvil de la doctora de De Silva pitó, y la mujer le echó un vistazo a un mensaje de texto.
—¡Vaya, he de irme! Ha sido un placer hablar con ustedes.
—¿Podemos ver al doctor Rothman?
—No me parece perjudicial, pero no van a ver gran cosa —contestó la doctora De Silva mientras se alejaba—. Como ya he dicho, sufre delirios. ¡Si entran, no olviden ponerse todo el equipo y no saquen nada!
Pia se encaminó al instante hacia la habitación de Rothman. George corrió tras ella.
—¿Qué estás haciendo? —protestó George—. No puedes entrar ahí. Está enfermo, no podrá decirte nada. ¿Para qué correr el riesgo?
Pia no contestó. Se vistió de acuerdo con las Precauciones Universales establecidas por el CDC, que estaban pegadas en la puerta exterior. George continuó intentando disuadir a Pia, pero ella no le hizo caso. Se hizo con un equipo protector para él y siguió a su amiga hasta el interior de la habitación. Cuando atravesaron la puerta, sintieron que el aire entraba con ellos.
Pia se acercó a la cama. Había varias vías intravenosas en funcionamiento, cargadas de antibióticos.
—¿Doctor Rothman? ¿Doctor Rothman?
El hombre se removió y abrió los ojos.
—¿Puede oírme, doctor Rothman?
—¿Qué estás haciendo?
La resolución de George comenzaba a hacer aguas. Ninguno de los dos estaba haciendo la rotación de medicina interna, de manera que no tenían la menor excusa para estar allí. ¿Y por qué intentaba Pia hablar con el doctor Rothman? El hombre sufría delirios. Aparte de los problemas en que podían meterse, George estaba inquieto por la salmonela que había infectado al doctor. El hombre parecía muy enfermo; tenía un color ceniciento y mechones de pelo pegados a la frente pálida.
—Tiene muy mal aspecto —comentó Pia.
—No me digas… —comentó George nervioso.
—¡Dios mío, mira! Está perdiendo pelo.
Pia señaló varios mechones de pelo sobre la almohada de su jefe, pero a George no le interesaba aquello. Rothman se había puesto nervioso, se revolvía contra sus ligaduras mientras trataba de pronunciar alguna palabra. Pia cogió la gráfica y pasó las páginas.
—Tiene la temperatura alta. No mucho, pero alta.
—Pia… ¡vámonos! —susurró George.
—Vete tú, George. Yo no pienso moverme. Todavía no.
Gracias a su trabajo con Rothman, Pia había aprendido mucho sobre la fiebre tifoidea y su causa, la Salmonella typhi. Conocía los peligrosos síntomas de la enfermedad y el hecho de que atacaba el intestino delgado, concentrándose en el tejido linfoide que recibía el nombre de placas de Peyer. Rothman tenía la bata recogida en un costado, y Pia le descubrió el abdomen un poco más. Le presionó con cuidado la parte superior del abdomen, y Rothman se retorció y movió la cabeza de un lado a otro.
—No cabe duda de que muestra señales de malestar, tal vez de dolor, en el abdomen —dijo Pia—. No es una buena señal.
George estaba fuera de sí. Vio pasar a unas cuantas personas por el pasillo a través de las ventanas de cristal armado que guarnecían las dos puertas de la sala de aislamiento. Bajó las persianas, con la esperanza de conseguirle más tiempo para Pia. Cuando esta dejó de presionarle el abdomen de Rothman, el doctor reaccionó un poco, ante la sorpresa de su alumna, como si aquello le causara mayor malestar.
—¿Has visto eso? Se ha estremecido. ¿Tú dirías que se ha estremecido?
Pia repitió la maniobra y obtuvo el mismo resultado.
—Se ha estremecido, sin duda.
—No sé lo que estás haciendo, pero vas a conseguir que nos expulsen a patadas de la facultad de medicina si no nos vamos ahora mismo. Nos estamos pasando con un par de pacientes célebres.
—Es el signo del rebote, o de Blumberg. Una señal de peritonitis, inflamación de la membrana de la cavidad abdominal. Significa que las bacterias han penetrado la membrana del intestino delgado.
Pia estiró la mano y oprimió el botón del intercomunicador. Descolgó la enfermera del control de enfermería.
—¿Está disponible la doctora De Silva? Si es así, dígale que venga enseguida. El paciente presenta signo del rebote.
George cambiaba su peso de un pie al otro. «Ahora sí que la ha cagado», pensó.
La doctora De Silva entró en la habitación al instante, palpó el abdomen del doctor Rothman y confirmó el descubrimiento de Pia.
—Y mire, se le está cayendo el pelo —dijo Pia.
—Eso podría deberse al cloranfenicol. Pero, en cualquier caso, el signo del rebote sugiere que el cloranfenicol no está controlando la infección. Tendremos que cambiar el antibiótico. Llamaré al doctor Springer, a ver qué sugiere. Gracias por su ayuda.
La doctora De Silva salió de la habitación.
—Está empeorando —dijo Pia, y miró al doctor Rothman con tristeza.
—El signo del rebote no es una buena señal, lo sé —confirmó George—, pero ya has hecho todo lo que has podido. Vámonos. Ya la has oído, va a llamar a Springer.
Para cuando George y Pia se quitaron el equipo protector y volvieron al control de enfermería, la doctora De Silva ya estaba hablando por teléfono con Springer. Pia se colocó cerca para escuchar la parte de la conversación de la doctora De Silva. Daba la sensación de que era Springer quien hablaba más.
—De acuerdo, ceftriaxona… —dijo ella—. Y la pérdida de cabello… Exacto, por supuesto que dejaremos de administrar el cloranfenicol… De acuerdo. Hasta pronto, y llamaré al doctor Miller.
La doctora se volvió y vio a Pia. Colgó el teléfono y volvió a marcar de inmediato. Tapó el receptor con la mano izquierda y se dirigió a la chica mientras sonaba el teléfono.
—El doctor Springer viene hacia aquí. Quiere examinar en persona el signo del rebote… Ah, hola. Quiero hablar con el doctor Miller… Doctor Miller, soy la doctora De Silva, de Enfermedades Infecciosas. Estoy tratando a los doctores Rothman y Yamamoto. El doctor Springer querría hacerle una consulta. Hemos detectado el signo del rebote en el doctor Rothman, y tal vez tengamos que extraerle el intestino infectado… No, de momento solo el doctor Rothman… La fiebre le ha subido un poco. Los demás niveles, presión sanguínea, pulso, oxigenación, siguen igual. De acuerdo, gracias.
La doctora De Silva colgó el teléfono y exhaló. Era una mujer menuda, procedente de Sri Lanka, que se enorgullecía de dirigir el barco con orden y disciplina. Se sentía avergonzada de que una estudiante de medicina hubiera detectado una señal importante que a ella se le había pasado por alto.
—Fui a verle unos minutos antes de que ustedes aparecieran. La fiebre se mantenía estable —dijo, en parte para Pia y en parte para sí misma. Se volvió hacia la alumna—. Puede producirse muy deprisa. El doctor Miller, jefe de residentes de cirugía, viene hacia aquí. También el doctor Springer. Bien, ¿quién es su profesor? Al menos, debería reconocerle el mérito del descubrimiento. ¿Cómo sabía lo que tenía que buscar? Estoy impresionada.
—De hecho, en este momento no estoy en medicina interna.
—¿Ha elegido la optativa de enfermedades infecciosas? En ese caso, no sé su nombre.
—Tampoco he elegido la optativa de enfermedades infecciosas.
George intentaba desesperadamente que Pia cerrara la boca. Sin que la doctora De Silva le viera, le hacía gestos frenéticos de que se había acabado el tiempo, como un árbitro de fútbol americano.
—Bien, ¿qué la ha traído por aquí? —preguntó la doctora De Silva.
—Solo da la casualidad de que sé un montón sobre salmonela.
—¿De veras? ¿Gracias a quién?
—Al doctor Rothman —contestó Pia, mientras George la agarraba del brazo y se la llevaba literalmente en dirección a los ascensores.
* * *
George se sintió aliviado cuando salieron del hospital. Con lo atareada que estaba la doctora De Silva, confiaba en que no hablara demasiado sobre aquellos dos misteriosos estudiantes de medicina, uno de los cuales había resultado ser muy útil. De hecho, dudaba que lo hiciera. Sabía que no había existido negligencia alguna por parte de la doctora De Silva, pero también era consciente de que, en la atmósfera competitiva del centro académico, probablemente se sentiría mortificada por haber sido eclipsada, de alguna manera, por una simple estudiante. Pia había detectado el cambio en el estado del doctor Rothman antes que ella. Pero su alivio duró poco.
—Quiero volver al laboratorio —dijo Pia tras detenerse de repente. Acababan de llegar a la esquina de la calle Ciento sesenta y ocho con Haven Avenue—. Quiero saber si hay pistas sobre por qué o cómo se infectó. Es muy precavido, no lo entiendo. Es muy metódico y compulsivo con su trabajo, su organización, su técnica, todo es perfecto. Es absurdo.
En las profundidades de la mente de Pia todavía rondaba la idea de que Rothman se había infectado a propósito. Pero ¿por qué mezclaría al doctor Yamamoto? No podía ser, ¿o sí? Lo que Pia quería hacer era eliminar por completo la idea, incluso como una posibilidad remota. Si Rothman moría, sería una especie de traición, pero no quería que fuera intencionada. Pensaba que sería capaz de asumir una traición del destino. Una traición personal de Rothman sería algo muy diferente.
George gruñó para sus adentros. Ir a ver a Rothman ya había sido bastante grave. Entrar en un laboratorio clausurado por orden del CDC era algo impensable.
—El laboratorio está clausurado —dijo de una forma que no admitía discusión—. Por orden del CDC. Subamos a tu habitación. He guardado el bocadillo que no te has comido.
A modo de demostración, George lo sacó del bolsillo.
—Me voy —dijo Pia.
—¿Qué demonios quieres descubrir que no haya descubierto ya el CDC?
—No lo sé, pero no puedo quedarme cruzada de brazos. Puedes acompañarme o no, yo iré de todos modos. Por supuesto, dos pares de ojos ven más que uno solo.
George se dio cuenta de que su amiga estaba pidiéndole ayuda, aunque de manera indirecta. Era la primera vez que sucedía algo así. De todos modos, la decisión no era fácil. No le importaba ser flexible con las normas, pero quebrantarlas de aquella manera… No podía permitirse que le expulsaran de la facultad de medicina. Había sido su objetivo desde que tenía uso de razón, y debía pensar en su familia. Pero George no tenía tiempo para meditar la decisión. Pia ya se había dado media vuelta y se dirigía hacia el edificio de investigación.
—¿No te preocupa contraer la fiebre tifoidea? —preguntó cuando la alcanzó.
—Estaba allí dentro esta mañana. Y nos pondremos un equipo protector, como el que utilizamos en la habitación de Rothman.
La joven entró en el edificio, seguida de George. Fue como tomar una decisión sin tomarla. Le enseñaron sus identificaciones al hombre de seguridad y se encaminaron hacia los ascensores.
Tal como George se esperaba, una cinta amarilla de precaución impedía el acceso a la puerta del laboratorio.
—Justo lo que imaginaba. No podemos entrar.
Pia no contestó. Se limitó a desprender la cinta y trató de abrir la puerta, que estaba cerrada con llave. Aquello no la disuadió. A lo largo de los últimos tres años y medio, en muchas ocasiones le habían pedido que llevara a cabo una lectura nocturna en el laboratorio o que controlase un experimento automatizado. Sacó la llave que le habían dado para tales eventualidades, abrió la puerta y cruzó el umbral.
—Pia, esto es una locura —dijo George. La siguió a regañadientes. Estaba oscuro y reinaba el silencio.
—Relájate. Las cámaras de seguridad están desconectadas, llevan días reparándolas. ¿Quién va a entrar ahora? Solo quiero comprobar la instalación de almacenamiento refrigerado del laboratorio de bioseguridad y echarle un vistazo al cuaderno de trabajo. Y, antes de que lo digas, ya sé que el CDC lo habrá investigado todo. Hasta es posible que se hayan llevado el cuaderno. Sea como sea, he de asegurarme de que no se les ha pasado nada por alto.
Pia encendió la mínima luz necesaria. Era una pequeña lámpara situada junto a la máquina de café comunal. Después, le echó un rápido vistazo a su propio despacho y también al de Rothman. George la seguía como una sombra. Hasta donde la joven pudo ver, ambos espacios continuaban igual que siempre. Pia le indicó a George el escritorio de Rothman. La bandeja de entrada, los escasos expedientes, las fotos: todo estaba igual.
—¿Ves lo ordenado que es?
George solo podía pensar en largarse de allí. Un circulador de aire se conectó y el chico pegó un bote. Siguió a Pia hasta la sala de bioseguridad de nivel tres y ambos se pusieron los equipos protectores una vez más. Ella se sirvió del teclado codificado para acceder al laboratorio. Como no había ventanas, encendió las luces del techo. El sistema de ventilación continuaba en funcionamiento, y en la sala reinaba una calma sobrecogedora. Pia examinó el cuaderno de trabajo, pues el CDC no se lo había llevado. Observó que contenía las anotaciones habituales. La penúltima era de Panjit Singh, cuando había entrado aquella mañana para prepararlo todo. También estaban consignadas las entradas de Rothman y Yamamoto. Nada anormal. Después se acercó a la unidad de almacenamiento refrigerado. Tras pulsar los botones de un teclado distinto, estaba a punto de abrirla cuando un ruido llamó su atención.
—¿Has oído eso? —le susurró a George.
—¿Oído qué? —replicó él nervioso.
Pia levantó una mano, se acercó a la puerta y la abrió unos centímetros. Se oían unos sonidos quedos, pero inconfundibles: voces en el laboratorio. Voces que cada vez hablaban más alto.
—Venga, por aquí —lo azuzó ella.
—Mierda —masculló George. También había oído las voces—. Mierda.
En silencio, pero de forma apremiante, Pia le indicó por gestos que la siguiera. George vio adónde se dirigían; atravesaron una salida de emergencia situada al fondo del laboratorio. La puerta chirrió cuando la abrió, pues no la habían abierto desde que la instalaron durante la última renovación del laboratorio. También era hermética.
Pia le pisaba los talones. De haber estado sola, podría haberse quedado y afrontado los hechos, pero era muy consciente de que George tenía pánico a la autoridad. A qué se debía, lo ignoraba.
La puerta de emergencia de la unidad conducía al almacén del laboratorio, donde Pia y George se quitaron el equipo protector; después se precipitaron hacia la parte principal del departamento de microbiología, que albergaba el laboratorio de Rothman. El personal del turno de noche del laboratorio clínico de microbiología sintió curiosidad al ver a dos jóvenes que pasaban corriendo, pero a continuación se quedó estupefacto al observar que, un minuto después, les seguían tres figuras con traje protector completo.
Microbiología conducía al departamento de anatomía, y George y Pia atravesaron las puertas que los comunicaban y accedieron a un entorno familiar. Cuando eran estudiantes de primero habían pasado mucho tiempo en aquel departamento. George iba delante, pero no sabía muy bien hacia dónde. Solo sabía que no quería que le pillaran. Entró en la sala de anatomía, que estaba a oscuras, apenas iluminada por los indicadores nocturnos. Para el provecho de los estudiantes de primer curso que estaban recibiendo clases de anatomía, la habitación estaba bien provista de cadáveres, la mayoría cubiertos con mortajas de hule. Había varios torsos erguidos en la mesa de enseñanza principal. Los habían seccionado por la parte superior del pecho y después dividido con una sección sagital, de manera que la mitad del esófago y la mitad del cerebro eran visibles. A George le quedaban los torsos a la altura de los ojos, y tuvo la sensación de que sus globos oculares brillaban en la penumbra.
Los dos amigos se agacharon detrás de la larga mesa de prácticas, pero no había ningún sitio donde esconderse. Un momento después de su llegada, las hileras de luces del techo se encendieron. Tres guardias de seguridad con trajes protectores irrumpieron en la sala. Pia se levantó, y George, muy a regañadientes, la imitó.
Los hombres de seguridad estaban irritados, y les pidieron que se identificaran. Habían hecho varias llamadas por radio antes de volverse hacia los estudiantes. George se sentía acobardado, pero Pia se tomaba las cosas con calma.
—Acompáñennos —dijo la figura más cercana a George, al tiempo que le agarraba del brazo y le sacaba de la sala. Pia salió detrás de él.
El grupo dejó atrás a los pocos curiosos del laboratorio de microbiología clínica y bajó a la calle en un montacargas. Por la mente de George desfilaban todo tipo de pensamientos, pero no veía forma alguna de que Pia saliera de aquella. Mientras atravesaban el campus, el grupo atrajo un montón de miradas y comentarios de los transeúntes. Algunos se preguntaron si estaban siendo testigos de alguna travesura estudiantil.
Condujeron a Pia y a George por un pasillo situado en las entrañas del hospital, en dirección al departamento de seguridad. Pasaron ante una hilera de monitores de televisión controlados por dos hombres de aspecto aburrido, recorrieron otro pasillo y entraron en un pequeño despacho con un letrero escrito a mano en la puerta: OFICIAL DE SERVICIO. De pie ante un par de monitores montados en la pared estaba David Winston, el hombre que se había hecho cargo del laboratorio aquella mañana. Reconoció a Pia, pues la había ayudado cuando se desmayó en la calle.
—Ah, usted otra vez. Veo que se encuentra mejor que la última vez que la vi.
—Señor Winston —contestó Pia—. Mi amigo y yo estábamos recogiendo algunas de mis pertenencias en mi despacho.
Winston examinó una lista sujeta en una tablilla que descansaba sobre su escritorio.
—Señorita Grazdani y…
Miró a George.
—George Wilson.
—George Wilson. No consta en mi lista. ¿También es estudiante de cuarto?
El joven asintió.
—Bien, usted también tomará antibióticos —dijo Winston—. Chicos, en estas situaciones utilizamos un protocolo. Han irrumpido en una zona de seguridad potencialmente contaminada. Yo mismo les he visto, sentado aquí. Puede que las cámaras no funcionen dentro del laboratorio, pero fuera sí. De modo que veo a dos personas entrar en el laboratorio y he de enviar a buscarlas a tres de mis hombres vestidos con el traje protector completo. Y resulta que son ustedes dos. Ahora el protocolo manda que llame a la decana de estudiantes, a quien le encanta recibir noticias mías, como ya imaginarán. Es una simple cortesía, porque mi siguiente llamada será a mis amigos de la comisaría 33 para sostener una sincera y completa conversación sobre el allanamiento.
George estaba horrorizado. Si la policía intervenía, estaba jodido.
—No sé por qué han entrado ahí y no voy a preguntarlo. Es posible que el CDC lo haya limpiado, pero la cinta de precaución continuaba delante de la puerta. Sobre todo usted, señorita Grazdani, pues le advirtieron específicamente que estaba prohibido entrar en el laboratorio. La verdad, no doy crédito. Pero desde que acepté el trabajo de jefe de seguridad del centro nunca he comprendido a los estudiantes de medicina.
Pia empezó a hablar, pero Winston extendió una mano para silenciarla y llamó a la decana de estudiantes. Le explicó la situación. Después, escuchó durante un buen par de minutos y colgó el teléfono.
—Viene para acá. Si estuviera en su lugar, no sé con quién preferiría lidiar, si con la decana o con la 33.
Winston acompañó a George y Pia a una pequeña habitación contigua y cerró la puerta. George estaba demasiado agitado para hablar. Pia se puso a pasear de un lado a otro de la habitación. No podía permanecer quieta. Después de lo que se les antojó una eternidad pero no fue más que media hora, la puerta se abrió y entró una mujer alta, de pelo oscuro, vestida con chándal y chaqueta de esquí. Cerró la puerta tras ella. Se llamaba Helen Bourse. Hacía casi una década que era la decana de los estudiantes y se llevaba bastante bien con todos, aunque era un hueso duro de roer.
—¿Qué demonios creían que estaban haciendo? Por su culpa he tenido que solicitar más favores de los que me debían, solo para impedir que el señor Winston les detuviera. Quiero que me convenzan de que he hecho bien.
—Lo siento muchísimo, señora Bourse —dijo George. Con un solo vistazo a la expresión desafiante de Pia, decidió que debía hablar en nombre de los dos—. Lo sentimos muchísimo.
—¿Qué estaban haciendo allí, por el amor de Dios? En un laboratorio clausurado y potencialmente contaminado.
—La única parte que podría estar contaminada es la unidad de bioseguridad —contestó Pia interrumpiendo a George, que había empezado a contestar—. Tomamos todas las precauciones necesarias. Quería verlo con mis propios ojos. No puedo entender cómo llegó a infectarse el doctor Rothman, conociéndole como le conozco.
—Por lo tanto, no estaba recogiendo sus cosas, como le ha dicho al señor Winston. ¿Qué pasa, de repente se han convertido en epidemiólogos? Hoy hemos tenido un equipo completo de auténticos epidemiólogos, tanto de aquí como del CDC, examinando el laboratorio. Han peinado toda la instalación, incluida la unidad de bioseguridad.
—¿Qué han encontrado?
—Nada, pero esa no es la cuestión.
—He estado trabajando allí a temporadas durante más de tres años. Quería investigarlo. Si se hubiera producido algún cambio, yo podría haberlo notado, probablemente con mayor facilidad que unos extraños venidos de Atlanta.
La decana Bourse se calmó un poco. Comprendió que Pia estaba en lo cierto. Aun así, aquello no justificaba lo que aquellos dos estudiantes, por lo demás sobresalientes, habían hecho, algo estúpido y fuera de lugar.
—Bien, ¿qué han descubierto? —preguntó tras una pausa.
—Nada, pero nos interrumpieron. ¿Tiene algún informe de los epidemiólogos?
—Del CDC no, desde luego. Todavía no. Pero he hablado con el jefe de nuestro equipo. Por lo visto, todo funcionaba a la perfección.
La doctora Bourse sabía que Rothman estaba más unido a aquella estudiante que a cualquier otra persona de toda la comunidad médica. Sabía bastantes cosas de Pia, más de las que la alumna sospechaba. Había tenido acceso a todas las deliberaciones del comité de admisiones, y las había examinado con gran detalle. Hasta la llamada de Winston, tenía grandes esperanzas depositadas en ella, y deseaba conservarlas. Bourse tenía la intención de minimizar los perjuicios de la escapada nocturna de Pia. Aquella era la responsabilidad de ser la decana de estudiantes. A primera hora de la noche, había tenido que afrontar un problema todavía más espinoso: en las plantas médicas habían sorprendido a un estudiante de tercero robando fármacos que necesitaban receta. Bourse desvió su atención hacia el segundo delincuente. Al menos él la miraba a los ojos, cosa que no había conseguido de Pia.
—¿Y cuál es su excusa? —le preguntó con cierta resignación en la voz.
—No tengo excusas. Estaba ayudando a mi amiga —contestó George con la mayor entereza posible.
La decana estudió a George. Él también se contaba entre los mejores estudiantes, y en general caía mejor que Pia, a la que podía considerarse muy reservada. Bourse era muy consciente de que George estaba enamorado de Pia, de modo que aceptó su excusa. Una vez más, se maravilló de cómo un joven dotado de tanto talento como George podía comportarse como un adolescente enamoradizo hasta el punto de arriesgar su futuro. Si Bourse hubiera permitido que Winston le detuviera, tal vez no habría podido llegar a ser médico.
—De acuerdo —dijo la mujer. Respiró hondo y miró hacia el techo un momento para aclararse las ideas—. Vamos a hacer lo siguiente: volverán a sus habitaciones y se quedarán allí. No confraternizarán con nadie ni hablarán del episodio con nadie. Se controlarán la temperatura y se tomarán sus antibióticos, tal como les han indicado. George, yo me encargaré de que se los faciliten. Les veré mañana a las siete de la mañana en mi despacho. Entonces hablaremos de su optativa, señorita Grazdani. Señor Wilson, mañana volverá a radiología. Ambos rezarán una oración por mí y darán gracias al Señor por que esté de buen humor. Ahora, voy a intentar arreglar esto con el señor Wilson. Si puedo.
Una vez la decana hubo salido de la habitación, George exhaló un profundo suspiro y se recostó contra el respaldo de la silla.
—Oh, Dios mío, creía que estábamos muertos. Si la policía no interviene, solo será un asunto interno. No quedará plasmado en nuestro expediente. Será como si nunca hubiera sucedido.
George miró a Pia, que no contestó. Su rostro no expresaba nada, y no cabía duda de que su mente continuaba en el laboratorio.
—¿No puedes dejarlo correr? —preguntó George.
—Pues claro que no puedo dejarlo correr —replicó Pia—. Tiene que haber pasado algo. Algo extraño.
—¿Y si uno de los técnicos metió la pata, por accidente o a propósito? Es decir, Rothman era como un elefante en una cacharrería. Imagino que no mucha gente va a llorar esta noche por lo que le ha pasado.
Pia sacudió la cabeza.
—Había gente en el laboratorio que le consideraba antipático. Pero también le admiraban mucho. No me cabe en la cabeza que alguien del laboratorio haya actuado de manera solapada.
—¿En qué estás pensando?
—No sé qué pensar.
La cabeza no paraba de darle vueltas. Su principal preocupación era si Rothman sobreviviría. Al mismo tiempo, volvía a plantearse las dos posibilidades de lo que había sucedido: que Rothman se hubiera contaminado por accidente o a propósito. Pero entonces, otra idea empezó a cobrar forma en su mente. Comprendió que existía una tercera posibilidad que aún no había tenido en cuenta.