Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
23 de marzo de 2011, 14.37 h.
No hacía calor, pero Pia había querido sentarse fuera. Había encontrado unos cuantos bancos en un pequeño rectángulo de cemento público, lo que en Nueva York suele llamarse un parque, así que se sentó, con las manos en los bolsillos del abrigo, la barbilla baja, la capucha sobre los ojos. Su mente repetía la escena que acababa de presenciar. Tenía un toque surrealista, como si fuera una de sus pesadillas. Por desgracia, era real.
Una vez que se consideró razonablemente calmada, se levantó del banco y empezó a caminar hacia la residencia. Al llegar a mitad de camino, cambió de opinión y volvió al hospital. Allí se tomó sus dos primeras pastillas de antibióticos en una fuente de agua, antes de dirigirse a la planta de medicina interna.
En el control de enfermería, preguntó por el doctor Rothman y la derivaron al ala de enfermedades infecciosas, que estaba en el piso de arriba. Allí habían ingresado a su jefe y Yamamoto. Quería conocer el estado de Rothman, con la esperanza de que se hubiera recuperado gracias al tratamiento y, en ese caso, quería preguntarle si sabía cómo se habían contaminado Yamamoto y él. Sabía que los epidemiólogos le harían las mismas preguntas, pero ella tenía motivos personales para averiguarlo: la loca idea de que el hombre lo había hecho a propósito, un pensamiento que reconocía como irracional, pero que exigía, en su cabeza, ser investigado.
Pia tenía otra preocupación. La experiencia le había enseñado a desconfiar de la autoridad de cualquier institución y a asumir que nada iba como era debido. Sabía que Rothman caía mal a casi el cien por cien de sus colegas del centro médico. Era grosero, parecía arrogante y antisocial. Aunque el protocolo médico y la simple decencia humana exigían que cada paciente recibiera toda la atención del personal médico y los mejores cuidados disponibles, no podía evitar pensar que la reputación de su jefe podría degradar dichos principios.
Utilizó sus credenciales de estudiante de medicina para subir a la planta y descubrió que ambos investigadores se hallaban en dos habitaciones contiguas de presión negativa, en las que entraba aire pero no salía. Estaban sometidos a un estricto aislamiento, pero no había vigilantes en las habitaciones. Pia empezó a ponerse el equipo de aislamiento en la antecámara (bata, gorro, guantes y botines), pero, cuando estaba a punto de ponerse la mascarilla, el doctor Springer salió de la habitación de Rothman. Se quitó la mascarilla y miró a Pia.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? Es usted una de las estudiantes de Rothman, ¿verdad? Se supone que debería estar en casa.
—Me he tomado los antibióticos y mi temperatura es normal. Sé que estoy sana. Hoy no he estado en la unidad de bioseguridad, ni siquiera he entrado en contacto con el doctor Rothman o el doctor Yamamoto. Es muy importante que hable con él.
—¡Santo Dios! Por supuesto que no puede hablar con él. Las únicas personas que tienen permitida la entrada son el personal médico asignado al caso. No se admiten familiares, amigos, ni, por supuesto, estudiantes de medicina.
—Ahora no hay nadie con él. ¿Está seguro del diagnóstico? ¿Es este el mejor lugar para tratar su enfermedad?
—¿Qué quiere decir con eso de si es «el mejor lugar»?
Springer sacudió la cabeza con incredulidad.
—Sé lo que piensa la gente de aquí del doctor Rothman…
—Jovencita, no sé lo que está insinuando, pero todo el personal del Centro Médico de Columbia recibe el mismo exquisito trato que cualquier otra persona, amigo o enemigo, rico o pobre. No existe la menor diferencia. Y resulta que a mí sí me cae bien el doctor Rothman.
—Vale, vale. Lo siento, solo estoy preocupada. —Pia no quería dar su brazo a torcer—. Llevo más de tres años trabajando con esos dos hombres en las cepas de salmonela que probablemente los hayan infectado, y he pensado que podría ayudar.
—De acuerdo —dijo Springer. Se relajó un poco. Intuía que las intenciones de Pia eran buenas, aunque muy poco realistas.
—Debo decirle que ambos hombres padecen delirios. Aunque la dejara entrar, no conseguiría obtener nada del doctor Rothman. Sígame.
Springer se quitó el equipo protector y lo tiró al cesto. Pia le imitó.
El doctor guió a Pia hasta el control de enfermería, se sentó y compartió con ella la larga lista de las pruebas solicitadas, entre ellas un hemograma completo, electrolitos, cultivos de sangre, cultivos de orina, cultivos de heces, pruebas de microbiología de ADN, y las radiografías pertinentes. En aquel momento, los resultados ya habían confirmado que el agente infeccioso era una de las cepas de salmonela con las que Rothman y Yamamoto estaban trabajando, la que Rothman denominaba cepa alfa, la más virulenta de las tres cultivadas en el espacio. También mencionó que el recuento de leucocitos indicaba una leve leucopenia, lo cual significaba que estaba ligeramente bajo, un síntoma habitual de la fiebre tifoidea. Comentó que los electrolitos, refiriéndose sobre todo al sodio, el cloro, el calcio y el potasio, eran normales. Springer concluyó diciéndole a Pia que estaban controlando la temperatura, el ritmo cardíaco, la presión sanguínea, el grado de oxigenación de la sangre, la producción de orina y la presión venosa central de Rothman y Yamamoto, y que en aquel momento lo único anormal era la temperatura.
—Ambos se encuentran en mal estado, sobre todo teniendo en cuenta la celeridad con la que les ha afectado la enfermedad —añadió Springer.
—¿Qué antibióticos están tomando?
Como Pia sabía por sus estudios con Rothman, existía cierta división de opiniones acerca de cuáles eran los mejores para tratar los casos graves de salmonelosis.
—Buena pregunta —dijo el doctor Springer—. De hecho, el doctor Rothman me informó hace poco sobre unos hallazgos que había efectuado en sus estudios sobre la sensibilidad a los antibióticos de estas cepas cultivadas en gravedad cero. Las tres cepas con las que estaba trabajando son muy sensibles al cloranfenicol. Se trata de un antibiótico que, hace tiempo, se consideraba la mejor elección para el tifus, pero dejó de tener aceptación en los años setenta porque las nuevas cepas de salmonela estaban desarrollando resistencia a ese fármaco. El doctor Rothman me comentó que estas cepas, al haberse cultivado en el espacio, son más virulentas, pero que de alguna manera también han perdido su resistencia al cloranfenicol. Le interesaba porque la resistencia a la medicación es un gran problema en la salmonelosis.
—¿Han pensando en probar la ceftriaxona? —le preguntó Pia; se trataba de un antibiótico más nuevo.
Springer vaciló, y la miró de arriba abajo. Había intentado ser amable con ella, pues no cabía duda de que estaba preocupada por su mentor. Cuando volvió a hablar, su voz y sintaxis habían cambiado. Había adoptado un tono crispado.
—En realidad no estaba solicitando una consulta al hablar con usted. Le estoy informando sobre el estado y tratamiento del doctor Rothman por pura cortesía. Pero para contestar a su pregunta, si es que era una pregunta, existe cierta sensibilidad hacia la ceftriaxona, pero muchísima menos que hacia el cloranfenicol.
—El cloranfenicol puede causar anemia aplástica —contestó Pia, indiferente a la señal de Springer de que se estaba pasando.
—Sí, hemos tenido en cuenta los efectos secundarios, por supuesto. Perdone.
Springer se puso en pie de repente. Dejó a Pia con brusquedad, habló un momento con uno de los residentes que colaboraba en el cuidado de Rothman y Yamamoto y abandonó la planta.
Pia esperó unos minutos antes de acercarse al mismo residente, que estaba leyendo una gráfica.
—¿Qué opina del doctor Springer? ¿Cree que está cualificado?
—¿Que qué opino? Es el mejor del país. Yo no estaría aquí si no fuera así.
Asombrado por la pregunta, el residente se alejó y Pia se quedó sola en el control de enfermería.