Centro Médico de la Universidad de Columbia
Nueva York
23 de marzo de 2011, 12.02 h.
Tobias Rothman era feliz cuando podía trabajar sin interrupciones en los seguros confines de su laboratorio, con el doctor Yamamoto a su lado. Yamamoto era como su brazo derecho. Si extendía una mano, su compañero sabría lo que quería sin necesidad de preguntarlo. Los dos hombres se comunicaban mediante miradas, indicaciones con los dedos y, a veces, juraba Rothman, por intuición. Y si Rothman podía intuir algo aquel día, mientras trabajaban juntos bajo la campana de gases del laboratorio de bioseguridad de nivel 3, era que su colega no se encontraba muy bien, porque había pasado por alto un par de señales de Rothman, cosa muy poco habitual. De hecho, tampoco él se encontraba muy bien desde hacía aproximadamente una hora. Padecía una leve indisposición gástrica, pero lo peor era aquella especie de mareo, como si caminara sobre cáscaras de huevo. Había empezado más o menos una hora después del café de las nueve. Llevaban en la unidad desde las seis.
Rothman miró a Yamamoto. Estaba de cara a la pared, con las manos apoyadas sobre el banco del laboratorio, y respiraba con dificultad. El doctor se volvió para mirar a su jefe, y este se dio cuenta de que estaba temblando. Con la capucha y la mascarilla, lo único que Rothman veía de la cara de Yamamoto eran sus ojos, que reflejaban miedo. De repente, él también lo sintió y empezó a temblar. Era como si acabara de zambullirse en un baño de agua helada, pero estaba sudando y sentía náuseas. Era imposible que estuviera sucediendo lo que acababa de pasársele por la cabeza. Habían tomado las precauciones habituales, y su historial de seguridad era perfecto.
Un instante después, a Yamamoto se le pusieron los ojos en blanco y cayó al suelo. Rothman intentó conservar el equilibrio antes de acudir en ayuda de su colega, pero de pronto se sintió mucho peor. La habitación osciló ante sus ojos. Sabía que iba a perder el conocimiento y, justo antes de hacerlo, buscó el botón rojo de la pared con la mano.
* * *
Pia estaba sentada en su despacho intercambiando impresiones con Will y Lesley. Estaban apretujados pero tranquilos. Se habían refugiado en él pese a su diminuto tamaño porque en el laboratorio había otro empleado trabajando en el techo con los cables eléctricos. Había entrado un momento en aquel despacho, al igual que en el de Rothman, pero por suerte ya se había ido. Gracias a Dios, no era el mismo tipo, Vance, que tanto la había molestado hacía unas semanas.
Los tres estudiantes habían formado una unidad eficaz durante las tres semanas que llevaban juntos, y estaban haciendo progresos con los problemas de temperatura y pH de los baños de órganos. Habían pasado casi todas sus horas de vigilia, incluidos fines de semana, en el laboratorio, pero ninguno se arrepentía ni de un minuto.
Entonces, de pronto, fue como si se hubiera producido un motín en la puerta del laboratorio.
—¿Qué demonios pasa? —dijo Will mientras los tres estudiantes salían del despacho de su compañera.
Pia tan solo veía a gente irrumpiendo a través de la puerta. Estaban invadiendo el lugar. Debía de haber unas veinte personas vestidas con batas, gorros, mascarillas y botines corriendo hacia la unidad de bioseguridad. Las seguían dos camillas con postes de los que colgaban bolsas de plástico con fluidos intravenosos que golpeaban contra los palos metálicos, empujadas por todavía más figuras con bata. Las camillas desaparecieron en la unidad de bioseguridad, cuya puerta se mantenía abierta con un tope. Pia notó una terrible sensación en la boca del estómago.
Un hombre se detuvo junto al escritorio de Marsha y se quedó al lado de la aterrorizada secretaria, que se tapaba la boca con una mano. Otro bloqueaba la puerta de entrada, que se había cerrado de nuevo con el fin de impedir el acceso al pasillo y al resto del centro médico. El personal del laboratorio estaba congregado en el centro de la sala, donde reinaba un alboroto de conversaciones en voz alta y preguntas formuladas a gritos.
—¿Es un simulacro? —preguntó Lesley—. ¿Qué está pasando?
La figura que se había situado al lado del escritorio de Marsha se bajó la mascarilla. Era un hombre negro de unos cincuenta años con la piel tan oscura como el ébano. Su voz era serena pero autoritaria.
—Muy bien, chicos, esto no es un simulacro. Se ha producido una emergencia y necesito que se queden aquí, justo donde están. ¿Está reunido todo el personal del laboratorio?
La gente miró a su alrededor y buscó a sus compañeros de trabajo entre los quince técnicos y el personal de apoyo que había por allí. Pia vio al empleado de mantenimiento, con su mono, al fondo de la sala, boquiabierto como los demás.
—¿Está todo el mundo aquí? Muy bien. Me llamo David Winston. Soy de seguridad del hospital. Estas otras personas son una mezcla de personal de Urgencias y del Departamento de Enfermedades Infecciosas. Les daré más información cuando la tengamos. Les pido por favor que permanezcan en esta zona. Gracias por su colaboración.
Entre el personal se formaron pequeños grupos cuyos miembros hablaban entre sí. Pia, incapaz de estarse quieta, daba vueltas describiendo un pequeño círculo. Sabía que lo que estaba sucediendo, fuera lo que fuese, no era bueno. Una oleada de angustia la inundó.
La puerta del laboratorio se abrió con brusquedad y un hombre alto, de aspecto distinguido, entró y atravesó el cordón de seguridad en dirección a la unidad de bioseguridad. Evitó establecer contacto visual con nadie. Iba vestido con la ropa de protección, como los demás, aunque la mascarilla le colgaba sobre el pecho. Bajo la bata no llevaba pijama, como los otros, sino traje. Pia sabía que era el director de Enfermedades Infecciosas, el doctor Helmut Springer, pues durante patología de segundo había asistido a varias conferencias que había dictado.
El murmullo de fondo aumentó de intensidad. La mayoría había reconocido al doctor Springer. En el laboratorio todo el mundo era muy consciente de que trabajaba con microorganismos muy virulentos y contagiosos. ¿Era posible que se hubiera producido algún tipo de contaminación? ¿Dónde estaban los doctores Rothman y Yamamoto? La aparición de Springer solo consiguió aumentar la tensión. El hombre estacionado junto a la puerta estaba hablando por el móvil, como si estuviera al mando de la situación.
—Vamos de camino; tiempo aproximado, cinco minutos —oyeron que bramaba por teléfono.
Springer se puso la mascarilla a toda prisa y abrió las puertas de la unidad de bioseguridad de par en par. En aquel preciso momento, las camillas reaparecieron. La primera transportaba al doctor Rothman, y la de detrás al doctor Yamamoto. Ambos hombres llevaban vías intravenosas y mascarillas de oxígeno. Rothman pasó por delante de Pia, que se abrió paso a empujones para echar un vistazo. Observó que estaba mortalmente pálido y sufría temblores violentos. Tenía la mirada clavada en el techo. Parecía muerto.
El desfile de médicos desapareció con la misma rapidez que había llegado. Solo se quedaron el doctor Springer y Winston. El primero de ellos se dirigió a los estremecidos testigos, algunos de los cuales se estaban abrazando para consolarse. Otros se tapaban la boca con la mano en señal de incredulidad ante lo que habían visto.
—Como ya han visto, los doctores Rothman y Yamamoto han caído enfermos. A primera vista, hemos de pensar en una fiebre tifoidea grave. Ambos hombres presentan los síntomas clásicos: fiebre, postración repentina, trastornos abdominales, delirios, borborigmos del cuadrante inferior derecho. —Springer contaba los síntomas con los dedos de la mano izquierda, como si estuviera impartiendo una clase. Un profesor siempre era un profesor, pensó Pia—. Es evidente que estaban trabajando en la unidad de bioseguridad, pero ¿alguien puede decirme de qué se estaban encargando exactamente?
El técnico de laboratorio Panjit Singh dio un paso al frente.
—Estaban trabajando con cepas de salmonela cultivadas en el laboratorio de la estación espacial. Lo sé con certeza porque lo he preparado todo esta mañana. Llevan semanas trabajando en ello.
—De acuerdo, gracias, nos resultará muy útil. ¿Sabe si hay disponibles estudios sobre la sensibilidad a los antibióticos de esas variedades especiales?
—Sí, montones. Se los conseguiré.
—Estupendo, voy a necesitarlos, gracias. El señor Winston les hablará del protocolo, pero aquí tienen un adelanto: nadie entrará en el laboratorio del nivel tres hasta que haya sido descontaminado. El laboratorio de Rothman quedará clausurado hasta nuevo aviso. Ya he llamado al CDC para solicitar su ayuda en el aspecto epidemiológico, para que podamos averiguar cómo se ha producido la contaminación. En este mismo momento, todo el mundo ha de seguirme hasta la Clínica de Enfermedades Infecciosas, donde se les someterá a pruebas de fiebre tifoidea. Todos tendrán que recibir también un tratamiento profiláctico de antibióticos. Es muy importante. A lo largo de la próxima semana deberán controlarse la temperatura dos veces al día. Ante cualquier anomalía, acudan a mí de inmediato. Un grado por encima o por debajo de la normalidad, y quiero verles. ¿Alguna pregunta?
—¿Quién pulsó la alarma? —preguntó Singh.
—Hay un botón del pánico en el laboratorio de bioseguridad —contestó Springer—. Uno de los doctores debió de apretarlo. Miraremos la cinta.
—¿Es preciso que todo el mundo vaya a la clínica? —preguntó Pia—. ¿Incluso la gente que no haya estado hoy en la unidad de bioseguridad?
—Desde luego. El señor Winston también recogerá los nombres de todos los que hayan entregado o sacado suministros, o cualquier otro proveedor. Queremos ver a todo el mundo que haya pisado este laboratorio. Eso es todo. Gracias por su colaboración.
El murmullo de conversaciones se elevó de nuevo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lesley—. ¿Habéis visto su aspecto? Debe de haberles afectado muy deprisa.
—El doctor Yamamoto me dijo esta mañana que no se encontraba bien —explicó Will—. Pero sí, he visto cómo estaban. Será mejor que hagamos lo que ha dicho ese hombre.
Pia miró a su alrededor. El empleado de mantenimiento se había quedado atrás y, aunque no quería hablar con él, sabía que el hombre debía seguir el protocolo.
—Se ha producido un problema médico —le dijo. Su placa de empleado provisional rezaba «O’Meary»—. Tendrá que ir a la clínica como todos los demás.
O’Meary parecía nervioso y no le contestó. Winston llamó a Pia.
—Hora de irnos —dijo—. Vamos a clausurar el laboratorio.
Estaba claro que no era el momento de discutir. Pia esperó a que O’Meary saliera e hizo lo propio delante de Winston. Este fue el último en salir, cerró la puerta y se dirigió a las dos figuras con trajes de protección que aguardaban fuera.
—No debe entrar nadie —ordenó—. Coloquen la cinta de precaución.
Los hombres asintieron y se pusieron manos a la obra.
Mientras caminaban hacia el ascensor, Pia vio que estaban evacuando toda la planta, y que guiaban a más personal escaleras abajo. Había más figuras con trajes protectores que parecían robots. Una vez en el ascensor, la joven notó que tenía el corazón acelerado y tuvo que concentrarse en respirar hondo. Se sentía un poco mareada porque le faltaba el aire. Una oleada de algo similar al pánico se apoderó de ella mientras avanzaba por la acera. Todo cuanto la rodeaba se le antojaba muy cercano y, al mismo tiempo, muy lejano. Había dejado de andar y se había agarrado a alguien. Oía voces altas en el oído.
«Ven conmigo», está diciendo una mujer. Hace un día caluroso y soleado, pero Pia está muerta de frío. La mujer tiene una bonita sonrisa y agarra a Pia de la mano. Está en un lugar nuevo, Pia lo sabe. No lleva mucho tiempo allí. Es la primera sonrisa que ha visto, aunque es extraño: los adultos no sonríen todo el rato. Pia y la mujer han entrado y caminan hacia una puerta grande. Da la impresión de que están subiendo una cuesta. «Este es el despacho del director», dice la mujer. Abre la puerta y la obliga a entrar de un empujón. Pia oye que cierran la puerta con llave. «Hola, Pia», dice el hombre. También sonríe, pero es una sonrisa retorcida, no de bienvenida…
Pia alzó la vista. Estaba sentada en el suelo de la calle Ciento sesenta y ocho y los coches pasaban a su lado. Winston la sujetaba con la mano, con la mirada clavada en ella.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, creo que sí.
—Se ha desmayado. O casi. No está sudando, así que no creo que tenga fiebre. Creo que está bien. ¿Preparada para levantarse?
Pia esperó un momento y dejó que Winston la pusiera en pie. Después, recordó dónde estaba y qué acababa de ocurrir. Con inquietante claridad, vio a Rothman tendido en la camilla, pálido como un muerto, y la imagen la aterrorizó. A lo largo de tres años y medio había llegado a apoyarse cada vez más en la extraña amistad del hombre, sobre todo después de su sincera conversación de hacía unas semanas. Hasta entonces, su relación había sido parecida a la de dos personas que vagan cómodamente por una habitación a oscuras: de vez en cuando advertían la presencia del otro, pero poco más. No obstante, después de la conversación y las revelaciones personales, la joven pensaba que habían accedido a otro nivel. Rothman se había convertido en la figura paterna que ella había anhelado siempre. Lo más importante era que Pia se había permitido empezar a confiar en el doctor, pese a haber aprendido a no fiarse de nadie, a no permitir que nadie ocupara un lugar desde el que pudiera traicionarla, como habían hecho tantos.
En aquel momento, mientras avanzaba tambaleándose por la calle, se sintió abrumada por la idea de que, justo cuando había permitido que Rothman accediera a su mundo, él iba a abandonarla. ¿Por qué lo hacía? ¿Y por qué ahora? Era irracional pensarlo, pero ¿lo hacía para herirla? ¿Le había tendido una trampa a propósito? Al fin y al cabo, había admitido padecer una depresión. Estaba casi paralizada debido a la angustia.
En la Clínica de Enfermedades Infecciosas, Pia estaba temblando cuando le entregaron el antibiótico profiláctico Z-Pak. Se sentó en la sala de espera y empezó a despejársele la cabeza. Era consciente de que varias personas habían intentado hablar con ella, pero no las había oído.
—¡Señorita Grazdani! —la llamó bruscamente una enfermera que se había colocado justo delante de ella. Estaba dispuesta a llamar a Urgencias si la joven continuaba en aquel estado de fuga, pues creía que tal vez tendrían que ingresarla.
Pia, sin despertarse del todo, se irguió en la silla y se concentró en la cara de la enfermera.
—Estoy aquí —dijo—. Lo siento. ¿Qué ha dicho?
—He dicho que no puede volver al laboratorio. Quedará clausurado hasta que los epidemiólogos del CDC lleguen de Atlanta y lo declaren limpio. Lo que debería hacer, tal como hemos aconsejado a los demás, es irse a casa, empezar con los antibióticos y vigilar su temperatura. ¿Podemos llamar a alguien para que se reúna con usted allí? ¿Señorita Grazdani? ¿Se encuentra bien, señorita Grazdani?
—Estoy bien —la tranquilizó Pia.