Greenwich, Connecticut
4 de marzo de 2011, 15.23 h.
Había unos cuarenta y cinco kilómetros, más o menos, desde Columbus Circle, en Manhattan, hasta la casa de Edmund Mathews en Greenwich, y milagrosamente, el conductor de Jerry, ex policía de tráfico del estado de Nueva York, realizó el desplazamiento en poco más de cincuenta minutos. Después de dejar a Harry Hooper en el bar del hotel, Trotter había encontrado a Max Higgins esperándolo en la limusina delante de su edificio. Se subió y llamó a Mathews de inmediato, básicamente para ordenarle que Russell y él abandonaran su oficina de Greenwich y se dirigiesen a casa de Edmund, donde se reunirían al cabo de una hora. Jerry no le había contado nada a Max. Este pensaba que su socio presentaba un aspecto espantoso: ojos inyectados en sangre, mejillas sin afeitar, cabello desordenado y una extraña y arrugada combinación de camisa y pantalones caqui bajo una vieja chaqueta de cuero, al estilo de cualquier motero. Además, percibió el olor a alcohol de su aliento. Max tendría que esperar por la explicación, porque en cuanto hubo hablado con Edmund, Jerry se estiró en el amplísimo asiento trasero de la limusina y se sumió en un sueño ruidoso e inquieto.
* * *
Durante las horas transcurridas desde su comida con Jerry y Max el día anterior, Edmund y Russell no habían hecho nada importante en cuanto a solucionar sus problemas. Lefevre se había dedicado a supervisar la puesta en práctica de algunas ideas de Edmund, consistentes en comprar diferentes tipos de pólizas de seguros de vida. Los asesores legales habían empezado a examinar las pólizas de diabéticos que ya tenían en busca de lo que Russell había denominado «anomalías». Debían estudiar a cualquiera que hubiera utilizado la inicial del segundo nombre en un documento pero no en otro para comprobar si existían fundamentos que permitieran finalizar la póliza. Cualquier acuerdo en ciernes se interrumpiría para llevar a cabo una investigación. Pero se trataba de medidas provisionales. Si existía una solución mágica, Edmund y Russell confiaban en que Jerry se la proporcionara.
Cuando Mathews recibió la llamada de Trotter, se sintió optimista, convencido de que la salvación estaba al alcance de la mano. Jerry le había hablado con voz ronca, y se había mostrado aún más brusco de lo habitual. Pero daba igual. Russell se había mostrado alegre mientras esperaban a Jerry; Edmund, más reservado. Por experiencia, sabía que si Trotter había pensado en algo no sería indoloro. Tendrían que pagar un precio.
La limusina de Jerry se paró ante la puerta de Edmund. Mientras este observaba desde la ventana del segundo piso, el conductor bajó y abrió la puerta para que Trotter saliera poco a poco al frío aire invernal. Incluso desde aquella distancia, Jerry no parecía estar en muy buena forma. Mientras Mathews bajaba las escaleras, Alice, su esposa, siempre una perfecta anfitriona, abrió la puerta.
—¡Alice! —exclamó Jerry con jovialidad—. Esperaba verte. Estás tan adorable como siempre.
Y así era; llevaba la melena corta metida detrás de las orejas, los ojos verde claro realzados por un jersey color menta y las piernas tonificadas por el gimnasio embutidas en una elegante falda larga hasta la rodilla.
—Hola, Jerry, ¿cómo estás?
Alice le agarró del codo y se inclinó para besarle en la mejilla. Trotter había intentado domeñar su pelo y se había zampado medio paquete de caramelos de menta, pero no había logrado hacer desaparecer por competo su desaliño. Tampoco se había preocupado de mitigar un sutil aire de madurez que se cernía sobre él como una nube invisible. Alice retrocedió un poco.
—Estaba diciéndole a Max —continuó Jerry mientras Edmund se reunía con ellos— la maravillosa pareja que forman Alice y Edmund. Y el pequeño Darius completa el trío. Una hermosa esposa, un heredero saludable, una casa increíble. Edmund, eres un hijo de puta afortunado. El hombre que lo tiene todo. ¿No te estaba comentando eso, Max?
—Por supuesto, Jerry, ¿quién podría decir lo contrario?
Max no tenía ni idea de sobre qué estaba hablando su socio, pero le siguió la corriente. Dos minutos antes, Jerry estaba completamente ausente del mundo.
Jerry pasó el brazo por los hombros de Alice cuando el grupo entró en la casa. Mathews se preguntaba qué demonios estaba pasando. Trotter no había demostrado jamás el menor interés por Alice, ni él por Charlotte Trotter. No tenían esa clase de relación: solo hacían negocios.
—¿Ha venido Russell? Ah, sí, míralo —dijo Jerry cuando lo vio salir de la biblioteca.
—¿Puedo ofreceros algo? —preguntó Alice liberándose de la presa de Jerry. Este se apoyó contra una pared. A Edmund le daba la impresión de que le costaba mantenerse en pie.
—Me apetece mucho un café, Alice, gracias. Tienes una de esas cafeteras de moda, ¿verdad? El más fuerte posible, y en una taza grande, si no te importa. Esta noche no he dormido muy bien.
Alice se encaminó hacia la cocina y los cuatro hombres se quedaron en el ostentoso vestíbulo de Edmund.
—No tenemos toda la documentación de Statistical Solutions para corroborar nuestras preocupaciones sobre las campanas de Gauss —dijo Edmund, ansioso por ir al grano.
—Eso no me preocupa —contestó Jerry—. La situación es tan mala como pensabas. De hecho, probablemente sea peor de lo que temías. Tenemos que proteger el capital que hemos invertido, y la única manera de hacerlo es actuar con celeridad y decisión. Ahora.
—Bien, ¿vamos a la biblioteca, nos sentamos y hablamos de ello? —preguntó Mathews—. ¿O a la sala de estar?
—No, Edmund —contestó Jerry, que de repente parecía más espabilado—. Tú y yo vamos a ir a dar un paseíto.
—¿Un paseíto? ¡Hace un frío de muerte! Va a ponerse a nevar.
—No te preocupes, Edmund, no vas a morir congelado. Coge un abrigo.
* * *
Mientras Russell y Max entraban en la biblioteca de Edmund, Mathews y Jerry salieron, el primero ataviado con un abrigo de lana y el segundo con el café que Alice le había preparado. Eran cinco cápsulas de expreso dentro de un tazón de la Universidad de Syracuse.
—Han montado una empresa para controlar las patentes de las técnicas de organogénesis —le informó Jerry—. Rothman y Yamamoto. Son ellos, no cabe duda. Ellos son el problema.
—Me alegro de que te estés tomando en serio el problema —dijo Edmund. Iban caminando por un sendero ornamental que había delante de la casa, entre macizos de rosas que habían podado de cara al invierno. Los parches de nieve sembraban el jardín a la sombra de los setos. El jardín de Mathews nunca había parecido más yermo.
—Hemos de actuar cuanto antes. Si esas campanas de Gauss se escoran lo más mínimo a la derecha, será un desastre.
—Me complace que veas el mismo problema que nosotros.
Jerry se detuvo justo al borde del césped.
—Por desgracia, no vemos una solución económica sencilla, como vendernos en corto mediante un intermediario o titulizar nuestras pólizas de inmediato. Con Gloria Croft vendiendo en corto a lo grande, es probable que no encontremos un comprador institucional.
—Estoy de acuerdo —dijo Edmund—, pero el concepto de adquisición de pólizas de vida sigue siendo sólido. Quizá sea la mejor oportunidad comercial con la que me he topado en la vida. Sería una pena tirar la toalla en una fase tan temprana.
—Estoy de acuerdo. —«Y más de lo que crees», pensó Jerry, más de lo que siquiera Max sabía—. Por eso se me ha ocurrido otro plan.
Se hizo el silencio, después Trotter continuó:
—Es algo poco ortodoxo, pero es lo que más conviene a nuestros intereses. Créeme, no he pensado en otra cosa durante las últimas veinticuatro horas. Pero no vamos a hacerlo nosotros: vas a hacerlo tú. Todo este asunto fue idea tuya. Así que debes solucionarlo tú. Solo tú y yo hablaremos de ello, no quedará nada por escrito.
Edmund asintió. No esperaba otra cosa. No de Jerry.
—Solo existe una solución, y ha de ser así porque ese tal Rothman les lleva la delantera a todos los demás.
Siguió otro silencio.
—Creo que hay que detener el ímpetu de Rothman. En ese caso, nos quedarán como mínimo cinco años antes de que el resto de la comunidad investigadora llegue a donde él está hoy.
Ninguno de los dos hombres dijo nada. Las palabras de Jerry quedaron suspendidas entre ellos, como si estuvieran escritas en el aire. Por fin, Edmund rompió el angustioso silencio.
—¿Cómo detenemos el ímpetu de Rothman, Jerry?
—Fácil —contestó—. Le matarás.
* * *
Edmund dio media vuelta y se alejó de Jerry, en dirección a la casa. Tomó un sendero que discurría junto al edificio. Trotter dejó la taza de café vacía en el suelo y le siguió hasta el jardín de atrás, donde Mathews se había sentado en un banco que miraba hacia el estrecho de Long Island. Jerry se sentó a su lado.
—¿Asesinarlo, Jerry? ¿Hacer que le peguen un tiro?
Edmund estaba consternado, pero, al mismo tiempo, no creía que pudiera permitirse el lujo de desechar ninguna idea, por más ridícula que pareciera.
—No, en absoluto. Ambos deberían morir de una manera que no invite a sospechar de un homicidio. Ha de parecer un accidente. Ni siquiera debería abrirse una investigación, aunque supongo que eso será inevitable. Pero no puede haber nada que indique que haya sido deliberado. Porque no sería de extrañar que cualquier investigación de asesinato medianamente competente condujera directamente a LifeDeals. Estuviste en Statistical Solutions y hablaste del daño que eso podría provocarle a la empresa.
—¿Alguna sugerencia concreta, Jerry?
Aunque la propuesta era disparatada y aterradora, Edmund quería averiguar qué le estaba proponiendo Jerry con exactitud. No parecía que tuviera un plan B.
—Pues la verdad es que sí.
Mathews continuó contemplando el agua.
—Te contaré que casi todo el estamento médico está enterado de que el principal interés de Rothman en la investigación, antes de implicarse en la medicina regenerativa, era la salmonela, que es la causa principal de las intoxicaciones alimentarias en general y de la fiebre tifoidea en particular. Está investigando la virulencia de la bacteria, por qué motivo es una bacteria tan tremendamente mortífera por una parte, y la causa de enfermedades gastrointestinales molestas, aunque no letales, por otra. ¿Por qué un tipo de bacteria te provoca cagalera pero otro te mata? Hemos investigado un poco. Ha descubierto que cultivar salmonela en el espacio produce una cepa muy letal. Hay que inocularle esa cepa en particular.
»Le cae mal a mucha gente. Despierta celos por su premio Nobel, y creen que es un engreído. Si muere a causa de la bacteria que está estudiando, mucha gente dirá “Oh, eso es terrible”, pero luego sonreirán por lo irónico del suceso.
Jerry hacía que pareciera muy fácil.
—Supongo que sería una jugada inteligente —comentó Edmund. Le dio la sensación de que debía decir algo.
—Aún no he terminado. La fiebre tifoidea que contraería de inmediato podría matarle, o no. Tiene que haber otra cosa que le mate de una manera rápida y definitiva, pero que no pueda detectarse con facilidad. Existe una sustancia llamada polonio 210, muy radiactiva y mortal de necesidad si la ingieres, pero por lo demás inofensiva. La usaremos porque comparte muchos de los síntomas de la fiebre tifoidea y así quedaría enmascarada. Fue lo que mató a Alexander Litvinenko en Londres hace algunos años.
—Me acuerdo. El polonio no era más que una teoría.
—Creo que fue más que eso.
—¿Por qué lo necesitamos?
—Para asegurarnos de que el tipo muere. Es muy potente. El desafío consiste en que Rothman y su adlátere trabajan en uno de los centros médicos más importantes del mundo. La salmonela, por virulenta que sea, no nos da ninguna seguridad. Uno de ellos podría salvarse. Es un riesgo que no podemos correr. Tenemos que asegurarnos. Al ciento por ciento, de ahí el polonio, y en dosis masivas.
—¿De dónde coño vas a sacarlo? ¿Quién va a comprarlo? ¿Russell?
—Contrata a la gente adecuada. Profesionales.
—Has visto demasiadas películas. Dime, Jerry, ¿quién va a proporcionarnos ese veneno radiactivo y mortífero?
—Los albaneses.
—¿Albaneses?
La voz de Edmund traicionó su escepticismo.
—La mafia albana se ha hecho fuerte en Nueva York durante los últimos veinte años. Son muy violentos, despiadados. Pero también muy de fiar, si haces negocios con ellos. Su palabra es su honor y todo eso. El FBI puso coto a sus operaciones en los noventa, pero han vuelto a crecer y quieren hacerse un nombre de nuevo. Me preguntarás que cómo lo sé. Me lo ha dicho un hombre que dedicó años de su vida a intentar meterles entre rejas. Me ha dado un nombre.
Jerry le ofreció un trozo de papel doblado por la mitad. Edmund se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y miró a Jerry.
—Estás como una puta cabra.
* * *
Jerry dejó que Edmund lo rumiara durante un par de minutos. Mathews se había acercado al límite de su propiedad y estaba contemplando las aguas grises del estrecho. Trotter se imaginaba cuál era su estado: por una parte horrorizado por el mero hecho de plantearse algo así y, por otra, convencido de que no tenía más opción que pensárselo. ¿Qué parte ganaría? Jerry decidió jugar su mejor carta. Él tampoco quería hacerlo, pero, de nuevo, no existía otra alternativa. Se reunió con Edmund y se detuvo a un metro, a su derecha, con la mirada clavada en el frente.
—Sé lo tuyo con Gloria Croft.
—¿Lo mío con Gloria Croft? ¿Te refieres a lo personal?
Edmund esperó un momento, y después se volvió para observar a Jerry, que continuaba mirando hacia delante con expresión impenetrable.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Así que sabes de lo que estoy hablando, ¿verdad?
—Sí, sí. Gloria y yo tuvimos un… rollo cuando trabajábamos juntos.
—Cuando eras su jefe.
—Sí, Jerry, por Dios, ¿qué tiene que ver eso con todo lo demás?
—Te casaste joven, creo.
—Estaba casado en aquella época. Lo confieso, fui un chico malo. Me dejé llevar, y no he sido el único al que le ha pasado. Dime que nunca lo has hecho. Pero aprendí la lección. Me mantengo alejado de las zorras como ella.
—Lo que quieres decir es que sin pena no hay delito, ¿verdad, Edmund?
—Jerry, te juro que no tengo ni idea de qué importancia tiene esto. Acabas de pedirme que mate a dos personas, por el amor de Dios. —Al decirlo, Edmund volvió la cabeza para comprobar que no había nadie cerca—. ¿Intentas presionarme con eso?
—Creo que hay algo de lo que no eres consciente. Confiaba en no tener que sacar este tema, pero me da la impresión de que no me dejas otra alternativa.
Jerry miró a Edmund. Hacía unos minutos había cruzado un puente con él. Ahora, iba a quemarlo.
—Cuando te acostabas con Gloria Croft, se quedó embarazada…
—Jerry, eso es una gilipollez…
—Se quedó embarazada, Edmund, se sometió a una interrupción y no fue bien. Acudió a una buena clínica, puedo decirte el nombre, pero surgieron graves complicaciones. Puedo darte los detalles, si los necesitas. Sobrevivió, pero se quedó estéril, de modo que no puede tener hijos. Supongo que también quedó muy resentida con el hombre que lo provocó.
—¿Por qué debería creérmelo?
Edmund tenía el rostro encendido de furia y los puños hundidos en los bolsillos del abrigo. Aún le dolía la mano izquierda a causa del puñetazo que le había dado a la puerta del ascensor. Se inclinó hacia Jerry, casi retándole.
—¿Estás intentando chantajearme? No me lo creo.
—Obtuve la información por pura casualidad —dijo Jerry. Lo sorprendía lo sereno que se sentía—. Estábamos buscando trapos sucios de Gloria cuando nos enteramos de esto. Conozco a alguien que tiene contactos en el departamento de historiales de ciertos hospitales, y dio con el historial relevante. La fecha coincide, lo investigamos, y hasta existe una nota que afirma que solo tenía una pareja sexual. Querían descartar enfermedades de transmisión sexual, por eso lo preguntaron. Yo diría que aquella pareja eras tú.
—Chorradas.
—¿Siempre utilizas condón, Edmund? ¿Faltó unos días al trabajo cuando dejasteis de veros? Tal vez no te acuerdes, pero dudo que te gustara que tus analistas se cogieran muchos días. Y quizá hasta abandonara la empresa poco después, ¿no?
Edmund suspiró. Se sentía desinflado, casi literalmente, como si le hubieran arrebatado el aire de los pulmones. Contempló de nuevo el agua.
—¿Qué vas a hacer con esa información? Y no estoy diciendo que sea cierta.
—Acabo de comentar lo encantadora que es tu esposa, lo bonita que es la casa. Es verdad, por supuesto. Solo estaba subrayando lo que te estás jugando, Edmund. Tal vez no veas las cosas con tanta claridad como yo. Todos hemos trabajado muy duro para conseguir lo que tenemos, y hay mucha gente que siente celos de nosotros, que dice que no nos merecemos todo esto, pero ambos sabemos la verdad. Nos lo hemos ganado a pulso. Sin nosotros, este país estaría hambriento de innovación. No se crearía nada nuevo. Muy bien, alguien va a cultivar órganos fuera del cuerpo, pero no ahora, porque destruirían ese maravilloso producto tuyo. Tuviste una idea fantástica. Y has de protegerla.
Jerry hizo una pausa.
—Dices que lo que acabo de contarte son gilipolleces. No todo, ¿verdad? Es imposible. ¿Qué diría Alice si recibiera una nota contándole que su marido se acostaba con su analista y que ella se quedó embarazada? Dudo que vaya a aplacarse con facilidad, con tan solo decirle que son chorradas.
Edmund no dijo nada.
—Te aseguro que esos albaneses pueden facilitarnos la tarea. Te doy mi palabra de que han hecho cosas más difíciles que esta. Resulta que es verdad lo que se comenta: el dinero puede comprarlo todo. Mira a tu alrededor, Edmund, tienes demasiado que perder.
—¿Qué hay de Gloria Croft?
—No te preocupes por ella. Recibirá su merecido cuando el precio de las acciones de LifeDeals se ponga por las nubes.
Jerry volvió a ofrecerle la hoja de papel. En aquella ocasión, Edmund extendió la mano con cautela, la cogió, la desdobló y la leyó. Trotter le tocó en el hombro con la mano izquierda, se volvió y se encaminó hacia la casa. Mathews se quedó inmóvil, contemplando el nombre que había escrito en el papel, un nombre que no significaba nada para él, y que lo significaba todo.