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1, Central Park West

Nueva York

4 de marzo de 2011, 13.20 h.

Jerry Trotter estaba derrumbado en su estudio, con la cabeza extrañamente retorcida sobre el escritorio, al lado de su delgado teclado de Mac. Mientras roncaba, Trotter estaba teniendo un sueño particularmente vívido. Está todo lo reclinado que puede en una silla mientras un hombre le grita justo en la cara. En el sueño, Jerry llega tarde a una cita vital, pero no sabe para qué es, y no lo averiguará hasta que el hombre deje de chillarle y se aparte. Jerry se medio despertó, pero no se movió. Había babeado el escritorio y le dolía la cabeza. Un teléfono sonaba cerca.

Aquella mañana, al cabo de una hora, Jerry había desconectado los timbres de todos los teléfonos de la casa y también el de su móvil habitual. Por lo visto, había mucha gente que quería hablar con él. No había ido a la oficina, de modo que suponían que estaba en casa, o al menos en algún lugar donde pudiera atender el móvil. Pero las únicas llamadas que le interesaban llegarían al aparato que Max Higgins le había dado. Así que debía de ser ese el teléfono que estaba sonando.

Jerry se incorporó sobresaltado y le dio un tirón en el cuello. Un veloz espasmo de dolor le subió hasta la cabeza mientras tanteaba en busca del móvil. Dejó de sonar.

—Mierda, mierda.

Aunque seguía prácticamente dormido y no era capaz de orientarse del todo, Jerry encontró el teléfono y pulsó aquellos botones poco familiares. Apareció un 917 y apretó el botón verde. El móvil volvió a marcar. No era Higgins, y no recordaba los números de Hooper o Brubaker.

—Que sea Hooper —dijo en voz baja y con resolución—. Que sea Hooper.

Alguien descolgó.

—¿Dónde estaba? He llamado dos veces.

Era Hooper.

—¿Tienes algo?

—Bingo.

—¿Qué es? Has de decirme…

—Tenemos que vernos. El Starbucks en la esquina de la Dieciséis. Frente al Mandarin Oriental.

—Eso está enfrente de mi casa.

—Dentro de diez minutos.

* * *

Jerry Trotter consultó su Rolex una vez más y después paseó la vista por el Starbucks. Harry Hooper había dicho diez minutos, y eso había sido hacía casi media hora. Trotter había salido al instante de su rascacielos y atravesado a toda prisa Columbus Circle; había llegado al local en cuatro minutos justos. Max Higgins aparecería en el apartamento de un momento a otro. Jerry le había llamado enseguida para pedirle que fuera desde la oficina con el coche. Daba la impresión de que las cosas empezaban a moverse.

Como de costumbre, el Starbucks estaba atestado. Por el local serpenteaba una cola de gente que esperaba para pedir, y los clientes de su izquierda aguardaban a que les sirvieran las bebidas. Casi todas las mesas para dos personas estaban ocupadas por individuos con ordenadores portátiles y montones de libretas. ¿Quién era aquella gente?, se preguntó Jerry. ¿No tenían casa, u oficina? Un sin techo había encajado sus bolsas de la compra en una esquina y luego se había acomodado contra ellas. Sostenía un vaso de agua y, mientras se mantuviera despierto, podría quedarse allí sentado el resto del año.

¿Qué clase de local era aquel para celebrar una reunión?, se preguntó Trotter. Había pocas probabilidades de encontrar un sitio para sentarse, y menos aún de hablar con discreción. Jerry sacó el teléfono y estaba a punto de llamar a Hooper de nuevo, cuando sintió que una mano le apretaba el codo, y no sin fuerza. Se volvió en redondo. Hooper.

—Vamos a dar un paseo —dijo.

Hooper guió a Jerry hasta la salida del local y cruzaron la calle para rodear el edificio de Time Warner. Hordas de personas salían y entraban por las puertas.

El investigador giró a la derecha por la calle Cincuenta y ocho y caminó hacia Columbia, dirigiendo a Jerry a través del tráfico hacia la parte sur de la calle. Entraron a través de unas puertas de cristal verde claro y subieron en una escalera mecánica hasta el vestíbulo del hotel de lujo de la esquina. Hooper guió a Trotter hasta una parte tranquila del enorme vestíbulo y se sentaron a una mesa sobre la que descansaba la carta de bebidas.

—Esto está un poco más tranquilo —dijo Hooper.

—¿A qué ha venido esto? Podríamos habernos encontrado directamente aquí.

—Parecía muy tenso por teléfono. Yo diría que hasta nervioso. Y la gente nerviosa me pone nervioso. Solo precauciones básicas.

Jerry miró al ex policía. ¿Cuántos años tendría aquel tipo, cincuenta y cinco? Era más menudo de lo que Jerry recordaba, no pasaría del metro setenta, con el pelo oscuro y tal vez teñido, pero al menos no llevaba peluquín. Tenía la cara demacrada de los fumadores y ojos cordiales. Trotter no confiaba nada en él.

—¿Tomamos una copa?

—Claro —dijo Jerry, que estaba de los nervios. Hooper hizo un gesto y un camarero se acercó desde la barra.

—Whisky, hielo y un poco de agua —dijo Hooper.

—Vodka Martini con una rodaja de limón —pidió Jerry—. Gracias.

—Parece un poco hecho polvo, jefe.

—No he dormido bien. Nada que unas buenas noticias no puedan curar. Supongo que son buenas noticias, porque no podías hablar por teléfono.

—Quería hablar con usted, cara a cara.

—Ah, sí.

—Me intriga por qué está tan interesado en ese tipo.

—Bien, ¿y a ti qué más te da, Harry? Te pedí que descubrieras cierta información, y da la impresión de que lo has hecho. Es obvio que quiero presionar un poco a esa persona, pero no es nada de lo que debas preocuparte.

—Siento curiosidad por el posible valor de la información.

Jerry guardó silencio mientras el camarero les servía las bebidas. ¿Aquel capullo estaba intentando sacarle dinero? El camarero se fue y Trotter levantó el vaso poco a poco.

—Salud, Harry. —Jerry vació la mitad de su copa y dejó el vaso sobre la mesa—. Yo diría que la información vale los trescientos a la hora que te estoy pagando. Ese fue nuestro acuerdo, si no me equivoco. Un acuerdo muy generoso.

—Los acuerdos están hechos para renegociarse.

—¿En qué estás pensando?

—Otros diez de los grandes.

—¿Diez de los grandes? ¿Estás de broma?

—En absoluto.

Trotter se echó a reír, no pudo contenerse. Diez mil eran una bagatela. Previendo que Hooper intentaría algo por el estilo, aunque con un poco más de sutileza, llevaba encima cincuenta mil dólares, y tenía ganas de gastarlos.

—Deja que me lo piense —dijo, y adoptó una falsa expresión pensativa—. Debéis de creer que soy idiota —añadió; a continuación, tomó otro sorbo de vodka—. Tú y Brubaker. ¿Os llamáis y decís «Mira lo idiota que es Jerry Trotter, que se cree una especie de espía»?

Hooper lo miró con frialdad. No lo negó.

—Soy idiota, pero no tanto.

Jerry se metió la mano en el bolsillo delantero de la chaqueta de cuero y sacó una pequeña grabadora digital, de las que Hooper conocía bien.

—¿Qué es eso?

Hooper estaba sonriendo.

—He grabado nuestras llamadas, Harry. No con este aparato, sino con otro igual. ¿Qué dijiste… «precauciones básicas»? Prefiero considerarlo un seguro. Ja, que me hablen a mí de seguros.

Jerry se acabó la copa y alzó el vaso hacia el camarero. El detective no había tocado su bebida.

—Ahí no hay nada. Jamás digo nada por teléfono.

—¿De veras? En ese caso no tienes por qué preocuparte.

La mirada de Hooper exploró la sala un momento; luego le dio un sorbo a su whisky.

Jerry le estaba dando que pensar, aquello estaba claro.

—Estamos juntos en esto, amigo mío. No tengo la intención de hacer nada con las grabaciones. Como tú dices, es probable que no haya nada ahí, pero no cabe duda de que hemos entrado en una nueva fase de nuestra relación. Has sido muy sincero conmigo: quieres más dinero. De acuerdo.

Jerry volvió a introducir la mano en la chaqueta y sacó un grueso sobre de papel manila. Lo tiró sobre la mesa, al lado de la bebida de Hooper. Este lo cogió, lo metió debajo del tablero y lo abrió con un dedo. Observó los billetes y miró a Trotter, que pensó que, si Hooper había visto tanto dinero antes, era la demostración de que había aprovechado alguna investigación y la tenía guardada bajo siete llaves.

—No lo entiendo —dijo el ex policía—. Hay mucho más de diez.

—Sí. Hay cincuenta.

—¡Cincuenta de los grandes! Joder.

—Ay, señor Hooper, su lúgubre exterior se está desmoronando.

Jerry se terminó la copa. Se sentía mucho mejor.

—¿Qué debo hacer?

—Me dices dos cosas y te doy otro sobre idéntico a este dentro de un par de semanas. Eso es todo. En primer lugar, voy a decirte lo que pienso. Creo que eres un hombrecillo codicioso. Sé que manipulas las facturas que me entregas. Bueno, todo el mundo lo hace. Pero ahora estamos hablando de dinero de verdad. Y tengo más dinero de verdad que tengo intención de ir dándote mientras podamos seguir ayudándonos mutuamente. Porque es verdad que estamos juntos en esto. También creo que no sabes exactamente qué tengo grabado, ¿hum?

Hooper había recuperado la compostura y miraba a Jerry a los ojos.

—Me he fijado en que ya has cogido el dinero. También creo que estás pensando, joder, quiero el dinero. Y es dinero fácil, Harry, porque sé que tú ya sabes la primera cosa. Y la verdad es que me parece que averiguarás la segunda muy rápidamente, teniendo en cuenta tu experiencia.

—Está jugando a un juego peligroso. No es más que un simple aficionado.

—Lo sé. —Jerry cerró los ojos y sonrió—. Pero aprendo rápido. Dime qué has descubierto sobre Edmund Mathews y la señorita Croft.

Con unas cuantas frases, Harry Hooper le resumió a Jerry Trotter lo que le habían dicho y reveló su fuente de información. Para Hooper, no cabía duda de que todo era cierto.

—Gracias, Harry. Eso podría bastarme.

—¿Qué es lo otro que quiere saber?

Trotter se inclinó hacia él.

—Quiero que me digas cómo puedo hacerme con un poco de polonio 210.