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Convento de las Hermanas del Sagrado Corazón

Westchester, Nueva York

28 de febrero de 2011, 19.20 h.

Armada con la promesa del doctor Rothman de apoyarla económicamente, Pia concertó una cita con la madre superiora del convento de las Hermanas del Sagrado Corazón para aquella misma tarde. No se trataba de un encuentro que deseara. Pia recordaba que, años atrás, la madre superiora la había encontrado, adolescente, sentada sobre el muro del convento tras una pelea con la familia de acogida de turno, que vivía a unos tres kilómetros de distancia. El resultado fue que Pia regresó el siguiente fin de semana, con permiso de su familia, para colaborar de una manera informal. El resto era historia, y culminaba con la decisión de Pia, al alcanzar la mayoría de edad, de ingresar en el convento con la idea de, quizá, llegar a ser novicia.

La joven se sentiría eternamente agradecida por lo que la madre superiora había hecho por ella en los años posteriores, sobre todo porque supuso una mejora sustancial respecto a lo que había experimentado en el sistema de acogida provisional. Aunque en realidad aquello era otra institución, Pia al fin había encontrado la paz. La madre superiora no solo la apoyó a la hora de adaptarse a la vida del convento, sino que también la ayudó a navegar por las tempestuosas aguas del mundo real, más allá de la tranquilidad del convento. La insistencia de la madre superiora era lo que había llevado a Pia a entrar en la universidad y convertirse en una estudiante destacada, en lugar de solo aceptable. Pero obtener el título del instituto e ir a la universidad le había permitido conocerse a sí misma hasta el punto de darse cuenta de que la vida de monja no era para ella. En lugar de eso, decidió seguir la carrera de medicina, donde intuía que podría destacar y encontrar una paz equivalente. Al fin y al cabo, a lo largo de toda su tumultuosa experiencia en el programa de acogida, siempre había considerado al médico como el sine qua non del poder y el control del destino personal. Pero la decisión había tenido consecuencias, sobre todo con relación a la madre superiora.

Unos cinco años antes, Pia había concertado una cita similar con la mujer. Fue entonces cuando la muchacha admitió que no iba a ser monja, sino médico. Había sido un encuentro difícil, pues la madre superiora se había llevado una gran decepción y así lo había manifestado. Al mismo tiempo, había alentado a Pia a seguir su nueva vocación profesional y expresado la desesperada necesidad de médicos en sus misiones de África Oriental. En aquel momento, cuando Pia entró en el espartano despacho de la madre superiora, supo que iba a enfrentarse a una situación igual de difícil (quizá incluso más), que cuando había decidido no convertirse en monja. Cuanto más pensaba en sus objetivos, más se convencía de que Rothman tenía razón sobre lo de que estaba más que capacitada para la investigación médica.

—Pia, querida, es una bendición verte. Todas te hemos echado de menos. Todas las hermanas preguntan por ti todos los días.

—Y a usted, reverenda madre.

La joven mantuvo la mirada clavada en sus manos entrelazadas sobre el regazo. Su angustia se había disparado. Confiaba en que su voz no la traicionara. Iba vestida con un sencillo vestido negro hasta las rodillas y zapatos planos. A primera vista, la madre superiora tenía el mismo aspecto que en su primer encuentro de hacía diez años. El hábito de la orden contribuía a esa impresión. Pero Pia observó que la edad le estaba pasando factura. La madre superiora se había movido con lentitud al rodear su escritorio para saludarla. La joven creyó notar una mano más huesuda y delicada que en la visita del mes anterior cuando la monja se la puso sobre el hombro.

Durante el breve trayecto de tren desde Manhattan, Pia había ensayado lo que iba a decirle. Quería dejar las cosas claras para que no hubiera malentendidos. Estaba segura de su decisión, más de lo que había estado en el despacho de Rothman, pero sabía que la madre superiora tenía un talento especial para hacer caso omiso de lo que decía la gente y reconducir la conversación hacia un punto más acorde con sus intereses y opiniones.

Mientras continuaba el intercambio de trivialidades, Pia repasaba mentalmente a toda prisa los extraordinarios cambios que había experimentado su vida desde que llegara al convento en lo que, en aquel momento, se le antojaba una vida anterior. Ya cursaba cuarto curso en la Facultad de Medicina de Columbia, por asombroso que todavía le pareciera incluso a ella. Recordaba lo difícil que había sido convencer a Columbia de que la aceptaran. Se acordaba de haber tenido que explicar por qué, a la edad de dieciocho años, había decidido ingresar en una orden misionera católica africana. Su experiencia en la Universidad de Nueva York había sido sencilla. Desde el primer momento, el personal de admisiones de la universidad había estado convencido, sin necesidad de hacer preguntas, de que Pia, una joven emancipada del sistema de acogida, constituiría una valiosa incorporación al rico tapiz de la vida universitaria de la NYU.

Columbia, por el contrario, había expresado tempranas preocupaciones acerca de la historia de Pia y sus potenciales efectos sobre su independencia y capacidad para empatizar con los pacientes. No expresaron sus temores de una forma tan clara, pero Pia captó el mensaje, sobre todo cuando le pidieron que se sometiera a una entrevista con uno de los psiquiatras del centro médico. Se dio cuenta de que no le habrían pedido que realizara la entrevista si no estuvieran interesados en ella, así que accedió. Para su sorpresa, la entrevista resultó ser más agradable de lo que se temía. El psiquiatra conocía bien las deficiencias del sistema de acogida de Nueva York y pareció solidarizarse cuando averiguó que Pia había estado sometida a su dudosa tutela desde los seis hasta los dieciocho años. Por desgracia, jamás había experimentado la adopción, ni siquiera un acomodo definitivo.

Aunque la ley impedía que el psiquiatra tuviera acceso a su historial, Pia fue bastante sincera con él y le explicó sus experiencias, si bien restó importancia a algunos de los pasajes más sórdidos. Admitió sin ambages que, con el paso del tiempo, se había dado cuenta de que había sido víctima de malos tratos y de que se había visto obligada a crecer sin una presencia afectiva en su vida, pero añadió que, en su opinión, aquella circunstancia, en lugar de entorpecerla, la convertiría en un médico mejor. También minimizó cualquier síntoma que hubiera experimentado, como su leve coqueteo adolescente con un desorden alimenticio y las pesadillas recurrentes que todavía padecía.

A medida que la entrevista avanzaba, la franqueza de Pia debió de imponerse, porque el psiquiatra se mostró tan sincero como ella. Le dijo que estaba impresionado por su forma de sobrellevar aquel calvario y se mostró de acuerdo con que tal vez sus experiencias la convirtieran en mejor médico, sobre todo si se interesaba en especialidades como la pediatría. Le comentó que estaba particularmente impresionado por su casi perfecto expediente académico en la NYU, su casi perfecto examen de acceso a la Facultad de Medicina, y el hecho de que hubiera triunfado como actriz en el grupo de teatro de la NYU. Aseguró que todo ello era indicativo de su compromiso con el objetivo de convertirse en médico y de lo bien que se había adaptado a la vida cotidiana a pesar de su historial. También dijo que la recomendaría para ser admitida en el curso de 2011.

Después de la entrevista con el psiquiatra, Pia confiaba en que la aceptaran. Pero meses después descubrió que no había sido suficiente para convencer al comité de admisiones. Por lo visto, tres personas habían puesto reparos, convencidas de que el riesgo era excesivo pese a la recomendación del psiquiatra. Fue necesaria la desesperada y sorprendente intervención de dos personas para conseguir que la admitieran. En primer lugar, la madre superiora se ofreció a colaborar y envió un torrente de correos electrónicos redactados con sumo cuidado, llenos de hermosas argumentaciones muy convincentes. La segunda persona fue el doctor Rothman, quien, en aquel momento, estaba cumpliendo con la obligación de formar parte del comité de admisiones durante un período de tres años. Pia se enteró de aquel sorprendente giro de los acontecimientos años más tarde, después de trabajar con Rothman durante su optativa de tercer año. El genetista había sacado el tema durante una de sus típicamente incómodas reuniones. Admitió algo que, dijo, nadie más sabía: él también había sido víctima del sistema de acogida temporal del estado de Nueva York por ser un niño hiperactivo y difícil. Le explicó que no habían dado con un diagnóstico hasta que fue adulto, cuando él mismo reconoció que sufría el síndrome de Asperger. Pia se quedó estupefacta, y aún continuaba anonadada ante aquellas palabras. Respetó su confidencia y no le contó a nadie aquella revelación.

—La última vez que solicitaste una entrevista oficial conmigo —continuó la madre superiora—, nos trajiste tristes noticias al convento, pues comunicaste que habías decidido renunciar a ser novicia. Mi intuición me dice que hoy has venido por motivos similares. Espero que no sea el caso. En el convento te queremos, y estamos muy orgullosas de ti y de tus logros.

Pia alzó un momento la vista para encontrarse con la mirada impertérrita de la madre superiora, pero fue incapaz de sostenérsela. La desvió casi de inmediato y se descubrió contemplando el crucifijo que había colgado en la pared sobre el hombro de la mujer y pensando en el dolor, el sacrificio y la traición. Pia respiró hondo para coger fuerzas. Como de costumbre, la madre superiora le llevaba kilómetros de ventaja e intuía lo que se avecinaba.

—Voy a empezar otro mes de investigación en el laboratorio del doctor Rothman.

—Es un hombre de gran talento. El Señor lo ha tratado con magnificencia.

—Va a hacer historia marcando el inicio de la medicina regenerativa. Su trabajo con las células madre será seminal. Quiero formar parte de ello.

—Desde mi punto de vista ya es así. Por lo que nos has contado, le has caído bien. Cosa que no me sorprende. ¿En qué puedo ayudarte?

Pia volvió a mirarse las manos. Sintió una punzada de culpa. Después de todo lo que la madre superiora había hecho por ella, allí estaba, ofreciéndose a hacer más.

—Me parece que quiero dedicarme a la investigación médica a tiempo completo, lo cual significa que no creo que quiera ir a África.

«Ya está», pensó la joven. Sintió un alivio inmediato. Durante unos momentos el silencio reinó en la habitación. La joven reparó al instante en el frío que hacía.

—Soy consciente de que se trata de un cambio importante, puesto que me ofrecí a ir a África para devolverles a usted y a la orden la ayuda que me han proporcionado durante años, desde que abandoné el programa de acogida temporal.

—Que fueras a África era por ti, no por nosotras —repuso la madre superiora—. Pia, por favor, no te precipites. Sé que va a parecerte muy anticuado, pero ¿hay un hombre de por medio? Tiene que haberlo. Llevas la carga de la belleza. Confío en que el doctor Rothman se esté portando de forma honrosa.

Pia reprimió una sonrisa. La insinuación de la madre superiora estaba tan alejada de la realidad que era merecedora de dicha reacción. A Rothman y a ella les costaba establecer contacto visual, no digamos ya algo más íntimo.

—Puedo asegurarle que el doctor Rothman siempre se ha comportado de una manera impecable.

—Dios tiene innumerables formas de ponernos a prueba —continuó la madre superiora.

—Reverenda madre, no creo que Dios me esté poniendo a prueba. Esto no tiene nada que ver con ningún hombre, se lo aseguro. He tomado la decisión porque me hace feliz y porque Dios me ha concedido talento para ese trabajo. Pero me gustaría satisfacer mi deuda con el convento. Gracias a la generosidad del doctor Rothman, tengo acceso a cincuenta mil dólares. Me gustaría donar ese dinero al convento.

—Aceptaré de buen grado cualquier donativo, pero no como pago de una deuda. No nos debes nada por nuestros servicios. Al fin y al cabo, tu presencia ya fue suficiente recompensa.

—Me agradaría donar ese dinero —insistió Pia.

—Como desees. Pero quiero pedirte otra cosa. No quiero que nos olvides. Confío en que aún vengas a visitarnos de vez en cuando. Si nos olvidas, lo consideraré una traición.

Pia, que estaba contemplando el crucifijo, se quedó anonadada. De pronto, en su coraza apareció una abolladura y bajó la mirada hacia sus zapatos; se sentía como una niña pequeña y menuda. «Traición. Traición». La primera vez que descubrió la palabra «traición» en una novela, a la edad de once años, la buscó en el gran diccionario del colegio. La definición parecía correcta. Aquello era lo que había hecho su familia: traicionarla. La traición era la tragedia que había acechado a Pia desde los seis años, el día en que la policía derribó la puerta del apartamento que compartía con su padre y un tío, y la colocó entre las garras del programa de acogida temporal de la ciudad de Nueva York.